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Diferencia y desigualdad

José María CASTILLO


 

La diferencia es un hecho. La igualdad es un derecho. Por eso la desigualdad es la violación de la igual dignidad que todos los humanos tenemos por el hecho de ser coincidentes en lo que a todos nos iguala: todos somos humanos.

Pero ocurre que, con demasiada frecuencia y sin darnos cuenta de lo que realmente pensamos y decimos, se produce un deslizamiento de la diferencia a la desigualdad. Todos somos diferentes: unos más fuertes que otros; unos más ricos que otros; unos más listos que otros, etcétera. Así las cosas, si fuera cierto que la diferencia justifica la desigualdad, entonces resultaría que el fuerte tendría más derechos que el débil; el rico más derechos que el pobre; el listo más derechos que el torpe, etc. O sea, lo que en realidad ocurriría es que terminaría por imponerse la ley del más fuerte. Y la sociedad se convertiría en una selva.

Hubo tiempos, antiguos y bárbaros, en los que los hombres se pensaban que tenían más dignidad y más derechos que las mujeres. Los señores también se veían con más dignidad y más derechos que los esclavos y los siervos. Los nobles igualmente se creían que eran más dignos y tenían más derechos que los plebeyos. Los justos se imaginaban que les correspondían derechos que no podían tener los pecadores. Los fieles estaban seguros de tener más derechos que los infieles. Y así sucesivamente.

Lo más grave del asunto es que los fuertes no sólo veían así la vida, sino que, durante siglos y siglos, se han dedicado a poner en práctica su ley, la ley del más fuerte, sin piedad, invocando incluso la autoridad divina para actuar de forma tan salvaje. Por eso hay personas que, aunque vivan hoy, en realidad viven en tiempos antiguos y bárbaros. Son los que siguen pensando que los hombres tienen derechos que no pueden tener las mujeres, los que defienden que los empresarios tienen derechos que no pueden tener los trabajadores, los que aseguran que los ricos tienen derechos (pagar una fianza) que nunca podrán poner en práctica los pobres. Y son también –lo diré de una vez– los que se echan a la calle para defender que los homosexuales no pueden tener los mismos derechos que los heterosexuales.

En los tiempos antiguos y bárbaros, a los homosexuales se les quemaba vivos en la plaza pública, como se hacía con los herejes, las brujas, los infieles. Luego, con el paso del tiempo, esa ley se humanizó. A los homosexuales no se les quemaba, ni se les metía en la cárcel. Pero su libertad estaba controlada. Hasta que ha llegado el momento en que se les ha igualado en derechos con los demás ciudadanos. Cosa que algunos no pueden soportar. Porque dicen que eso atenta contra la familia. Y amenaza a la sociedad.

A mí me parece que el fondo del problema está en saber si lo esencial y específico de la sexualidad humana, el culmen de su razón de ser, consiste en el instinto que une al macho y a la hembra para procrear, de manera que así sea posible que sigan naciendo hijos y no se acabe la especie. O si, más bien, lo esencial y específico de la sexualidad humana, el culmen de su razón de ser, no se limita a la facultad de procrear, sino que (eso supuesto) lo que caracteriza al sexo, entre los humanos, es la entrega de una persona a otra, la entrega mutua que así expresa y comunica el amor propiamente humano. Hay quienes dicen que esto es un asunto discutible. En cualquier caso, lo que, según creo, no admite discusión es que, si se prefiere la primera solución, en ese supuesto se tiene una idea de la sexualidad humana que poco se distingue del mero instinto animal, ya que, de ser eso así, el amor y la entrega entre las personas no es el culmen y la plenitud, sino una fuerza que atrae a los machos y a las hembras para unirse y copular para tener hijos y que así la vida humana no se acabe en este mundo.

La moral católica ha dicho siempre que lo central es el amor. Pero con tal que sea un amor abierto a la procreación. Con lo cual, lo que en realidad se está diciendo es que lo que nunca puede faltar es la posibilidad de procrear, por más que falte el amor, como de hecho ocurre en tantas familias, en las que se cumplen todos los requisitos de los códigos religiosos, pero las personas no se quieren y a duras penas se soportan. O sea, se antepone la posibilidad de procrear legalmente al amor, por muy fuerte que éste sea.

Por supuesto, cada cual es libre para defender la idea que le dicte su conciencia, su confesor o su catequista. Pero con tal que nunca una idea sea más importante que una persona. Y menos aún que, por una idea, se humille y se amargue la vida a millones de personas. Sabemos que hay personas del mismo sexo que se quieren de verdad, pero no pueden expresárselo. O si se lo expresan, no pueden tener los mismos derechos que tienen los que se quieren desde la diferencia sexual. Porque hay una idea (supuestamente divina) que, a muchas personas que se quieren, les prohíbe el amor. O limita ese amor de tal manera que lo reduce a casi nada. En este asunto, como en tantos otros, siempre se ha impuesto la ley del más fuerte. También en esto, la diferencia se ha convertido en desigualdad. Es comprensible que los hombres de la religión defiendan sus ideas. Pero que no impidan que el legislador organice la convivencia de las personas de forma que todos tengamos los mismos derechos. Porque todos tenemos la misma dignidad. Y merecemos el mismo respeto.

 

«Diario de Cádiz», 10 de julio de 2005

 

 


 



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