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El Árbol, símbolo de Vida y Comunión con Dios

Daniel 4, 20-22

Orlando VALDÉS CAMACHO


 

 

El árbol que viste, que crecía y se hacía fuerte, cuya copa llegaba hasta el cielo, que se veía desde todos los confines de la tierra, cuyo follaje era hermoso y su fruto abundante, en el que había alimento para todos, debajo del cual vivían las bestias del campo y en cuyas ramas anidaban las aves del cielo, tú mismo eres, oh rey , que creciste y te hiciste fuerte, pues creció tu grandeza y ha llegado hasta el cielo , y tu dominio hasta los confines de la tierra

Daniel 4.20-22

 

Para Arturo Aragón, joven cristiano, todos los días tienen un misterioso encanto, todos los días resultan un regalo que Dios le da y que él lo siente cuando, al salir de casa, sus ojos contemplan el frondoso laurel que se levanta imponente a pocos metros del portal. Allí, en medio del gorjeo de los gorriones y el bullicio de los autos en su ir y venir matutino, con la luz del sol colándose desde el horizonte por entre las ramas, se regala unos minutos de oración mientras observa la magnificencia de aquel árbol que, como otros tantos que se extienden a ambos lados de la calle, cada mañana le da la bienvenida.

Sin embargo hoy, para sorpresa de Arturo Aragón, el laurel no está ahí para saludarlo, no está con el acostumbrado retozo de los pájaros y el rocío de la noche que termina. El hombre siente que algo se rompe en su interior, el encanto de una vida pasada toca a su fin. Pero su pesar es mayor cuando recorre con la vista la calle de izquierda a derecha y ve cómo la hermosa alameda, que durante años cobijó con su sombra los bancos coloniales que pululaban en las aceras, está desapareciendo al caer sus árboles uno a uno, cortados con modernos equipos. Incluso la enorme Ceiba al final de la calle ya recibe la primera poda.

Arturo se acerca rápido al grupo de obreros y después de preguntar quién es el responsable se dirige hacia donde está un señor grueso, con gafas en la punta de la nariz que contempla con detenimiento varios planos sobre una mesa portátil de aluminio. Arturo conoce el motivo de aquel desastre. El gobierno ha autorizado la tala de la antigua alameda para construir una calle más amplia que permita el paso de una mayor cantidad de autos ligeros y camiones de carga. Entonces pregunta si el gobierno estudió la posibilidad de realizar una circunvalación que sea capaz de cumplir con aquel objetivo sin necesidad de destrozar los laureles, pero el grueso individuo, sin mirarlo, contesta que es mucho más fácil y barato utilizar los espacios laterales de la alameda, que comenzar una obra tan costosa por las afueras de la ciudad.

Arturo no dice más, sabe que el individuo es otro de los tantos indolentes que apoyan las tontas ideas de quienes planifican el progreso a golpe de extinción. Regresa con la cabeza gacha y se sienta en el portal, no puede concebir que alguien pueda estar de acuerdo con destruir un sitio que es el símbolo de la localidad, no sólo porque ayuda a purificar el aire enrarecido, sino porque los árboles representan la vida, el establecimiento de las raíces del ser humano sobre la tierra, el acercamiento al cielo y la comunicación con Dios. En ese momento Arturo comprende que la deforestación que ocurre de manera desenfrenada en la cuenca del Amazonas y en la mayoría de los países de América Latina para sustentar las economías de las naciones poderosas, también, de manera peculiar y poco ortodoxa, está teniendo lugar en su país, en su provincia, en su ciudad. No importa que esa deforestación no sea masiva, pues cada árbol que se arranca significa que alguien morirá por contaminación del aire o falta de alimento. Las personas ateas y sin una visión racional del mundo, se han olvidado que el Señor del universo creó los árboles al tercer día del comienzo, mucho antes de que gracias a su misericordia y magnanimidad el hombre poblara la tierra. ¿Entonces, por qué destruirla?, ¿Por qué levantar un monstruo de cemento y asfalto donde la gente de bien puede mantener una estrecha relación con la naturaleza, una hermosa complicidad de amor con el espíritu mismo de la creación? ¿Acaso el árbol no representa también la familia, la capacidad del hombre de amar, de mantener sus vínculos con el pasado y su respeto por el futuro? Arturo suspira, sabe que no se trataba de negar el desarrollo, de no mejorar las posibilidades que pueda tener la comunidad de viabilizar su desenvolvimiento cotidiano, pero sí de hacerlo en común armonía con la naturaleza, buscando un equilibrio entre arquitectura, flora y fauna. Porque durante decenas de años esos árboles han sido la fuente de vida y el refugio para una multitud de seres vivos. Su ciclo de existencia representa la renovación constante del oxígeno, el alimento que beneficia directa o indirectamente al ser humano, y también, por qué no, la cuna donde nacen los sueños de aquellos que creen en el mejoramiento del mañana.

Fue su padre el primero en inculcarle el amor por la naturaleza, el que primero le enseñó el significado de las plantas a través de maravillosas lecturas bíblicas, quien le dijo que el hijo de Dios, por medio de parábolas y sabios preceptos, demostró a nuestros ancestros el poder manifiesto de la creación de los árboles. Quizás por eso desde muy temprano Arturo se propuso ser ingeniero Forestal. ¿Cómo resignarse entonces a que el hermoso paseo donde crecieron sus antepasados, los bancos donde los enamorados compartieron orgullosos sus primeros besos y donde la ternura de las hojas empujadas por el viento dibujaron formas increíbles, sea ahora un paraje descubierto, un espacio maltratado por el sol, el ruido y el humo de los autos? ¿Cómo asimilar que el hombre, encargado de generar proyectos que perpetúen la obra de Dios, el responsable de mantener vivas las esperanzas de una recuperación ambiental para las nuevas generaciones, es quien está destrozando el entorno y autodestruyéndose?

Con lentitud pasmosa, como si las piernas le pesaran una eternidad, Arturo entra y cierra la puerta. Luego se arrodilla junto a la cama y comienza una oración por el mundo, por su país, por su ciudad. Finalmente, con los ojos apretados para impedir que la lágrima salga, pide perdón por él mismo, porque en el fondo, por un inexplicable miedo que lo lleva a no hacer nada, él también se siente culpable.

Nota 1: Basado en un hecho real ocurrido en la década de 1970, cuando la calle Alameda, para asombro de sus vecinos, fue invadida por buldózeres y motosierras que echaron abajo el diseño acogedor de su estructura. Este hecho no es aislado, y ha seguido sucediendo, para vergüenza nuestra, en muchos sitios de mi ciudad natal, Pinar del Río, incluyendo la tala de unas 17 ceibas que en los últimos 50 años fueron derribadas por una u otra razón.

Nota 2: Cada año el planeta pierde cientos de miles de kilómetros cuadrados de bosques, y en correspondencia millones de seres humanos mueren de hambre, enfermedades y falta de agua. Mientras menor es la capacidad de la tierra para recuperarse, menor es la posibilidad del hombre de sobrevivir. La razón es una, hombre y árbol son uno solo, están unidos por un nervio únicamente visible para el ojo de Dios, una gruesa arteria que emerge del espíritu de ambos para conectarnos, sin adivinarlo, con ese mundo prometido del otro lado del horizonte y del tiempo.

 

Orlando Valdés Camacho

Pinar del Río, Cuba

 

 


 



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