El estado de la tierraJames LOVELOCK
Como siempre, las malas noticias predominan en los medios de comunicación y, mientras yo escribo en la comodidad de mi hogar en Devon, la catástrofe de Nueva Orleans ocupa titulares de informativos y primeras páginas en los periódicos. Lo que ha pasado es horrible, pero nos ha distraído del sufrimiento mucho mayor que causó el tsunami que en diciembre de 2004 arrasó la costa del océano Indico. Ese aciago suceso mostró lúgubremente el poder letal de la Tierra. Con sólo un suspiro, el planeta en el que vivimos puede matar a decenas de miles de personas. Pero eso no es nada comparado con lo que puede suceder muy pronto; estamos abusando tanto de la Tierra que ésta puede rebelarse y volver a la elevada temperatura que tuvo hace cincuenta y cinco millones de años. Si lo hace, la mayoría de nosotros moriremos, así como la mayoría de nuestros descendientes. Es como si hubiéramos decidido encarnar el mito que narra Wagner en El anillo de los Nibelungos y ver nuestro Valhalla caer pasto del fuego que nosotros mismos hemos encendido. Casi puedo oír decir al lector: «¿Cómo? ¿Otro libro sobre el calentamiento global? ¿Acaso no hay ya bastantes?». Si este libro sólo Fuera a repetir argumentos y réplicas ya conocidos, estaría de acuerdo en que sobra. Lo que lo hace distinto es que hablo como un médico planetario cuyo paciente, la Tierra viva, tiene fiebre. Creo que el empeoramiento de la salud de la Tierra debe ser nuestra mayor preocupación, pues nuestras vidas dependen de que el planeta que habitamos se mantenga sano. Su salud debe importarnos más que ninguna otra cosa, porque garantizar el bienestar del cada vez mayor número de habitantes requiere que el lugar donde vivimos esté fuerte. Cuando llego a este punto, mis amigos y colegas científicos suelen torcer el gesto, dando a entender que preferirían que no hablara de nuestro planeta como de una forma de vida. Comprendo su preocupación, pero no me retracto. Si no hubiera sido el primero en pensar en la Tierra de esa forma, seguiríamos siendo «científicamente correctos», pero ignoraríamos por completo su verdadera naturaleza. Gracias al concepto de Gaia hoy vemos que nuestro planeta es totalmente distinto a sus hermanos muertos, Marte y Venus. Como si fuera uno de nosotros, controla su temperatura y composición en función de su bienestar, y lo lleva haciendo desde que comenzó la vida, hace más de tres mil millones de años. Dicho sin rodeos, los planetas muertos son como estatuas de piedra, que, metidas en un horno y calentadas a 80°C, no sufren ningún cambio. Si a usted o a mí nos metieran en ese horno, moriríamos. A la Tierra le sucede igual. Sólo si pensamos en nuestro hogar planetario como si estuviera vivo podremos ver, quizá por vez primera, por qué los cultivos erosionan el tejido vivo de su piel y por qué la contaminación es tan venenosa para la Tierra como para nosotros. Los crecientes niveles de dióxido de carbono y metano en la atmósfera tienen para nuestro planeta consecuencias muy distintas de las que tendrían para un planeta muerto como, por ejemplo, Marte. La respuesta de la Tierra viva a lo que hacemos no depende solamente de la cantidad de suelo que explotemos y de la contaminación que generemos, sino también de su estado actual de salud. Cuando la Tierra era joven y fuerte resistió cambios adversos y superó los fallos de su sistema de regulación de temperatura. Quizá ahora nuestro planeta sea más viejo y menos resistente. El desarrollo sostenible, basado en el uso de energías renovables,1 se ha puesto de moda como forma de convivencia con la Tierra y se ha convertido en parte del programa de los políticos verdes. Muchas personas se oponen a este punto de vista, particularmente en Estados Unidos, y siguen creyendo que el calentamiento global es un cuento y dicen que hay que seguir como si nada. Su forma de pensar está bien reflejada en la reciente novela de Michael Crichton Estado de miedo y en las palabras que pronunció esa mujer santa, la Madre Teresa de Calcuta, en 1988: «¿Por qué deberíamos preocuparnos por la Tierra cuando nuestro principal deber es cuidar a nuestros semejantes pobres y enfermos? Dios se ocupará de la Tierra». De hecho, ni la fe en Dios ni seguir como si nada, ni siquiera tampoco apostar por un desarrollo sostenible son respuestas adecuadas a la grave situación en la que nos encontramos. Si no cuidamos de la Tierra, ella cuidará de sí misma haciendo que ya no seamos bienvenidos. Los que tengan fe deben volver a contemplar nuestro hogar planetario como un lugar sagrado, parte de la creación divina que nosotros hemos profanado. Gatas Gift, de Anne Primavesi, muestra la vía hacia la «consiliencia» entre la fe y Gaia. Cada vez que oigo la expresión «desarrollo sostenible» recuerdo la definición dada por Gisbert Glaser, el principal asesor del Consejo Internacional para la Ciencia, en un artículo de opinión del boletín del Programa Internacional Geosfera Biosfera (IGBP): «El desarrollo sostenible es un objetivo no estático. Representa un esfuerzo continuo por equilibrar e integrar tres pilares —el bienestar social, la prosperidad económica y la protección del medio ambiente— en beneficio de las generaciones presentes y futuras.» Muchos consideran esta noble política moralmente superior al laissez faire de seguir como si nada. Desgraciadamente, estas dos aproximaciones radicalmente distintas —la una expresión de la decencia internacional y la otra de las despiadadas fuerzas del mercado— conducen al mismo resulta- do: la probabilidad de un cambio climático global desastroso. El error que ambas comparten es creer que el desarrollo todavía es posible y que la Tierra continuará más o menos igual que ahora durante al menos la primera mitad de este siglo. Hace doscientos años, cuando el cambio era lento o inexistente, puede que hubiésemos estado a tiempo de establecer unas pautas de desarrollo sostenible, o incluso haber continuado durante un tiempo como si nada, pero ahora es demasiado tarde: el daño ya está hecho. Confiar en el desarrollo sostenible o continuar como si nada son políticas tan viables como esperar que un enfermo de cáncer de pulmón se cure simplemente dejando de fumar; ambas vías niegan la enfermedad que sufre la Tierra, la fiebre que le ha producido la plaga de gente que la aqueja. A pesar de ser muy diferentes, las dos proceden de creencias religiosas y humanistas que consideran a la Tierra como algo que está ahí para ser explotado en beneficio de la humanidad. En 1800, cuando sólo había mil millones de habitantes, estas políticas ignorantes eran aceptables, porque causaban pocos daños. Ahora se trata simplemente de dos caminos distintos que conducen tortuosamente a un mismo destino: una regresión a una especie de Edad de Piedra en un planeta enfermo, en la que sólo sobrevivirán unos pocos, aferrados a los restos del naufragio de la que una vez fue nuestra biodiversa Tierra. ¿Por qué somos tan reacios, especialmente en Estados Unidos, a ver el enorme peligro al que se enfrenta nuestra civilización? ¿Qué nos impide darnos cuenta de que la fiebre del calentamiento global es real y gravísima y que puede que ya esté más allá de nuestra capacidad de control e incluso de la de la Tierra? Creo que rechazamos las pruebas de que nuestro mundo está cambiando porque todavía somos, como nos recordó el sabio biólogo E. O. Wilson, carnívoros tribales. Estamos programados por nuestra herencia para considerar las demás cosas vivas básicamente como comida, y para que nuestra tribu nacional sea para nosotros más importante que cualquier otra cosa. Llegamos incluso a dar nuestra vida por ella y estamos dispuestos a matar de forma extremadamente cruel a otros seres humanos por el bien de nuestra tribu. Todavía nos resulta ajeno el concepto de que nosotros y el resto de la vida, desde las bacterias a las ballenas, formamos parte de una entidad mucho mayor y más diversa: la Tierra viva. Se supone que la ciencia debe ser objetiva, así que ¿por qué no nos ha avisado antes del peligro? El calentamiento global fue discutido superficialmente por varios autores a mediados del siglo XX, pero incluso el gran climatólogo Hubert Lamb, en su libro de 1972 Climate: Present, Past and Future, una obra que tenía más de seiscientas páginas, dedicó sólo una de ellas al efecto invernadero El tema no llegó al gran público hasta 1988. Hasta entonces, la mayoría de los científicos dedicados a la atmósfera estaban tan absortos en la intrigante ciencia del agujero en el ozono de la estratosfera que le dedicaban poco tiempo a otros problemas medioambientales. Entre los valientes pioneros del calentamiento global están los científicos norteamericanos Stephen Schneider y Jim Hansen. Conocí a Schneider a finales de la década de 1970, durante una visita al Centro Nacional de Investigación Atmosférica —un fascinante laboratorio científico colgado de la ladera de una montaña en Boulder, en el estado de Colorado— y desde entonces nuestras vidas se han cruzado en gran cantidad de ocasiones. En su libro The Coevolution of Climate and Life, escrito conjuntamente con Randi Londer y publicado en 1984, Schneider advierte de las consecuencias de la utilización de combustibles fósiles y aboga por la necesidad de establecer un control estratégico de las emisiones a la atmósfera, algo en las antípodas del seguir como si nada por el que abogan las fuerzas del mercado. Jim Hansen, del Instituto de Estudios Espaciales Goddard de la NASA, no fue menos tajante en sus admoniciones, y el 23 de junio de 1988 le dijo al Senado de Estados Unidos que la Tierra estaba ahora más caliente que en ningún otro momento desde que existen registros. La mejor y más completa historia de este período se encuentra en el libro de John Gribbin El efecto invernadero y Gaia, publicado en 1990, en Global Warming, publicado en 1989 y escrito por Schneider y en Turning up the Heat, de Fred Pearce, publicado en 1989. Las ideas de Schneider y Hansen encontraron eco en políticos tan distintos como Al Gore y Margaret Thatcher y sospecho que el mérito de que se plasmasen en medidas prácticas es del diplomático y climatólogo sir Crispin Tickell. Éste, tras considerables esfuerzos, logró que en 1989 se formara el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC), nacido bajo el patrocinio de la Organización Mundial de la Meteorología (WMO) y del Programa Medioambiental de Naciones Unidas (UNEP). El nuevo organismo empezó inmediatamente el largo proceso de recopilación de datos y elaboración de modelos que es la base de las previsiones del clima futuro. Sin embargo, la sensación de que el cambio climático era un problema apremiante se desvaneció en la década de 1990, y el coraje pionero de los primeros en dar la alarma recibió escaso apoyo del lumpen que es la burocracia de cargos administrativos medios del mundo de la ciencia. Aunque la culpa no fue totalmente de éstos, pues la propia ciencia se ha perjudicado a sí misma durante los dos últimos siglos con su división en muchas disciplinas distintas, cada una limitada a estudiar una pequeña faceta del planeta, sin que exista una visión coherente y global de la Tierra. Los científicos no reconocieron que la Tierra era una entidad que se autorregulaba hasta la declaración de Amsterdam de 2001, y muchos de ellos siguen comportándose como si nuestro planeta fuera una enorme propiedad comunal que todos poseemos y compartimos. Se aferran a la visión de la Tierra que se enseñaba en las escuelas y universidades durante los siglos XIX y XX, un planeta compuesto de roca inerte con abundante vida a bordo, pasajeros de su viaje a través del espacio y el tiempo. La comunidad científica es un acogedor y agradable club de especialistas que siguen caminos diversos; es un club orgulloso y maravillosamente productivo, pero con pocas certezas, y lastrado por sus incompletas visiones del mundo. En Gran Bretaña tenemos la suerte de que nuestra ciencia haya sido liderada por figuras de la talla de lord May y sir David King, que han batallado incansablemente para advertirnos y advertir al gobierno de los gravísimos peligros que se avecinan. La idea de Gaia, con su implicación de que la Tierra es un sistema que evoluciona y que de alguna forma está vivo, no apareció hasta más o menos 1970. Como sucede con todas las teorías nuevas, tardó décadas en ser parcialmente aceptada, pues había que obtener datos que la validasen o refutasen. Hoy sabemos que la Tierra, en efecto, se autorregula, pero debido al tiempo que llevó recopilar los datos necesarios para demostrarlo, hemos descubierto demasiado tarde que esa regulación está fallando y que el sistema de la Tierra avanza rápidamente hacia un estado crítico que pondrá en peligro la vida que alberga. La ciencia intenta ser global más que una serie inconexa de disciplinas distintas, pero incluso los que adoptan el punto de vista de la ciencia de sistemas serían los primeros en admitir que nuestra comprensión del sistema de la Tierra no es mucho mejor que la que en el siglo XIX tenía un médico de su paciente, Aun así, sabemos lo bastante de la fisiología del planeta como para comprender que su enfermedad es grave. Sospechamos que existe un umbral —quizá de temperatura, o un nivel dado de dióxido de carbono en el aire— más allá del cual nada de lo que hagan las naciones del mundo servirá para nada ni podrá evitar que la Tierra llegue irreversiblemente a un nuevo estado de calentamiento. Nos acercamos a uno de esos puntos de inflexión, y nuestro destino es parecido al de los pasajeros de un pequeño yate que navegan tranquilamente junto a las cataratas del Niágara sin saber que los motores están a punto de fallar. Las pocas cosas que sabemos sobre la respuesta de la Tierra a nuestra presencia son profundamente perturbadoras. Aunque dejáramos de inmediato de tomar tierras y agua de Gaia para producir comida y combustible y no contamináramos más el aire, la Tierra tardaría más de mil años en recuperarse del daño que ya le hemos causado, y puede que ni ese drástico paso bastara para salvarnos. Para corregir o suavizar las graves consecuencias de nuestros errores pasados hará falta un extraordinario esfuerzo internacional y un proceso cuidadosamente planeado para reemplazar los combustibles fósiles por otras fuentes de energía más seguras. Como civilización, somos como un toxicómano, que morirá si sigue consumiendo su droga, pero también morirá si la deja de golpe. Nuestra inteligencia y creatividad nos han metido en este atolladero. Todo comenzó hace cien mil años, cuando prendimos fuego a los bosques porque nos resultaba más cómodo para cazar. En ese momento dejamos de ser un animal más e iniciamos la demolición de la Tierra. Nuestra especie es el equivalente a aquella famosa pareja esquizoide, el doctor Jekyll y Mr. Hyde: somos capaces de llevar a cabo las más horribles tareas de destrucción, pero también tenemos el potencial de fundar una civilización magnífica. Hyde nos llevó a usar mal la tecnología. Malgastamos la energía y superpoblamos la Tierra. Pero la civilización se derrumbará si abandonamos la tecnología. Debemos pues usarla sabiamente, como haría el doctor Jekyll, pensando en el bienestar de la Tierra y no sólo en el bienestar de la gente. Por eso es demasiado tarde para seguir la vía del desarrollo sostenible; lo que hace falta es una retirada sostenible. Estamos tan obsesionados con la idea de progreso y con el bienestar de la humanidad que la retirada nos parece algo desagradable y vergonzoso. El filósofo e historiador de las ideas John Gray observó en su libro Perros de paja que rara vez vemos más allá de las necesidades de la humanidad, y relacionó esta ceguera con la infraestructura humanista y cristiana sobre la que se asienta nuestra civilización. Cuando surgió, hace dos mil años, no era perjudicial, y nosotros no suponíamos una amenaza para Gaia. Ahora que somos más de seis mil millones de personas hambrientas y glotonas, todas aspirando al nivel de vida del primer mundo, nuestro modo de vida urbano invade el terreno de la Tierra viva. La expoliamos de tal forma, que la estamos dejando sin medios para sostener el confortable mundo al que estamos acostumbrados. Ahora la Tierra está cambiando, siguiendo sus propias reglas internas, hacia un estado en el que ya no seremos bienvenidos. La humanidad se enfrenta a su reto más difícil. Un desafío para el que la tradición humanista no la ha preparado. La aceleración del cambio climático acabará con el confortable entorno al que estamos adaptados. El cambio es una parte normal de la historia geológica. El más reciente fue la transición de la Tierra de un largo período de glaciación a su actual estado templado interglacial. Lo inusual de la crisis venidera es que nosotros somos su causa; nada tan drástico había pasado desde el largo período cálido de principios del Eoceno, hace cincuenta y cinco millones de años, el cambio más profundo que ha habido entre la época glacial y el siglo XIX y que duró doscientos mil años. El gran sistema de la Tierra, Gaia, cuando, como en la actualidad, se halla en un período interglacial, se encuentra atrapado en un círculo vicioso de respuesta positiva, lo que hace que el calentamiento global sea tan grave y apremiante. El calor extra, venga de la fuente que venga, tanto si procede de los gases propiciadores del efecto invernadero, de la desaparición del hielo ártico y los cambios en el océano o de !a destrucción de las selvas tropicales, se amplifica y sus consecuencias se multiplican. Es como si hubiéramos encendido un fuego para mantenernos calientes y le siguiéramos echando leña sin darnos cuenta de que se ha extendido a los muebles y está fuera de control. Cuando eso sucede, hay muy pocas posibilidades de apagarlo antes de que consuma la casa entera. El calentamiento global, igual que un fuego, está acelerándose y casi no nos queda tiempo para reaccionar. La filósofa Mary Midgley, en sus espléndidos libros Science and Poetry y The Essential Mary Midgley, nos advierte de que el dominio del pensamiento atomizado y reduccionista en la ciencia durante los últimos dos siglos ha provocado una visión cerrada y provinciana de la Tierra. Se suele decir que la importancia de un científico se mide por el tiempo en que el progreso se sustenta en sus ideas. La visión del universo de Newton duró casi doscientos años, hasta que dio paso a la de Einstein, más completa. Según este criterio, Descartes ha sido un pensador eminente. Su separación entre cuerpo y mente, necesaria en aquellos tiempos, y la relegación de todos los seres vivos a una interpretación mecanicista impulsaron el pensamiento reduccionista. La reducción es la disección analítica de algo hasta sus componentes más pequeños, seguida de su re-generación a través del reensamblaje de cada una de las partes. Ese sistema, no cabe duda, ha conducido a grandes logros en el campo de la física y de la biología en los últimos dos siglos, pero ahora está siendo colocado en el lugar que le corresponde: una parte de la ciencia pero no su totalidad. Al fin, aunque quizá demasiado tarde, empezamos a comprender que la idea holística de ver las cosas con perspectiva, es decir, ver una cosa desde fuera y estudiarla en funcionamiento, es tan importante como desmontar la cosa hasta reducirla a sus piezas más pequeñas y reconstruirla luego desde cero. Eso es especialmente cierto respecto de las cosas vivas, los grandes sistemas y los ordenadores. Lo que necesitamos por encima de todo es recuperar el amor y la empatía por la naturaleza que perdimos cuando nos enamoramos de la vida urbana. Es probable que no fuera Sócrates el primero en decir que fuera de los muros de la ciudad no pasa nada importante, pero seguramente él estaba familiarizado con la naturaleza que había tras ellos. Incluso en tiempos de Shakespeare las ciudades eran lo bastante pequeñas como para que se pudiera caminar hasta «una orilla en la que se mece el tomillo silvestre, crece la prímula y cabecea la violeta». Los primeros ecologistas, que conocían y apreciaban de verdad la naturaleza —gente como Wordsworth, Ruskin, Rousseau, Humboldt, Thoreau y tantos otros—, vivieron durante buena parte de sus vidas en pequeñas y compactas ciudades. Ahora la urbe suele ser tan grande que muy pocos tienen contacto con el lejano campo. Me pregunto cuántos de ustedes saben qué aspecto tiene una prímula y si alguna vez han visto alguna. Blake vio una amenaza en los satánicos y oscuros molinos, pero dudo que ni siquiera en su pesadilla más negra hubiera entrevisto la realidad actual: la industrialización total del campo tan conocido para él. Blake era londinense, pero desde el Londres en que vivía se podía llegar al auténtico campo simplemente dando un paseo. En las verdes y bellas tierras inglesas ya no se siega el heno, sino que la agroindustria las cultiva con medios mecánicos; y, si no hacemos nada, lo poco que queda de campo se convertirá en un páramo plagado de enormes molinos de viento en un vano intento de conseguir abastecer la demanda de energía de la vida urbana. Muchas veces, lo que se nos presenta como una reforma para mejorar las cosas no es más que vandalismo organizado en nombre de una ideología Eso es lo que sucedió durante el gobierno de Cromwell, y lo que se oculta en la actualidad tras la política verde europea. Por supuesto, hay escépticos. Entre ellos se cuentan el estadístico danés Bjorn Lomborg y el científico norteamericano Richard Lindzen, que ponen en duda que el problema del cambio climático global sea grave y necesite una solución. Su opinión, no obstante, no ha hecho mella en el consenso en sentido opuesto de los científicos de todo el mundo que forman el IPCC. Hace poco escuché un apasionado y conmovedor discurso del científico norteamericano Patrick Michaels. Rechazaba indignado la afirmación de sir David King, el asesor científico jefe del Reino Unido, en el sentido de que el cambio climático era más grave que la guerra que se estaba librando contra el terrorismo. Para él, igual que para muchos otros, lo sucedido en Nueva York el 11 de septiembre de 2001, en Madrid en 2004 y en Londres en 2005 es mucho más importante que cualquier previsión de mal tiempo durante el siglo que viene. A diferencia de la mayoría de los norteamericanos, yo he pasado la mayor parte de mi vida bajo la amenaza del terrorismo; principalmente, pero no sólo, el del nacionalismo celta. Comparto la indignación de Michaels y creo que el terrorismo está sólo a un paso del genocidio. Tanto el terrorismo como el genocidio proceden de nuestra naturaleza tribal. Y es una conducta que probablemente llevemos inscrita en nuestro código genético, pues no se me ocurre otra razón para que, como masa, hagamos cosas que sólo los peores psicópatas harían en solitario. El genocidio y el terrorismo no son sólo males propios de nuestros enemigos: todos somos capaces de ellos si se pulsa la tecla adecuada. La civilización sólo ha hecho un poco más asépticas esas horribles tendencias, y las ha rebautizado como «guerra». El tribalismo no es completamente malo y puede hacer que todos nosotros, humanos egoístas, realicemos actos que requieren gran valor e incluso que demos nuestras vidas, en general cuando creemos que existe un peligro para la tribu, pero también en ocasiones por el bien de la humanidad. A veces hacemos cosas increíblemente altruistas. En tiempos de guerra aceptamos que nos racionen la comida y los bienes de consumo, estamos dispuestos a trabajar más horas, a afrontar grandes peligros e incluso a morir. Soy lo bastante viejo como para ver lo parecidas que son la actitud que había hace más de sesenta años respecto a la amenaza de la guerra y la que existe hoy respecto al calentamiento global. La mayoría de nosotros cree que puede que algo desagradable suceda pronto, pero estamos tan confusos como en 1938 sobre la forma que tomará y sobre qué hacer al respecto. Hasta ahora, nuestra reacción ha sido idéntica a la que se dio antes de la segunda guerra mundial: apaciguamiento. El tratado de Kyoto se parece mucho al de Munich, con políticos saliendo a la palestra para demostrar que están haciendo algo para solucionar el problema cuando en realidad se limitan a ganar tiempo. Puesto que somos animales tribales, la tribu no actúa al unísono hasta que no percibe un peligro inminente y real. Y todavía no lo ha percibido. En consecuencia, como individuos, seguimos nuestros caminos mientras las ineludibles fuerzas de Gaia se movilizan contra nosotros. Pronto tendrá lugar la batalla, y lo que vendrá será mucho más letal que una Blitzkrieg. Al cambiar el medio ambiente, hemos declarado sin darnos cuenta la guerra a Gaia. Hemos ocupado el medio de otras especies, el equivalente, en el campo internacional, a haber invadido el territorio de otro país. El futuro pinta mal. Incluso si tomamos medidas inmediatas, nos espera, como en cualquier guerra, una época muy difícil que nos llevará al límite de nuestras fuerzas. Somos resistentes, y hará falta mucho más que la anunciada catástrofe climática para eliminar a todas las parejas humanas en edad de reproducción, pero lo que está en juego no es la supervivencia de la especie humana sino la supervivencia de la civilización. Como animales individuales no somos tan especiales. De hecho, según algunos puntos de vista, la especie humana es casi una enfermedad planetaria. Sin embargo, la civilización nos redime y nos convierte en un bien valioso para la Tierra. Existe una mínima posibilidad de que los escépticos del cambio climático tengan razón, o puede que nos salve algún suceso inesperado, como una serie de erupciones volcánicas lo bastante potentes como para bloquear la luz del sol y enfriar la Tierra. Pero sólo los necios apostarían su vida a algo tan improbable. Por incierto que sea el clima futuro, es un hecho que la temperatura y los niveles de los gases invernadero están subiendo. Me parece triste e irónico que el Reino Unido, que cuenta con los mejores especialistas del mundo sobre la Tierra y el clima, haya hecho oídos sordos a sus consejos y advertencias. Hasta ahora, hemos preferido escuchar las opiniones, bienintencionadas pero poco fundamentadas, de aquellos que creen que existe una alternativa a la ciencia. Yo soy un verde, y me cuento entre sus filas, pero ante todo soy un científico; por eso es por lo que ruego a mis amigos ecologistas que reconsideren su ingenua fe en el desarrollo sostenible y las energías renovables y que abandonen la creencia de que con ellas y con políticas de ahorro de energía basta para solucionar el problema al que nos enfrentamos. Más importante todavía es que abandonen su obstinado rechazo de la energía nuclear. Incluso si tuvieran razón sobre sus peligros —y no la tienen—, usarla como fuente de energía segura y fiable representaría una amenaza insignificante comparada con las intolerables y letales olas de calor y la subida del nivel del mar que amenaza a todas las ciudades costeras del mundo. El concepto de energías renovables suena bien, pero hasta ahora son poco eficaces y muy caras. Tienen futuro, pero no tenemos tiempo para experimentar con ellas: la civilización se enfrenta a un peligro inminente y tiene que recurrir a la energía nuclear o resignarse a sufrir el castigo que pronto le infligirá un planeta indignado. La política de ahorro de energía de los verdes es correcta, aunque sospecho que, igual que perder peso, es algo que resulta más fácil de decir que de hacer. Todo ahorro significativo de energía se debe a nuevos diseños, que por lo general tardan décadas en llegar a la mayoría de usuarios. No estoy diciendo que la energía de fisión nuclear sea lo medicina eficaz de que disponemos. Cuando un adulto desarrolla una diabetes tipo 2 por comer en exceso y no hacer bastante ejercicio, sabe que no basta con tomar medicamentos; debe cambiar de estilo de vida. La energía nuclear es simplemente el medicamento que nos proporcionará una fuente segura y constante de electricidad para que las luces de la civilización sigan encendidas hasta que la energía de fusión, limpia y eterna —la energía alimentada por el sol—, y las energías renovables estén disponibles. Y recurrir a la energía nuclear no es lo único que tendremos que hacer si queremos evitar que en este mismo siglo se produzca una nueva Edad Oscura. Debemos vencer el miedo y aceptar la energía nuclear como una fuente de energía segura y probada que causa perjuicios mínimos a escala global. Hoy es tan fiable como pueda serlo cualquier otro sistema en el que intervenga la ingeniería humana, y tiene las mejores estadísticas de seguridad de todas las fuentes de energía a gran escala. Francia ha demostrado que puede convertirse en la principal fuente de energía de una nación, pero a pesar de ello los gobiernos siguen temiendo aferrarse al único salvavidas hoy disponible. Necesitamos una cartera diversificada de fuentes de energía, entre las cuales la nuclear será predominante, al menos hasta que la fusión se convierta en una opción viable. Si las industrias bioquímicas pueden sintetizar comida a partir del dióxido de carbono, el agua y el nitrógeno, que lo hagan, y démosle a la Tierra un respiro. Hay que dejar de preocuparse por los estadísticamente ínfimos riesgos de cáncer derivados de agentes químicos o de la radiación. Casi un tercio de nosotros morirá de cáncer, fundamentalmente porque todos respiramos aire, que está lleno del carcinógeno más peligroso: el oxígeno. Si no nos concentramos en el peligro real, que es el calentamiento global, puede que muramos mucho antes, como les sucedió a los treinta mil infortunados que fallecieron en Europa durante la ola de calor del verano de 2003. Hemos de considerar el cambio climático global como algo grave e inmediato y a continuación hacer lo que podamos para reducir el impacto de los humanos sobre la Tierra. Nuestro objetivo debe ser detener el consumo de combustibles fósiles tan pronto como sea posible y cesar en la destrucción de hábitats naturales en todo el mundo. Cuando utilizo el término «natural» no estoy hablando sólo de selvas vírgenes, sino que incluyo también los bosques que han crecido en tierras de cultivo abandonadas, como ha sucedido en Nueva Inglaterra y en otros lugares de Estados Unidos. Estos nuevos bosques probablemente prestan tanto servicio a Gaia como los originales; en cambio, las vastas extensiones de monocultivos, de ningún modo pueden sustituir los ecosistemas naturales. Ya estamos cultivando más de lo que la Tierra puede permitirse, y si tratamos de cultivar el planeta entero para alimentarnos, aunque sea con granjas orgánicas, seríamos como los marineros que queman los maderos y jarcias de su barco para no pasar frío. Los ecosistemas naturales+ de la Tierra no existen para que nosotros los convirtamos en tierras de cultivo, sino para mantener el clima y la química del planeta. Para reparar el daño que hemos causado, hace falta un programa cuya escala hará palidecer el programa espacial y dejara pequeño el presupuesto de defensa, tanto en costes como en ambición. Vivimos en una época en que las emociones y los sentimientos cuentan más que la verdad, y existe una enorme ignorancia científica. Hemos permitido que novelistas y grupos de presión ecologistas exploten nuestro miedo a la energía nuclear —que es el mismo que se tiene a cualquier ciencia nueva-— del mismo modo que, no hace tanto, las Iglesias explotaban el miedo al fuego del Infierno. Somos como pasajeros de un gran avión que cruza el Atlántico y que de repente se dan cuenta del mucho dióxido de carbono que ese avión está expulsando a un aire ya demasiado contaminado. Desde luego, la solución no pasa por pedirle al capitán que apague los motores y trate de hacer que el avión planee empujado sólo por la fuerza del viento. Del mismo modo, no podemos simplemente apagar nuestra civilización basada en los combustibles fósiles y en el alto consumo de energía sin estrellarnos: necesitamos el aterrizaje suave que nos proporcionará un descenso con los motores en marcha. Un cambio climático irreversible puede estar tan próximo que no es prudente confiar en que los acuerdos internacionales salven a nuestra civilización del calentamiento global. La reunión del G8 en Escocia en 2005 incluía el cambio climático en su agenda, pero ese punto quedó en un segundo plano debido al grave atentado terrorista que se produjo en Londres en esas mismas fechas. No podemos permitirnos esperar a Godot. Sin perder de vista que el peligro es global, las naciones deben empezar a reflexionar a nivel individual sobre cómo salvarse y salvar el mundo. Nosotros, en el Reino Unido, estamos igual que en 1939, y puede que pronto estemos también, hasta cierto punto, solos; no podemos dar por supuesto que en un mundo futuro devastado por el cambio climático podamos contar con fuentes seguras de comida o energía. Debemos tomar decisiones basadas en nuestro interés nacional. No se trata de ser nacionalista ni egoísta: es simplemente la manera más rápida de asegurar que cada vez más naciones, llevadas por su propio interés, actúen localmente contra el cambio climático. A las potencias emergentes, India y China, les será difícil contener el uso de combustibles fósiles, igual que a Estados Unidos. No debemos esperar pues un acuerdo o directriz internacional. En nuestro pequeño país tenemos que actuar de inmediato como si estuviéramos a punto de ser atacados por un poderoso enemigo. Primero hay que asegurarse de que nuestras defensas contra el cambio climático estén preparadas cuando empiece el ataque. Los lugares más vulnerables son las ciudades situadas al nivel del mar, entre ellas Londres y Liverpool. Ante todo, hay que protegerlas contra las primeras fases de la guerra climática y luego estar preparados para una retirada ordenada conforme progresen las inundaciones. Una vez que la Tierra empiece a avanzar rápidamente hacia su nuevo estado más caliente, el clima desbaratará el mundo político y empresarial. Las importaciones de comida, combustible y materias primas serán cada vez más difíciles conforme los proveedores de otras regiones se vean desbordados por sequías e inundaciones, de modo que necesitamos planear cómo sintetizar nuestra comida utilizando poco más que aire, agua y unos pocos minerales, y para hacerlo será imprescindible una fuente segura y abundante de energía. Las extremadamente productivas granjas del este de Inglaterra se encontrarán entre las primeras zonas en quedar inundadas. Las únicas fuentes de energía que nos quedarán entonces serán el carbón, el poco gas y petróleo que quedan en el mar del Norte, la energía nuclear y el mínimo porcentaje que aportan las energías renovables. La extravagante e intrusiva construcción de plantas eólicas debe cesar de inmediato, y esos fondos deben dedicarse a fuentes de energía renovables viables, como la central mareomotriz del estuario de Severn, que cubriría entre un cinco y un diez por ciento de las necesidades de energía del país una vez dejáramos de despilfarrarla. Necesitamos, por encima de todo, ese cambio en emociones e ideas que se produce en las naciones tribales cuando se sienten ante un peligro real. Sólo entonces aceptaremos el racionamiento de combustible y demás privaciones que son necesarias para una defensa eficaz. Nuestra causa será la defensa de la civilización para preservarla del caos que, de otro modo, podría apoderarse de la humanidad. Los astronautas que han tenido ocasión de contemplar la Tierra desde el espacio han comprobado que es un planeta asombrosamente bello. A menudo hablan de la Tierra como de su hogar. Pido que dejemos de lado el miedo y nuestra obsesión por los derechos personales y tribales y seamos lo bastante valientes como para ver que la verdadera amenaza procede del daño que le hagamos a la Tierra viva, de la que formamos parte y que es, en efecto, nuestro hogar.
Tomado de "La venganza de la Tierra", Planeta, México 2007, primer capítulo
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