El núcleo central
de la utopía del Reino:
la liberación de los pobres en el contexto de hoy
Jesús Peláez
Universidad de Córdoba
Exodo 66(Diciembre 2002)19-28
“Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuese de este mundo, mi
gente habría combatido para que yo no fuese entregado a los judíos; pero
mi reino no es de aquí” (Jn 18,36). Según la mayoría de los traductores
del evangelio de Juan, esto es lo que Jesús respondió a Pilato cuando le
preguntó si era “el rey de los judíos”. Esta traducción no puede ser más
desacertada, pues separó el reino de Dios de nuestro mundo e hizo a los
cristianos soñar y anhelar fervientemente otro mundo, donde Dios
reinaría en plenitud, identificado éste con el más allá, la otra vida o
vaya Vd. a saber qué.
No ha sido ésta la única traducción desacertada de un texto
evangélico. Otras han servido para confirmar la línea de interpretación
ya indicada, como aquella de dad al César lo que es del César y a
Dios lo que es de Dios (Mt 22,21), de la que tomó base la teoría de
los dos poderes por los que se gobierna el mundo -el político y el
religioso o espiritual-, o la expresión el reino de los cielos,
acuñada por el evangelista Mateo, según la cual, entendida al pie de la
letra, el reino de los cielos o de arriba se oponía al reino terrenal de
aquí abajo, o aquella otra que decía de qué le sirve al hombre ganar
todo el mundo si pierde su alma (Mc 8,36), (traduciendo por
influjo platónico alma en lugar de vida y creando de este
modo la oposición mundo-alma, lo material que se ve a lo espiritual que
no se ve, dando prioridad a lo segundo sobre lo primero)… Son sólo
algunos ejemplos de traducciones desafortunadas de textos evangélicos,
gracias a las que se generó dentro del cristianismo una corriente de
interpretación espiritualista del mensaje de Jesús, alejada y ajena a la
transformación de la realidad.
Y me parece desacertada la citada traducción, porque la palabra
griega basileia, como ha mostrado Juan Mateos[1]
se puede traducir al castellano, según el contexto en que se encuentre,
no por una, sino por tres palabras distintas: reino, reinado o
realeza, cada una con su propio significado. Traducida por reino,
basileia denota un espacio delimitado e indica “los súbditos y
territorio sobre los que se ejerce la actividad de gobierno que compete
a la dignidad y autoridad real”; cuando se anuncia la llegada de la
basileia de Dios, se traduce por reinado y designa “la
actividad de gobierno sobre súbditos y territorio que compete a la
dignidad y autoridad real”; si aparece como atributo de una persona, se
debe traducir por realeza y significa “la dignidad y autoridad
real a las que compete una actividad de gobierno, ejercida sobre
súbditos y territorio”. Curiosamente John P. Meier, que desconoce la
triple posible traducción de esta palabra, se siente incómodo ante la
expresión “reino de Dios” y, considerándola inadecuada, afirma: “Ahora
bien, mi acatamiento de la tradición no me impide admitir que ‘reino de
Dios’ es una expresión vaga y algo abstracta, que más bien evoca la idea
de territorio gobernado por un rey. Y que precisamente por ello
desorienta. Como veremos, con ‘reino de Dios’ se trata de sugerir la
noción dinámica de Dios reinando con poder sobre su creación, sobre su
pueblo y sobre la historia. O como varios autores han expresado de modo
más escueto: el reino de Dios es el reinar de Dios. Por eso más que a un
ámbito territorial, la referencia es a la acción de Dios sobre los
gobernados y su relación dinámica con ellos[2] ; en el
mismo sentido se expresa también John Dominic Crossan en su obra
Jesús. Biografía revolucionaria[3]
.
Muchos textos de los evangelios se entenderían mejor si se
determinase en cada momento cómo hay que traducir la palabra griega
basilea. Así la frase de Juan Bautista se acerca el reino de Dios
(Mt 3,32) se comprende mejor traducida por se acerca el reinado de
Dios, esto es, se acerca el momento en que Dios va a reinar sobre
los hombres; la segunda petición del Padrenuestro (Mt 6,10) sonaría
mejor traducida por llegue tu reinado que por venga a nosotros
tu reino, pues en realidad lo que se le pide a Dios es que reine
sobre nosotros y no que venga su reino sobre nosotros, frase carente de
sentido. Cuando leemos en el evangelio de Mateo (16,28): “En verdad
os digo que hay algunos entre los presentes que no gustarán la muerte
antes de haber visto al Hijo del Hombre venir en su reino”, lo
comprenderíamos mejor traducido así: antes de haber visto al Hijo del
hombre venir como rey (esto es, revestido de los atributos reales);
la petición de uno de los ladrones crucificados con Jesús: Acuérdate
de mí cuando estés en tu reino no nos haría pensar en otro reino más
allá de este mundo, si la tradujésemos por acuérdate de mí cuando
vengas como rey (=cuando se manifieste tu realeza), cosa que está
sucediendo precisamente en ese momento de la muerte de Jesús, en el que
se manifiesta su modo peculiar de ser rey, que muere para dar vida (Lc
23,42).
Por eso la traducción del texto del evangelio de Juan citado al
principio (“mi reino no es de este mundo”), propuesta por Juan Mateos en
su recién publicado comentario a este evangelio[4] , me
parece más acorde con el texto griego original y con el mensaje de
Jesús. Según ésta, Jesús respondió a Pilato de este modo: “Mi realeza
–esto es, mi modo de ser rey- no pertenece al orden este. Si mi realeza
perteneciera al orden este, mis propios guardias habrían luchado para
impedir que me entregaran a las autoridades judías. Ahora bien mi
realeza no es de aquí”. Pilatos puede quedarse, por tanto, tranquilo,
pues, aunque Jesús no niega ser rey, sin embargo, su realeza no es como
la de los reyes de este mundo, que se valen de la fuerza y la violencia
para conseguir sus fines; de ahí que no utilice guardias en su defensa
con la finalidad de impedir ser entregado a las autoridades judías.
Estas observaciones de tipo lingüístico y técnico pueden servir para
comprender mejor aquellos textos del evangelio donde aparece la palabra
basileia, y ayudan a precisar con más exactitud cuál es el núcleo
del mensaje de Jesús anunciado con estas palabras: está cerca el
reinado de Dios (Mc 1,15).
La centralidad del reinado de Dios
Que el anuncio del reinado de Dios fue el tema central de la
proclamación pública de Jesús o uno de los componentes más importantes
de su mensaje es algo aceptado hoy por la mayoría de los estudiosos del
Nuevo Testamento. Basta para ello constatar el número elevado de veces
que aparece en boca de Jesús esta expresión, por lo demás ausente de la
Biblia Hebrea y prácticamente inexistente en los targumes o traducciones
arameas de la Biblia Hebrea, en los libros apócrifos, en Qumrán o en
escritores contemporáneos al Nuevo Testamento como Filón o Flavio Josefo.
Pues bien, si el núcleo del mensaje de Jesús es el anuncio de la
llegada inminente del reinado –no del reino- de un Dios, --que es Padre
y desea llevar a la plenitud de vida al ser humano sin distinción de
raza, género o religión, derribando las barreras que creaban y
perpetuaban la discriminación entre los hombres[5]
--, no se entiende a qué se debe que se pensase que la manifestación de
ese reinado de Dios no tendría lugar plenamente en este mundo, sino en
el más allá, pues es precisamente en este mundo donde el hombre tiene
que llegar a su pleno desarrollo humano. El núcleo principal de la
predicación de Jesús según los evangelios va dirigido, en mi opinión, a
conseguir la transformación de aquella sociedad injusta, no mediante la
fuerza, el poder, el prestigio o el dinero, sino mediante la puesta en
práctica por parte de sus seguidores de un amor solidario que hiciese
surgir dentro de este viejo mundo una sociedad alternativa en la que
todos tuviesen cabida y no hubiese, como he formulado en otra ocasión
comentando la parábola de los invitados a la boda, excluidos del pueblo
ni pueblos excluidos.
El reino de los suelos
Y esta sociedad alternativa sobre la que Dios ejerce su reinado, en
la perspectiva de Jesús, mira principal –aunque no exclusivamente- a
este mundo, no tanto a los cielos cuanto a los suelos. Crossan[6]
afirma acertadamente que el reinado de Dios es “lo que sería nuestro
mundo si estuviese gobernado por Dios”. Entendido así, el núcleo de la
predicación de Jesús no gira en torno al más allá, al otro mundo o a
otro mundo por venir, sino que se centra en el más acá y en su
transformación o cambio, aunque con vocación de eternidad. Y cuánto
hay que hay que cambiar en este mundo globalizado gobernado por el
capital en el que en diez años nada más –de 1988 a 1998- aumentó el
número de personas que viven por debajo de la línea de pobreza en 105
millones, y la esperanza de vida –tras XXI siglos de cristianismo- es de
menos de 40 años para 507 millones de personas.
La parábola del rico y Lázaro (Lc 16,14-31) muestra este interés de
Jesús por el más acá y por los que, como Lázaro, sufrían en su tiempo la
más extrema pobreza, por no decir la miseria más absoluta. Jesús propone
esta parábola a los fariseos –amantes del dinero, como apostilla el
evangelista Lucas- que no va dirigida a remediar la suerte, ya de suyo
irreversible de sus protagonistas en el más allá, sino a poner sobre
aviso a los cinco hermanos del rico que, todavía están a tiempo de
practicar el amor solidario hacia los pobres como lo recomiendan las
escrituras sagradas, si saben leerlas debidamente. En esta parábola –la
única en la que una escena tiene lugar en el más allá- Jesús describe la
otra vida en los términos en que la concebían los fariseos, pretendiendo
con ello llamar la atención sobre el estado de injusticia en el que
vivían sumidos los cinco hermanos del rico, verdaderos destinatarios de
la parábola. El más allá es un pretexto literario, una especie de
amenaza para inducir a la conversión al prójimo a los hermanos del rico,
a ver si con ello cambiaban de estilo de vida y hacían justicia,
remediando tanta pobreza como había a su alrededor. Los cinco
hermanos del rico me recuerdan hoy a las siete personas más ricas del
mundo, cuyo capital daría lo suficiente para dotar de servicios básicos
a todos los habitantes del planeta, pero también a cuantos –cada uno en
su nivel- dan la prioridad al capital sobre el amor. “La extrema
desigualdad está haciendo de este mundo nuestro un lugar inestable,
reprobable y feo. El capital de los 84 individuos más ricos del mundo
excede el PIB de China con sus 1.300 millones de habitantes.En 1988, el
director general de Disney cobró 576,6 millones de dólares, esto es,
25.070 veces el ingreso medio de los trabajadores de esta misma empresa.
Bill Gates, ese mismo año, tenía un capital superior al del 45% de los
hogares de Estados Unidos, un país donde el 5% de los hogares con mayor
poder adquisitivo disfruta del 50% de la renta nacional
[7] Y lo curioso es que este escandaloso desequilibrio social se da,
como vemos ya, no sólo comparando el primero con el tercer o cuarto
mundo, sino también dentro de los países más desarrollados, donde podría
esperarse una mayor igualdad entre sus habitantes. Cuánta actualidad
tiene la vieja parábola del rico y Lázaro
Hay otra escena del evangelio (Lc 18,18), en la que se acerca a Jesús
un magistrado rico, que no satisfecho con tener ya la suficiente
seguridad y protección en esta tierra, gracias a su riqueza, se muestra
además preocupado por alcanzar la vida eterna. A éste, Jesús le hace ver
que, a pesar de haber cumplido, según él, todos los mandamientos que
miran al prójimo –cosa harto difícil si seguía siendo rico en un mundo
con tantas carencias y necesidades-, le faltaba sólo una cosa, un
pequeño detalle: “vender todo lo que tenía y repartirlo a los pobres”,
como condición para seguirlo. Jesús se mostró aquel día más preocupado
por que el rico saliese de su injusticia, haciéndose solidario de los
pobres, que por la obtención por parte de aquél de la vida eterna. Pero
a aquel rico debió parecerle Jesús un maestro un tanto decepcionante al
exigirle algo que no entraba en sus planes de anhelo celestial: vender y
dar lo que tenía, o lo que es igual, quedarse sin su seguridad aquí
abajo, para seguirlo. Arriesgada aventura a la que el rico no estuvo
dispuesto, pues no parecía interesado en la transformación de la
sociedad ni en la eliminación de la pobreza. Una pobreza flagrante
que debiera avergonzarnos hoy, pues en nuestro mundo 3.000 millones de
personas viven con menos de 2 dólares al día y de éstos 1.300 millones
con menos de un dólar. Sería tan fácil remediar esta pobreza si
quisiéramos: para erradicarla en todo el mundo bastaría con invertir
solamente el 1% de los recursos globales. Las cosas han ido en este
aspecto a peor desde tiempos de Jesús, pues nunca hubo, como ahora, tan
pocos ricos con tanto dinero y tantos pobres tan pobres.
Parábolas, dinero y bienes
Fue Quevedo quien diagnosticó de modo brillante el poder de este
dios-dinero, adorado por quienes no adoran al Dios verdadero. Mucho
antes, por supuesto, lo había hecho Jesús, que sabía hasta qué punto
este dios podía esclavizar el corazón humano, sentenciando tajantemente:
“No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13). Así de claro.
Y no es que Jesús estuviese a priori en contra del dinero, un
bien necesario e imprescindible para poder llevar una vida humanamente
digna; lo que Jesús ataca con esa frase es la acumulación de dinero por
parte de unos pocos y en detrimento de la mayoría.
No vivía Jesús fuera de este mundo, ni era un maestro preocupado por
cosas de la estratosfera. Como buen pedagogo y consciente de la
importancia que el ser humano da al dinero y a los bienes materiales,
llama la atención que Jesús los trae a colación en gran parte de las
parábolas del evangelio, precisamente con las que quiere explicar a qué
se parece el reino de Dios. En lugar de elaborar un discurso abstracto y
teórico, Jesús habla a sus oyentes con parábolas que reflejan escenas de
la vida real en las que el dinero y los bienes están directa o
indirectamente implicados: unos viñadores que deciden matar al hijo del
dueño de la viña para quedársela en herencia (Mt 12,11); un
empleado a quien se le condona una deuda ingente que es incapaz
de perdonar al compañero que le debe una nimiedad; un administrador que,
al enterarse que va a ser despedido, decide renunciar a su porcentaje
de ganancia para con los acreedores de su amo, con la finalidad de
garantizarse ser acogido en casa de ellos cuando pierda el empleo (Lc
16,1-8); un rico que banquetea cada día, mientras un pobre no
tiene para llevarse a la boca ni siquiera las migajas que caen de la
mesa del rico (Lc 16,19-31); unos invitados a la boda que se excusan de
asistir al banquete por haber comprado un campo o tener que
probar cinco yuntas de bueyes o haber contraído matrimonio,
resultado éste también de una transacción económica entonces; un hombre
que se va de viaje y encarga a sus empleados cuidar de sus bienes,
dándole a uno cinco talentos, dos al segundo y uno al tercero (Mt
25,14-30); un prestamista que tenía dos deudores (Lc
7,41-43); un samaritano que no sólo socorre al malherido, sino que da
dos denarios de plata al posadero y le promete pagarle a la
vuelta lo que gaste de más (Lc 10.30-35); un amigo que pide a otro que
le preste tres panes para ofrecerlos a un amigo que había venido
de viaje (Lc 11,5-8); unos jornaleros contratados para trabajar en la
viña que perciben al final del día el mismo salario,
independientemente de las horas de trabajo realizado; diez muchachas
necias que piden a las sensatas que les den de su aceite para que
no se les apaguen los candiles (Mt 25,1-13); un rico necio que,
en lugar de compartir con los demás el fruto de una cosecha abundante,
sólo piensa en construir unos graneros mayores y darse a la buena vida (Lc
12,13-21). Varias parábolas menores del evangelio tienen también como
tema el dinero o los bienes materiales más preciados: el dracma
perdido (Lc 15,8-10), la perla preciosa (Mc 13,45), el tesoro
escondido (Mc 13,44).
Jesús no era un iluso. Tenía bien puestos los pies en la realidad y
sabía que el dinero era necesario para vivir. Pero también que su
acumulación en manos de unos pocos era la causa de aquella sociedad
basada en la injusticia y en la desigualdad en la que una mínima parte
de su población se había apropiado de los bienes que debían ser
disfrutados por todos. Es terrible pensar a estas alturas del siglo
XXI de la era cristiana que 1.200 millones de personas no tengan acceso
a algo tan elemental como el agua potable y 158 millones de niños
menores de cinco años padezcan malnutrición
¿Felicidad, pobreza y reino?
Por eso, cuando formuló la primera y principal bienaventuranza, no
dudó en unir lo que ninguno de nosotros se habría atrevido a emparejar:
felicidad, pobreza y reino.
La pena es que también esta primera bienaventuranza ha sido mal
traducida y mal interpretada a lo largo del tiempo. “Bienaventurados los
pobres de espíritu, porque suyo es el reino de los cielos” (Mt 5, 3),
dicen que dijo Jesús. Traducida de este modo, esta bienaventuranza ha
sido interpretada en dos direcciones:
- Para unos, lo importante era ser “pobre de espíritu”, esto es,
estar desprendido espiritualmente de los bienes, pero sin renunciar a
ellos, por supuesto. Crossan[8] -quien, por cierto no
ha entendido el sentido de la primera bienaventuranza- va en esta línea
cuando afirma que se trata, según Mateo, no ya de la pobreza en sentido
económico, sino en sentido religioso; esta interpretación ha servido
para tranquilizar a lo largo de la historia del cristianismo a todos
aquellos que, siendo ricos, decían haber renunciado en su interior a la
riqueza (=pobres de espíritu), pero sin desprenderse realmente de ella,
haciendo posible de este modo lo que Jesús declara absolutamente
inviable: riqueza y reino de Dios: “Os aseguro que con dificultad va a
entrar un rico en el reino de Dios. Lo repito: Más fácil es que entre un
camello por el ojo de una aguja que no que entre un rico en el reino de
Dios” (Mt 19,23-24). Tan difícil como hacer pasar el animal mayor –el
camello- por el agujero menor –el ojo de la aguja-. Prácticamente
imposible, aunque también a esta frase –de interpretación tan obvia,
pero de contenido tan duro- se le han buscado las más sofisticadas
interpretaciones, para hacer que los ricos –sin dejar de serlo- también
pudiesen estar al cobijo de la salvación ofrecida por una iglesia que,
con frecuencia, supo quitar el aguijón al evangelio, haciendo acopio de
bienes materiales y gozando, de este modo, del poder, la seguridad y el
prestigio social que la posesión de estos proporciona.
-Para otros, los pobres no tenían ni tienen por qué preocuparse de su
situación, porque de ellos es ya el bien más preciado, el reino de los
cielos. Su sufrimiento aquí se ve ya compensado en el presente por
poseer ya este reino, sabedores además de que Dios en el reino futuro
pondrá los puntos los puntos sobre las íes, aun a precio de tener que
soportar en esta tierra una vida de carencias y penalidades extremas...
¡Vaya gracia!...
Y, sin embargo el sentido original del texto griego de esta
bienaventuranza va por otros derroteros. Jesús declara que solamente
aquellos que sean capaces de hacerse pobres hasta el extremo de la
mendicidad, si hiciese falta -pues el texto griego utiliza la palabra
ptôkhós (mendigo) en lugar de pénês (pobre)- renunciando
voluntariamente a la riqueza, sólo estos pueden formar parte de la
comunidad o grupo humano sobre los que Dios reina. Al mismo tiempo,
proclamando dichosos a los pobres voluntarios, éstos se verán libres de
toda atadura para denunciar la miseria en la que anda sumida gran parte
de la humanidad y que no es en modo alguno un estado deseable ni
causante de felicidad, pues degrada al ser humano, lo lleva a perder su
autonomía, acaba con todo proyecto de comunidad y fraternidad, y hace
nacer en el interior del corazón la envida, el resentimiento y la
desesperación[9] . ¿De qué estado de felicidad, me
pregunto yo, pueden disfrutar los más de 800 millones de personas de
nuestro mundo que en la actualidad carecen de los recursos suficientes
para comer?
A la felicidad o bienaventuranza se llega, según Jesús, liberándose
voluntariamente de la esclavitud del dinero, un dios que exige idolatría
y que cierra el corazón humano al amor solidario y, al mismo tiempo,
luchando -con el arma de la libertad que genera la pobreza voluntaria-
contra la pobreza material que hunde al hombre en la miseria y le cierra
el paso a su desarrollo humano integral.
De ahí que la traducción o interpretación más adecuada del texto
griego de la primera bienaventuranza me parece la propuesta por Juan
Mateos: “Dichosos los que eligen ser pobres” (= “los pobres por el
espíritu”, esto es, los que han decidido por propia voluntad ser o
hacerse pobres en el sentido obvio de la palabra, pues el espíritu es
para los semitas la facultad o sede de las decisiones)… “porque ellos
tienen a Dios por rey”, y prueba de ello es que han sido capaces de
renunciar al dinero –verdadero dios para la inmensa mayoría de la gente
de nuestro mundo-, y no lo han hecho para aumentar la ingente multitud
de los pobres de la tierra, sino para sacar de la pobreza a los que
andan sumidos en ella. Evidentemente que se trata de una formulación
extrema –como tantas otras que hay en los evangelios- con la que Jesús
indica hasta dónde hay que estar dispuestos a llegar para acabar con
este orden injusto. No proclama Jesús dichosos solamente a los que ya se
han hecho pobres, sino a todos aquellos que han iniciado este camino
para acabar con la injusticia en el mundo y, en la medida de sus
posibilidades y capacidades, marchan para conseguir esa meta. Podemos
decir que Jesús invita a sus seguidores a hacerse voluntariamente pobres
para que ninguno lo sea realmente.
Esta interpretación de la primera bienaventuranza no es nueva, como
podría pensarse, pues ya era compartida incluso por algunos santos
padres de la Iglesia. Basilio de Cesarea escribía: "Estos pobres de
espíritu no se han hecho pobres por ninguna otra razón a no ser por la
enseñanza del Señor que ha dicho: "ve, vende lo que tienes y dáselo a
los pobres", y Cromacio de Aquilea, comentando las bienaventuranzas,
afirma que "no toda pobreza es dichosa, porque con frecuencia es
consecuencia de la necesidad... Dichosa es, pues, la pobreza espiritual,
esto es, aquella de quienes se hacen pobres por Dios en el espíritu y en
la voluntad, renunciando a los bienes del mundo, y dando generosamente
sus propios bienes"[10]
Es tal el empeño de Jesús en su evangelio por denunciar las
situaciones de riqueza acumulada por parte de los ricos -a los que
dedica en el evangelio de Lucas cuatro malaventuranzas paralelas a las
bienventuranzas- que creo no es gratuito afirmar sin ningún complejo que
el núcleo central de la utopía del reino tanto ayer como hoy sea,
la liberación de los pobres, que comienza -aunque no se limita a
ello- por la eliminación de su pobreza-mendicidad, ese estado en el que
es imposible el desarrollo humano. Jesús invita a estos pobres liberados
no a ser ricos sino a llevar una vida de austeridad solidaria,
expresión que puede considerarse como la nueva formulación de la pobreza
evangélica. El camino de la felicidad se halla paradójicamente donde
nadie espera encontrarla, en la renuncia voluntaria a la acumulación de
bienes, con la finalidad de que éstos se distribuyan entre todos y se
acabe esa radical desigualdad en la que anda sumida la humanidad.
Los pobres –aquella multitud de desposeídos de la tierra- fueron el
centro de atención de Jesús, una constelación de indigentes, mendigos,
endemoniados, ciegos, cojos, enfermos, prostitutas y un largo
etcétera por cuya compañía y defensa fue declarado indeseable a los
ojos de la “gente de bien” de entonces y merecedor de un suplicio
abominable. Y fueron precisamente los ricos –y con ellos los fariseos,
amantes del dinero, además de piadosos- el objeto de los mayores y más
duros ataques del maestro nazareno.
La nueva sociedad o reino de Dios, preconizado por Jesús, se hará
realidad aquí y ahora en la medida en que haya gente que se adhiera a su
programa de austeridad solidaria, para alumbrar de este modo una nueva
humanidad, llamada a la salvación. Y no debemos olvidar que la salvación
comienza por la liberación del pueblo de aquellas condiciones de vida
-como la pobreza forzosa- que impiden su pleno desarrollo humano.
El espacio reservado a este artículo no me permite desarrollar cuáles
son las características de esta nueva sociedad sobre la que Dios reina.
En mi artículo Jesús, el Evangelio y la Iglesia, publicado en las
actas del XVI Congreso de Teología[11] , comentando
las parábolas, la he definido como una comunidad modesta, sin
pretensiones de grandeza, pero acogedora (Parábolas del grano de
mostaza, Mc 4,30-32, y de la levadura Lc 13,20-21); “una comunidad de
iguales que no excluye ni discrimina (Parábola de los invitados al
banquete, Lc 14,7-14.15-24), una comunidad sin últimos ni primeros,
que altera escandalosamente el orden establecido como generador de
injusticia (Parábola de los jornaleros invitados a la viña, Mt
19,30-20), una comunidad esencialmente extrovertida: preocupada
por los que se han ido de casa y por los que no quieren entrar (Parábola
del padre pródigo, Lc 15,11-32). Pero, y sobre todo, habría que
describirla como comunidad que practica hasta lo inimaginable el amor
solidario (Parábola del samaritano, Lc 10, 25-37)[12]
. Esto es y no otra cosa el reino-reinado de Dios en esta tierra. Que de
lo que sea de éste en el más allá, poco podemos saber por el Nuevo
Testamento, a no ser que tanta cantidad de amor y servicio no puede
acabarse con la barrera de la muerte.
Notas:
[1] Cfr. Método de Análisis semántico, aplicado al griego del
Nuevo Testamento, El Almendro 1989, 161-162
[2] Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico, II,
Verbo Divino 2000, pp. 296-297.
[3]Grijalbo Mondadori 1996, p. 71.
[4] Juan. Texto y comentario, Ediciones El Almendro, Córdoba
2002.
[5] La plenitud de vida supone como t la participación del hombre de
la vida divina (el Espíritu) (cfr. J. Mateos -F. Camacho, El
evangelio de Marcos, I, 376.
[6] John D. Crossan, Jesús. Biografía revolucionaria, p. 71.
[7] Datos tomados del magnífico artículo de Daniel Raventós y
Andrés de Francisco, Ricos y pobres, Diario El País, 16-11-02.
[8]
Cf. Jesús. Biografía revolucionaria, p.79.
[9]
En este sentido interpretan la primera bienaventuranza J. Mateos
y J. Camacho (El evangelio de Mateo. lectura comentada, Ediciones
Cristiandad, Madrid 1981, 53-54).
[10] A este respecto puede leerse el magnífico y minucioso
comentario de las bienaventuranzas de Alberto Maggi (Las
Bienaventuranzas. Traducción y comentario de Mateo 5,1-12. Ediciones
El Almendro, Córdoba 2001, pp. 47-78).
[11] Puede leerse también en Intenet:
www.elalmendro.org/epsilon/menu5.htm, revista virtual Nuevo
Testamento on line de la Fundación Épsilon.
[12] Muy sugerente me resulta el capítulo que Crossan ha
dedicado en Jesús: biografía revolucionaria a la explicación del
reino-reinado de Dios, titulado “Un reino de fastidios y de don nadies”
y descrito como un reino de niños o gente que no cuenta ni tiene poder,
que practica la comensalía abierta y que ha optado por el igualitarismo
radical; puede verse también del mismo autor el capítulo titulado “El
reino y la sabiduría” en Jesús: vida de un campesino judío,
Crítica-Grijalbo-Mondadori 1994.
|