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TESTIMONIO DESDE LA PLAZA MANUEL RODRÍGUEZ

Mateo 2

José Manuel FAJARDO SALINAS


 

 

Conocí a Inocencio en el arenal de juegos de la Plaza Manuel Rodríguez de la zona Santiago Centro. La gran urbe chilena tiene cuidado en preservar sus áreas verdes para salvar en algo el ambiente, ello por la constante polución que predomina en su atmósfera cotidiana. Así, sus parques y plazoletas, comúnmente cubiertas de esmerados gramales y variedades de coníferas y árboles de la región, son regadas diariamente para sostener el color verde que les adorna buena parte del año. Y en estos espacios salvados para la naturaleza se acostumbran columpios, resbaladeros, gradas y escalones de breve altura, así como estructuras metálicas afines, donde niños e infantes se entretienen ensayando sus primeras acrobacias y maniobras motrices.

No pueden faltar en estos paisajes urbanos bancos de arena para crear figuras, ya sea dibujándolas de modo plano o armándolas en forma de pequeñas construcciones que remedan castillos imaginarios. En este juego se divertía Inocencio mientras sus jóvenes padres lo contemplaban tomados de la mano en una banca cercana.

- Doctor, ¿es seguro el diagnóstico?—preguntó Marisa.

- Prácticamente—respondió él de manera puntual.

- ¿Qué porcentaje de probabilidad?—inquirió Joaquín.

- 99.9 % --aseveró lacónicamente el galeno.

- ¿Y qué nos recomienda entonces?... –insistió Marisa.

El aborto terapéutico es una opción saludable. Pero es su decisión… --concluyó el ginecólogo poniéndose de pie para avanzar en la atención de la siguiente consulta del día. Joaquín y Marisa se miraron tan profundamente como cuando se prometieron mutuo amor en el vagón de Metro que los llevaba del centro de la ciudad a Puente Alto, su municipio natal.

Luego de casarse la joven pareja vivía alquilando un modesto cuarto cerca de sus lugares de trabajo, ella como cajera en un supermercado y él como vendedor en una tienda de calzado. Ese día habían pedido permiso para ir juntos a la consulta médica de control pues el resultado de la última prueba de laboratorio los había dejado confusos.

Al salir de la clínica marcharon rápidamente a sus labores pues el permiso sólo era hasta media mañana. Laboraron automáticamente, con la mente en otra dimensión. En la noche el “¿qué tal?” y el “¿cómo te fue?” dio paso en pocos instantes a lo que les preocupaba: ¿qué decidir? La respuesta se condensó en una cena silenciosa… mordisqueando un par de sopaipillas y sorbiendo sendas tazas de té tibio. Era algo más que juzgar pros y contras, era una encrucijada donde lo que pesaba en la balanza era algo más que un sí o un no. Era algo más… o alguien más.

Y en esta pista surgida del silencio amoroso apareció la idea de conversarlo no entre dos, sino entre tres. El embrión que crecía enclavado en los pliegues uterinos de Marisa también era protagonista de la decisión. Por tanto se acostaron para descansar y dejar que el sigilo nocturno fuera el vehículo para saberse tres en el dilema. La mañana traería la respuesta. Confiando en esto, pudieron dormir serenamente.

A veces Joaquín y Marisa lograban hacer coincidir sus turnos de descanso para los domingos en la tarde, día en que conocí a Inocencio, que con sus ojos rasgados y sus orejas de inserción baja denotaba una alegría peculiar y saltaba de un juego a otro sintiéndose acompañado por la mirada de sus progenitores. Otros niños jugaban también, y no hacían mayor distinción entre sí y el niño con síndrome de Down que les acompañaba. Protegidos del frío vespertino con sus gorras y abrigos, un grupo levantaba nubes de polvo arrastrando los pies en la arenilla que separaba los gramales; Inocencio hacía lo propio y era feliz. Luego de una hora de esparcimiento por todos los sitios y lugares que la plaza le permitió, el unigénito fue recogido por sus padres para retornar a casa pues el lunes se acercaba y era necesario descansar temprano para preparar la rutina semanal. Él marchó con ellos a regañadientes, quería continuar, pero al final se fue. Con sus brazos colgaba juguetonamente de ambos, mientras se despedía del parque arrastrando sus pies y dejando la última estela de polvo del día.

En realidad la decisión que dio paso al nacimiento del niño fue más sencilla de lo esperado. Al despertar, luego de acostarse con la idea de conversar la situación entre los tres, Marisa amaneció muy contenta. Joaquín había soñado con el bebé, sería alto, fuerte y hermoso. Se llamaría Inocencio como el abuelo materno que no había conocido en persona. Marisa estuvo de acuerdo.

El ginecólogo frunció el ceño al anotar en la hoja control de Marisa los detalles en orden a proseguir el embarazo. Se había considerado lo suficientemente convincente cuando les sugirió interrumpir la gestación. El Herodes de la modernidad había perdido una nueva oportunidad de expresar su poder. El anhelo de la eficiencia propuesto desde la acción eugenésica se había frustrado gracias a la oportunidad de comunicación que ambos padres habían propiciado para Inocencio. El “mundo feliz” de progreso indefinido e infinito, sin cromosomas cruzados equívocamente o genes desubicados, daba paso a una anomalía feliz.

No volví a ver a Inocencio luego de aquella fortuita ocasión vespertina, en que casi concluía mi estancia en la capital chilena, ni siquiera sé si ése era su nombre; seguramente sus padres a quienes también bauticé con nombres ficticios algún día considerarán el valor de la decisión tomada desde su trasfondo evangélico cultural, o quizá no… Lo que sí es bastante seguro es que seguirán amando a su creatura desde sus labores, desde su compañía, y sobre todo desde el ejemplo del triunfo de la felicidad más allá de los parámetros modernos de la perfección a toda costa y de la certidumbre eugenésica.

 

José Manuel Fajardo

La Chorrera, Panamá

 


 



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