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El sordo tartamudo

Marcos 7, 31-37

Neptalí DÍAZ VILLÁN


 

  Era el día de la reunión comunitaria; sus miembros llegaban al terminar la jornada, después de estar en el mundo como levadura en la masa; este, era el tiempo y el espacio propicio para el encuentro, el diálogo, el conocimiento mutuo y el apoyo; para la escucha de la Palabra y para renovar la Nueva Alianza con Jesús que acontece en ellos salvando sus vidas. La sala familiar donde se reunían estaba llena por la gente que participaba con asiduidad; un ambiente de amistad reinaba en el lugar; todos se conocían y compartían diferentes experiencias, aún las limitaciones humanas que dándoles un buen manejo, les servían para crecer.

- Tenemos un nuevo amigo

Dijo al empezar la persona que presidía la reunión.

- Cuando pasábamos caminando por la casa de sus padres, su mamá nos lo presentó, lo invitamos, él aceptó y aquí está con nosotros.

- ¡Muy bien, bienvenido!

Asintieron todos dándole un caluroso aplauso.

Su rostro reflejaba el miedo que le tenía a la gente, no obstante las sonrisas de las personas; ¡claro! tenía su propia historia:

Su padre y su madre se habían conocido en una de las fábricas de la ciudad que los había subempleado. Los dos andaban sin un rumbo fijo; habían crecido prácticamente solos empleándose en lo que fuera y a cualquier precio, pues eran huérfanos; él, víctima del desplazamiento forzado y ella, víctima de un padre irresponsable que abandonó su hogar.

Llegado el tiempo de carnaval, en una de las noches, salieron juntos a ver el espectáculo al aire libre que pasaba por una de las vías de la ciudad; el colorido, la música folklórica, las danzas, las máscaras y demás elementos típicos, se veía reflejado en las diferentes comparsas que animaban el desfile; el pueblo disfrutaba con la algazara, las risas, los aplausos y los movimientos al ritmo de la música. Todos estaban contentos; hacía poco el carnaval había sido declarado patrimonio oral cultural de la humanidad; era ciertamente un espectáculo de una riqueza cultural muy valiosa. Los dos muchachos, ella más joven y con menos experiencia que él, estaban metidos en el ambiente; él había empeñado el sueldo de la próxima quincena y una grabadora, para tener algo qué gastar con la muchacha y por si acaso se presentaba alguna oportunidad “más interesante”.

Bajo los efectos del alcohol, la inconciencia y los impulsos desenfrenados, sólo necesitaron una esquina oscura de un parque solitario, lleno de botellas, papeles y demás elementos dejados por la gente, para una relación sexual improvisada, rápida y mediocre.

- ¡Ese pelao no es mío! no sé de dónde lo sacaste por estar jodiendo.

Fue la reacción del muchacho cuando su novia le dijo que estaba embarazada.

- Ahí verás si te lo sacas o algo haces, pero a mi no me vengas con cuentos chimbos.

Dijo con insistencia.

En muchas ocasiones pensó efectuar la sugerencia de su exnovio, que al enterarse de su embarazo la dejó sola y le aconsejó buscar un sitio de esos que había en la ciudad donde, de manera clandestina, hacían las operaciones para “liberarse” del “problema” del pelao. Pero decidió enfrentar la situación y seguir adelante con su embarazo.

Para que no la expulsaran del trabajo, tenía que disimular el embarazo; una compañera le aconsejó que se fajara y así lo hizo; sólo a los pocos días del parto se enteraron sus patrones, que en un principio hicieron mala cara pero la dejaron en su puesto.

- Dios se apiada de esta pobre criatura porque uno viene a este mundo es pa` sufrir. Fue la frase de cajón utilizada por la comadrona que le ayudó a tener su bebé dándole una palmada en la nalga, pues no tenía recursos para ir a un hospital y a pesar de ser de estrato “0”, no tenía ni la llamada seguridad social porque antes de las elecciones tuvo que empeñar su cédula para pagar el arriendo y no pudo vender el voto a un político corrupto que, en complicidad con los goleros de turno, afiliaban a la gente a cambio de que votaran por él.

Del papá no se volvió a saber; la mamá siguió con su lucha; al poco tiempo renovaron personal en la fábrica y quedó por fuera. Se dio a la tarea de buscar trabajo en lo que fuera; aun por la mera comida para el niño y para ella. El niño se convertía en ese momento en un obstáculo para conseguir trabajo; la sacaron de la casa donde vivía por no pagar arriendo; durmió en una casa abandonada por varios días; algunas veces tuvo que vender su cuerpo por algunas monedas o simplemente por comida. Por fin, en casa de una familia necesitada de muchacha de servicio doméstico, le ofrecieron por un ínfimo sueldo, trabajar allí y vivir con su hijo. El calvario continuó; los llantos del niño molestaban mucho a los patrones que la obligaban a taparle la boca; siempre permanecía encerrado y no podía salir; la situación empeoró cuando tardíamente empezó a caminar y lo veían corriendo por los corredores, pues lo gritaban y lo mandaban para la cocina o al cuarto de la empleada.

Algún tiempo después, la madre conoció y se hizo novia de un hombre en quien depositó su confianza y vio la posibilidad de salir de ahí y vivir mejor; en un barrio marginal de la ciudad arrendaron una pequeña habitación para los tres. Allí no pararon los malos tratos para el niño: gritos e insultos era el pan de cada día, más aún cuando su padrastro llegaba borracho buscando desahogar sus instintos reprimidos.

El niño iba subdesarrollándose en ese ambiente; Tantundas (que significa tonto o atontado) era su apodo; no conocía otro nombre; el lento, el sute, el sordo, el tartajo, el carisucio, eran términos utilizados para referirse a él. Cada vez que hablaba se burlaban de él, remedándolo; en los juegos era el culpable que su equipo perdiera, pero siempre lo incluían por lo menos para tener a quién culpar; en el estudio era el cabezón, o el coco lleno de agua, el consuelo de muchos al saber que había alguien peor que ellos. En su casa era el que hacía aseo, hacía los mandados, cargaba el agua, ayudaba a cocinar; además, tenía que cuidar a sus hermanitos y permitir que jugaran con él; y por supuesto: soportar los gritos y malos tratos de su padrastro. Su madre tenía sentimientos encontrados para con él; lo quería y sufría cuando lo maltrataban, pero a la vez, su presencia le recordaba los sufrimientos vividos en los que él había estado presente.

Ahora, ya no estaba en ese ambiente donde recibió agresiones, aunque veía en cada persona un posible agresor y por tanto vivía prevenido.

- ¿Cual es tu nombre? Preguntó uno de los presentes.

La que presidía la reunión, que conocía su problema, le hizo señas para que entendiera la pregunta.

Sonrojado y con la voz entrecortada respondió:

- Ta, tan, Tantundas. Tantundas me llaman.

- Seas bienvenido.

Le dijo un niño que acercándose le dio la mano. La comunidad le brindaba la posibilidad de entablar nuevas relaciones.

La reunión siguió su curso; un espíritu de amistad reinaba en la sala; todos participaban: comentaban la Palabra, sus experiencias, su situación, sus esperanzas, su oración. En ese ambiente y en nombre de la comunidad, la que presidía la celebración, se dirigió al hombre enfermo y le dijo: ya no te llamarás Tantundas. Te llamarás Teófilo; porque eres amado por Dios; deja que Dios entre en tu vida, que Jesucristo te toque y vivirás. Somos tus amigos, Cristo vive en nosotros, nosotros te vamos a querer; se le acercó más, abrió los brazos y le dijo: Effeta, ¡vamos, ábrete!; fue entonces cuando se abrió y se dieron un abrazo. Unas tímidas lágrimas, precedidas de un profundo suspiro, salieron de los ojos te Teófilo y una sonrisa empezó a dibujarse en su rostro curtido.

Después de algún tiempo, Teófilo continuó reuniéndose con su comunidad; sus vecinos comentaban asombrados:

- ¿Este no es Tantundas?

- Pero parece como si lo hubieran vuelto a hacer.

Un día mientras caminaba le dijo un chiquillo:

- ¿Tu no eres Tantundas?

- Mucho gusto, soy Teófilo, para servirte, le respondió extendiéndole la mano.

 

Neptalí Díaz Villán

Barranquilla, Colombia

 


 



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