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SEFARDITA

Gabriel LARA KLAHR


 

 

Para Chema, las mujeres no eran ningún misterio y en el plan de conquistar una, podía usar todas sus armas, que eran muchas. Así que esperó a Nubia una mañana, y al regresar ésta de ver a sus enfermos, en el mismo lugar donde una vez la había salvado de ciertos rufianes, la atajó y galantemente, casi sin tocarla, hizo como si sólo la saludara en un abrazo y con su mejor voz como un Júpiter, la cubrió con su sombra. Nubia riéndose divertida le dijo sin emoción ninguna: “Si mi salvador me asalta quién va a salvarme”. Instantáneamente, Chema se apartó como si le hubiera quemado en las manos un hielo. “Soy tuyo”, atinó a decir.

Pero ella le contestó: “Yo, ya tengo muchos hombres” y agregó sin ninguna afectación: “Adiós”.

 

Más allá de la gran amistad que compartía con tantas amigas de siempre, Chema, por lo pronto, no demostraba ningún interés importante por las mujeres. Era tan exitoso con la mayoría de ellas, sin esforzarse siquiera, que realmente no tenía prisa por conseguir pareja.

Por otra parte, vivía exaltando el tierno recuerdo de la imagen de Sara, su madre.

Debido a ello era muy apegado a su padre, quien siempre tenía en los labios algún elogio para la madre ausente. Desde que ella había faltado, el padre de Chema aseguraba haber iniciado su caminar por el desierto. Aunque para él, el desierto no era un castigo, como podría pensarse. Era un encuentro con experiencias y desafíos interminables, que ponían a prueba, cada vez con distinta intensidad su fe.

Por su parte, Chema, tenía presentes siempre las lecturas de los Escritos Sagrados que desde pequeño escuchaba de su padre. Creía que sus padres habían sido como los esposos más justos que narraban las Escrituras.

Yo no tomo a esta mi hermana
con deseo impuro,
mas con recta intención.
Ten piedad de mí y de ella
y podamos llegar juntos
a nuestra ancianidad. (9)

Ahora mismo, Chema, días después de haber defendido a Nubia, pensaba emocionado que había, como un nuevo Daniel, tenido el privilegio de salvar a otra Susana de las manos de sus sucios seductores.

Tan absorto como estaba por ese íntimo mundo de los libros antiguos, él como joven hijo de rabino se permitía todas las idealizaciones sobre sus entrañables patriarcas y héroes hebreos, tan humanamente religiosos, porque era todo lo que tenía al faltar su madre. Pero al mismo tiempo como joven universitario ensayaba a colocar sobre el crisol de la razón las primitivas concepciones excluyentes y discriminatorias implícitas en diversos rasgos del comportamiento de los antiguos personajes, pues Chema, como buen español, tampoco podía sustraerse a la generalizada tendencia crítica-renovadora, de un pueblo que quería conquistar su tiempo con elementos propios, en abierto juicio contra un pasado viejo, que por célebre que fuera, pertenecía a los muertos y por lo mismo repugnaba.

Chema, pues, con intereses distintos a los de la mayoría de los jovenes, no pensaba en serio en las graciosas muchachas del grupo de amistades de la escuela o del vecindario que tanto soñaban con él y en cambio tenía siempre en mente a aquellas grandes mujeres de la antigüedad tan veneradas de los suyos y cuyo recuerdo formaba en él como un péndulo de sentimientos. Alternativamente, se extasiaba repasando las dificultosas vidas de sus antepasados y sufría así mismo recordando sus contradicciones tan humanas: siempre insatisfechos; pasando de la mayor rudeza al más puro misticismo, de la mayor ternura al peor autoritarismo, de la más sana generosidad a la ambición extrema, del poder desmedido, a la esclavitud...

Como judío quisiera haber aprendido la lección que saltaba a la vista en los libros sagrados, después de tantos esfuerzos del pueblo antiguo, a saber: la exigencia de despejar en el corazón un espacio donde poder descansar El Forastero, pero un espacio también disponible para los hombres, que son la obra maestra de Dios.

¡Gracias, gracias Padre! –suspiraba Chema- ¡Te doy un Gracias a la vista y al portador para que lo cobres cada vez que no recuerde tus beneficios!

 

Últimamente, al recordar Chema a las célebres mujeres hebreas, se hacía presente la imagen de la joven aquella a la que había rescatado. Acaso –se decía- porque no tenía esa mirada de coqueteo nervioso de las amigas de la universidad. ¿Y si esa joven a la que ayudó fuera una viuda? ¡Pero si no tenía más de veinte años! Si fuera una viuda, él podía rescatarla –comprometerse con ella- así como Rut la viuda moabita de las escrituras fue rescatada por Bozz. Era Rut, una de las venerables mujeres preferidas de su padre, de quien éste decía: “Rut es como la tierra; se siembra, y ella dócil, mediante el cuidado recibido rinde a tiempo sus frutos, que vienen a ser la felicidad del labrador”.

 

II

 

Chema, que nunca había entrado a una iglesia católica, había estado siguiendo a Nubia hasta llegar al templo de San Esteban. Las sombras de los retablos y de los confesionarios calmaban toda su inquietud, pues los sobrios macizos de madera parecían esconderse como él, de los animados rayos que el sol lanzaba desde los vitrales.

Los santos no parecían ídolos. Los artistas tenían que haber imaginado lo que significaría la contemplación de Dios por parte de un hombre.

No se explicaba por qué no se atrevía a irse a sentar junto a Nubia. ¡Ël, que sin inhibirse jamás, había reído con su voz abrasadora entre sus amigas!

¿Existe algo más íntimo que una mujer joven sola sentada sobre una banca de madera entre el silencio de una iglesia antigua?

A decir verdad la mujer del retablo que tenía enfrente en ese momento, tenía una sonrisa como la que había visto en Nubia, una sonrisa que lo hacía sentirse bueno. Si era La Virgen, con razón tenía tantos devotos.

Nubia, en ese momento se arrodilló sobre el piso de piedra. Daban ganas de protegerla, y concederle lo que pidiera. ¿Qué estaría pensando? ¡Si pudiera él, colocar su oreja junto a esos labios ahora que ella había cerrado los ojos!

El polvo de sol de los vitrales llegaba hasta el suelo y recordaba la escalera del sueño de Jacob cuya cima tocaba el cielo.

Después de persignarse, Nubia se levantó. Chema, para no ser visto, se ocultó tras un antiguo cancel de madera, pero ella no se dirigió hacia la salida sino que caminó hacia un rincón semi oscuro, al parecer, para entregarle un paquete a alguien que se encontraba ahí.

“Esaú –pregunta ella en voz baja- ¿te pasa algo?” “¡Estás golpeado Esaú, pobrecito!”. “Ven, levántate, te voy a curar”, “Te voy a llevar a tu casa”. Nubia ayuda a incorporarse al sujeto y salen caminando despacio. El corpulento hombre va caminando a tientas con un bastón en la mano. Se trata de un ciego. Se ve que está lastimado y por ello van muy despacio, pero Nubia parece no tener prisa y no deja de sostenerlo. Hasta, en momentos, el ciego se adelanta, a pesar de lo empinado de la calle. Después de largo rato llegan a un puente que cruza el Alberche y como inicia en ascenso, el ciego se comienza a quejar por el esfuerzo, pero Nubia no para de hablar para distraerlo, y todavía cuando van ganando la pendiente, le cuchichea algo, señalando un letrero que alguien había clavado en un tronco, y logra hacerlo reír. Chema, al oírlos festejar, se apresura como si con ello se pudiera incluir en la charla. Al llegar cerca del letrero, se ríe también cuando se acerca a leer: “Los cerdos están, cruzando el puente”.

Chema, permaneció atrás de las tablas que hacían de vivienda del ciego. Escuchaba celoso con qué ternura Nubia le hablaba al ciego mientras lavaba sus heridas y cómo el ciego notoriamente contento no paraba de hablar: “Ven mujercita para que hagamos los tratos de nuestro contacto,.. de nuestros dedos y nuestras caras sin pena,..mujer, de flores y soles, florales también, y tus dedos y tus codos de colores,..quiero beso...ya dame de comer, tengo hambre..un hombre que tiene un racimo de plátanos en las piernas, también las caras de las personas, y sonríen, con su boca, con las flores de sus manos y hombros y caras”.

Chema, intrigado por las palabras del ciego, se asomó por la juntura de las tablas y pudo ver cuando el hombre metía su mano en la abertura de la blusa de Nubia, arañando su carne tibia, mientras ella lo recostaba para acomodarle una venda.

Cuando ya Nubia va de regreso a su casa, ha empezado la noche. Mas, ella sabe que algún ángel siempre la custodia porque presiente su sombra protectora.

 

Gabriel Lara Klahr

Querétaro - MÉXICO

 


 



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