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PEQUEÑA BUENA NOTICIA

Marcos 9, 33-37; 10, 13-16

Marco Antonio CORTÉS FERNÁNDEZ


 

 

Estoy en sala de partos, escucho indicaciones que el ginecólogo da a mi madre: “Respire pausado, ahora empuje”. Siento una fuerza que me empuja. Me reciben unas manos, siento frío, me envuelven en sábanas. El ginecólogo me entrega en brazos de mi madre y dice: “Parece que la niña tiene rasgos de síndrome Down”.

Mi madre me toma y abraza con mayor amor, y dice: “Déjeme aquí a la niña”.

Despierto en el cunero, los pediatras comentan: “Tiene una CIV, de por sí no viven mucho.” Me visita mi padre, me llama por mi nombre, giro la cabeza ha donde escucho aquella voz, que me hablaba con amor cuando estaba dentro del vientre de mi madre. Dice: “Te quiero mucho y espero que pronto estés con nosotros”.

Tengo 2 semanas, entro a un cuarto con adornos, y colores, me alegro, pues recuerdo que mi madre y padre me platicaban que iba a vivir aquí. Es mi hogar, un departamento pequeño, en una unidad popular. Varias personas me visitan, cada una me hace sentir su amor, por ser parte de su comunidad.

Tengo 1 año, estoy con un vestido nuevo de manta, me felicitan y me dan presentes, la comunidad se organizó para celebrar mi cumpleaños. Desde entonces me gustan las piñatas y los globos.

Mi madre y padre me llevan al Centro Médico, ahí el cardiólogo se dirige a mi madre y le dice que no tiene caso que se haga la operación de mi corazón, y que ni se ilusione, pues no tengo muchas esperanzas de vida, por tener trisomía 21.

Descorazonada por la frialdad de aquel médico, no atina más que decir: “Haremos todo lo posible para que ella viva entre nosotras”.

He cumplido un año y medio, vamos camino al quirófano, mi madre y padre me acompañan, ambos me dicen lo mucho que me quieren. Ya no los veo, pero se que están ahí, afuera, esperándome.

Despierto y me pregunto: “¿Por qué me causan tanto dolor?”. Veo a mi madre con una bata y un tapabocas, me acaricia y me dice que me ama, le salen lágrimas de sus ojos. Ella se hace una pregunta semejante: “¿Por qué para sanarla se le causa dolor?”.

Despierto nuevamente y ahí está mi padre, con una bata y un tapabocas, me tiene tiernamente tomada de la mano, sonríe como queriendo transmitirme alegría. Yo me quejo, para decirle que ya no quiero sentir dolor. El me acaricia y me habla suavemente, busca consolarme, y piensa: “Eres tan pequeña y eres tan fuerte, tu deseo de vivir, me impulsa a cuidarte”. Salen lágrimas de sus ojos, y me regala su sonrisa.

Estamos con una familia solidaria. Me hablan con afecto, a mi tía le gusta jugar conmigo, me ha enseñado un juego, me da servilletas de papel, yo las desgarro, y adorno la mesa y el piso con muchos pedazos.

Mi padre me cuenta la anécdota de lo que sucedió cuando yo estaba en el quirófano: “Tu mamá y yo estábamos afuera de la sala de operaciones, podíamos ver las ramas de un frondoso árbol, un Framboyán, con hermosas flores de tono anaranjado intenso. Nos abrazábamos y compartíamos nuestras lágrimas y oraciones, sinceramente deseando la voluntad de nuestra Madre Padre Dios. Estábamos dispuestas a dejarte partir al hogar eterno. En esos momentos observamos un bello colibrí que se acercaba a beber la miel de las flores. Como fiel mensajero de buena ventura, nos consoló y acrecentó nuestra esperanza de gozar de tu presencia, al comunicarnos que ibas a salir bien de tu operación”. Percibo como vibra el corazón de mi padre deseoso de compartir el amor recibido, como su mirada se vuelve infinita portadora de un horizonte lleno de vida, y como su rostro expresa una gracia justificada”.

Estamos en casa, mi madre y padre me dan la noticia de que me llevarán a un centro de desarrollo infantil, donde conoceré a más niñas y niños, y donde aprenderé cosas para mi crecimiento. Mi madre le platica a mi padre, que no me quieren aceptar por que tengo síndrome Down. Mi padre apoya a mi madre y siguen buscando la forma para que me acepten. “¡Buenas noticias!” Gritó mi madre, ya aceptaron a nuestra pequeña. Tengo 2 años, le estoy jalando la silla a mi compañera que está dormida. Oh, oh, parece que se ha despertado. Mejor voy a tomar esta sonaja y voy a jugar con mi otro compañero.

La comunidad volvió a organizarse, para celebrar mis 3 años. Hicimos mi presentación en la celebración de la eucaristía. Aquí están, nuestras amigas, orando juntas para seguir compartiendo nuestros esfuerzos cotidianos.

Mi madre, padre y yo, nos damos a la tarea de buscar un preescolar para continuar con mi proceso de integración educativa. En algunos nos dicen que si me aceptan. Pero al concretar los pasos para mi ingreso, ponen trabas inocuas. Mi madre y padre dicen: “Es por desconocimiento de que cada persona desde su diferencia aporta en un crecimiento recíproco”.

Cada año participamos en la marcha a favor de los derechos de nosotras, las personas diferentes. Los primeros años me llevaron en mi carriola. Éste año participé caminando y cargando un cartel que decía: “Yo observo más allá de mis ojos, yo escucho más allá de mis oídos, yo ando más allá de mis piernas, yo acaricio más allá de mis manos, yo expreso más allá de mi boca. Por una integración educativa integral”.

Gracias a la solidaridad, voy con mi canasta al preescolar, en ella llevo mis alimentos del día. Las maestras me reciben con interés, me acompañan en mis actividades al igual que a mis compañeras. Tengo preferencia por la actividad del cuidado de una palma que está en una maceta, la tomo entre mis manos y la limpio con agua y un trapo.

Estamos viajando, las acciones misioneras de mi madre y padre me han traído a despedirme del mar y la arena, que me vieron nacer. Desde mi ser pequeña, la comunidad me ha aceptado como una misionera que es capaz de abrir los corazones para las acciones solidarias. Hoy estamos con un grupo de trabajadoras que se esfuerzan por construir una comunidad laboral. Me han aceptado con generosidad. Mi madre y padre me llevan a un rincón de la playa, donde dibujamos una hermosa tortuga, que según mi padre, es mi “nagual”, que me une a las fuerzas de la naturaleza y del cosmos. Oramos, nos abrazamos y nos despedimos de ésta parte de nuestra patria para continuar nuestro peregrinar hacia un nuevo destino de misión.

Me pregunto: “¿Por qué dejamos a nuestras hermanas de comunidad, a tantas personas que amamos?” Mi madre y padre me dicen que le llaman discernimiento, y que han escuchado la voluntad de nuestra Madre Padre Dios a través de mí. Yo me siento ligada a un gran amor, una gran ternura, y eso simplemente lo comparto. Me parece que voy conociendo a esa Madre Padre Dios en la cercanía y solidaridad de nuestra comunidad, con mis amigas.

En éste peregrinaje mi madre y padre me van presentando a varias comunidades con las que han compartido partes de sus vidas, y me van comunicando la voluntad de nuestra Madre Padre Dios que en ellas han percibido: “Escuchamos la voz del plumaje de la Tierra, que nos llevó a seguir el camino de las pequeñas: un nuevo amanecer, siguiendo la senda del oasis de sensibilidad, por veredas de un sueño donde se llega a la alegría, retomando el sendero del bosque de la integración”.

Tengo 4 años, mi madre y padre están llenas de esperanza profunda, me comparten su opción por compartir la vida como pobres entre las pobres. Me dicen: “Estamos aprendiendo a ser pequeñas entre las pequeñas”. Estoy en nuestro nuevo hogar, una casa en una comunidad suburbana, en zona irregular, donde tomamos el agua y luz prestadas, en medio de comunidades de varias denominaciones cristianas, con quienes estamos aprendiendo a compartir el pan y las situaciones cotidianas. Mi madre me lee un pasaje del Evangelio: “Entonces Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: <>. Y, tomando a una niñita, la puso entre ellos, la estrechó entre sus brazos y les dijo: <>”.

Mi padre me dice: “Tu eres ese regalo que nos acerca al Reino. No lo eres sólo para nosotras, sino para todas”.

Estamos nuevamente buscando un preescolar. Me inscriben a uno donde me aceptan con disposición, pero donde no tienen experiencia en procedimientos integradores. Gracias a la solidaridad, mi madre y padre pueden pagar la colegiatura.

Crece nuestra esperanza, cuando encontramos un preescolar federal en nuestra localidad, que afirma llevar un proceso integrador. Me cambian e inicio mi ciclo escolar. Mi maestra me excluye, no ayuda a que mis compañeros me integren. Yo a mi manera, voy diciendo a mi madre y padre que no me siento a gusto en esta escuela. Mi madre y padre me dicen que eso es discriminación. Y que seguiremos luchando por construir una sociedad integradora.

Tengo 5 años, regreso transitoriamente al preescolar que me aceptó con disposición y me dio un trato de iguales. Aquí me gusta convivir con mis compañeras. Mi madre y padre me han explicado que entraré en una escuela que si tiene experiencia en integración educativa.

Estoy en un aula, con dos psicólogas de la escuela a la que voy a entrar. Son agradables, estamos haciendo varios juegos, pues ellas van a valorar mis habilidades para ubicar si puedo ingresar. Esto, es algo de selección y entonces hay algo de exclusión. Eso creo. Ellas han valorado que puedo ingresar.

Nuevamente es gracias a la solidaridad de nuestras comunidades, que mi madre y padre podrán pagar colegiaturas.

Me veo a mi misma: Por opción, mi naturaleza decidió ser trisomía 21, una de tantas pequeñas entre las más pequeñas.

Les tengo una buena noticia: Yo, sencillamente doy gracias por mi condición de pequeña y quiero ser solamente lo que mi Madre y Padre Dios me ha regalado ser: “PEQUEÑA BUENA NOTICIA”.

 

Marco Antonio Cortes

Veracruz, México

 


 



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