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El Sueño de Miriam

2Re 23, 22 (desde el nuevo paradigma Arqueológico Bíblico)

Maria Silvia CARESANI


 

 

Mi nombre es Miriam. Vivo con mi familia en una zona rural cercana a Jerusalén, aunque en realidad nuestros antepasados son originarios del norte de Canaán, del valle de Yezrael, ¡cómo olvidarlo! Es que en nuestra cultura es fundamental narrar la historia de los orígenes tribales, ya que así mantenemos viva la memoria de nuestros clanes.

En mi casa, es rara la noche que, reunidos en torno al fuego, alguno de mis parientes más ancianos no comience a contarnos alguno de sus recuerdos. Del valle de Yezrael, por ejemplo, nos han hablado tantas veces que hasta podría dibujarlo. Era extenso y muy fecundo, daba gusto ver las colinas salpicadas aquí y allá con olivares y viñedos1

.

Según parece, fue en aquellos tiempos cuando nuestros antepasados, que eran nómadas, sin dejar del todo sus rebaños, decidieron instalarse en aquella región y dedicarse a la producción de vino, en lo cual deben haber sido expertos, ya que ésta es, hasta hoy, la especialidad de nuestra familia. Todos, hasta los más chiquitos, trabajamos en ello, porque desde hace ya unos años Jerusalén se ha vuelto un centro comercial bastante importante2.

Pero si tengo que serles sincera, la época que más disfruto es el tiempo anterior a la vendimia, cuando las vides están llenas de racimos inmensos y perfumados; el aroma es tan intenso, que lo envuelve todo; entonces, cierro los ojos, y envuelta yo misma por el perfume, danzo y me imagino que soy como el incienso que los sacerdotes ofrecen para dar gracias a Yavé, nuestro Dios, en los lugares altos.

Sí, el Dios de nuestro clan es Yavé; también lo era de nuestros antepasados en Israel. Cuando los ancianos cuentan sobre aquellos tiempos remotísimos, dicen que la mayoría de las personas de los alrededores de Yesrael reverenciaban a dioses cananeos, pero que nuestra familia siempre veneró a Yavé, como las familias más cercanas a las serranías de Samaría3. Pero los dioses y las diosas de los clanes vecinos, no eran sentidos como rivales peligrosos: al contrario, enriquecían con su sabiduría la espiritualidad del propio clan y creaban un fuerte sentido de familia ampliada. Hasta recuerdo que, de pequeña, cuando se contaban estas historias, todos los niños jugábamos mientras coreábamos un canto que nos habían enseñado: «Yavé y su esposa Aserá se abrazan para cuidarnos mejor», y cada uno tenía que salir corriendo mientras los dos chicos que los representaban trataban de atraparnos con su abrazo4.

Nos entreteníamos mucho con aquellas narraciones, en las que todo parecía ser fantástico, una época en la que Israel gozaba de gran prosperidad, con ciudades fuertes y un gran ejército5, y lógicamente no faltaba la pregunta que más de uno se hacía: ¿por qué emigraron entonces? La respuesta no se hacía esperar: el abuelo Joás, especialista en poner voz dramática, señalando el fuego que nos reunía, recordaba cómo, en algún momento de la historia, las tierras de nuestros antepasados habían sido arrasadas por el fuego y ellos decidieron, con la única herencia de sus tradiciones, emigrar hacia el sur, al pueblo de Judá, con quien compartían el culto a Yavé, muchas de sus historias y leyendas, una lengua muy similar6 y, además, al ser pueblos más pequeños y pobres, no sufrían los sobresaltos de constantes invasiones.

Pasaron muchos años de aquella travesía. Ya en tierras de Judá, nuestros antepasados se instalaron donde hoy estamos, cerca de Jerusalén, y con mucho esfuerzo volvieron a dedicarse a sus viñas. Aparentemente, en algún momento tuvieron noticias de un nuevo florecimiento de Samaría, y se sintieron un poco arrepentidos por no haberse quedado en esas tierras altas, muy aptas para los viñedos7, pero no alcanzaron a lamentarse, porque al mismo tiempo llegaron comentarios de que tanta riqueza era fuente de grandes injusticias y graves desviaciones en el culto a Yavé8. Y de hecho, años más tarde fue famosa la caída de Samaría a manos del poder asirio, dejando al pueblo de Israel totalmente derrotado9.

Se estarán preguntado por qué me rondan todos estos recuerdos... Es que hace unos días, sorpresivamente, fuimos convocados por el rey Josías para participar de una reunión a las puertas del Templo. Con gran solemnidad se anunció el descubrimiento de un libro que contenía los mandatos de Yavé. Todos escuchábamos con gran atención10. Algunas de las leyes recogían lo mejor de nuestras tradiciones, en especial lo que se refiere a la preocupación por los más débiles y desvalidos. Escuchar al rey era casi como escuchar a mi padre cuando decía: «cuando recojas los racimos de tu viña, no rebusques los racimos, déjaselos al emigrante, al huérfano y a la viuda»11. Pero las otras prescripciones, en su mayoría, tenían que ver con la pureza del culto a Yavé, el único Dios, que sólo podría ser adorado en el Templo de Jerusalén, y que todas las otras expresiones de veneración del pueblo, deberían ser eliminadas, porque era eso lo que provocaba la ira de Yavé y la desgracia del pueblo...

Después de la caída de Samaría, algunos sacerdotes del norte, escandalizados con los abusos de la ciudad y sus gobernantes, habían escapado hacia el sur y se habían unido a los sacerdotes de Jerusalén, trayendo la historia del un caudillo de nuestros pueblos llamado Moisés, con quien Dios habría hecho una alianza especial; era a él, de acuerdo a lo que comenzó leyendo el Rey, a quien se le habrían revelado las normas que estábamos oyendo...12

Aunque el momento era muy solemne, fue inevitable el murmullo de desconcierto y pesar en diversos grupos de los que allí estábamos reunidos. Entre ellos, mi familia y yo. Como les conté nuestra familia hacía buenos negocios con los vinos; mis hermanos varones habían aprendido a leer y escribir, y eran ellos los que se encargaban de los negocios, por lo cual tenían que viajar y relacionarse con mucha gente, también con extranjeros.

Mientras el Rey avanzaba en su lectura, ellos comentaban que era muy rara esa historia del tal Moisés; nunca se había escuchado de él en las historias antiguas y ni siquiera uno de los profetas de Israel lo mencionó alguna vez, y si había sido tan importante… Pero qué casualidad –decían–, justamente ahora hablar de Egipto13… Todos nos quedamos mirándolos. Es que los asirios fueron vencidos por los egipcios –-nos explicaron– y es evidente que a Josías se le abren grandes horizontes, se da cuenta que es un momento ideal para extender las fronteras hacia el norte, hacia aquellas tierras que siempre le hicieron sombra, y que ahora podrían ser su Reino... Pero el posible enemigo era Egipto, por eso necesitaba dar al pueblo una esperanza nueva y grande, algo que los llenara de coraje. Decían también que, conociendo nuestro natural sentido de religiosidad, seguramente había pensado que promoviendo una reforma religiosa, conseguiría movilizar la conciencia moral del pueblo hacia sus objetivos. La verdad, ellos intuían que ese libro no había sido encontrado, sino que había sido cuidadosamente elaborado y escrito por la corte que lo rodeaba, contando, claro, con tradiciones anteriores, pero con el matiz de lo que pretendía conseguir14. Al parecer la intención era buena, dar al pueblo una identidad clara que fortaleciera su sentido patriótico para luchar por su nación, siendo fiel al Dios que lo había elegido. Y de hecho, aquellas palabras fueron tan convincentes (y refrendadas con suculentos sacrificios), que la mayoría del pueblo se lanzó sin más a ponerlas en práctica. Pero aunque muchas de las leyes intentaban proteger los derechos más fundamentales, en lo que se refiere a nuestra relación con Dios sólo generó distancia; lo que antes vivíamos como un vínculo cercano con quien nos cuidaba y velaba por nuestras vidas, se convirtió ahora en una serie de normas que, si no eran obedecidas, provocaban el furor de un Dios celoso e iracundo, para Quien, aparentemente, el fin justificaba los medios, ya que el sentido religioso nacionalista alentado en el pueblo ya es causa de permanentes enfrentamientos, que sólo dan como resultado luchas, muertes, intolerancias, y para colmo, ¡todo atribuido a Sus eternos designios!

Les conté que me llamo Miriam. Mi nombre significa mujer a quien Dios ama. Me gusta mucho mi nombre, me dijeron que muchas de mis antepasadas lo llevaron, pero la verdad pienso que todos deberían sentirlo como suyo, porque es así como siento a Dios, amándonos a todos. Por eso, sueño que un día Josías, su corte, el pueblo y las próximas generaciones, puedan darse cuenta de que reivindicar el poder a costa de destrucción (de todo tipo) sólo trae más destrucción; pero que también podemos «de-construir», para descubrir nuevos y esperanzadores sentidos a esas Palabras…

 

María Silvia Caresani

Neuquén, Argentina

 

Notas:

1Finkelstein, La Biblia Desenterrada, Siglo XXI, Madrid, p. 153.

2 Liverani, Más allá de la Biblia, Crítica, Barcelona, 2005, p. 204.

3 Finkelstein, ibid, 181.

4 Ibid, 220.

5 Ibid, 169.

6 Ibid, 155.

7 Ibid, 194.

8 Ibid, 199.

9 Ibid, 203.

10 2Re 23,22.

11 Dt 24,21.

12 Finkelstein, ibid, 207.

13 Ibid, 81-82.

14 Ibid, 247ss.

 


 



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