Pero ¿qué
ocurrió realmente?
El obispo Spong se pregunta por lo sucedido realmente en la Resurrección
John Selby SPONG
I. PRESENTACIÓN
Antonio CARRASCOSA MENDIETA
El texto que ofrecemos de John S. Spong es un texto peculiar por
tres razones[1]. Lo es por lo que tiene de novedoso
dentro del discurso religioso habitual; lo es –y mucho más– por ser
de un obispo de una iglesia cristiana; y también por ser de un tono
distinto dentro del conjunto al que pertenece. Estas tres razones
creemos que justifican sobradamente una presentación.
El objetivo de este trabajo es, en primer lugar, situar el texto
de Spong en el conjunto del libro al que pertenece y subrayar, además,
la intención del mismo, que es ayudar al creyente que busca, dentro
de la fe, entender y saber decirse a sí mismo y a los demás dicha
fe en el lenguaje y las categorías de su tiempo. Los cuatro primeros
apartados quieren cumplir este primer objetivo. El quinto apartado
se sitúa en otra óptica: señalar, primero, algunas consideraciones
críticas desde el punto de vista exegético, así como indicar, después,
ciertos puntos de afinidad entre Spong y Légaut*.
La figura de John Shelby Spong no es nueva en nuestra revista. En
la revista «Cuadernos de la diáspora» (nº 10) y en RELaT, Revista
Electrónica Latinoamericana de Teología (nº 373), ya se publicó un
fragmento de una obra suya anterior sobre las tradiciones recogidas
en el Nuevo Testamento sobre el nacimiento y el origen de Jesús[2]. En la presentación de entonces ya se ofreció
una información biográfica sobre el autor, a la que nos remitimos[3], y que completaremos con las últimas referencias
bibliográficas, sobre todo, con algunas observaciones en relación
con el tema de la Resurrección.
Dos etapas en la obra de Spong
Podemos distinguir dos etapas en la trayectoria de J. S. Spong como
escritor, aunque esta división sea un tanto artificial. Spong fue
obispo de la iglesia episcopaliana en Newark (Nueva Jersey, Estados
Unidos) durante veintiséis años, hasta que se jubiló en 1999. En el
tiempo en que ejerció el episcopado, escribió más de diez libros y
numerosos artículos, que le han convertido en uno de los autores cristianos
más conocidos en el área lingüística inglesa. Hasta 1998, a las puertas
de su jubilación, Spong se enfrentó a las cuestiones morales y de
conocimiento que, como obispo, se le planteaban. El tema de fondo
de todas estas cuestiones era la búsqueda de una comprensión de la
revelación bíblica acorde con el universo mental de nuestra época;
una comprensión que superase la lectura fundamentalista, tan frecuente
en su entorno, sin que esta superación supusiese abandonar la fe sino,
por el contrario, reencontrarla en otro plano. Esta búsqueda le llevó
a abordar temas de actualidad, considerados polémicos dentro del cristianismo,
como, por ejemplo, los márgenes –o los extremos– de la figura histórica
de Jesús, es decir, sus orígenes y su Resurrección, así como cuestiones
éticas en torno a la sexualidad y a las fronteras de la vida. Como
fruto maduro de este camino, Spong, a partir de su retiro, empezó
una segunda etapa que podríamos denominar de síntesis, cuyo objetivo
está consistiendo en repensar la imagen de Dios, la figura de Jesús,
la plegaria y la Iglesia más allá del teísmo. Sus “Doce Tesis para
una Nueva Reforma” pueden dar una idea suficiente de las inquietudes
actuales de este obispo singular:
1. El teísmo, como forma de definir a Dios, ha muerto: ya no se puede
pensar a Dios, con credibilidad, como un ser, sobrenatural por su
poder, que habita en el cielo y está listo para intervenir periódicamente
en la historia humana e imponer su voluntad. Por eso, la mayor parte
del lenguaje teológico actual sobre Dios carece de sentido; lo cual
nos lleva a buscar una nueva forma de hablar de Dios.
2. Dado que Dios no puede pensarse ya en términos teísticos, no tiene
sentido intentar entender a Jesús como la encarnación de una deidad
teísta. Por eso, la Cristología antigua está en bancarrota.
3. La historia bíblica de una creación perfecta y acabada, y la caída
posterior de los seres humanos en el pecado, es mitología pre-darwiniana
y un sin sentido post-darwiniano.
4. La concepción y el nacimiento virginales, entendidos literal y
biológicamente, convierten a la divinidad de Cristo, tal como tradicionalmente
se entiende, en imposible.
5. Los relatos de milagros del Nuevo Testamento no pueden interpretarse,
en un mundo posterior a Newton, como sucesos sobrenaturales realizados
por una divinidad encarnada.
6. La interpretación de la Cruz como un sacrificio ofrecido a Dios
por los pecados del mundo es una idea bárbara basada en conceptos
primitivos sobre Dios que deben abandonarse.
7. La resurrección es una acción de Dios: Dios exaltó a Jesús a la
significación de Dios. Por consiguiente, no es una resucitación física
ocurrida dentro de la historia humana.
8. El relato de la Ascensión supone un universo concebido en tres
niveles y por eso no puede mantenerse, tal cual, en una época cuyos
conceptos espaciales son posteriores a Copérnico.
9. No hay una norma externa, objetiva y revelada, plasmada en una
escritura o sobre tablas de piedra, cuya misión sea regir en todo
tiempo nuestra conducta ética.
10. La plegaria no puede ser una petición dirigida a una deidad teísta
para que actúe en la historia humana de una forma determinada.
11. La esperanza de una vida después de la muerte debe separarse,
de una vez por todas, de una mentalidad de premio o castigo, controladora
de la conducta. Por consiguiente, la Iglesia debe dejar de apoyarse
en la culpa para motivar la conducta.
12. Todos los seres humanos llevan en sí la imagen de Dios y deben
ser respetados por lo que cada uno es. Por consiguiente, ninguna caracterización
externa, basada en la raza, la etnia, el sexo, o la orientación sexual,
puede usarse como base para ningún rechazo o discriminación.
Nota del autor: Estas tesis, que planteo para el debate,
están inevitablemente formuladas de forma negativa. Es algo deliberado.
Antes de que alguien pueda escuchar lo que es el cristianismo debe
crear un espacio para esta escucha borrando las falsas concepciones
del mismo. Mi libro Por qué el cristianismo debe cambiar o morir es
un manifiesto que llama a la Iglesia a una Nueva Reforma. En él empecé
a diseñar una visión de Dios que va más allá del teísmo, una comprensión
de Cristo como presencia de Dios, y una visión de la forma que, en
el futuro, pueden tener tanto la Iglesia como su liturgia…[4]
Estas doce tesis no son, ni mucho menos, “un brindis al sol”, algo
formulado a la ligera sólo por el prurito de ser moderno. Detrás de
ellas hay muchos años de búsqueda y de fidelidad tanto en el orden
personal como en el específicamente intelectual. El libro del que
hemos escogido publicar un capítulo es, por ejemplo, el trabajo previo
a las tesis 7 y 8, de la misma manera que el libro del que publicamos
un capítulo hace siete años está en la base de la tesis 4. Tanto el
libro del que el mismo Spong dice en su Nota que surgen las tesis
(Por qué el cristianismo…) como, sobre todo, el inmediatamente posterior[5] buscan expresar una fe en Dios y en Jesús independiente
del teísmo y son, por tanto, el trabajo que hay tras las tesis 1 y
2. Todo esto indica, como decimos, el largo itinerario, la lenta maduración
que subyace tras estas tesis vigorosas, en cierto modo polémicas y
radicales que, como el autor también indica en su nota, se ofrecen
no como un punto de llegada sino como materia para el debate y la
discusión y como punto de partida para una búsqueda posterior.
Spong y la “doble verdad”
Hay un dato del autor que debe tenerse en cuenta desde el principio:
Spong no es primeramente un teólogo o un exegeta erudito sino un pastor.
Querer acercarse a su obra como a la de un teólogo o exegeta académico
o universitario sería un error. Su interés como pastor de la Iglesia
es ayudar al creyente a formular una fe acorde con su mentalidad,
propia de su tiempo, y con el carácter adulto y maduro de su ser en
otros terrenos; un ser que se sabe responsable, incompleto, en búsqueda,
pero que sabe también su dignidad. Spong no escribe para el especialista
bíblico sino para el cristiano que no termina de comprender los textos
de su tradición dado que el universo mental al que pertenece es muy
distinto. Esta preocupación es interna al movimiento de la fe que
no quiere caer en la esquizofrenia de quienes viven lo religioso como
una dimensión de su vida ajena al esfuerzo reflexivo y responsable
que rige el resto de la misma.
Spong sabe que, en las distintas iglesias y a diferentes ritmos,
los teólogos llevan siglo y medio respondiendo al reto de examinar
las creencias, de diferenciar éstas de la fe y de dar a la fe un lenguaje
inteligible en el universo mental actual. Los avances en materia bíblica
permiten, en efecto, un acercamiento nuevo a los textos sagrados del
cristianismo. Sin embargo, esta manera nueva de interpretar la Biblia
apenas llega a los cristianos de base de las distintas confesiones.
La razón de esta fractura no es la comprensible distancia que siempre
hay entre especialistas y no especialistas en cualquier ámbito del
conocimiento. Spong cree que, entre los responsables de las iglesias
y entre los mismos teólogos y exegetas, existe el temor de que las
perspectivas renovadas en la lectura e interpretación bíblica –patrimonio
común ya de los estudiosos a pesar de las posturas diversas que existen
entre ellos– provocarían, al llegar a los cristianos, un desmoronamiento
insalvable de su fe[6]. Acostumbrados como están los
fieles a sostener sus creencias sobre la base del literalismo bíblico
y dogmático que hasta ahora se les ha inculcado con ahínco, ¿dónde
iría a parar su fe si esta base literal se desmoronase? Ante este
temor, los responsables de las iglesias, que no asumen a fondo la
distinción entre fe y creencias, prefieren mantener lo que a Spong
le parece una “doble verdad”: una verdad para los “especialistas”,
teólogos, exegetas y gente informada, que asume, en mayor o menor
medida, las exigencias del conocimiento crítico, y otra verdad para
el “pueblo” al que se pretende mantener al margen, en un infantilismo
impropio tanto de su madurez en otros terrenos como de la mentalidad
de nuestra época.
Hay que reconocer, sin embargo, que muchos creyentes permanecen sin
mayores problemas en este “infantilismo” que se ignora a sí mismo.
Para ellos, no sólo Spong sino cualquier exegeta actual resultaría
escandaloso e intolerable. Ahora bien, en el lado contrario, hay otros
muchos cristianos a los que la lectura tradicional de la Biblia y
la interpretación convencional de los dogmas les crean una tensión
insostenible. Algunos de entre ellos permanecen en la iglesia con
un sufrimiento, larvado o agudo, que sería evitable, y la mayoría,
desgraciadamente, emigra silenciosamente y pasa a engrosar las filas
de lo que Spong denomina la «asociación de antiguos alumnos del cristianismo».
La singularidad del obispo Spong y su misión como pastor incluye
preocuparse de esta mayoría silenciosa, que considera importante para
el futuro del cristianismo. Toda su obra es un intento de remediar
esta fractura de la “doble verdad”, no sólo por mera honestidad intelectual
–que también– sino por querer tomarse en serio la función de enseñar,
inherente a la misión de un obispo. Spong es consciente de que mantener
esta “doble verdad” está obrando, además, en contra de las Iglesias.
Su preocupación es que los hombres y mujeres que quieren ser fieles
a su tiempo y a su fe no tengan que elegir, erróneamente, entre abandonar
la Iglesia por honestidad intelectual o seguir en ella al precio de
hacer de sus creencias un feudo ajeno a la razón. La fe y la razón
no son del mismo orden y, por tanto, no se excluyen. Sin duda, podremos
discutir algunas de las interpretaciones de Spong, pero no podemos
negarle su valentía y su responsabilidad. Otro sería el presente de
nuestras iglesias si se diese, entre los responsables jerárquicos,
un empleo honesto de la inteligencia, en el terreno de las fuentes
y de las creencias, como el del obispo Spong[7].
Hacia una reconstrucción hipotética de los hechos
Spong no sólo se distancia de una perspectiva puramente académica
por luchar contra la “doble verdad” sino por un segundo aspecto que
el texto que presentamos refleja muy bien. Spong va un poco más allá
de los resultados de la crítica académica y busca reconstruir, en
un relato completo, aunque hipotético, qué serie de acontecimientos
vivieron los discípulos, cuál fue el proceso, interior y exterior,
en el que acaeció su certeza y evidencia de la Resurrección de Jesús.
En general, ante cualquier texto bíblico, es norma, entre los exegetas,
conducir hacia una correcta interpretación de la experiencia creyente
subyacente. Si se trata de un relato, habrá casos en los que el exegeta
niegue la historicidad de lo narrado por razón de este objetivo. En
dichos casos, en efecto, se esforzará por hacer ver que el mensaje
de dicho texto no está vinculado a la verdad histórica de los hechos
relatados. Pero, aunque pueda sugerir algunos hechos alternativos
a los que ha declarado como no históricos, no se adentra en una reconstrucción
hipotética completa de la serie de acontecimientos que pudieron suceder
durante la experiencia de fe; experiencia que, posteriormente, llevó
a la composición de dichas narraciones.
Es comprensible que la exégesis académica no quiera dar el paso de
reconstruir ya que no es su labor. Entre otras cosas porque, para
esta reconstrucción, hay que emplear un instrumento peligroso –aunque
importante también en todo esfuerzo científico– como es la imaginación,
la capacidad de representación. Spong, en cambio, dado que no es un
exegeta sino un pastor, sí que da este paso. El obispo de Newark presenta,
como veremos, una hipótesis que reconstruye los acontecimientos y
las situaciones externas e internas que debieron de conducir a los
discípulos a la experiencia de fe y, después, a la elaboración incipiente
de los relatos recogidos luego en los Evangelios[8]. Spong nos devuelve una historia.
En el caso de la Resurrección de Jesús, son muchos los exegetas,
de distintas tendencias y confesiones, que, desde hace decenios, coinciden
en que los relatos de las apariciones no nos ofrecen una descripción
de hechos sucedidos tal y como se narran. Lo verdaderamente importante
de dichos relatos es la experiencia que vivieron los testigos. Esta
experiencia fue evolucionando en su expresión, oralmente primero y
por escrito después, hasta llegar a las narraciones de que disponemos.
Como creyentes, no nos interesan tanto los detalles narrativos cuanto
la experiencia original de los testigos; una experiencia que de fondo
supone la afirmación de la realidad de Resurrección de Jesús en tanto
que “exaltación a la derecha de Dios”.
Entre los especialistas, es muy variada la comprensión de esta experiencia
original, así como la atribución de historicidad a los distintos detalles
de los relatos. Las posturas van desde los que niegan que las apariciones
fueron constatables empíricamente hasta los que lo afirman. Para entender
este carácter empírico, digamos que, entre los que afirman que las
apariciones fueron constatables empíricamente, estas apariciones habrían
podido ser registradas por una cámara fotográfica o por un magnetófono
que, por hipótesis, hubieran podido encontrase en el lugar de los
hechos. Los que niegan este carácter a las apariciones suelen rechazar
también la historicidad de la tumba vacía, mientras que, para los
que lo afirman, la tumba vacía es también un dato irrenunciable, consecuencia
de la resucitación física de Jesús.
Ahora bien, ningún especialista –se sitúe en uno u otro extremo,
o en una de las muy variadas posturas intermedias– se plantea una
reconstrucción de la sucesión de hechos que ocurrieron en el entorno
de los discípulos tras la muerte del Maestro. Parece lógico que no
lo hagan los más favorables a la historicidad de lo que se narra en
los textos pues, aunque no se aferren a una lectura literal de todos
los detalles, nunca negarán el aspecto empírico de los hechos fundamentales:
hubo una tumba, el cuerpo de Jesús no estaba allí y los discípulos
fueron realmente testigos de unas apariciones objetivas y externas
a ellos. Pero, ¿qué ocurre con los otros, con los que comprenden la
experiencia de la Resurrección de Jesús no como un fenómeno observable
empíricamente sino como una experiencia interior, y el sepulcro vacío
como un relato simbólico? Tampoco los exegetas de esta línea suelen
ir más allá de la simple negación de la literalidad de los relatos.
A lo sumo remiten a una experiencia interior de los testigos sin concretar
nada acerca de los acontecimientos que rodearon dicha experiencia.
Hay que tener, como decíamos, una vocación como la de Spong para
ir un poco más allá. Ahora bien, ¿qué sentido tiene ensayar una reconstrucción
histórica a sabiendas de que entrará en ella una dosis no pequeña
de imaginación y de especulación? A mi juicio, este esfuerzo por insertar
de nuevo la experiencia en un marco narrativo –conforme con determinados
resultados de la crítica histórica– tiene sentido por dos cosas: por
una parte, significa un trabajo de purificación de nuestra fe para
centrarla en lo que es propiamente su objeto y no en los elementos
accesorios, deudores de una cosmovisión determinada, hija de una mentalidad
concreta; y, por otra parte, significa un esfuerzo por dar nuevo cuerpo
a la fe conforme al estado actual de los conocimientos y hacerla no
sólo comprensible sino capaz de ser vivida, imaginada y sentida a
nuestro modo. Entre las muchas maneras de favorecer esta purificación
y esta reformulación, un relato, una historia tiene la virtud de dotar
de “naturalidad” a aquello que debió de ocurrir y que está en la base
de la experiencia de la Resurrección de Jesús por parte de los primeros
discípulos.
Es cierto que se corre el riesgo de que algunos detalles, hechos
o secuencias de la narración puedan ser discutibles desde el punto
de vista de la crítica histórica, como enseguida veremos; pero incluso
estos elementos discutibles siempre favorecerán la impresión de que
las experiencias de los protagonistas no están en un plano inaccesible
a la razón del lector. A esto es a lo que llamamos “naturalidad”.
Puede que no fuera exactamente así como nos lo narra el relato de
Spong, pero lo que ocurrió fue así de “natural”. Esta “naturalidad”
es la que intenta Spong transmitir en el capítulo que ofrecemos, en
el que recoge, como decimos, algunos de los resultados de los estudios
exegéticos actuales. El intento de Spong no es una especulación arbitraria
y sin base alguna sino que se sustenta en unos determinados datos
resultantes de la investigación bíblica reciente. Hubiera podido incorporar
otros elementos; algunos de los que utiliza son objeto de discusión
por algunos especialistas; pero los que utiliza no cabe duda de que
pertenecen a lo que es materia de intercambio libre entre los investigadores.
Fundamentos exegéticos de la reconstrucción de Spong
Hasta aquí hemos presentado la figura de Spong, la intención que
le guía, lo que le diferencia de los especialistas bíblicos y lo que,
por eso, le caracteriza como pastor. Nos toca ahora enmarcar el texto
de Spong en el contexto del libro al que pertenece. Esto, en cierta
manera, ya lo hace el propio Spong pues el comienzo de su capítulo
tiene algo de recapitulación. El “marco” que ofrecemos ahora pretende,
sobre todo, resumir y enfatizar algunos aspectos de la reconstrucción
de Spong
Hasta llegar a este capítulo 19, nuestro autor ha escrito 230 páginas.
Su punto de partida es el de la moderna crítica bíblica: distinguir,
en todo texto, entre el mensaje y la forma de expresarlo, entre la
experiencia y la manera de contarla. Para nuestra mentalidad, educada
en la ciencia y en la crítica, tal distinción es esencial. Los textos
bíblicos intentan transmitir experiencias de fe sirviéndose de los
modos y costumbres literarios de la época. Para una mentalidad premoderna,
la forma es parte esencial del mensaje: por ejemplo, en los relatos
de la Creación del Génesis, algunos elementos que pertenecen a la
forma narrativa (secuencia temporal de seis días, orden en la creación
de las diferentes creaturas, etc.) son tan esenciales como el poder
creador de Dios, que es, propiamente, el mensaje. Con la llegada de
la razón crítica y del progreso científico en todos los órdenes, muchos
datos bíblicos ya no admiten una lectura literal, ni ser considerados
como hechos históricos. Conservan, eso sí, la belleza de lo arcaico,
del mito en cuanto historia. De este modo, no para negar el contenido
de la fe sino para destacarlo, tenemos que distinguir entre la experiencia
que se pretende transmitir y los medios de hacerlo; y, en muchos casos,
está claro que los medios son unos relatos míticos (y por tanto, sin
verdad histórica), lo cual no impide que su contenido sea verdadero
en otro nivel: antropológico, filosófico, creyente.
Esta distinción entre una realidad, su experiencia y la expresión
de dicha experiencia, formulada de muy diversas maneras, independientes
de lo que consideramos hoy veracidad histórica, ha conducido a los
especialistas bíblicos, durante el último siglo, a un trabajo de desmitologización
de los textos con el fin de llegar al mensaje original[9]. Fiel a una larga tradición
en este sentido, Spong insiste en que los textos del Antiguo y del
Nuevo Testamento son unos mitos, aunque específicos. Los mitos no
son todos iguales; no es lo mismo uno griego que otro nórdico, uno
caldeo que otro judío. Por tanto, para poder llevar a cabo este trabajo
de distinción, es comprensible que tengamos que conocer muy bien las
particularidades de los escritores bíblicos, su forma de componer
sus mitos.
Aquí es donde Spong acude a una explicación clave en su obra: el
midrásh. Para nuestro autor, el método midráshico constituye la forma
principal de la Escritura sagrada. ¿En qué consiste este método? En
resumen, es una manera de interpretar todo lo que ocurre en el presente
conectándolo con un momento del pasado considerado sagrado. Esta conexión
establecida por el midrásh no es sólo temática sino también formal.
El autor midráshico, al narrar el presente siguiendo el esquema de
otras historias similares del pasado, conocidas de antemano por el
lector, conecta el acontecimiento presente con aquél, y así favorece
su comprensión y su inclusión en la cosmovisión religiosa judía[10].
Como bien señala Spong, el midrásh es mucho más que un mero recurso
al pasado para interpretar el presente. Presupone una concepción del
tiempo y de la verdad diferentes de las de la mentalidad moderna y
occidental. En el universo mental israelita donde se forja la literatura
midráshica, se entiende que Dios salva a su pueblo en una acción permanente
y sostenida a lo largo de la historia. Tal como decíamos, para poder
comprender cómo se actualiza esta salvación de Dios en un determinado
hecho se recurre a otros hechos del pasado y se narra el hecho presente
de un modo similar a como se presentaron los hechos antiguos. Para
la comprensión midráshica, la realidad no es, en sentido estricto,
una sucesión de hechos salvadores en el tiempo sino una misma salvación
que se actualiza en distintos momentos de la historia; momentos que
se pueden reconocer como salvíficos en la medida en que se atienen
a unas claves conocidas por el lector. Un midrásh nos ayuda a comprender
que una experiencia presente es salvadora (y por tanto verdadera)
al conectarla con los símbolos y experiencias con las que se expresó
en el pasado dicha salvación.
Para la mayoría de los especialistas bíblicos, el método midráshico
es fundamental a la hora de comprender la literatura judía del tiempo
en que se forja el Nuevo Testamento. Casi ningún exegeta excluiría
hoy esta perspectiva para interpretar, por citar dos ejemplos muy
claros, los relatos de la infancia de Jesús o los cuarenta días en
el desierto. Pero Spong va más lejos al aplicar este método midráshico
a los relatos de la Resurrección, algo no tan frecuente entre los
biblistas. Nuestro autor cree haber hallado el camino particular para
desmitologizar los relatos pascuales. Lo importante en dichos relatos
será, no tanto tener por históricos los detalles históricos o cronológicos
cuanto descubrir qué permitió que unos determinados acontecimientos
ocurridos en torno a la muerte de Jesús fueran conectados con la salvación
sostenida de Dios a lo largo de la historia.
Para acercarse a lo que pasó con Jesús, los primeros capítulos del
libro de Spong empiezan por examinar los testimonios más antiguos
sobre la Resurrección, y luego sigue con el resto en el orden temporal
en que fueron escritos. Yendo, pues, de los testimonios escritos en
fecha más cercana a los hechos, a los escritos de fecha más lejana,
descubre una progresiva adición de elementos en los relatos que le
parece sumamente reveladora.
Spong empieza por Pablo, cuyas cartas auténticas son, ciertamente,
los escritos más antiguos del Nuevo Testamento. Para el apóstol de
los gentiles es Dios quien lleva la iniciativa en la Resurrección
de Jesús que, siendo real, en ningún lugar se entiende en sentido
físico, como un regreso de Jesús a este mundo después de su muerte.
La Resurrección en Pablo consiste en el hecho, no constatable empíricamente,
de la “exaltación” de Jesús, después de su muerte, a la presencia
de Dios. Y esto vale para comprender tanto la propia experiencia de
Pablo en el camino de Damasco como las apariciones de las que son
testigos Cefas y los demás discípulos (1 Cor 15, 1-11).
Estamos acostumbrados a leer a Pablo después de los Evangelios, y
teniendo de fondo las narraciones evangélicas, lo cual nos hace tener
aprioris en su lectura. A los primeros destinatarios de sus cartas,
que no conocían los Evangelios dado que éstos se escribieron después[11],
Pablo les habla de la Resurrección de Jesús no como un encuentro físico
con él o como una vivificación de su cuerpo sino como una revelación,
a los discípulos (primero, a Pedro, luego, a los doce y, luego, a
quinientos y entre ellos a él), de que Jesús está junto a Dios. Tal
es el núcleo de lo que se ha denominado después una “cristofanía”.
Para Pablo, Dios Padre es el actor principal de la Resurrección de
Jesús, y éste es el sujeto pasivo de dicha acción divina. No hay rastro
de la tumba vacía.
Spong expone a continuación cómo los Evangelios incorporaron algunos
relatos historiados de la resurrección, con un buen número de detalles
que caían fuera de la primigenia descripción paulina. Marcos es el
primero en hablar del sepulcro vacío y del hecho de que el poder de
resucitar habitaba en el propio Jesús (Mc 16, 1-8). No obstante, Marcos
no nos describe ninguna aparición. Simplemente remite a los discípulos
a Galilea donde podrán encontrarse de nuevo con el Maestro (16, 8).
Por consiguiente, el Evangelio más antiguo aún habla de la resurrección
sin necesidad de encuentros físicos con él y conservando la localización
en Galilea, muy importante para Spong[12].
Mateo refuerza la tradición de la tumba vacía con detalles sobre
la custodia de la misma por soldados romanos (Mt 27, 62-66; 28, 11-15).
Por otra parte, las apariciones empiezan a describirse como encuentros
físicos. La primera aparición, de la que son testigos las mujeres,
se localiza, además, ya en Jerusalén (28, 9-10), aunque la aparición
a los discípulos se sigue situando en Galilea (28, 16-20).
Lucas, por su parte, resalta aún más lo físico del encuentro de los
discípulos con el Maestro: Jesús camina con los discípulos y come
con ellos (Lc 24, 13-35; 36-49). Además, Lucas distingue entre “resurrección”
y “ascensión”, con lo que introduce un período terreno intermedio
hasta que el Jesús resucitado entra definitivamente en la esfera divina
y se oculta y desaparece. Asimismo Lucas suprime toda referencia a
Galilea pues todos los sucesos ocurren en Jerusalén. Por último, la
tradición del sepulcro vacío se refuerza con la visión del mismo por
Pedro (24, 12).
Como era de esperar en este aumento progresivo de detalles sensibles
a medida que nos alejamos de los hechos, el autor del Cuarto Evangelio
amplía el número de apariciones: a María Magdalena (Jn 20, 10-18),
a los discípulos sin Tomás (20, 19-22), a los discípulos con Tomás
(20, 24-29), y a los discípulos en la pesca milagrosa (21, 1-23).
Además, introduce detalles para reforzar la corporeidad física del
Jesús resucitado, tales como el hecho de poder tocar sus heridas (20,
27) y comer pan y pescado con ellos (21, 12-13). Con todo, Spong señala
que el Evangelio de Juan conserva reminiscencias de lo más primitivo:
primero, la localización en Galilea, donde ocurre la cuarta aparición,
junto al lago; y, segundo, algo más importante: el lenguaje de la
resurrección en clave de “exaltación”, a la manera de Pablo, que recorre
todo el Evangelio.
Según Spong, la elaboración paulatina de las narraciones, donde los
elementos sensoriales y empíricos fueron tomando fuerza a medida que
pasaban los años, fue para resaltar la realidad de la experiencia
interior de los discípulos. Esta forma de resaltar la realidad de
la experiencia tuvo, sin embargo, con el tiempo, una contrapartida.
La insistencia en los elementos sensoriales y empíricos oscureció
el hecho de que la experiencia fue interior y de que dichos detalles
no pueden interpretarse literalmente. Para llegar a la experiencia
originaria hay que preguntarse por qué escribieron los discípulos
lo que escribieron, qué les llevó a crear este tipo de hechos contados,
y, dando un paso más, cuáles fueron las imágenes interpretativas que
utilizaron para construir los midrásh que conectaron la Resurrección
de Jesús, tal como la contaron, con la fe inserta en una forma mental
israelita de los discípulos.
Spong menciona tres imágenes típicas del Antiguo Testamento. En primer
lugar, la del sacrificio expiatorio y de la víctima propiciatoria,
recogida fundamentalmente en la Carta a los Hebreos: Dios hace entrar
en su presencia al que se ha ofrecido a sí mismo como sacerdote y
víctima a la vez. La segunda imagen es la del Siervo Sufriente del
Segundo Isaías (capítulos 40-55). Los autores del Nuevo Testamento
tuvieron que enfrentarse al desajuste radical entre la vida ejemplar
de Jesús y su ignominioso desenlace. Más aún, tuvieron que interpretar
como victoria de Dios lo que fue la derrota humana de su Maestro.
Y la conexión de ésta con los poemas de Isaías les ayudaba a hacerlo.
Finalmente, Spong menciona la imagen del Hijo del Hombre, un título
cuyo significado es muy discutido, pero que parece ser el único que
Jesús llegó a aplicarse. En la conciencia judía es una figura asociada
al Juicio Final. Por eso habría ayudado a los primeros cristianos
a interpretar la muerte de su Maestro como el momento definitivo del
juicio de Dios.
Pero, como hemos señalado antes, Spong no se conforma con aclarar
las interpretaciones y con exponer la función interpretativa de estas
tres imágenes bíblicas sino que intenta indagar y reconstruir los
hechos. Aunque los textos neotestamentarios apuntan a expresar la
experiencia más que a informar de unos hechos históricos, podemos
encontrar, en dichos textos, pistas sobre las circunstancias históricas
iniciales que la elaboración paulatina de los relatos no ha borrado
completamente. Estos detalles son los mimbres sobre los que Spong
elabora su reconstrucción hipotética.
Spong se fija en cinco pistas en concreto. La primera es la localización:
todo parece señalar que fue en Galilea –y no en Jerusalén– donde se
fraguó la experiencia de la Resurrección. Tras huir de Jerusalén y
regresar a su tierra, los discípulos permanecieron durante unos meses
en Galilea donde vivieron una experiencia nueva que, sólo unos meses
después, en la fiesta de los Tabernáculos, llevaron a Jerusalén. Como
consecuencia, el sepulcro vacío no sería sino una leyenda posterior.
La segunda pista es la primacía de Pedro en la experiencia de la
resurrección. Tanto los relatos del encuentro con Jesús resucitado
como otros episodios evangélicos situados antes de la muerte de Jesús
pero que, en su origen, debieron de ser efecto de encuentros posteriores
(por ejemplo, la Transfiguración, o Jesús caminando sobre las aguas)
sitúan a Pedro en el origen de la fe en el Resucitado[13]. A juicio de Spong, Pedro fue
quien tuvo una experiencia que luego compartirían los otros discípulos.
La tercera pista consiste en observar que el contexto de esta experiencia
es la comida en común en recuerdo de Jesús. Los discípulos, aglutinados
por Pedro, se debieron de reunir frecuentemente en Galilea en torno
al pan y al pescado (quizás alguna vez también con vino, cuyo uso
se reservaba a las fiestas), tal como les había enseñado el Maestro.
Debió de ser en este contexto donde surgió la conciencia de que él
vivía y seguía presente entre ellos.
Estas tres pistas acerca de los hechos originales establecen, según
Spong, el marco natural y comprensible donde se gestó la experiencia
de la Resurrección de Jesús por parte de los discípulos. Spong añade
aún otras dos pistas que refuerzan, en cierto modo, las anteriores.
La cuarta pista es que el “tercer día” no es una indicación temporal
de tres días reales pues, en la tradición israelita, el “tercer día”
apunta al momento decisivo y crítico de la consumación temporal, es
decir, a lo que podríamos llamar el “final de los tiempos”. Como consecuencia,
la experiencia de la Resurrección se fue forjando progresivamente,
durante un lapso de tiempo más amplio. En el contexto de todo lo anterior,
la quinta y última pista resulta lógica y, de hecho, ya la hemos mencionado:
la tradición funeraria de Jesús sería de carácter legendario. Lo más
probable, en efecto, dado el conjunto de los datos en que se fija
Spong, es que el emplazamiento de la tumba de Jesús fuese desconocido,
de manera que las perícopas sobre el entierro y el sepulcro, en las
que intervienen algunas mujeres y un par de hombres honrados, debieron
de proceder de una leyenda que cuajó tardíamente.
Con todos estos datos, Spong ha puesto las bases para iniciar su
reconstrucción especulativa de los hechos. Llegados a este punto,
su texto ha quedado suficientemente enmarcado. El lector hará bien
en pasar a leerlo directamente y sacar sus propias conclusiones antes
de volver a las apostillas que ofrecemos en el siguiente apartado,
el último de nuestra presentación.
Valoración crítica
Tal y como indicamos al principio, no quisiéramos concluir esta presentación
sin ofrecer, a partir de nuestra simpatía básica por el texto de Spong,
primero, algunas precisiones y apostillas al mismo, basadas en datos
exegéticos que, a nuestro juicio, el autor no considera lo suficiente.
En segundo lugar, señalaremos asimismo algunas afinidades entre el
texto de Spong y la propuesta espiritual de Légaut.
Ciertamente, no es éste el lugar para una crítica académica de los
fundamentos exegéticos utilizados por Spong para construir su especulación.
Ello nos llevaría a un tipo de reflexiones técnicas que se alejan
de nuestros objetivos y que, honradamente, deberían incluir una exposición
más detenida de los argumentos del propio Spong, no sólo en este libro
sino en otros. Nos limitaremos, por tanto, a apuntar algunas reservas
ante sus argumentos al contrastarlos con otras perspectivas de la
exégesis actual.
Lo que está claro es que, en el estudio científico de las Escrituras,
existen diversas perspectivas, instrumentos y métodos, y, en cuanto
a resultados, no existe ninguna exégesis perfecta y globalizante.
No lo es la de Spong ni puede serlo ninguna otra. Pero es que, además,
Spong nos ofrece un texto que, pese a ser discutible en algún aspecto
exegético, no se queda sólo en el plano de la exégesis sino que pasa
al plano pastoral conforme a la función de enseñar o de predicar propia
de un sucesor de los apóstoles (de ahí el “kerigma”); y, en este nivel,
el espíritu que alienta en el texto de Spong es de gran calidad. De
la misma manera que podemos leer los sermones o los comentarios exegéticos
de autores del pasado y captar en ellos –no en todos– una calidad
esencial, independiente de que sus conocimientos exegéticos ya sean
obsoletos, del mismo modo podemos captar la calidad espiritual del
texto de Spong pese a discrepar de algunos puntos de su método o de
sus interpretaciones.
A. El método del midrásh
La piedra angular del planteamiento de Spong es el método midráshico.
Éste es su particular acento, del que deriva sus principales conclusiones.
Hace ya varias décadas que el método midráshico es una de las claves
en la interpretación exegética de los textos bíblicos. Más discutible
es, sin embargo, la primacía que le concede Spong. Es innegable que
este método es el más apropiado para algunos textos claramente elaborados
como midrásh (los relatos del Nacimiento de Mateo y Lucas, por ejemplo).
Sin embargo, quizás sea demasiado arriesgado querer leer así pasajes
mucho más complejos como los de la Pasión y la Resurrección.
La influencia del Antiguo Testamento sobre la redacción del Nuevo
se ejerce de muy diversas maneras y no sólo a través del midrásh.
A veces da la sensación de que Spong identifica demasiado a la ligera
un texto como midrásh por el mero hecho de descubrir en él reminiscencias
del Antiguo Testamento. Que un texto tenga resonancias veterotestamentarias
no significa, sin más, que tenga que ser catalogado como midrásh.
Es cierto que el método midráshico pone de relieve, como ningún otro,
la continuidad entre las experiencias creyentes de los discípulos
de Jesús y los textos religiosos, no sólo bíblicos, a los que tenían
acceso. Pero quizás este método resulte más endeble a la hora de abordar
la novedad (a veces incluso discontinuidad y ruptura) que supuso Jesús
para los que creyeron en él. Es inevitable que ciertos acentos dejen
en segundo plano otras cuestiones. Spong busca comprender el proceso
interior de Pedro, y esto le resulta más plausible recurriendo a las
pistas de continuidad, a las pistas de que Jesús era el cumplimiento
de unas expectativas, más que a las pistas de que Jesús suponía una
novedad inasimilable, tal como luego quedaría de manifiesto cuando
las comunidades fueron separándose de las sinagogas y fueron además
separadas de ellas.
B. El uso de la cronología textual
En el planteamiento de Spong es asimismo crucial el repaso temporal
que hace de los textos que nos hablan de la Resurrección, en la medida
en que este recorrido le permite descubrir una evolución significativa
desde las cartas de Pablo hasta el Cuarto Evangelio. Leer los textos
en el orden en que se han escrito es, sin duda, un instrumento valiosísimo
en exégesis. Pero es más complejo de lo que parece. La ordenación
temporal de los textos neotestamentarios que sigue Spong se rige por
la fecha de su redacción final. Aborda la evolución del tema de la
Resurrección empezando por las cartas paulinas y pasando, después,
por Marcos, Mateo, Lucas y Juan.
Sin embargo, los especialistas bíblicos, cuando plantean un estudio
evolutivo de este tipo, tienen en cuenta no tanto la fecha de la redacción
final de todo el documento cuanto la fecha en que pudieron haberse
creado los distintos fragmentos. Los textos bíblicos, aunque tienen
siempre un redactor final, son fruto de largas tradiciones orales
y escritas. Puede ocurrir que un escrito sea posterior a otro en su
redacción final y contener, en cambio, algunos pasajes o frases más
antiguos. Necesitaríamos, por tanto, analizar con más detenimiento
los relatos evangélicos sobre las apariciones recogidos en cada uno
de los Evangelios para ver, en ellos, la evolución que han podido
seguir las tradiciones que hay detrás. Una investigación de este tipo
podría conducirnos a tradiciones que pueden ser contemporáneas o incluso
más antiguas que las formulaciones paulinas. Spong, de hecho, no ignora
esta complejidad cuando, a partir del cap. 21 del Evangelio de Juan,
se fija en la perícopa de la pesca milagrosa que le remite a otras
perícopas recogidas en otros Evangelios y situadas en la vida pública
de Jesús.
C. La tradición del sepulcro vacío
Otro ejemplo de la dificultad que acabamos de indicar es el de la
tradición del sepulcro vacío, cuyo papel es ciertamente relevante
en la especulación hipotética de Spong. Atendiendo a criterios puramente
históricos, la tradición del sepulcro vacío, aunque se recoge por
primera vez en el Evangelio de Marcos, es muy anterior a la fecha
en que se terminó este escrito (después del año 70 dC.). Spong, al
situar la experiencia primera en Galilea, considera la tradición del
sepulcro vacío como una leyenda de segundo rango, igual que las tradiciones
de las apariciones más físicas. Sin embargo, esta cuestión no está
resuelta sino que permanece abierta para exegetas situados en diferentes
puntos del abanico que antes trazamos.
No obstante, sea como fuere, en el planteamiento de fondo de la propuesta
de Spong, el asunto de la tumba vacía no deja de ser una cuestión
menor, un tema lateral que no afecta sustancialmente a su línea general.
Independientemente de que pudiera ser cierta históricamente la existencia
del sepulcro vacío, en el sentido de que no se pudo encontrar el cuerpo
de Jesús ni donde se había colocado tras su muerte por los que lo
habían ajusticiado ni en ningún otro sitio, se puede seguir pensando
que lo más plausible es que la experiencia de la Resurrección de Jesús
comenzase a acaecer en Galilea, a partir del proceso de recordación
interior de Pedro y luego de los otros discípulos. En definitiva,
la suerte que corrieran los restos de Jesús no afecta a la comprensión
de la experiencia de la Resurrección tal y como la entiende Spong.
De forma provocativa podríamos decir que, aunque se conociese el paradero
de los restos de Jesús y éstos se hubiesen embalsamado, y aunque su
tumba se hubiese conservado, ello no afectaría a lo esencial de la
Resurrección y de la experiencia de la misma en la línea de lo fundamental
que busca Spong.
Otra cosa es que, como la experiencia de la Resurrección de Jesús
por parte de los discípulos (no la misma Resurrección de Jesús) desembocó
en una evidencia indudable (“Jesús vive junto a Dios y es el Señor”),
y como, a la hora de expresar esta experiencia, los discípulos recurrieron
a decir “lo hemos visto”, este uso del verbo “ver” pudiese llevar,
poco a poco, por un lado, a dejar de lado tanto el origen galileo
de la experiencia como lo inasible y directamente personal de la misma
y de la presencia real en medio de ellos de Jesús resucitado; y, por
otro, a atribuir una mayor materialidad a dicha presencia y, por tanto,
a una elaboración ulterior del dato, hipotéticamente original, del
sepulcro vacío.
Esto no significa negar el hecho de que la ausencia del cuerpo de
Jesús pudiera ser un apoyo externo para que cuajase en los discípulos
la experiencia de la Resurrección de Jesús, sobre todo cuando ésta
se trasladó a Jerusalén. El dato del sepulcro vacío, o, mejor, desconocido,
y, en consecuencia, del cuerpo no encontrado, pudo llevar o bien a
una leyenda posterior acerca de la tumba vacía y del posible robo
del cuerpo o por unos o por otros, o bien a hacer, de este dato, una
premisa: la premisa de la “tumba vacía”, enfatizada por el enterramiento
y el embalsamamiento posterior, y convertida en algo previo e indispensable
para las apariciones empíricas posteriores del Resucitado.
D. Otras cuestiones puntuales discutibles
En este orden de cuestiones laterales discutibles, cabe señalar también
otros dos datos de la reconstrucción de Spong que resultan cuestionables
dado el estado actual de la exégesis. El primer dato es la identificación
de María Magdalena con María de Betania, y el segundo, el de sus reservas
acerca de la historicidad de Judas. Aunque en ambos casos la mayoría
de los especialistas no daría la razón a Spong, su especulación hipotética
de lo que fue la experiencia de la Resurrección por parte de los discípulos
quedaría intacta. En notas a pie de página en el mismo texto de Spong
abordaremos ambos temas.
E. ¿Está la experiencia de la Resurrección fuera del espacio
y el tiempo?
Aparte de cuestiones exegéticas, hay un tema en el que la terminología
de Spong nos resulta algo imprecisa. Nos referimos a cuando nuestro
autor habla de la Resurrección como de algo que está más allá del
espacio y del tiempo, cosa que ilustra con un ejemplo tomado de la
física: la teoría del “Big Bang”. El ejemplo de este momento inicial
puro, fuera del espacio y el tiempo, resulta original e ilustrativo,
pero sólo hasta cierto punto.
Estamos de acuerdo con Spong en que la realidad de Jesús Resucitado,
en la medida en que pertenece al ámbito de Dios, no es una realidad
espacio-temporal. Pero lo que busca Spong no es el Jesús Resucitado
en sí sino la experiencia de la Resurrección por parte de los discípulos
después de haber sido éste ajusticiado. En propiedad, esta experiencia
no puede decirse que esté absolutamente fuera del espacio y del tiempo.
Aunque la manifestación a los discípulos del Jesús Resucitado (“cristofanía”)
no fue una realidad registrable por una cámara fotográfica o un magnetófono
–tal como dijimos–, algo de lo que supuso en los discípulos dicha
experiencia sí que hubiera podido grabarse por tales medios (palabras,
compromisos, gestos, cambios en la conducta y en el ánimo, etc.).
La experiencia interior, ciertamente, no es registrable por medios
físicos, pero, como experiencia humana que es, por muy interior que
sea, hay que decir que se da en el espacio y en el tiempo y que tiene
unas manifestaciones indirectas en los sujetos; hay unos frutos, hay
unos dones. Aunque nuestra fe no nos exige, en nuestra comprensión
de la Resurrección, una resucitación del cuerpo de Jesús, ni, en nuestra
comprensión de la experiencia de la misma por los discípulos, un encuentro
físico de éstos con el Resucitado (es decir, un encuentro objetivo
y sensible –óptico, audible, táctil– para cualquiera que estuviera
ahí independientemente de su propio itinerario y de su propio ser),
dicha experiencia no deja de ser, aunque extraordinaria, una experiencia
humana en un tiempo y espacio determinado. A pesar de que la realidad
de Jesús Resucitado queda fuera del espacio y del tiempo, Simón, sujeto
primordial de la experiencia, no lo está.
F. Afinidad entre el ensayo de Spong y algunos aspectos del
pensamiento de Légaut
El hecho de que para Spong sea Simón el personaje principal de su
reconstrucción dramática de la experiencia de la Resurrección nos
da pie para destacar algunos puntos de confluencia entre el obispo
de Newark y Légaut. Simón reflexionando sobre la vida de Jesús es
un ejemplo no pretendido de la actividad espiritual del recuerdo de
la que habla Légaut en sus escritos. Légaut habla de esta actividad,
en primer lugar, en el capítulo IV de El hombre en busca de su humanidad,
es decir, en «La intelección de la propia muerte». Hacer de la propia
muerte el último acto de la propia vida implica haber entrado suficientemente
en la intelección de ésta mediante la actividad espiritual del recuerdo
que trasciende la actividad de la memoria y todos los resortes de
autodefensa de nuestro “ego”. Ahora bien, entrar en esta intelección
de uno mismo comporta entrar en la significación capital de otros
en nuestra vida, lo cual orienta nuestra actividad espiritual del
recuerdo más allá de nosotros mismos. Sin duda, en el caso de Légaut,
esta «recordación» le llevó a pensar, intensa y frecuentemente –y
muchas veces como por sorpresa–, en Monsieur Portal. Por ahí debió
de ser por donde llegó Légaut a entrever lo que debió de suponer,
para los discípulos –y entre ellos especialmente para Simón, según
Spong–, entrar en la intelección de Jesús tras haberlo perdido[14]. Lo cual comportó comprender la fe de los discípulos en Jesús
como una relación inspiradora que seguían teniendo todos ellos y que
les llevó a decir que “vivía”.
Légaut coincide, pues, con Spong en que la reflexión de los discípulos
y su recuerdo de lo que habían vivido con Jesús fue el caldo de cultivo
donde se gestó una nueva relación de ellos con él o, mejor dicho,
donde se reactivó la misma relación que ya tenían pero de la que todavía
no eran plenamente conscientes:
Lo que Jesús fue para sus discípulos, fruto del ser singular de él
y de ellos, es la base fundamental de su fe. Las asiduas reflexiones
de los discípulos sobre la vida del Maestro y sobre lo que habían
vivido con él, así como su progresiva comprensión de la existencia
misma de Jesús, captada desde dentro, hicieron que descubrieran, pasado
el tiempo, tanto lo que él había sido para ellos antes de que fueran
conscientes de ello, como lo que siempre sería, de entonces en adelante[15].
Quizá lo que subraya Légaut, de forma diferente a Spong, es que,
si Simón reflexiona sobre lo ocurrido con Jesús, es porque en ello
le va la vida dado que pensar en su propia vida y en la de Jesús es
uno y lo mismo pues el sentido de la vida de uno y de la del otro
van unidas. Esta unión es la fe, que es de un orden que no es ni el
de la mera psicología ni el de la mera adhesión intelectual a una
doctrina. ¿No podría aplicarse especialmente a Simón, luego llamado
Pedro, este párrafo de Légaut?:
Las relaciones así concebidas y mantenidas con el Verbo de Dios,
con Cristo resucitado, que son consecuencia de la doctrina, aunque
se cultiven con fuerza, pertenecen a un orden totalmente distinto
al de los vínculos de amor con alguien al que se ha conocido en profundidad
y al que no se cansa uno de descubrir, de quien uno ha recibido mucho
y nunca cesa de seguir recibiendo y sin el cual uno se sentiría huérfano.
A decir verdad, estos vínculos –a diferencia de las relaciones consecuencia
de la doctrina – son como los lazos con alguien que da sentido a la
vida de uno; alguien que está en el centro del propio vivir y que,
si nos faltase, nos derrumbaríamos: sin él, uno ya no podría volver
a dejar pasar su tiempo en la inconsciencia del día a día absorto
en las tareas profesionales o políticas, pese a su interés o a su
urgencia[16].
Un segundo punto de coincidencia entre Spong y Légaut es la importancia
que ambos conceden al contexto de la celebración de una comida juntos
como marco para el recuerdo del Maestro. Légaut concede a la renovación
de la Cena, un lugar primordial en la vida de fe de los discípulos:
Se comprende la importancia que revistió, a los ojos de los discípulos,
vueltos de su desolación después de la muerte de Jesús, la última
Cena que habían tomado con él pocas horas antes de su muerte y que,
herederos de su Maestro, volvían a tomar juntos. Esta acción, vinculada
al último gesto de aquél a quien amaban, memorial de todo cuanto habían
vivido con él, salida del ser mismo de Jesús en la hora en que, más
que obrar, existía en ellos, mantenía, en ellos y entre ellos, su
presencia. El pan y el vino que juntos consumían, obedeciendo a la
última invitación que habían recibido de él, era el signo de lo que
él fue en el instante supremo y de lo que siempre sería para ellos[17].
¿No es plausible, por tanto, la hipótesis de Spong de que la iluminación
inicial y básica de los discípulos, que luego se expresó en los relatos
de las “apariciones” o de las “cristofanías”, fuese en el contexto
de una rememoración de las comidas que tuvieron cuando él vivía?[18]
Pero, al margen de estas cuestiones de contenido, hay un tercer punto,
más de fondo, que nos remite a Légaut y que no es otra cosa que la
intención misma del obispo Spong. Lo decíamos al principio: Spong
no es un exegeta sino un pastor. Partiendo con suficiente rigor de
los datos que la exégesis nos aporta, Spong aborda un auténtica “lectura
espiritual” de los textos en la línea, sugerida por Légaut, de una
búsqueda personal en el trato y frecuentación de las Escrituras. Los
métodos histórico-críticos aplicados a la exégesis no son, por sí
solos, un acceso a Jesús, y tienen su peligro si no se integran dentro
de una búsqueda de este tipo:
Detenerse en este nuevo saber textual es hoy el obstáculo más sutil
y por ello más temible para la verdadera comprensión de un hombre
[como Jesús] cuya prestigiosa personalidad, como sucede también con
muchos otros de menor talla, supera su propia vida y, con más razón,
trasciende lo que la historia puede decir objetivamente de él. Sin
duda, las Escrituras están en el origen del camino que conduce a Jesús,
pero a condición de que uno se esfuerce por alcanzar su auténtico
mensaje yendo, convenientemente, más allá de su sentido literal[19].
En este esfuerzo por ir “convenientemente más allá de un sentido
literal” establecido conforme a la técnicas modernas de leer y de
interpretar los textos de las tradiciones antiguas, se inscribe, a
nuestro juicio, el trabajo de Spong que, lejos de ser una simple especulación
académica, supone una auténtica búsqueda espiritual. Cuando Spong
elabora su reconstrucción sobre lo que pudo suceder en el interior
de Simón, el discípulo que sostuvo y confirmó la fe de sus hermanos,
coincide con Légaut que dice que «el camino que conduce a Jesús pasa
por el de aquellos que lo conocieron y reconocieron»[20]. Su propuesta, por un lado, tiene suficiente
rigor crítico como para hablar a nuestra mentalidad de hoy, pues resulta
plausible a la hora de reconstruir los hechos, pero, por otro lado,
es mucho más que esto: con independencia de los datos laterales en
los que podamos discrepar, Spong consigue señalar un camino para formular
nuestra fe en Jesús en términos adecuados al universo mental en el
que vivimos justo porque se fija, precisamente, en lo que es esencial
en la fe. Si, al terminar de leerlo, uno se siente invitado a proseguir
una búsqueda de Jesús así de “natural”, es que Spong ha cumplido su
misión de pastor, y el lector quedará, entonces, enormemente agradecido.
II. «PERO, ¿QUÉ OCURRIÓ REALMENTE?»
Una reconstrucción especulativa
John Shelby SPONG
«Todos lo abandonaron y huyeron»
(Mc, 14, 50).
«Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado
para cribaros como al trigo. Pero yo he orado por ti,
para que permanezcas en la fe. Y tú, cuando vuelvas
sobre ti, afianza a tus hermanos» (Lc 22, 31-32).
La cuestión y el camino recorrido
Pero, ¿qué ocurrió realmente? No basta con decir qué no ocurrió.
Es fácil identificar los elementos legendarios de los relatos de la
Resurrección. Ángeles que descienden en medio de terremotos, que hablan
y hacen rodar las piedras; tumbas que están vacías; apariciones que
desaparecen; hombres ricos que ponen sepulcros a disposición; ladrones
que hacen comentarios desde las cruces de su tortura… Todo esto son
leyendas; leyendas sagradas, añadiría yo, que, sin embargo, no dejan
de ser leyendas.
El rechazo del valor histórico de estos detalles bíblicos, tan familiares
como legendarios, no concluye, sin embargo, nuestra búsqueda de lo
que ocurrió; simplemente nos traslada a otro nivel, donde nos planteamos
otra cuestión: ¿Qué fue y cómo debió de ser lo que ocurrió para que
diera origen a todos estos detalles legendarios que se acumularon
en torno a la Resurrección? ¿Por qué se acumularon? Cientos de millones
de personas han vivido y muerto sobre esta tierra sin que a su alrededor
se hayan forjado leyendas semejantes. Y eso que algunas fueron famosas
y poderosas. ¿Por qué, entonces, se formaron en torno a aquel hombre
y en aquel tiempo y lugar? ¿Quién era y es Jesús de Nazaret? ¿Por
qué los acontecimientos ocurridos después de su muerte poseen semejante
poder? ¿Qué pudo contribuir a unos cambios tan drásticos como la transformación
de unas vidas, la supresión del miedo y de la desesperación, la aparición
de un nuevo coraje, la redefinición de Dios y unos nuevos modelos
de culto? ¿Qué ocurrió para que la gente empezase a decir de Jesús
de Nazaret, con un convencimiento reverencial: «¡La muerte no puede
retenerle!» y «¡Hemos visto al Señor!»?
Tal como sugería que haríamos al principio de este libro, nos hemos
esforzado por entrar en aquellos momentos nacientes de la historia
de nuestra fe, en el «big bang» de los comienzos de la historia cristiana.
Hemos buscado y encontrado una nueva lente, la lente del midrásh,
con la que leer nuestros relatos sagrados. Hemos intentado experimentar
y sentir los problemas que tuvieron los escritores del siglo I cuando
intentaron transmitir –sin duda tras el hecho de la vida terrena de
Jesús ya consumada– el poder y el significado latentes en aquel momento
crítico en que nació el cristianismo. Con nuestra mentalidad del siglo
XX, hemos procurado abarcar la realidad del mundo en que se escribieron
los Evangelios; mundo en el que no había ni libros ni periódicos ni
fotografías ni bibliotecas ni emisoras de radio ni de televisión ni
reporteros ni, desde luego, ningún testigo presencial.
Hemos visto cómo el cristianismo, con la destrucción, por obra del
ejército romano, de Jerusalén, que era el centro judío del cristianismo,
cambió en el año 70 d.C. Hemos anotado algunos de los cambios que
se operaron cuando esta historia de fe tan profundamente judaica empezó
a flotar en un mar que era, ante todo, gentil, en el que no se conocían
ni las tradiciones fundacionales judías ni su visión original del
mundo. Vimos, pues, cómo las experiencias que eran familiares al pueblo
judío se distorsionaron al transferirse a un ambiente no judío, y
fueron mal interpretadas por mentes no judías. Sentimos el dolor de
unas comunicaciones rotas cuando un mundo cristiano formado por gentiles,
profundamente ignorantes de la manera judía de escribir y de entender
la Escritura, procedió, sobre la base de una mala interpretación del
carácter sagrado de unas palabras, a imponer la autoridad de la inerrancia
literal de dichas palabras. Y advertimos, asimismo, cómo la historia
de la fe cristiana iba embelleciéndose, y cómo se resaltaban los elementos
milagrosos y se desarrollaban las leyendas.
Cuando pudimos ver de forma manifiesta el desarrollo de tales modelos
en los escritos que poseemos, compuestos entre los años 70 y 100 d.C.,
empezamos a comprender que otro tanto debió de ocurrir entre los años
30 y 70, cuando todavía no se habían puesto por escrito los recuerdos.
En este túnel inexplorado del tiempo, ¿cómo fueron embelleciéndose
los hechos, cómo fue destacándose lo milagroso y cómo fueron creciendo
las leyendas? Cuando avanzamos a través de este proceso en el tiempo,
advertimos qué poco sólido es el terreno, cuán movediza es la arena
y cuán resbaladizas son las pendientes por las que se desliza nuestra
frágil comprensión de la realidad y de la fe.
Hemos analizado los propios textos bíblicos, y han demostrado ser
poco fiables si lo que buscamos son hechos objetivos y detalles consistentes.
Los relatos evangélicos de la Resurrección presentan pocas coincidencias
si atendemos a los hechos tal como éstos se exponen literalmente.
Con todo, en medio de esta confusión de pormenores, queda claro un
testimonio poderoso acerca de una determinada realidad que fue proclamada
con especial intensidad: «La muerte no puede retenerle. Hemos visto
al Señor».
Por eso procuramos penetrar en el significado de las palabras que
aquellos primeros cristianos utilizaron y captar así la esencia de
la experiencia que habían vivido, así como el significado que habían
encontrado en Jesús. Hemos visto cómo interpretaron a Jesús –y a lo
sucedido con él– sirviéndose de imágenes y títulos familiares en el
judaísmo como los de profeta-mártir, héroe salvífico, víctima de un
sacrificio expiatorio, siervo sufriente e hijo del hombre. Pero esto
no nos dice todavía por qué tales palabras e imágenes les parecieron
apropiadas. Por eso tenemos que seguir preguntándonos: ¿Qué ocurrió
para que estas palabras e imágenes se aplicasen a Jesús?
En nuestra búsqueda de pistas que nos ayuden a entrar en el túnel
oscuro que media entre la muerte de Jesús en torno al año 30 y los
textos escritos acerca de la Resurrección, tenemos que sacar ahora
algunas conclusiones a partir de las pistas que hemos estudiado.
He llamado la atención, en primer lugar, sobre los datos que apuntan
claramente al hecho de que fue en Galilea, y no en Jerusalén, donde
nació el momento de la Pascua de Resurrección. Una vez establecido
esto, encajaron muchas otras cosas. Si Galilea fue primordial, entonces
los ángeles de la tumba vacía, la propia tumba con su piedra imponente
desplazada y las visitas de las mujeres, es decir, toda la tradición
funeraria ha de dejarse de lado y considerarse como una suma de hechos
no objetivos sino narrativos.
Estos elementos de la tradición fueron, pura y simplemente, mitos
y leyendas surgidos más tarde, en un contexto jerosolimitano, entre
gente que era incapaz de contar de otro modo el significado trascendente
que había captado y que resucitó el núcleo mismo de sus vidas. La
primacía de Galilea significa, además, que todos los relatos de apariciones
(con su pretensión de ser manifestaciones físicas del cuerpo muerto
que, de alguna manera, habría sido revivificado y habría salido del
sepulcro) son leyendas y mitos que no pueden tomarse en sentido literal.
El Jesús resucitado no comió pescado literalmente en Jerusalén. Tomás
no tocó las llagas físicas de sus costado. La Resurrección puede significar
muchas cosas pero estos detalles no forman literalmente parte de su
realidad. Afirmar que Galilea es el emplazamiento primario de la experiencia
de la Resurrección es un paso decisivo que, además, la misma Biblia
parece reconocer, tal como vimos.
Nuestra segunda pista era que, cualquiera que fuese la realidad de
la experiencia de la Resurrección, Pedro fue la persona decisiva en
el corazón de la misma. Tal como vimos, los mismos Evangelios parecen
testificarlo de forma profunda y obvia. De manera que este hecho nos
llevó a considerar la probabilidad de que muchas de las cosas dichas
a Pedro y de Pedro en los Evangelios, incluido el cambio de su nombre,
fueron episodios posteriores y no anteriores a la Resurrección.
Nuestra tercera pista apuntó a la enigmática conexión existente entre
la Resurrección y la comida. El pan partido, en primer lugar, y el
vino distribuido, de forma secundaria, se agregaron durante nuestro
examen, de un modo único y persistente, a lo que debió de ser la experiencia
de la Resurrección. Lo cual podría significar que cada comida, cada
historia de alimentación recogida en los Evangelios podría muy bien
ser un relato no anterior sino posterior a la Resurrección.
Nuestra cuarta pista consistió en ver que cualquier referencia literal
de tiempo deducida de la expresión de «el tercer día» había que dejarla
de lado. Vimos que este símbolo evolucionaba desde «después de tres
días» hasta «el tercer día» bajo la influencia de otras expresiones
como «el primer día de la semana» y «el día del Señor». Identificamos
además esta expresión con una tradición posterior, que se desarrolló
en Jerusalén. En consecuencia, separamos el momento de la experiencia
de la Resurrección de cualquier referencia temporal, de modo que ésta
pudo flotar libremente, sin datación alguna, antes de insertarse en
una referencia específica.
Por último, analizamos las tradiciones funerarias de los distintos
Evangelios y consideramos los episodios de José de Arimatea y de Nicodemo
como leyendas forjadas en la tradición de Jerusalén. Y descubrimos,
además, en el libro de los Hechos, en un discurso atribuido a Pablo,
algo que muy bien podría ser un fragmento de un hecho verídico que,
por rememorado, no acabó de desaparecer. Según este fragmento, Jesús
habría sido enterrado por quienes lo ejecutaron, tal como correspondía
a los criminales convictos, lo cual podría haber sido especialmente
cierto con él puesto que todos sus discípulos lo abandonaron y huyeron[21].
A través de todas estas pistas, acabamos por regresar al momento
de la muerte de Jesús: un momento que parecía estar conectado con
la celebración de la Pascua judía si bien el modo exacto de tal conexión
es una fuente de conflicto entre los distintos Evangelios. Llegados
a este punto, quiero intentar re-crear aquí el momento, entrar en
la experiencia y buscar la realidad que irrumpió en el mundo y cambió
la faz de la historia de los hombres. ¿Qué ocurrió, pues, de hecho?
Mi convicción definitiva
Para empezar, permítaseme una afirmación obvia: ¡Después de todo,
no se puede más que especular! En definitiva, en esta investigación
se llega a un punto en el que uno tiene que decir sí o no a Jesús,
y sí o no al significado de su vida. La línea ya está trazada y sólo
hemos de decidir si queremos traspasarla por la fe o si rehusamos
dar el paso y nos apartamos de esta tradición. Al final, al margen
de la hondura en la búsqueda en las Escrituras, de la profundidad
del análisis de los detalles textuales y de las otras cuestiones que
pueden suscitarse, hay que pronunciarse: o Cristo es la fuente de
resurrección que está dentro de nosotros o debemos confesar, honestamente,
que hemos llegado a perder la fe en él.
La especulación acerca de lo que ocurrió no puede sustituir al convencimiento
de que ocurrió algo real. Pero la especulación puede ser una ayuda
para estimular y alentar a otras personas a viajar con nosotros hacia
el posible encuentro con el Cristo resucitado. Con este propósito
es como ofrezco esta propuesta de reconstrucción. Soy una persona
de esas que tienen un sentimiento de búsqueda permanente, que continuamente
me asedia. Quiero relacionar y combinar las cosas para poder acercarme,
de forma racional y por medio de un proceso racional, al último rincón
del misterio. Reconozco que mis procesos racionales sólo pueden conducirme
hasta la frontera del misterio, nunca hasta su corazón. Pero, al menos,
deseo caminar hasta el umbral de lo último y pronunciar ahí o un sí
sonoro que me motivará para proseguir mi viaje hasta Dios, o un no
sonoro que me forzará a cesar en mis esfuerzos.
No puedo dar mi sí a unas leyendas que claramente se han creado de
forma que hoy no podemos sino considerar fantasiosa. Caso de no poder
impulsar mi búsqueda más allá de los mensajeros angélicos, de las
tumbas vacías y de las apariciones, no podría decir sí a la Resurrección.
No quiero permitir que mi mente del siglo XX esté comprometida con
el literalismo de otra época que hoy no puede ser creído en un sentido
literal. Si la Resurrección de Jesús no puede ser creída más que asintiendo
dócilmente a las descripciones fantásticas que se incluyen en los
Evangelios, el cristianismo está condenado. Porque, dado que esta
visión de la Resurrección no es creíble y dado que todo consiste en
ella, entonces, el cristianismo, que depende de la verdad y autenticidad
de la Resurrección de Jesús, tampoco resulta creíble. De manera que,
si éste es el requisito para la fe cristiana, entonces tendría que
abandonar con tristeza la casa de mi fe. Ahora bien, en este eventual
abandono de la Iglesia cristiana me acompañarían todos los estudiosos
destacados del Nuevo Testamento del mundo entero, católicos y protestantes,
como E. C. Hoskyns, C. H. Dodd, Rudolf Blutmann, Reginald Fuller,
Joseph Fitzmayer, W. E. Albright, Raymond Brown, Paul Minear, R. H.
Lightfoot, Herman Hendrickx, Edward Schillebeeckx, Hans Küng, Karl
Rahner, Phyllis Trible, Jane Schaberg, D. H. Nineham, Maurice Goguel
e incontables más. Todos ellos son especialistas de gran honradez
personal. Ninguno de ellos considera literales los relatos de la Resurrección,
pero no por eso abandonan la adoración de Jesús como su Señor. Yo
tampoco la abandono[22].
No hay ningún éxodo de este grupo hacia fuera de la Iglesia cristiana
porque estamos convencidos de que la realidad de la Resurrección no
queda limitada a las palabras de las leyendas cristianas que se desarrollaron
a partir de ella. Podemos rechazar los relatos literales acerca de
la Resurrección y no rechazar, sin embargo, la verdad y el poder de
la Resurrección en sí. Es la distinción que se impone hacer. No tendríamos
las leyendas de no haber existido un momento que fue tan indescriptible
que fueron necesarias todas estas leyendas para explicarlo. Ni tampoco
tendríamos una tradición sobre la Resurrección de no haber habido
una experiencia tan real de ella que las palabras terrenas no pudieron
contenerla. La Resurrección nos señala una dimensión que se hizo tan
visible que, originariamente, la única respuesta apropiada fue el
silencio extático.
Para mí, las tradiciones evangélicas indican la verdad; no son la
verdad. Sólo mediante una teoría retrocedo desde los relatos evangélicos
hasta el momento del nacimiento del cristianismo, de la misma manera
que los físicos y astrofísicos sólo retroceden, mediante la teoría,
hasta un instante tan pequeño que los relojes no pueden medir: la
millonésima de segundo del comienzo mismo de la creación, que contiene
el último secreto de cómo llegó el universo a la existencia. En ese
sentido, yo rastreo el desarrollo de nuestra tradición cristiana desde
su primer momento como los físicos y astrofísicos rastrean el desarrollo
del universo desde el suyo. Teoría tras teoría, todas han ido quedando
descartadas como inadecuadas a medida que se iban descubriendo nuevos
conocimientos. Se encontraron pistas sucesivas –en las ondas electromagnéticas,
en los rayos radiales y en la luz en los límites del espacio– que
demandaban formular, cada vez, teorías nuevas. Mientras tanto, sin
embargo, nadie dudaba de la realidad del universo, que continúa pidiendo
alguna explicación.
De modo parecido, tampoco yo dudo de la realidad que apareció en
el tiempo y en la historia y que llamamos Resurrección. Hay efectos
mensurables que derivan de este momento y que demandan explicación.
En la historia del cristianismo se han ofrecido varias explicaciones.
Algunas de las primeras aparecen en los mismos textos del Nuevo Testamento.
Tales explicaciones no son sagradas. Pero sí lo es el momento que
dio pie a todas ellas. A mi entender, este momento no está en el tiempo
ni en la historia, ni ocurrió dentro de nuestro concepto de espacio.
Como no lo estuvo tampoco la Creación. Tiempo y espacio son propiedades
del universo, y la Creación ocurrió “antes” de que los hubiera. Pero
indicar que la Resurrección no fue una realidad que puede contenerse
en el tiempo y en el espacio no significa que no sea real como lo
fue el “big bang” que inauguró el tiempo y el espacio; significa,
simplemente, que yo no asocio ni la realidad del universo ni la realidad
de la Resurrección a las categorías de espacio y de tiempo. Pero,
ya basta con esto. ¿Qué ocurrió para que el movimiento cristiano estallase
en el tiempo y durase durante estos dos mil años de historia? ¿Cuál
es mi mejor conjetura, mi mejor especulación culta al respecto?
La crucifixión tal como pudo haber ocurrido
Jesús fue apresado. Se había convertido en anatema para las autoridades
religiosas a la defensiva. Había relativizado las exigencias de la
Ley, introducido nuevos valores en competencia, quebrado el poder
de los controles religiosos y amenazado a la nación con la anarquía
religiosa. Era un peligro para el poder, el orden y la autoridad religiosos.
Dado que una de las funciones históricas de la religión es controlar
la ansiedad, impedir que se formulen preguntas que no tienen respuesta
y mantener el juego de «Finjamos que podemos controlar nuestro mundo»,
la amenaza de aquel hombre resultaba intolerable. Así que los dirigentes
religiosos, en colaboración con los funcionarios romanos, lo hicieron
morir.
La ejecución ocurrió durante los días de la Pascua judía. El pueblo
estaba agitado y revuelto. El yugo de la dominación extranjera era
pesado. La jerarquía religiosa había conseguido un modus operandi
con las autoridades romanas. Hasta el sumo sacerdote se mostraba obsequioso
con ellas. Por su parte, el imperio, que gobernaba Judea, se aseguró
así el poder y la influencia del sacerdocio judío, aunque éste operase
sólo dentro de un área restringida. Era un poder limitado pero, en
cualquier caso, de importancia para los romanos. Y aquel hombre, Jesús,
representaba una amenaza para este poder. Si por su acción y su predicación
se llegaba a aflojar el control del sistema religioso, si llegaba
a cundir la anarquía religiosa, las autoridades romanas impondrían
un control total. Por eso Jesús, el profeta de Galilea, tenía que
desaparecer.
Una señal de la falta de poder del sacerdocio del templo se ve en
su necesidad de contar con la cooperación romana en las causas capitales.
Dicha cooperación se lograba muy fácilmente, sin embargo, ya que los
funcionarios romanos no querían alentar a los líderes religiosos rebeldes.
Los detalles de la ejecución de Jesús pueden carecer de historicidad
literal. Seguramente, la historia de Pilato dejando en libertad a
un preso notable llamado Barrabás, que significa «el hijo de Dios»
(bar = hijo, Abbá = Dios como padre), es legendaria. Sin embargo,
permanece el hecho de que Jesús de Nazaret fue ejecutado y de que,
al morir él, su movimiento terminó pues «todos lo abandonaron y huyeron».
En este sentido, el episodio de las negaciones de Simón contiene,
indudablemente, un núcleo histórico aunque los detalles no deberían
tomarse al pie de la letra. Dicho núcleo es creíble por contravenir
algo tan común como que un movimiento no se inventa, normalmente,
historias hostiles a sus dirigentes. Por contraste, la historia del
discípulo amado, que permanece al pie de la cruz –y que sólo se cuenta
en el Evangelio de Juan y cuyo corolario es que Jesús le encomienda
el cuidado de su madre–, representa el núcleo de una leyenda interesada,
creada por los miembros de la comunidad joánica para exaltar el prestigio
de su mentor espiritual.
La probabilidad más fuerte, respecto de los discípulos, está a favor
de la verdad sin componendas expresada en la frase citada antes: «todos
lo abandonaron y huyeron». Jesús murió solo. Tuvo la muerte de un
criminal ejecutado públicamente, y su cadáver recibió, probablemente,
el tratamiento que suele reservarse a los infortunados que entran
en esta categoría. Fue retirado del instrumento de su ejecución –del
madero de la cruz– y depositado y sepultado en una fosa común. Después
no se conservó ningún recuerdo de aquella fosa pues no se concedía
ningún valor a quienes se ejecutaba así. El enterramiento eliminaba
el hedor de la carne putrefacta hasta que, al cabo poco tiempo, sólo
quedaban algunos huesos sin identificar. E incluso éstos desaparecían
sin tardanza pues la naturaleza recupera eficazmente sus recursos.
Nadie sabe la fecha exacta de la crucifixión. Los Sinópticos y el
Evangelio de Juan la sitúan en un momento cercano a la fiesta de la
Pascua judía y no veo razón alguna para ponerlo en duda. Sin embargo,
quedan demasiadas cuestiones pendientes para tomar al pie de la letra
tanto el intento de los Sinópticos de hacer coincidir la Última Cena
con la festividad de la Pascua, como el del Cuarto Evangelio de unir
no la Última Cena sino el día de la crucifixión de Jesús con el día
en que se sacrificaba el cordero pascual.
¿Cuánto tiempo permaneció Jesús en la cruz antes de morir? No creo
que nadie lo sepa. Conviene recordar que quienes hubieran podido observarlo
y transmitir esta información lo habían abandonado y habían huido.
La intervención de José de Arimatea, las tinieblas que envolvieron
la tierra, el desgarramiento del velo del templo, el grito extático
y creyente del Centurión, son todos elementos propios del desarrollo
de una leyenda. El enterramiento precipitado antes del Sabbath sólo
es una parte de la leyenda funeraria. Nadie sabe cuánto vivió Jesús
en la cruz, cómo murió, cuándo lo bajaron o dónde fue sepultado, «porque
todo ellos lo abandonaron y huyeron». Esto significa que no hubo visita
de las mujeres al sepulcro para ungir a Jesús el primer día de la
semana puesto que no hubo tumba conocida ni información de cuándo
había muerto o de dónde lo habían sepultado.
Considero muy posible —y a ello me he referido antes— que, en algún
momento, María Magdalena intentase encontrar el sitio donde depositaron,
al final, los restos. Sin embargo, fracasó porque no había ninguna
tumba marcada. Habían retirado el cuerpo de Jesús, y María, como líder
del duelo, fue incapaz de localizar el sitio «donde lo habían puesto»,
como dice el texto. María puede que hiciera este viaje inevitable
de las dolientes por cuanto creo que existe una fuerte probabilidad
de que la mujer que llegó a llamarse Magdalena fuese la misma María
que vivía con su hermana Marta en Betania, a unos pocos kilómetros
de Jerusalén, en una casa que Jesús visitaba frecuentemente. He sostenido
e intentado probar esta posibilidad en un libro anterior, Jesús, hijo
de mujer[23].
La respuesta de los discípulos a la desgracia [I]
Pero ¿adónde fueron los apóstoles en su huida? «Seréis dispersados
cada uno por su lado, y me dejaréis solo» (Jn 16, 32). Estas palabras
de Juan han preservado una pista magnífica. Estas palabras, en efecto,
dicen que «cada uno se fue por su lado» o que se marchó a su casa.
Ahora bien, por lo que respecta a Simón –cuyo nombre algún día será
Pedro– y probablemente también a los demás discípulos, su casa era
Galilea. Como el dato anterior parece ser que Jesús y sus discípulos
llegaron de Galilea a Judea por el camino del desierto, es decir,
por el este del Jordán para evitar los peligros de Samaría, sospecho
que los discípulos regresaron a su casa por la misma ruta por la que
vinieron. Esto significaría que Betania, situada al este de Jerusalén,
les quedaba de camino. Como habían estado en Betania —según los textos—
durante la semana anterior al prendimiento, lo normal sería que hubieran
ido allí después de la muerte de Jesús, tanto más cuanto que el lugar
cogía de camino.
No tengo ni idea de cuántos discípulos marcharon en aquella dirección
pero estoy seguro de que Simón estaba entre ellos. Sospecho que fue
en aquella casa y durante aquella noche cuando se conoció su negación
en medio de la pena y del dolor. El pesar y la cólera son emociones
estrechamente unidas y esta unión debió de ser muy especial en aquella
casa en que residía la mujer más cercana a Jesús y más estimada por
él. Seguro que ella no dejó de manifestar sus sentimientos a Simón
si de algún modo le hacía responsable de la muerte del Maestro.
Son muchos los elementos en esta historia que me inducen a preguntarme
por la historicidad del final de Judas Iscariote. ¿Fue su traición
un invento para que, comparativamente, resultase menos desconcertante
la conducta del resto de los discípulos, que huyeron y lo abandonaron?
Judas parece ser una creación típica del midrásh. Ni siquiera está
clara la razón por la que traicionó a Jesús. ¿Se debió a que era difícil
de localizar? Además, el detalle de las treinta monedas de plata puede
encontrarse en el profeta Zacarías[24], los dos relatos contradictorios de su muerte[25], el episodio del pan mojado
en la salsa durante la última cena[26]
y, finalmente, el mismo sobrenombre de Iscariote, con muchas interpretaciones
sin que ninguna satisfaga realmente; todos estos pormenores suscitan
en mí la duda acerca de la historicidad de Judas[27].
También advierto que especialmente el Cuarto Evangelio presenta a
María Magdalena en una relación estrecha y confiada con Simón y con
el discípulo amado. No pretendo tomar al pie de la letra el relato
que habla de esta relación, pero sí quiero registrar la idea de que
tales personas se conocían bien, con una cierta intimidad (Jn 20,
3). Asimismo querría notar que, cada vez que se da la lista de las
mujeres en los evangelios, siempre se nombra a María Magdalena la
primera. Y no creo que esto sea mera casualidad o coincidencia. A
mí se me antoja significativo este detalle dado que, en el Siglo I,
las mujeres tomaban su estatus del marido.
Así, la noche de después de la crucifixión de Jesús, sitúo a Simón
en la casa de Betania que pertenecía a María, llamada Magdalena, y
a su hermana Marta. Y contemplo una escena en la que se mezclan el
trauma, el pesar, la cólera y la desesperación, por no hablar del
miedo. Sospecho que Simón continuó su viaje tan pronto como pudo.
Tenía que volver a su casa, buscar la seguridad de Galilea y la sensación
confortante de reencontrarse entre las cosas que le eran familiares.
Ningún sitio podía parecerle más tolerable en aquel momento de su
vida. Al clarear, se adentró, pues, por el penoso camino del desierto
e hizo el largo recorrido por el este del Jordán. Recorrer la distancia
que separa Jerusalén de Galilea podía suponer, a pie, entre siete
y diez días. No se podía caminar durante el calor del día ni con la
oscuridad de la noche, por lo que la marcha se limitaba a las horas
entre el amanecer y el mediodía y entre la puesta de sol y la noche
cerrada. Poco había que temer en aquel viaje pues el anonimato era
lo propio de cualquier viajero. Pasaron así algunos días antes de
que Simón regresase a Cafarnaúm o a Betsaida, y más días aún –posiblemente
semanas– antes de que superase el trauma lo suficiente como para empezar
a poner en orden su vida.
El impacto de Jesús sobre Simón debió de haber sido enorme. Nadie
está seguro, ni siquiera los evangelistas, de cuánto tiempo había
girado la vida de Simón en torno a la de Jesús. Simón había escuchado
las enseñanzas de Jesús y había observado su influencia en los demás.
Simón había visto la calidad de la vida de Jesús y, tal vez, había
tenido el privilegio de compartir la relación de Jesús con Dios más
que el resto. Jesús había enseñado a orar a Simón. Le había amado
personalmente, le había llamado por encima de las barreras que los
prejuicios habían levantado contra los samaritanos, las mujeres e
incluso los gentiles como la mujer siro-fenicia. Cada una de estas
experiencias había sido una llamada para Simón. Jesús había hablado
acerca del reino de Dios que irrumpía en la historia, acerca del juicio
final y acerca del fin de los tiempos. A través de sus palabras, Simón
había intuido que la vida misma de Jesús estaba relacionada de algún
modo con aquel reino y su llegada. Tal vez Jesús era un signo del
mismo, tal vez su agente, o tal vez el secreto de su vida estaba en
su incorporación, de algún modo, al significado de aquel reino.
Simón había visto en Jesús una rara integridad personal que se manifestaba
en el coraje de ser él mismo en cualquier circunstancia. Cuando la
gente acudía a él para escucharlo y aclamarlo, no perdía la cabeza.
Y, cuando las fuerzas de los enemigos lo cercaban, no hurtaba el rostro
por miedo ni su espíritu se turbaba por la ira. Jesús parecía estar
libre de la necesidad de que las respuestas de los demás lo definieran.
Y Simón anhelaba tener esta libertad.
Jesús parecía conocer asimismo la manera como estar presente ante
los otros. Comprometía cada momento y se entregaba a cada persona
con la intensidad de lo eterno. Tanto cuando estaba con el llamado
joven rico –que llevaba los signos externos del poder terreno– como
cuando estaba con la mujer sorprendida en adulterio, lo hacía sin
otro poder que la petición de clemencia, la atención, la mirada y
la presencia entregadas totalmente conforme necesitaba aquella persona.
La persona en cuestión era, en aquel momento, como si fuese lo único
que contase en la vida de Jesús. De esta manera, parecía desafiar,
con su propia vida, la jerarquía de valores con la que los seres humanos
juzgan a los demás. Para Jesús cada persona llevaba la imagen de Dios,
era merecedora del amor de Dios y, en consecuencia, cada persona tenía
dentro de sí la posibilidad de desarrollarse hasta la vida plena del
Espíritu de Dios.
La mentalidad popular de la época entendía que las enfermedades y
las desgracias eran castigo por una vida de pecado y, sin embargo,
Jesús abrazaba a los leprosos. La inmoralidad era señal de rebelión
ante los caminos de Dios y, sin embargo, Jesús no se negó al contacto
de la mujer que lo ungió, y llamó al discipulado a quienes desempeñaban
la profesión de recaudadores de impuestos. En una sociedad en la que
las mujeres no eran personas idóneas para conversar con ellas, Jesús
se puso a hablar con una junto al pozo de Siquem, y tomó en serio
sus preguntas y le abrió nuevas perspectivas para su vida. Cuando
los niños acudían a él, los acogía bondadoso y reñía a quienes pensaban
que no podían intervenir y preguntar. Simón había visto todas estas
cosas y muchas más. No eran cosas que le pasaban por la cabeza sin
más. Seguramente empezaban a entrar en los estratos de su subconsciente
y a quedar registradas en él: «justo ésa era su manera de ser».
Para Jesús, Dios era una realidad poderosa y Simón estaba en situación
de compartir aquella realidad. Para Jesús, Dios era «Padre», un concepto
constantemente expresado con la palabra aramea Abbá, llena de connotaciones
de intimidad, solicitud, amor y perdón. Para Jesús, Dios era un padre
que acoge a su hijo caprichoso, un pastor que busca la única oveja
perdida o una mujer que barre solícita hasta encontrar la moneda extraviada.
A este Dios, todos podían acudir y abrirle su corazón y expresar sus
necesidades por insignificantes que fueran. Cualquiera podría haber
aprendido de Jesús a decir a Dios: «Danos nuestro pan de cada día»
o «Líbranos del mal»[28]. Cualquiera podía haberse sentido animado a imitar a la viuda
insistente que no dejó de llamar a la puerta hasta que fueron satisfechas
sus peticiones[29]. Cualquiera podía también orar por la venida
del reino de Dios o por obtener un perdón tan gratuito, constante
y sin límites que llegaba al infinito. Simón no podía haber escapado
a alguna participación en tales realidades.
Simón era también consciente de que, en la vida de Jesús, había una
sensación de poder que inducía a pensar, no sólo a él sino a la gente,
en indicios de milagro y hasta de magia. A nosotros nos resulta difícil
hoy encontrar el germen de verdad de estos relatos, sin embargo, hay
algo que está claro. Tal vez para Simón y para quienes mejor lo conocían,
Jesús parecía superar la talla normal del ser humano, y esto le hacía
aparecer a sus ojos como alguien con poder para controlar las fuerzas
ante las que los hombres se sienten impotentes, como el viento y las
olas. Tal vez era que, en las tormentas de la vida, Jesús era siempre
un centro de calma. De modo que, con el tiempo, quienes estaban a
su alrededor llegaron a proyectar su calma sobre el mundo exterior.
Tal vez Jesús sació tan hondamente, con su alimento espiritual, a
quienes estaban cerca de él, que empezaron a imaginar a grandes multitudes
que participaban de aquel banquete en que siempre había más viandas
de cuantas podía consumir el gentío por numeroso que fuera.
Tal vez la presencia de Jesús era tan grande y su perfección tan
manifiesta que curaba a la gente. Tal vez algunas personas sólo necesitaban
tocar la orla de su vestido; otras, bastaba con que se pusieran en
su presencia para tener el valor de dar el primer paso hacia la salud;
y había quienes tan sólo necesitaban tener noticia del amor y del
perdón divinos en una sociedad en la que se les había enseñado que
el dolor, la enfermedad y la tragedia eran signos del juicio de Dios
y, en consecuencia, de la propia condición pecadora. Fuese cual fuese
la explicación, la vida de Jesús parecía llamar a la gente a la perfección
y al bienestar. Ésta fue, seguramente, la experiencia de Simón. De
ser así, a nadie debería sorprenderle que, en torno a aquel Jesús,
se multiplicasen las historias sobre fenómenos de esta índole, que
eran la forma como las gentes del siglo I podían explicar lo que experimentaban
ante él. Sospecho, en efecto, que Simón escuchó tales explicaciones
y hasta que habría podido participar en la creación de las mismas.
Simón vio en Jesús un hombre que tenía una misión. Aunque sospecho
que Simón no estuvo seguro de cuál era esa misión, jamás dudó de su
realidad. El mundo tiene siempre una manera de quedar a un lado en
presencia de una persona, hombre o mujer, que sabe adónde va, pero
Simón formaba parte del mundo de Jesús. Cuando algunos consignaron
por escrito su concepción de Jesús, lo presentaron como alguien que
tenía una cita con su destino. El término “hora” expresó la expectativa
por la llegada de esta cita. Poco importa cómo llegó a establecerse
la conexión; seguramente se pensó que el concepto era apropiado para
la vida de Jesús. Jesús no presionaría para adelantar su «hora», que
no debía llegar antes de que estuviese listo. Tampoco está muy claro
cómo llegó a conectarse su «hora» con lo que las Escrituras llamaban
«el día del Señor»; pero este segundo concepto agregó una carga espiritual
que, con el tiempo, hizo que muchas partes de la tradición hebrea
se relacionasen con Jesús en busca de una explicación adecuada.
Lo único cierto es que la ciudad de Jerusalén estuvo implicada en
aquella «hora» y que dicha ciudad atrajo a Jesús magnéticamente. Sospecho,
en contra de lo que dan a entender los Evangelios Sinópticos, que
Jesús viajó repetidas veces a la Ciudad santa. Estoy seguro de que
fue ejecutado en ella pero, además, estoy convencido de que el viaje
más importante que el “movimiento” o el grupo de Jesús hizo a Jerusalén
no fue antes sino después de la Crucifixión, a pesar de la entrada
triunfal del Domingo de Ramos. Todavía no puedo justificar aquí el
motivo de esta afirmación que puede parecer extraña, pero lo apunto
con idea de volver luego sobre ello. Baste decir, por ahora, que Simón
vio misión, mística y destino de Jesús asociados, de alguna manera,
con el significado del propio Jesús; y que todo esto produjo una impresión
indeleble en aquel sencillo pescador.
Estas experiencias, y probablemente muchas más, debieron de bullir
en la mente de Simón durante su viaje de regreso a Galilea tras la
Crucifixión, primero pasando por Betania y luego durante su larga
marcha. Simón había comenzado a hacer el proceso interior propio de
una persona sumamente afligida. Recordaba los episodios de la vida
de Jesús, los aislaba de modo que pudieran cobrar relieve en su mente.
Cada evento rememorado en la corriente de su conciencia, lo volvía
de un lado y de otro buscando nuevos ángulos para poder entenderlo
de una forma nueva o para encontrar en él alguna nueva dimensión.
Era un trabajo triste que siempre resultaba penoso, porque cada momento,
tras examinarlo y captar un punto de recuperación, acababa volviendo
siempre a caer en la negrura del sentimiento total de la pérdida.
Jesús estaba muerto. Había sido ejecutado. El sueño que, de alguna
manera, había estado asociado a la vida de Jesús, ya no podía ser.
Durante días, semanas y quizá meses este pensamiento obsesionó a Simón[30].
Pero cabe sospechar que Simón no fue el único en vivir aquel pesar
y aquel proceso interior. Hay razones para pensar que Santiago y Juan,
los hijos de Zebedeo, que eran amigos de Simón antes de que Jesús
entrase en sus vidas, participaron en aquel período de tristeza. Todos
realizaban las faenas de la pesca en torno al lago de Galilea. Seguro
que estarían en contacto, al igual que Andrés, ese personaje más difuminado,
identificado sin embargo como «el hermano de Simón». Tal vez hubo
otros, pero estos cuatro seguro que hablaban entre sí y compartían
su pesar. Juntos reflexionaron sobre sus experiencias y se preguntaron
qué podía significar todo aquello. Juntos sintieron el vacío y la
oscuridad. La sensación de absurdo era casi una evidencia física para
ellos. Las nubes no se disipaban con el tiempo. La intensidad de la
presencia de una persona en la vida de otra sólo se equipara a la
intensidad de su ausencia. Jesús, tan intensamente presente en la
conciencia de aquel pequeño grupo, era ahora el intensamente ausente
en su existencia a pesar de que intentaban volver a poner sus vidas
de lleno en sus hogares de Galilea.
La necesidad económica y la salud psicológica les exigieron retornar
a su forma habitual de asegurar un sustento. Pescar era todo lo que
sabían hacer, por lo que creo que, pasadas algunas semanas, o quizá
meses, volvieron a su trabajo. La observación recogida en Juan 21,
de que Pedro dijo, en un momento dado, «Voy a pescar», y que los otros
le respondieron «Nosotros vamos contigo», tiene el sonido de lo auténtico.
Uno no puede quedar inmovilizado de por vida por la pena. Mi conjetura
es que volvieron otra vez a pescar formando equipo en la misma barca.
Era importante para ellos estar con quienes podían entender el trauma
que había marcado sus vidas. Así pues, Simón, Santiago, Juan y Andrés
regresaron al mundo de los pescadores y a volver a desarrollar sus
habilidades en las horas oscuras de la noche, antes de que el alba
irrumpiese sobre el Mar de Galilea.
La pesca es, en cierto modo, entretenida y aburrida a la vez. Las
mejores capturas se conseguían justo antes de salir el sol. Era también
el tiempo de llevar las capturas al mercado. En aquella sociedad,
la comida del mediodía era la comida principal (sólo la electricidad
ha transformado la comida del mediodía en un simple almuerzo y la
cena en una auténtica comida). Se imponía la necesidad de limpiar
las redes y de repararlas perfectamente so pena de que no fueran eficaces,
y las horas de luz diurna se empleaban en este trabajo. Dependiendo
del viento principalmente, la elección de los lugares de pesca, en
aquel lago de unos veinte kilómetros de ancho, comportaba, muchas
veces, desplazarse a remo. Recoger las redes en aguas relativamente
tranquilas podía hacer que las horas pareciesen interminables. De
manera que había mucho tiempo para charlar.
También aquellas aguas estaban llenas de recuerdos. Fue en aquel
lago donde aquellos pescadores se encontraron por primera vez con
Jesús. En aquel lago y de pie en su barca, Jesús había enseñado a
la muchedumbre. Lo habían cruzado navegando en su compañía. Tal vez
habían soportado alguna tempestad estando él en la barca. Las aldeas
ribereñas —Betsaida, Cafarnaúm, Corozaín, Genesaret— eran nombres
familiares para ellos, asociados además al recuerdo de Jesús. Nada
les permitía escapar al recuerdo de su presencia. Para ellos, Jesús
seguía estando en todas partes aunque les faltaba.
Cuando el alba empezaba a clarear, aquellos pescadores ponían proa
a la orilla como siempre, arrastrando su captura. Una vez en la orilla,
la meterían en cestos y, antes de transportarla al mercado, almorzarían
juntos al borde del agua. El menú consistía en pescado —recién cogido,
limpiado y asado al fuego encendido junto al lago— y en pan que habrían
llevado consigo de sus casas el día antes. Y mientras comían, volverían
a entablar conversación y Jesús sería, sin duda, el tema de gran parte
de ella.
A veces, con las primeras luces del alba, la neblina del lago favorecía
algunas formas que su imaginación también elaboraba. La gente apenada
tiende a ver formas que hablan a su tristeza. Una vez, Simón creyó
ver una figura fantasmal caminando sobre las aguas. Fue tan real que
se alzó y se metió en el lago para conseguir una visión mejor. Cuando
el agua le llegaba a la cintura, la aparición pareció evaporarse,
de modo que Simón regresó a la playa, conmovido y admirado de las
jugarretas que le gastaba su mente.
Cada comida judía –incluida la de pan y pescado junto al lago en
las primeras horas del día– era un acto litúrgico. Toda comida simbolizaba
el festín escatológico que tendría lugar el día del gran banquete
con el que se inauguraría el reinado de Dios. Sugerían las Escrituras
que, en aquel banquete, se reunirían gentes llegadas del norte y del
sur, del este y del oeste, para sentarse a la mesa de Abraham. Así,
en cada comida judía, los hombres y las mujeres reunidos oraban por
el reino futuro. La comida empezaba con la bendición ceremonial sobre
el pan. El cabeza de familia levantaba el pan y generalmente oraba
con palabras como éstas: «Bendito seas, Señor Dios, rey de universo,
que produces el grano que brota de la tierra para alimento de nuestros
cuerpos».
Día tras día, aquel pequeño grupo de pescadores realizaría esta bendición
ritual, tal vez de forma rutinaria, y, tras el ayuno nocturno, se
desayunaría con pan y pescado. El vino no se tomaba en la mayor parte
de las comidas, y menos a primera hora de la mañana. El vino era caro
a la vez que revestía un carácter ceremonial. Para los pobres, era
una bebida que sólo se tomaba en los grandes festines. En Juan 21,
pan y pescado es la dieta del lago de Galilea. Pan y pescado habían
sido también las provisiones de los relatos de la alimentación milagrosa
de la multitud.
Seguramente, cada vez que bendecían el pan al iniciar su desayuno,
las mentes de aquellos hombres recordaban otra comida, tomada en Jerusalén,
en la estancia superior de una casa, una noche extraña y aciaga. Una
noche en la que abundaron el miedo, la ansiedad y la melancolía. Todo
había sido tan dramático… Jesús tomó pan, lo partió y lo identificó
con su cuerpo roto. No tenía ningún sentido, pero con aquello parecía
decir que vislumbraba el desastre. El desastre se abatió, en efecto,
sobre ellos durante aquella noche. Pero la comida y cuanto ocurrió
después, en aquella noche, tuvieron como efecto marcar, con un significado
y un recuerdo indelebles, todas las bendiciones del pan de cada comida.
Ocurrió así que, mañana tras mañana, en el lago de Galilea, unos pescadores,
que habían quedado hondamente impresionados por Jesús de Nazaret,
ahora ya «el crucificado», empezaban su comida matinal tomando pan,
bendiciéndolo, partiéndolo y recordando.
Todos estos temas deben de haber jugado un determinado papel en el
subconsciente de Simón durante los momentos tranquilos en los que
se permitía el lujo de recordar. El pan partido... «Éste es mi cuerpo
roto». ¿Ordenó Jesús partir el pan en memoria de él cuando ellos se
juntasen? ¿O empezaron a hacerlo y después procedieron a justificar
la tradición poniendo en boca de Jesús el mandato de hacerlo? ¿Dijo
Jesús: «cada vez que comáis de este pan y bebáis de esta copa, proclamaréis
la muerte del Señor hasta que venga»[31] o fueron los discípulos quienes lentamente
empezaron a ver la conexión entre el pan bendecido, partido, distribuido
e ingerido, y la vida de Jesús, que había sido bendecida, rota y dada
en alimento? ¿Cuánto tiempo fue necesario para que emergiese esta
nueva posibilidad o esta nueva concepción?
La muerte de Jesús fue un hecho indiscutible. La idea de que su muerte
hubiera ocurrido de aquella manera no era fácil de encajar. Jesús
había sido ejecutado en un madero en forma de cruz. La Torah –tan
sagrada para cualquier hombre o mujer judíos– llamaba «maldito» al
que hubiera sido colgado de un árbol. ¡Qué arrogancia hubiera supuesto,
para unos pescadores e iletrados, sugerir cualquier otra alternativa!
Jesús había sido acusado de blasfemia. Ningún poder había intervenido
para salvarlo. Su muerte se había convertido en un «no» de Dios. Este
«no» había sido sancionado y ejecutado por los representantes de Dios
en la tierra. Ellos, que no estaban instruidos ni en la Torah ni en
las tradiciones del pueblo de Dios, ¿cómo podían oponerse a los representantes
de Dios en la tierra de una manera creíble?
Cada día, tales temas hacían sentir su peso y su contrapeso en las
mentes de aquellos discípulos, y yo sospecho que, muy especialmente,
en la de uno de ellos de nombre Simón. Por una parte, estaba la experiencia
que habían tenido con Jesús, que los había llamado de lo viejo a lo
nuevo en su concepción de Dios. Por otra, Jesús estaba muerto y aquella
nueva concepción no había prevalecido. Lo que se había mostrado victorioso
era lo viejo y no lo nuevo. Las palabras de condena, pronunciadas
por los sumos sacerdotes, se veían reforzadas por el hecho de ver
al sumo sacerdote como un ungido de Dios. La condena quedaban reforzada,
además, por los textos de la Sagrada Escritura citados como prueba.
Según se les había enseñado a creer, Dios había hablado a través de
dichos textos en todas las épocas y había que buscar discernir en
ellos el designio de Dios para todos los tiempos. Los miembros de
la jerarquía religiosa estaban vivos y eran los vencedores mientras
que Jesús estaba muerto y era el derrotado. Las mentes como la de
Simón tenían que empezar a resignarse a lo inevitable de tales conclusiones.
Jesús no debía de haber venido de parte de Dios. Estaba muerto y ellos
tenían que empezar a aceptar el hecho de que habían sido embaucados
y engañados, por lo que, en consecuencia, también ellos tenían culpa
pues se habían dejado embaucar y engañar.
Estos pensamientos conflictivos acerca de Jesús preocupaban a Simón
¿Cómo podían haber matado al Mesías[32]? Nadie había oído hablar
nunca de un mesías ejecutado y colgado de un madero. «Me hubiera gustado
habérselo preguntado a él», debió de repetirse a sí mismo Simón una
y otra vez. Pero, por más que se esforzaba, las conclusiones inevitablemente
no encajaban. ¿Cómo podía Dios decir «no» a un mensaje de amor y de
perdón y continuar siendo Dios? ¿Cómo podía Dios negar a alguien que,
por encima de cualquier división humana, había conseguido realzar
a cuantos Dios había creado? ¿Cómo podía alguien ser tan por entero
autor de vida y no proceder de Dios? ¿Cómo podía alguien dar su vida
de una forma tan total y ser considerado culpable de un crimen capital?
En la mente de Simón todo esto carecía de sentido. ¡Cómo habría deseado
dejar de lado estas ideas y no continuar por más tiempo este proceso
torturante, olvidar esta tensión y seguir adelante con su vida! Pero
Simón había bebido hasta saciarse de aquella «fuente de agua viva».
Había comido hasta la hartura de aquel pan espiritual que parecía
haber saciado el hambre más intensa. Podía negarlo una y otra vez
pero no podía fijar su negación, ni siquiera en su propia mente. Así
luchaba Simón día tras día, semana tras semana. Pescaba en el lago
y compartía el pan y algunos peces en la orilla con sus amigos tan
pronto como la aurora se deslizaba por sobre el cielo de Galilea.
Las semanas se convertían en meses y todavía no había ninguna resolución.
La respuesta de los discípulos a la desgracia [II]
En el año litúrgico judío, la fiesta que rivalizaba con la Pascua
–y hasta la superaba, quizá, en popularidad– era la de los Tabernáculos
o de las Tiendas. El nombre hebreo de esta fiesta era Sukkôt que significa
«cabañas». Se celebraba en otoño. Gran número de peregrinos viajaba
entonces a Jerusalén, igual como en Pascua, en la primavera. Pero
la celebración de los Tabernáculos era mucho más festiva. No se sacrificaba
el cordero pascual ni se evocaban recuerdos de esclavitud ni la celebración
incluía la tristeza de reconocer que el pueblo judío aún vivía sometido
al yugo extranjero. La fiesta de los Tabernáculos era, sobre todo,
de alegría por la vendimia y por la libertad que habían conocido en
la travesía del desierto, cuando vivían en cabañas o en tiendas provisionales
y hasta los rollos sagrados de la presencia de Yahvé se guardaban
en una tienda de campaña transportable.
Como todas las fiestas judías, la de los Tabernáculos había incorporado
el anhelo de un mesías, del reino y del reinado de Dios. La liturgia
de los Tabernáculos se organizaba en torno a los discursos de los
capítulos 9-14 del profeta Zacarías y a partes del Salmo 118, que
el pueblo cantaba mientras circulaba alrededor del altar del Templo.
La liturgia de los Tabernáculos también se centraba en los símbolos
de la luz y del agua. Israel sería la luz para las naciones de la
tierra, y de Jerusalén brotarían fuentes de agua viva; lo cual era
un símbolo del Espíritu que debía gobernar el mundo cuando llegase
el reino de Dios.
Cuando se acercaba la fecha, el contenido de esta festividad se hizo
presente, del modo más natural, en la mente de Simón, que, en un momento
dado, empezó a asociar dicho contenido con su constante empeño por
dar sentido a la muerte de Jesús. A su mente acudían frases conocidas
de la liturgia de los Tabernáculos:
No moriré sino que viviré para poder cantar las obras de Yahvé. Castigóme,
castigóme Yahvé, pero no me dejó morir. Abridme las puertas de justicia,
y entraré por ellas para dar gracias a Yahvé. Es la puerta de Yahvé,
entran por ella. Te doy gracias, ¡oh Yahvé!, porque me oíste y estuviste
por mí para la victoria. La piedra que rechazaron los constructores
ha sido puesta por piedra angular. Obra de Yahvé es esto, admirable
a nuestros ojos. Éste es el día que hizo Yahvé: alegrémonos y jubilemos
en él. […] Bendito quien venga en el nombre de Yahvé. […] Yahvé es
Dios, él nos mandó la luz. Entretejed guirnaldas en la fronda y traedlas…
Todas ellas son frases populares del Salmo 118, un salmo que todos
identificaban con la fiesta de los Tabernáculos. Era el salmo que
se cantaba siempre en la procesión alrededor del altar, que era el
rito característico de esta fiesta. Esta palabra profética hablaba
del tiempo en que «el Señor, vuestro Dios, vendrá [a Jerusalén] y
allí morará de continuo». Los pasajes que se leían cada año estaban
tomados de Zacarías 14. También allí se hablaba de las «aguas vivas»
que algún día manarían de Jerusalén. Aquel día –afirmaba Zacarías–
«el Señor será rey sobre toda la tierra». Estas palabras eran tan
familiares a Simón como las del nacimiento de Jesús para los cristianos
de hoy dado que se leen todos los años en Navidad.
Así fue como Simón dejó que tales palabras entrasen y morasen en
su mente, y de ella partieran cuando pensó en la posibilidad de regresar
a Jerusalén para sumarse a la celebración de la Sukkôt. Había pasado
suficiente tiempo desde la ejecución de Jesús como para poder regresar
con seguridad, una vez más, formando parte de algún grupo de peregrinos.
Deseaba asimismo restablecer contacto con quienes había estado tan
unido hacía unos meses. Pensaba, probablemente de un modo especial,
en María Magdalena. Ahí estaba aún la tristeza de su conflicto sin
resolver, que le pesaba tremendamente. Tal vez también estarían allí
otros discípulos que habían permanecido en Jerusalén. Simón discutió
sus planes con sus compañeros de pesca, que se inquietaron. Como la
fiesta duraba quince días o más, tampoco era necesario tomar una decisión
inmediata.
Durante los sábados anteriores a la Sukkôt, se leían otras secciones
del profeta Zacarías en las sinagogas. Concretamente, el capítulo
11 (vv. 7 y ss.), donde estaba el relato de los dirigentes del templo
que pagaban treinta monedas de plata para desembarazarse de alguien
a quien Dios había elegido para ser pastor de Israel. A dicho relato
le seguía una promesa divina:
Pero derramaré, sobre la casa de David y sobre los moradores de Jerusalén,
un espíritu de gracia y de oración, y alzarán sus ojos a mí, y a aquél
a quien traspasaron le llorarán como se llora al unigénito, y se lamentarán
amargamente por él como se lamenta amargamente el primogénito[33].
El capítulo hablaba asimismo del plan divino de «herir al pastor
para que se dispersen las ovejas» y todo ello era el preámbulo del
relato propio de la fiesta, en Zacarías 14, que se orienta al tiempo
en que «el Señor será rey sobre toda la tierra».
Simón examinó también estos pasajes. Cuando escuchaba la lectura
de las Escrituras, le parecía que éstas le hablaban a gritos de Jesús.
La mente de Simón continuaba agitada. Estaba inquieto e intranquilo.
Las imágenes combatían entre sí. Su intuición chocaba con el sentimiento
de la inconveniencia de sus pensamientos. Nadie hubiera considerado
jamás a un simple pescador como una fuente de sabiduría teológica.
Tal era el cometido del sumo sacerdote y de los doctos escribas que
se pronunciaban normalmente sobre la verdad –o no verdad– de las ideas
religiosas. Y ellos eran quienes habían condenado a Jesús. No obstante,
con razón o sin ella, la verdad que se estaba adueñando de él no se
podía negar. De alguna manera Simón se supo dominado por un amor que
no le dejaría escapar.
Con todo, mientras su mente luchaba, él no dejaba de trabajar. Cada
noche significaba ir de nuevo en barca hasta el centro del lago en
busca de la captura suficiente como para comprar el pan de cada día.
Durante la noche antes de su viaje a Jerusalén, hicieron una redada
de peces especialmente abundante. De repente, a Simón se le había
ocurrido la idea de arrojar las redes por el otro costado y los resultados
fueron sorprendentemente buenos. Arrastraron su captura a la orilla
en un ambiente de fiesta y de alegría. Aquella mañana el desayuno
junto a la orilla sería de los buenos.
Ya estaba preparado un fuego de carbón. Tal vez otros pescadores
habían tenido también una buena captura y habían desembarcado tomándoles
la delantera. En la parrilla primitiva aún quedaba un trozo de pescado
asado. Cuando una captura era buena podían permitirse un despilfarro
como éste. En su alegría, Simón había saltado de hecho al agua y nadado
hasta la orilla para así poder ayudar a acercar la barca, sana y salva
con su abundante carga. Sintió que su espíritu se reponía un poco
después de tan largo periodo de depresión.
Una vez asegurada la captura, cebaron el fuego, limpiaron los peces
seleccionados y los colocaron sobre los carbones encendidos para asarlos.
Sacaron el pan guardado en la barca y la comida estuvo lista. Simón,
que era el de más edad del grupo, realizó la ceremonia de la bendición.
Las imágenes se agolparon: el Salmo de los Tabernáculos, «no moriré,
sino que viviré»; las palabras de Zacarías: «mirarán al que traspasaron»;
y aquella noche aciaga, cuando Jesús tomó el pan, lo bendijo, lo partió
y se lo dio identificándolo con su cuerpo. A la manera judía, Simón
expresó verbalmente tales imágenes en la bendición ritual y partió
el pan.
De repente, todo encajaba para él. La crucifixión no era un castigo,
tenía una intención, un sentido. La cruz era la última parábola de
Jesús representada en el escenario de la historia para abrir los ojos
de quienes no podían abrirlos de otra manera al significado de su
vida como signo del amor de Dios. El amor de Dios era incondicional
y no se obtiene mediante la rigurosa observancia de la ley; el amor
de Dios estaba más allá de las fronteras de la justicia; era un amor
que no pedía nada a cambio. La muerte era el episodio final en la
historia de la vida de Jesús. Demostró, como nada podía hacerlo, que
dando la vida es como la encontramos, que repartiendo amor es como
lo encontramos, y que abrazando a los parias y marginados es como
a nosotros, parias y marginados, somos abrazados. Era un amor que
permitía dejar de aparentar para ser simplemente.
Aquella mañana, Simón intuyó el significado de la crucifixión como
nunca antes lo había sentido y aquello fue el alba de la Pascua de
Resurrección en la historia humana. Sería correcto decir que, en aquel
momento, Simón se sintió resucitado: en su mente desaparecieron las
nubes de tristeza, confusión y depresión, y, en aquel momento, supo
que Jesús era parte de la esencia misma de Dios, y Simón vio, en aquel
momento, a Jesús, vivo.
Fue como si le cayesen unas escamas de los ojos, y Simón vio un reino
que nos rodea en cada momento, un reino de vida y de amor; un reino
de Dios desde el que Jesús se aparecía a Simón. ¿Era real? Sí, estoy
convencido de que lo era ¿Era objetivo? No, no creo que fuera objetivo.
¿Puede una cosa ser real sin ser objetiva? Sí, pienso que sí es posible
porque «objetivo» es una categoría que mide acontecimientos dentro
del tiempo y del espacio. Jesús se apareció a Simón desde el ámbito
de Dios, y este ámbito no está dentro de la historia ni del tiempo
y el espacio[34]. ¿Fue entonces algo engañoso?
No lo creo. Sin embargo, siempre habrá personas que no tengan los
ojos abiertos y que nunca vean lo que Simón vio, por eso siempre pensarán
que fue algo engañoso.
No obstante, siempre habrá también otra clase de personas: quienes
acepten este dictamen y pretendan ver cuando, realmente, no ven. Personas
así insistirán en que tienen una evidencia concreta. Muchos ocuparán
altos puestos en círculos eclesiásticos. Sin embargo, la prueba de
la visión o de la ausencia de visión habrá que verla en sus vidas.
¿Son semejantes a Cristo, abiertos, comprensivos, amorosos y alimentadores
de los hambrientos de la tierra, o son jueces implacables, prontos
a imponer a los demás su concepción de la verdad, a juzgar y rechazar
a quienes, según sus criterios, no son creyentes ni seres humanos
comme il faut?
«Simón, hijo de Juan, si me amas, apacienta mis ovejas». Ésta fue
la exhortación que le pareció escuchar a Simón, una y otra vez, siempre
que intentaba dar sentido a su experiencia en Galilea. El Cristo resucitado
sólo será conocido cuando sus discípulos puedan amar como amó Jesús
y a los que él amó: los más pequeños de la tierra. Con el tiempo,
esta verdad se volvió parábola, y, con el tiempo, se puso en boca
de Jesús que se presentaba a sí mismo como el «Hijo del hombre» que
llega entre nubes de gloria para juzgar al mundo[35]. El mensaje era, sin embargo, muy simple: cuando
alimentáis a los hambrientos, dais agua al sediento, vestís al desnudo,
confortáis al afligido, acompañáis al rechazado y al encarcelado,
«a mí me lo hacéis». Dios ha venido efectivamente del cielo para habitar
en Jesús. Jesús, visto ahora como parte del ser de Dios, «ha venido»
para habitar en el más pequeño de los nuestros. Para decirlo con las
palabras de la teología cristiana posterior, es una nueva encarnación:
Dios en Cristo y Cristo en el menor de los hombres. Sí, Simón vio
a Jesús vivo en el corazón de Dios.
La visión de Cristo que puso en marcha la Iglesia
¿A qué debió de parecerse esta visión? No lo sabré nunca. Lo que
sé es que –como ya discutimos en el capítulo sobre Pablo–, cuando
los primeros discípulos intentaron decir todo esto en un lenguaje
humano, utilizaron el verbo griego ôphthê, que es el mismo
verbo empleado tanto por Isaías en el relato del momento en que «vio»
al Dios altísimo y santo[36] como por Pablo cuando escribía: «¿No he visto
yo a Jesús, el Señor?»[37].
¿Qué significa esta «visión»? ¿Por qué Lucas le hizo decir a Simón,
de sobrenombre Pedro y ya dirigente de la Iglesia entonces, «Dios
le concedió [a Jesús] hacerse públicamente visible, no a todo el mundo
sino a los testigos señalados de antemano por Dios, a nosotros que
comimos y bebimos con él, después de haber resucitado él de entre
los muertos»[38]?
Simón vio. Vio realmente. Jesús había sido exaltado hasta el Dios
vivo. Esto no tenía nada que ver con tumbas vacías ni con llagas dolorosas
sino con comprender que Jesús había hecho real a Dios para los hombres
y que Dios había incorporado la vida de Jesús a la naturaleza divina.
Con un estallido de ánimo Simón intentó trasladar a sus compañeros
su visión. Intentó abrirles los ojos. Su mente torturada se derramó
en un torrente de palabras en aquel desayuno. En sus manos el pan
se partía más y más hasta que la luz despuntó en Santiago, Juan y
Andrés.
Ninguno de aquellos pescadores tenía las herramientas necesarias
para desarrollar las elaboradas cristologías que marcarían el futuro
cristiano. Todos sabían, y lo sabían profundamente, lo que aquel Dios
había reclamado de la vida de Jesús y que dicha vida, ahora parte
de Dios, estaba para siempre a su disposición, como Dios. También
sabían que ahora tenían que ser irradiadores de esa vida por doquier.
Parece asimismo que comprendieron que no importaba la cantidad de
gente a la que se otorgase el don de Cristo pues siempre quedaría
para dar sin fin. Cestos de fragmentos del amor liberal y de la inacabable
mesa del Señor siempre se recogerían simbólicamente después de que
todos «hubieran comido hasta saciarse»[39].
Simón comprendió, al fin, que la muerte no podía retener a quien
él sabía que era el Cristo de Dios. Era el Santo de Dios que, para
Simón, tenía palabras de vida eterna. Simón había visto al Señor.
El Cristo resucitado se apareció primero a quien los discípulos empezaron
a llamar Cefas (en arameo, la roca; Pétros, en griego). Simón
vio y abrió los ojos de los otros para que vieran. Simón era la «roca»
sobre la que podía llegar a sustentarse la comunidad de los cristianos.
Fue esta comunidad la que le dio el nuevo nombre de Pedro, y la que,
en sus relatos sagrados, presentó a Jesús diciendo a Simón: «Tú eres
Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia».
Así fue como reunió Simón a sus compañeros mediante su visión. Juntos
decidieron luego que tenían que subir a Jerusalén para la fiesta de
los Tabernáculos, y que tenían que compartir su visión con otros,
para que también ellos pudieran ver. Simón Pedro reunió primero a
sus compañeros galileos, a Santiago, Juan y Andrés, y juntos marcharon
a Jerusalén. Allí reuniría a los discípulos de la capital. En mi opinión,
el viaje de regreso a Jerusalén fue, para Pedro y sus compañeros,
no sólo un viaje triunfal sino que se convirtió en el viaje triunfal.
Creo que fue su “procesión del Domingo de Ramos” que, más tarde,
por un cruce de cronologías, se colocó, en los Evangelios e, indirectamente,
en la vida de Jesús, antes de la crucifixión. Creo que la cronología
aparente de los Evangelios no responde a la historia real. La Resurrección
de Jesús se proclamó en Jerusalén durante la festividad de los Tabernáculos,
en otoño, unos seis meses después de la Crucifixión. Y los detalles
de la fiesta de los Tabernáculos determinaron, como intentaré demostrar,
la forma y el contenido de las leyendas jerosolimitanas de la Pascua
de Resurrección que nos han llegado.
Creo que estas pistas nos resultan hoy más visibles que nunca por
tres razones principales. Primero, porque, en el pasado, al ser como
somos “gentiles”, leíamos unos libros judíos como son los Evangelios
sin comprender su propia manera de estar redactados y, en concreto,
sin ninguna idea del midrásh. Segundo, porque, por lo general, nuestra
lectura se centraba en la fiesta de la Pascua y por eso ignoraba el
contenido y la significación de la celebración de los Tabernáculos.
Y, tercero, porque hemos sido prisioneros de una mentalidad lineal
a la hora de leer los Evangelios, mientras que ahora, con la recuperación
del midrásh y de la fiesta de los Tabernáculos, liberados del tiempo
lineal, podemos ver que cada viaje de Jesús y sus discípulos, de Galilea
a Judea, se superpuso, en el desarrollado de la tradición evangélica,
independientemente de la fecha en que se realizó, al contenido propio
de los otros viajes anteriores.
El viaje de Simón y de sus compañeros, desde de Galilea a Jerusalén,
para proclamar al Cristo vivo durante la festividad de los Tabernáculos,
quedó incorporado a un viaje anterior, realizado por Jesús y sus discípulos,
cuando peregrinaron a Jerusalén, en el tiempo de la Pascua, y que
acabó con la muerte del Maestro. ¿Nadie se pregunta cómo podían haber
llamado triunfal a aquel viaje primero si terminó en un desastre?
¿Nadie se extraña de cómo unos ramos verdes, incluidas palmas, se
conectaron con aquella visita de Pascua en primavera cuando tales
ramos, así como los gritos de «Hosanna al que viene en nombre del
Señor», eran algo característico de la fiesta de los Tabernáculos,
que caía siempre en otoño? ¿Nadie pregunta por aquel extraño episodio
de la higuera, a la que Jesús maldijo tras no encontrar fruto en ella,
y que se asoció con la Pascua, que caía en la estación del año en
que ningún árbol lleva fruto, mientras que, durante la fiesta de los
Tabernáculos, los higos solían estar en plena sazón pues es la estación
en que se puede esperar encontrar fruto en cualquier higuera de Palestina?
¿Nadie se pregunta cómo se creó la leyenda de la tumba? Sin embargo,
en la fiesta de los Tabernáculos, una estructura parecida a una tumba,
utilizada sólo como casa provisional, formaba parte de la liturgia.
Los participantes en aquella liturgia llevaban cajas de hojas aromáticas
y limones a dicha tienda como parte de la ceremonia. Los Tabernáculos
fueron una fiesta de siete días en su forma primera y de ocho días
posteriormente, y yo creo que, superponiendo este módulo de tiempo
a la Pascua, la Iglesia creó una “Semana Santa” de ocho días, que
empieza con la procesión de las palmas y culmina, al cabo de ocho
días, el día primero de la semana, que acabó siendo el día en el que
se fijó definitivamente la liturgia de la Resurrección.
Con todo lo dicho, estoy insinuando –para resumir– que la visión
de Jesús vivo por parte de Simón ocurrió no menos de seis meses después
de la muerte de Jesús en la cruz, y que tal visión ocurrió en Galilea;
que Simón abrió entonces los ojos de sus compañeros galileos, que
también pudieron «ver» a Jesús resucitado; que juntos viajaron a Jerusalén,
en la fiesta de los Tabernáculos; que allí se reunieron con los discípulos
jerosolimitanos para compartir su fe; y que, dentro de la liturgia
de la celebración de los Tabernáculos, se desplegó la historia de
la Pascua de Resurrección. De este modo intento demostrar que la tradición
de los Tabernáculos llegó a nutrir el desarrollo del relato pascual
y nos proporcionó el domingo de Ramos, la expulsión de los mercaderes
del templo, la importancia del primer día de la semana, la tumba vacía,
los perfumes llevados al sepulcro y hasta el ángel mensajero. En este
contexto se desarrollaron los relatos y crecieron las leyendas.
Pero la verdad no está en juego ni en los relatos ni en las leyendas.
La verdad de Jesús, viviente y disponible, fue la que creó los relatos
y las leyendas y no al revés. Los relatos y las leyendas pueden disecarse,
reelaborarse y reinterpretarse, y hasta se pueden dejar de lado, sin
que corran peligro ni la integridad ni la realidad de la experiencia
que los puso en pie y los hizo existir.
Si mi re-creación tiene validez más allá de una simple especulación
interpretativa, tendríamos que encontrar, en los textos bíblicos,
indicios que la confirmasen. Los relatos y leyendas siempre tienen
pistas que nos indican sus orígenes. Creo que podemos encontrar estos
indicios en el capítulo séptimo del Evangelio de Juan, en los relatos
del domingo de Ramos, de la purificación del templo y hasta en los
extraños relatos de la Transfiguración. Sin embargo, ninguno de estos
indicios se me hizo visible hasta que no descubrí el papel de la fiesta
de los Tabernáculos y empecé a estudiarla en el texto evangélico.
A esta historia regreso ahora[40].
[1] Se trata del Capítulo
19, «But, What Did Happen? A Speculative Reconstruction» de su obra
Resurrection. Myth or Reality?, San Francisco, HarperCollins,
1994, p. 233-260. Hubo traducción al español: La Resurrección,
¿mito o realidad?, Martínez Roca, Barcelona, 1996, agotada.
* Para información
sobre Marcel Legaut véase: www.marcelleagut.org
[2] John S. Spong,
Jesús, hijo de mujer, Martínez Roca, Barcelona, 1993. Ver «Cuadernos
de la diáspora» nº 10, Madrid, AML, 1999, p. 95-118. También www.servicioskoinonia.org/relat/373.htm
[3] Domingo Melero,
“El desarrollo de la tradición del nacimiento. Presentación”, loc
cit., p. 81-94, y la citada dirección electrónica.
[4] J. S. Spong, Here
I Stand. My Struggle for a Christianity of Integrity, Love & Equality,
HarperSanFrancisco, N. Y., 2000, p. 453-4.
[5] El libro al que nos referimos es de 2001 y se cita
a continuación, dentro de la bibliografía de J. S. Spong posterior
a su libro sobre la Resurreción:
– 1996, Liberating the Gospels: Reading the Bible with Jewish Eyes,
San Francisco: HarperSan Francisco.
– 1998, Why Christianity Must Change or Die: A Bishop Speaks to
Believers in Exile. San Francisco: HarperSanFrancisco.
– 1999, The Bishop’s Voice (A compilation of articles by John
S. Spong, 1976 to 1998, from The Voice, a publication of the Diocese
of Newark. Org. Christine M. Spong), Crossroad, Nueva York.
– 2000, Here, I stand: My struggle for a Christianity of integrity,
love and equality, San Francisco: HarperSanFrancisco.
– 2001, A new Christianity for a new world: Why traditional faith
is dying and how a new faith is being born, San Francisco: HarperSanFrancisco
(Trad. en portugués: Un novo cristianismo para um novo mundo: a
fé além dos dogmas, Verus Editora, Campinas, São Paulo, 2006.
Trad. al alemán: Was sich im Christentum ändern muss, Patmos
Verlag, Gmbh+Co.K, 2004).
– 2005, The Sins of Scripture: Exposing the Bible’s texts of hate
to reveal the God of love, HarperCollins, Nueva York.
[6] El temor a distanciarse
de una lectura literal no es igual para todos los textos bíblicos.
Crece el temor –a este distanciamiento de una lectura literal– cuanto
más cerca se está de elementos más nucleares del sistema de creencias
cristiano, y esto le ocurre tanto al creyente de a pie como al especialista.
Cuando leemos los relatos de los Evangelios y, sobre todo, los del
nacimiento o los de las apariciones del Resucitado, nuestra recién
estrenada apertura de miras siente un vértigo diferente al que suscitan
los primeros capítulos del Génesis o según qué relatos de profecías
y de milagros, sobre todo si son del Antiguo Testamento. En los textos
donde se habla de la concepción viriginal de Jesús o en los que se
describen los encuentros de los discípulos con el Resucitado, los
especialistas o bien regresan a una lectura literal de los mismos
para garantizar lo que consideran esencial, o bien, a lo sumo, los
comentan dentro de una especie de nebulosa que, sin afirmar la historicidad,
tampoco niega nada de la misma. En definitiva, se busca situar lo
que se cree esencial para la fe en un lugar inalcanzable para la razón
crítica. Y es que no se ha comprendido que la legítima distinción
entre fe y creencias permite integrar críticamente la razón crítica
dentro del camino reflexivo de la fe.
[7] Sin ir más lejos,
el reciente documento de los obispos “Teología y Secularización en
España” habla de defender la “fe de los sencillos” frente a determinados
planteamientos teológicos considerados erróneos y a los que el documento
atribuye la causa de la actual crisis de adhesión a la Iglesia. Sin
entrar ahora a valorar si estos errores son tales, ni la dureza con
que se les condena, el mismo término de “fe de los sencillos” es desafortunado
y confirma la “doble verdad” denunciada por Spong. El documento, en
vez de asumir la necesidad de formación como intrínseca a una fe adulta,
parece exaltar la ignorancia. A los “sencillos” les basta la vigilancia
pastoral de sus obispos, que los guía y protege de la desorientación
de la teología actual. El documento no considera lo perjudicial que
es mantener a los fieles en una dependencia doctrinal y en una obediencia
ciega a los dictados morales de la jerarquía (Conferencia Episcopal
Española. Instrucción Pastoral “Teología y secularización en España.
A los cuarenta años de la clausura del Concilio Vaticano II”, Madrid,
30 de Marzo de 2006. Ver, sobre todo, los números 3, 35 y 49).
[8] Un ejemplo que
aclara la diferencia entre indicar probables hechos históricos y elaborar
toda una narración puede ser la multiplicación de los panes y los
peces. A la hora de examinar la historicidad de este relato, los especialistas
bíblicos, en su mayoría, coinciden en señalar que estamos ante una
creación literaria de los primeros cristianos y no tanto ante un hecho
que históricamente ocurriera así. El empeño del exegeta consiste en
intentar comprender qué experiencia de fe se quiere comunicar. Así,
por ejemplo, podría decirse que los discípulos experimentaron, en
muchos momentos, que Jesús era alimento abundante y que les ayudaba
a “multiplicar” lo que eran. Pasando a los hechos, algunos, tras negar
el milagro físico de la multiplicación, hablan de la posibilidad de
que, en alguna concentración en torno a una sermón de Jesús, llegada
la hora de comer y ante la indigencia de muchos de los presentes,
los que disponían de alimentos se desprendieran de ellos para ponerlos
en común y ello sirvió para que nadie pasase necesidad y así fue como
se experimentó el “milagro” de compartir. Ahora bien, aunque es frecuente
entre los exegetas señalar hechos probables como éste, no lo es elaborar
una reconstrucción historiada de esos hechos, es decir, toda una narración
paralela cuidando la fidelidad sólo a lo históricamente probable como
hace Spong.
[9] El término “desmitologización”
puede dar lugar a una comprensión errónea. La desmitologización que
buscan los exegetas no es del estilo de lo que ensaya –por citar un
ejemplo reciente– A. Baricco en su obra Iliada, donde ofrece
una versión del clásico de Homero que elimina todas las intervenciones
de los dioses. En el caso que nos ocupa, se trata de reconocer que
la forma en que nos ha llegado un determinado mensaje es un mito y
que hay que abordarlo como tal. Esto supone reconocer la no historicidad
de algunos hechos pero no negar su valor evocador en el propio mito.
El lenguaje mítico tiene unas potencialidades que perderíamos con
una versión “aséptica” de este tipo de relato.
[10] Un ejemplo:
algunos de los primeros discípulos entendieron la persona y la palabra
de Jesús como una auténtica refundación de la fe judía. Esto, sin
duda, remitía a la figura fundadora por excelencia: Moisés. De este
modo, a la hora de narrar la historia de Jesús, estos discípulos y
sus continuadores crearon relatos que narraban historias y detalles
similares a los que sus lectores conocían de la vida de Moisés. Un
lector judío que lea estos textos entenderá inmediatamente que se
le está diciendo que Jesús es un nuevo Moisés.
[11] Las datación
de las cartas auténticas de Pablo se sitúan entre el año 56 y el 64
dC, mientras que el evangelio de Marcos, el más antiguo, se escribió
en torno al año 70 dC.
[12] Aquí conviene
precisar algo en torno a los dos finales de Marcos, precisamente porque
es cierto lo que dice Spong. Tal y como ha llegado hasta nosotros,
el Evangelio de Marcos, después de mencionar la tumba vacía, sí que
nos habla de apariciones del Jesús resucitado: primero, a María Magdalena
(16, 9), luego a dos discípulos que iban de camino (16, 12) y, por
último, a los once (16, 14); además de incluir un relato de la Ascensión
de Jesús a los cielos. Sin embargo, todos los especialistas están
de acuerdo en que esta parte final del actual texto de Marcos (16,
9-20) es un apéndice añadido hacia la mitad del siglo II. Sin duda,
para los primeros creyentes resultaría muy chocante el final tan seco
de este Evangelio en 16, 8, carente de apariciones a los discípulos.
Probablemente por eso introdujeron un nuevo final que lo armonizase
con el resto de los Evangelios que ya eran conocidos y aceptados a
mediados del siglo II de nuestra era. La Iglesia considera este apéndice
como parte del canon también y, por lo tanto, tiene la misma autoridad
e inspiración que el resto del Evangelio, sin embargo, en la perspectiva
histórica en la que Spong se sitúa, interesa tener presente el texto
que pudieron leer los primeros lectores de Marcos allá por el año
70 dC. Y, ciertamente, este documento no contenía el apéndice de las
apariciones.
[13] Ya Pablo sitúa
a Pedro en un lugar preferente cuando enumera las apariciones del
resucitado: “se apareció a Pedro y luego a los doce” (1 Cor 15, 5).
Los relatos evangélicos de la Resurrección acentúan esta prioridad
haciéndolo primer testigo del sepulcro vacío (Lc 24, 12; Jn 20, 3-9),
sujeto de una aparición particular (Lc 24, 34), destinatario principal
del mensaje de las mujeres (Mc 16, 7) y encargado de sostener la fe
de la comunidad (Jn 21, 1-23). Pero no sólo los textos de apariciones
nos hablarían de esta primacía de Pedro en la experiencia de la Resurrección.
También la “confesión en Cesarea” (Mc 8, 27-29 y paralelos) y la Transfiguración
(Mc 9, 2-13 y paralelos) son, a juicio de Spong, reminiscencias de
que fue Pedro el primero en reconocer a Jesús resucitado. En general,
todos los lugares donde Pedro aparece como portavoz del grupo de los
discípulos se interpretan en esta clave.
[14] Desde una perspectiva
más específicamente teológica, Torres Queiruga, en su reciente y muy
útil estudio sobre la resurrección (Repensar la Resurrección. La
diferencia cristiana en la continuidad de las religiones y de la cultura,
Madrid, Trotta, 2003), apunta en la misma dirección que Spong y Légaut,
de comprender la Resurrección como revelación del significado de la
cruz: «para los discípulos y para el mismo Jesús, la cruz fue la última
gran lección en el proceso revelador» (p. 192). La experiencia de
la Resurrección de Jesús fue, para los discípulos, el desvelamiento
(la revelación) del sentido profundo de la muerte escandalosa de Jesús,
la comprensión de dicha muerte a partir de lo que Dios había ido mostrando
a lo largo de la historia al tiempo que dicha muerte fue la que les
desveló el sentido de dicha historia. Todo el libro de Torres Queiruga
es un esfuerzo por comprender la experiencia de la Resurrección en
coherencia con la idea de Dios y de la revelación desarrolladas en
sus libros anteriores: un Dios que se muestra y se revela en la historia
humana respetando la libertad humana y la autonomía de la naturaleza,
que son también obra suya.
[15] Reflexión sobre
el pasado y el porvenir del cristianismo, Madrid, AML, 1999, p. 74.
[16] Cuaderno de
la diáspora 2, noviembre 1994, “Llegar a ser discípulo”, p. 17-18
[17] Reflexión sobre
el pasado y el porvenir del cristianismo, Madrid, AML, 1999, p. 77.
[18] Hay una diferencia
entre las comidas que relata Spong y la “renovación de la Cena” de
la que habla Légaut. Spong piensa en las comidas de los discípulos
en Galilea, en las que, por lógica, el recuerdo del Maestro, muerto
trágicamente, debió de ser el caldo de cultivo de la reflexión compartida.
Légaut tiene en mente, más bien, aquella comensalidad que se dio en
un momento concreto de la relación entre Jesús y sus discípulos: la
última Cena antes de que lo prendieran. No nos parece, con todo, que
ésta sea una diferencia importante, puesto que, para ambos autores,
lo esencial de estas comidas es el clima favorable al recuerdo que
generan.
[19]Op. cit., p.
32.
[20]Op. cit. p. 31.
[21] Ver Hechos…
13, 29-30: «Y con no hallar en él causa alguna de muerte, demandaron
a Pilato [los habitantes de Jerusalén y sus jefes] que le hiciera
matar. Y, cuando se hubo cumplido todo lo que de él estaba escrito,
bajándole del madero, lo pusieron en un sepulcro; mas Dios lo resucitó
de entre los muertos».
[22] Michael Goulder,
de la universidad de Birmingham, Inglaterra, es el único especialista
bíblico de cuantos conozco que ha declarado que su especialidad no
puede sostener por más tiempo su compromiso creyente. Ha renunciado
a su sacerdocio anglicano y hoy se autocalifica de ateo no agresivo.
No deseo emitir juicio alguno contra él. Sus conocimientos han enriquecido
y ahondado mi persona y mi fe. He tenido el privilegio de decir a
Michael Goulder que Dios me había hablado a través de él. Respeto
su honradez pero no comparto su conclusión.
[23] N. del E. Aunque
no hemos consultado el libro que cita, Spong ensaya una hipótesis
que, como hemos señalado en el trabajo de presentación de este texto,
se distancia de la interpretación más común de la moderna crítica
bíblica al hablar de Mª Magdalena. Por decirlo así, retoma un sentir
popular, aunque en otra clave. La tradición popular de los primeros
siglos identificó a María Magdalena con otros personajes femeninos
que aparecen en los evangelios; en concreto, con María la hermana
de Marta; con la mujer que unge a Jesús en Betania pocos días antes
de su muerte (Mc 14, 3-9), y, por extensión, con algunas otras mujeres
pecadoras (Lc 7, 36-50; Jn 8, 1-11). Por su parte, el evangelio de
Juan identifica a la mujer de la unción en Betania con María, la hermana
de Marta, pero no con María Magdalena. Esta condensación de personajes
femeninos en María Magdalena permanece en el imaginario cristiano
con diferentes valoraciones (desde el de mujer pecadora hasta el de
compañera) y se ha manifestado de muchas formas en el arte. Pero,
si nos atenemos a los datos del Nuevo Testamento sobre María Magdalena,
únicamente se dice de ella que era una discípula de Jesús (Mc 15,
40-41) a la que éste había exorcizado (Lc 8, 2), y que fue testigo
de su ejecución (Mt 27, 55-56) y de su resurrección (Mc 16, 1-8; Jn
20, 11-18), sola o en compañía de otras personas. La crítica histórica
más reciente, incluso teniendo en cuenta otras informaciones (como
las contenidas en los evangelios apócrifos), se decanta por no identificar
a María Magdalena con María de Betania ni con las otras mujeres citadas.
[24] Zacarías, 11,
12.
[25] Mateo, 27, 5;
Hechos de los apóstoles, 1, 18.
[26] Juan, 13, 26;
Marcos, 14, 20, que es un eco del Salmo 41, 9.
[27] N. del E. Hay
que tener en cuenta que las razones que da Spong para negar la historicidad
de Judas no son concluyentes. De hecho, la mayoría de los especialistas
se decantan por afirmar que Judas es un personaje histórico. Se aduce
para ello el criterio de dificultad: no deja de ser un problema para
la primera comunidad creyente el hecho de que Judas fuera elegido
por Jesús como discípulo, lo cual podría interpretarse como un fallo
(y así lo criticaba ya Celso en el s. II burlándose de los cristianos)
y, sobre todo, su presencia en la última Cena. Además, su nombre figura
en todos los listados que en los evangelios ofrecen el nombre de los
Doce (que difieren entre sí en otros nombres). Todo ello hace pensar
en que difícilmente la primera generación cristiana se pudo inventar
un discípulo traidor si éste no hubiese existido realmente. Otra cosa
es en qué consistió su apartamiento de Jesús y cómo fue su muerte.
[28] Mateo, 6, 7
y ss.; Lucas, 11, 3.
[29] Lucas, 18, 35.
[30] Ver, en el último
apartado de nuestra Presentación, la entrada F, pág. 122 y siguientes.
[31] I Corintios,
11, 26.
[32] N. del E.: Conviene
recordar que, aunque el ministerio público de Jesús despertó en algunos
de sus contemporáneos expectativas mesiánicas, el título de Mesías,
al igual que otros, tales como “Hijo de Dios” o “Señor”, no fueron
utilizados por el propio Jesús para designarse a sí mismo, ni por
sus discípulos durante el tiempo que coincidieron con él. Esto vale
también para los primeros albores de la confesión cristiana, es decir,
para el momento histórico que está considerando Spong en estas líneas
(los días y semanas que siguieron a la muerte de Jesús). Sólo mucho
después, ante la tarea de buscar conceptos que expresasen el significado
de Jesús para los que creían en él, se empezaron a utilizar dichos
títulos.
[33] Zacarías, 12,
9-10.
[34] N. del E. Remitimos
al lector a lo que se ha indicado en el apartado E, de la presentación.
[35] Mateo, 25, 31
y ss.
[36] Isaías, 6, 1.
[37] I Corintios,
9, 1.
[38] Hechos de los
Apóstoles, 10, 41.
[39] Marcos, 6, 42.
[40] N. del E. Tras
este capítulo 19, y antes de tratar, en un capítulo final, sobre la
vida después de la muerte, Spong aún dedica veinte páginas a afianzar
sus “especulaciones” con datos de las Escrituras. Spong se centra
en precisar las confusiones cronológicas, en qué consistió la superposición
de los viajes a Jerusalén y en resaltar los elementos de la fiesta
de los Tabernáculos que aún sobreviven en medio del predominio de
la fiesta de la Pascua. No contento con su trabajo, Spong dedicó ciento
veinticinco páginas de su libro siguiente a estas cuestiones, libro
que Spong valora especialmente, entre todos los suyos, precisamente
por estas aportaciones (ver Liberating the Gospels. Reading the
Bible with jewish eyes. San Francisco, HarperSanFrancisco, 1996,
p. 59-184). El enfoque de este libro siguiente es innovador. Según
Spong, no se trata sólo de preguntarse qué es lo que realmente ocurrió
pues, aunque sea importante como algo previo, esta pregunta es “occidental”,
“gentil”, propia de una mentalidad posterior, marcada por la filosofía
griega y por la ciencia, y, además, es una pregunta que se queda corta
pues la pregunta importante es, más bien, qué es lo que querían transmitir
estos textos y cómo lo hicieron. Lo cual implica aprender a leer las
Escrituras con unos nuevos ojos, con «ojos judíos» pues las Escrituras
son una suma de libros judíos cuya lectura ha estado largo tiempo
cautiva de una mentalidad ajena a ellos.
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