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En un instante estaremos ya en el cielo

Mt 25, 34-40

Cynthia Esther ALARCÓN MÚGICA


 

 

El reloj marca las 12, tu corazón aún tiene pulso, el pulso de tu vida en el vaivén de las horas y la incertidumbre. Fue un perro, un golpe del destino que en medio de la velocidad se apoderó de tu motocicleta. Estabas habituado a los accidentes, a lo extrema que puede llegar a ser la vida, al desapego material e inmaterial, y pese a eso, tu sonrisa ha sido el estandarte de tu existencia.

De pequeño fue un tractor, un descuido, un desliz por las prisas de aquel trabajador acalorado bajo los recios rayos del sol de mayo. Te recuperaste entre juegos y cuidados maternos. Cada cicatriz era para ti el trofeo de una batalla ganada. Creciste con muchos sueños, correteando en el llano, bajo la sombra de los árboles de ciruela y custodiado por los perros de caza de tu padre, que más que guardianes eran cómplices de tus aventuras. En ellos conociste la lealtad del amigo.

Las personas que te rodean se cuestionaron tu buen ánimo, pese a ser el más pequeño de tus hermanos, eres el que más ha padecido, el más alegre, el fuerte de los fuertes, el incansable soñador. Enfrentaste tus miedos de adolescente cuando pretendías conocer el amor, mientras caminabas hacia esa niña popular que te dio un no por respuesta. Al estar frente a ella, caíste en la cuenta de que su cabello no era de oro, ni sus ojos como estrellas, mucho menos sus labios de cereza; comprendiste que cuando estás más cerca de las cosas que anhelas, tu perspectiva sobre ellas puede cambiar. No así tu sentido de la justicia, esas ganas tuyas de compartirlo todo con todos. Te empeñabas en dar tus domingos a los niños del parque, vendedores de rosas, chicles, cacahuates y pepitas. Te llevó un largo tiempo entender las diferencias sociales, el trato a unos y a otros, lo marginada y miserable que puede llegar a ser la sociedad.

- Papi, ¿por qué ese bebé no llora?

- Porque está dormido, hijo.

Tu padre sabía perfectamente que no era sueño, sino deshidratación. El pequeño era llevado por su madre campesina en aquel reboso, a altas temperaturas y sin un biberón de siquiera agua.

Creciste. Te enamoraste tanto que le propusiste matrimonio a esa mujer que en nada se parecía al amor platónico de tu adolescencia. Sin soñarla apareció como un sueño tan vivo y auténtico; ella no era de cabellos de oro, más bien castaño y despeinado, sus ojos miel sonreían al verte llegar con tu ancha sonrisa; ella amaba contigo la vida, el sonido y el silencio, la música, los libros, la diversión y el compartir. Pero otro accidente intervino, y en esta ocasión la arrebató de entre tus brazos. Regresaban de su luna de miel, ilusionados, contentos, llenos de planes que un autobús descontrolado aniquilaría en segundos.

Pese a tu pérdida no dejaste de creer. Te recuperaste y elegiste vivir el amor de otra manera, entregarte a obras de caridad, generar proyectos en tu empresa que beneficiaran a los más, que eran los que tenían menos.

Pero ahora tu existencia se encuentra en puntos suspensivos. “¿De dónde le viene la fuerza?”, piensan todos al mirarte tumbado en esa cama mientras estás en terapia intensiva. La fuerza te viene de lo alto, de aquel Dios del que poco han hablado tus palabras y mucho tus acciones.

Aquel canino que persiguió tu moto con euforia había interrumpido tu vida, pero no pudo quitarte el privilegio de dar. Tu muerte significa la extensión de la vida de muchos otros, porque ésa fue tu elección diez años atrás, el día en que tu esposa dejó este mundo y en la sala de recuperación resolviste entregarlo todo. ¿Qué es lo que tengo más allá de mis bienes materiales? Mi vida no me pertenece. Nada tengo, nada soy. Si me pasara algo que hiciera que yo faltase, ¿qué de todo lo que tengo me haría falta? Ni siquiera mi cuerpo, pues mi alma ya estaría con Dios. Entonces, elegiste ser dador de lo que por un tiempo te pertenecería.

3:16 de la madrugada, te están interviniendo para el milagro. Sebastián, Lupita, Chucho, Gabriela y Carmelo, niños quemados en el incendio de una guardería a causa de las pésimas condiciones del lugar, podrán volver a mirarse al espejo sin miedo y salir a la calle sin sufrir por las burlas de los demás, gracias a tu piel; Mariano podrá conocer a sus nietos gracias a tu corazón; Martha, dejará de sufrir la dolorosa diálisis gracias a tus riñones; Tomás podrá contemplar por vez primera el rostro de su madre y mirar al mundo más allá de sus manos, gracias a tus córneas.

¿Lo has comprendido, Juan? Tu vida no se extingue aquí, sino que permanece en estos hermanos tuyos que han recibido de ti un poco de lo que Dios te ha dado; sin darte cuenta, al entregarte de esta forma los has amado, y al amarlos a ellos sin duda has amado al Señor. Ahora despídete de tu madre, es momento de partir. ¿Ya lo has hecho? Bien. Entonces, dame la mano, que en un instante estaremos en el Cielo.

 

Cynthia Esther Alarcón Múgica

Xalapa, Veracruz, Mexico

 


 



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