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Balance de un pontificado

François Houtart


 

 

Habiendo decidido el cardenal Carlo Maria Martini, arzobispo de Milán, presentar su renuncia al papa Juan Pablo II al llegar a la edad requerida de 75 años, consideranado que su estado de salud le impedía asumir responsabilidades ulteriores, se desvanecen las esperanzas en un potencial sucesor aperturista. Es un buen momento para valorar lo que ha sido, hasta esta fecha, el balance del pontificado actual.

La visión de un hombre anciano, cansado y enfermo que, a pesar de todo, sigue asumiendo una tarea abrumadora, despierta un sentimiento de respeto, de simpatía o de piedad. La congregación de multitudes inmensas y populares en un gran número de países del mundo, no deja de ser impresionante. Una personalidad que une amplias consonancias, el dominio de numerosas lenguas, una conducta deportiva, un real coraje físico, una espiritualidad profunda, una gran fuerza de convicción y la fidelidad en la amistad, suscita admiración. Pero un balance exige otras expectativas, otro tipo de análisis.

No es fácil esquematizar cuáles son las líneas de fondo del pontificado de Juan Pablo II, a tenor de los muchos años que ha estado al frente del gobierno de la Iglesia católica (casi un cuarto de siglo), un centenar de viajes internacionales, una docena de encíclicas, innumerables discursos, tantos personajes recibidos, centenas de beatificaciones y canonizaciones[1]. Y todo ello en una época que ha visto cómo el Consenso de Washington orientaba la economía mundial hacia el neoliberalismo, con sus catástrofes sociales, como se hundía el muro de Berlín, cómo se imponía el pensamiento único, y cómo florecían los movimientos de protesta a escala mundial, por no citar las guerras que han reforzado la empresa del sistema mundial dominante y el ataque terrorista contra Estados Unidos.

1. El proyecto de Juan Pablo II

La misión que se marcó a sí mismo al acceder al gobierno de la Iglesia católica, fue doble: restaurar una Iglesia sacudida por el Concilio Vaticano II y reforzar la presencia de la Iglesia en la sociedad para que pudiera realizar su tarea de evangelización. Lo describimos brevemente.

1) Restaurar la Iglesia después del Concilio Vaticano II

El cardenal Wojtyla fue un miembro activo del Concilio Vaticano II[2]. Partidario de una modernización de la imagen de la Iglesia católica, apoyó sin reparos las reformas adoptadas por la asamblea de obispos. Sin embargo, a partir de su Polonia natal, fue un observador inquieto de las consecuencias del Concilio en una Iglesia que se reformaba en profundidad, con todos los traumas y conflictos internos que suponía una mutación de este calibre. Próximo al Opus Dei, que lo había arropado en muchos de sus viajes al extranjero, no podía menos que lanzar una mirada de reprobación no solamente ante ciertos excesos litúrgicos (introducción de textos o músicas profanas entre otras), sino sobre numerosas aplicaciones concretas de las decisiones conciliares. Sus convicciones se reforzaban debido a su pertenencia al catolicismo polaco, sólido y a menudo simplista en su contenido, principalmente vigoroso en su espiritualidad, centrado en el culto a la virgen María, rígido en su moral, culturalmente hegemónico en su sociedad, base de la nación y alma de la resistencia frente al comunismo. Todo ello iba a llevar al escogido en el cónclave a una restauración doctrinal [3], moral, e institucional de la Iglesia Católica[4].

Restaurar la doctrina y la moral

En el plano doctrinal, abundan los documentos. Se han tratado casi todos los temas, ya por él mismo o por el sesgo de los órganos de la Santa Sede: la fe, el magisterio o la autoridad doctrinal de la jerarquía eclesiástica, la colegialidad de los obispos para el funcionamiento de la Iglesia universal, la liturgia, el sacerdocio, el papel de las mujeres en la Iglesia, el ecumenismo o las relaciones entre las Iglesias cristianas, las religiones no cristianas, la doctrina social… En todas estas materias, al lado de precisiones interesantes, aparecieron sobre todo las alertas, los llamamientos doctrinales de la tradición, e incluso las condenas explícitas. Más que el acompañamiento pastoral de un difícil proceso de reformas destinado a facilitar a la Iglesia la tarea de transmitir el mensaje evangélico en un mundo complejo, aparecieron los frenazos, acompañados de medidas disciplinarias cada vez más constreñidoras. Basta citar algunos ejemplos.

Las adaptaciones litúrgicas iniciadas en numerosas Iglesias locales de Asia y especialmente en la India, orientadas hacia una expresión cultural más adaptada de la fe, fueron interrumpidas. El documento Dominus Iesus, sobre la misión salvadora universal de Jesús, finiquitó los intentos de repensar la relación con las grandes religiones de Oriente. Este texto fue duramente interpretado por algunos responsables religiosos o políticos asiáticos, como si fuera una justificación del proselitismo en las sociedades que están recuperando con dificultad su identidad cultural, especialmente por el sesgo de la religión. Muchos teólogos sufrieron condenas, prohibiciones de enseñar o de publicar, y uno de ellos, el Padre Tissa Balasuriya de Sri Lanka, fue excomulgado[5], en vísperas de un sínodo de los obispos de Asia, que debían tratar el tema de la inculturación del cristianismo.

Las relaciones con las otras confesiones cristianas y con las otras religiones conocieron ciertas manifestaciones impresionantes, como loes Encuentros de Asís en 1986 y 2002, el ayuno en el último día del Ramadán de 2001, y otros gestos fraternos. Pero la intransigencia doctrinal y los obstáculos a las colaboraciones más institucionales, especialmente con el Consejo Ecuménico de las Iglesias, marcaron unos límites infranqueables a ciertas reformas en curso. Las demandas de perdón por las faltas de miembros de la Iglesia católica, cometidas en tiempo de las cruzadas o de la inquisición, o incluso por las conductas racistas o antisemitas, no abordaron nunca las causas históricas de la institución eclesiástica por sí misma[6].

La colegialidad episcopal, uno de los puntos fuertes del Concilio Vaticano II, estuvo claramente subordinada por Juan Pablo II a la autoridad romana, y los sínodos generales o continentales se transformaron, a menudo, en cámaras de registro de la línea pontificia o en lugares para el desahogo, sin mayores consecuencias, de algunos obispos más clarividentes. El documento final de cada asamblea debía ser aprobado por el papa antes de la publicación y, en muchos casos, fue transformado[7].

La teología de la liberación fue objeto de una particular represión. Originaria de América Latina, tuvo sus expresiones en Africa -especialmente a través de los teólogos protestantes-, en Asia, en la India, en Filipinas y en Corea del Sur. Siendo una reflexión sobre Dios, como toda teología, tenía como punto de partida la situación de los pobres y oprimidos, explicitando así su carácter contextual, aquel que rechazan otras corrientes, ocultando así la relatividad de su discurso.

La teología de la liberación es de clara inspiración evangélica, pero reconoce que la complejidad de las situaciones sociales contemporáneas exige la mediación del análisis social para dejar bien establecido su punto de arranque; lo que por otra parte ocurre explícita o implícitamente en toda moral social. Pero este pensamiento iba mucho más allá de una ética social. A partir de la mirada de los explotados descubre el sentido de la persona de Jesús al reubicarlo en el contexto histórico de la Palestina de su tiempo. Desarrolla una espiritualidad y expresiones litúrgicas que expresan la vida de los pobres. Lanza una severa mirada sobre una Iglesia demasiado a menudo comprometida con los poderes opresores. Habla de liberación como expresión del amor de Dios por su pueblo, no sólo en una post-historia, sino también hoy. O sea, resultó peligrosa tanto para el orden social como para el eclesiástico.

La reacción romana fue muy dura. Le fue fácil acusar de marxismo esta corriente teológica por utilizar un análisis que reconoce y señala la existencia de estructuras de clases. Semejante perspectiva, según el cardenal Ratzinger, responsable de la Congregación de la Doctrina de la Fe, conducía directamente al ateísmo. La represión golpeó a numerosos teólogos a quienes se prohibió enseñar y publicar. Los centros educativos: seminarios, facultades de teología, institutos de formación pastoral, recibieron órdenes de prohibir toda enseñanza que hablara de teología de la liberación. Ésta encontró refugio en centros de estudio o de formación ecuménicos y en universidades laicas. El propio Juan Pablo II declaró ante los periodistas durante su segundo viaje a Nicaragua en 1996, que ya la teología de la liberación no tenía razón de ser puesto que el marxismo había muerto.

En cuanto a la moral, es conocida la insistencia del papa Juan Pablo II sobre el respeto a la vida, aun antes del nacimiento, su radical oposición al aborto, a la contracepción, al divorcio, a la eutanasia, a la pena de muerte. Nadie duda de que la vida sea un valor fundamental efectivamente puesto hoy en peligro por el positivismo científico, los poderes económicos genocidas, el relativismo de determinadas corrientes postmodernas de pensamiento. Sin embargo, el rechazo por parte del pensamiento pontificio a tomar en cuenta las condiciones sociales y sicológicas concretas de los seres humanos, su apego a una filosofía de la naturaleza que ya no corresponde a los conocimientos contemporáneos, las dramáticas consecuencias de algunas posiciones dogmáticas de la Iglesia católica, como en el caso del sida en Africa, han llevado a una gran pérdida de credibilidad, tanto intelectual como práctica. Las posiciones adoptadas han resultado a fin de cuentas destructoras de su propio objeto.

La doctrina social fue siempre asunto privilegiado por la atención de Juan Pablo II. Los documentos sobre el tema son incontables. Condenó duramente en nombre del evangelio los abusos y excesos del capitalismo. Durante su visita a Cuba llegó hasta denunciar el neoliberalismo y sus perversos efectos. Pero en la encíclica Centesimus Annus, mientras condena la esencia del socialismo, como portador de ateísmo, estigmatiza al capitalismo salvaje por sus prácticas, pero no por su lógica. Por otra parte, la referencia del mismo documento a una “economía social de mercado”(el modelo renano)[8] omite indicar que los agentes económicos de tal modelo son los mismos que adoptan prácticas “salvajes” en el Sur o en Europa del Este, cuando no encuentran fuerzas organizadas que se opongan a la maximización de la ganancia.

De allí se han seguido frecuentes e insistentes llamados a la “mundialización de la solidaridad”, pero sin que llegasen a desembocar en la denuncia de las causas profundas de la pobreza y las desigualdades sociales. De hecho, semejante posición ha terminado por hacerle el juego a la economía capitalista de mercado, ya que ningún sistema puede continuar reproduciéndose sin remediar sus excesos y abusos. La instancia crítica es una necesidad para todos. Por otra parte, no se encuentra el menor estímulo concreto a las luchas a menudo desesperadas de los movimientos sociales populares que reclaman justicia o simplemente reivindican el derecho a la vida.

La Comisión Justicia y Paz, instaurada por el concilio Vaticano II, es uno de los instrumentos de elaboración y difusión de la doctrina social de la Iglesia católica. Michel Camdessus, ex-director del FMI, institución financiera internacional responsable de innumerables catástrofes financieras en el mundo, fue nombrado en el año 2000 consejero de dicha Comisión, lo que ilustra la ausencia de análisis de ese organismo pontificio, y además le despoja de credibilidad como portavoz de los pobres y los oprimidos.

Restaurar la institución

Para conseguir la restauración doctrinal y moral que ha constituido el proyecto fundamental de Juan Pablo II, se hacía necesario contar con una institución que lo sustentara. De allí que la política de nominaciones episcopales estuviera orientada a lograrlo. En múltiples diócesis los nuevos obispos, siguiendo la inspiración de la Santa Sede, se dedicaron a controlar los centros de formación, desmantelar el trabajo pastoral de sus predecesores e introducir congregaciones religiosas u organizaciones católicas conservadoras. En América Latina se logró poco a poco ir transformando en órgano de la restauración al CELAM (Consejo Episcopal Latinoamericano), que había jugado un papel de primera línea en la renovación y había organizado en 1968 la Conferencia de Medellín para la aplicación del Concilio Vaticano II en el Continente.

Las conferencias episcopales que habían jugado un papel motor fueron reorientadas por la vía de los nuevos nombramientos episcopales. Centenares de diócesis en todo el mundo vivieron penosas transiciones pastorales que a menudo desembocaron en dramas personales para quienes habían llegado a creer en una Iglesia profética y en una institución más humana. La ola arrolladora de nominaciones conservadoras sólo pudo frenarse en determinados casos de más antigua cristiandad, en los que aún se conservaba una tradición de autonomía.[9]

En 1982, cuatro años después de la elección de Juan Pablo II, el Opus Dei[10] adquirió un estatuto de prelatura personal que la sitúa por encima de la jurisdicción de los obispos. Su fundador fue rápidamente beatificado, y su canonización declarada en 2002, apenas 27 años después de su muerte. Muchos de sus miembros han sido hechos obispos, a menudo en diócesis importantes y algunos han sido nombrados cardenales. La influencia del Opus Dei se ha hecho sentir sobre todo en la administración central de la Iglesia católica (la Curia Vaticana). Sus miembros son importantes en numerosos sectores y la proximidad al Opus tiene gran peso en los nombramientos internos. Podría jugar un papel importante en la designación del sucesor del papa actual.

Juan Pablo II reforzó la curia romana, que ya era importante bajo Pío XII y había sido dotada de nuevos elementos por el Concilio Vaticano II. El aporte de los fieles no alcanza a cubrir los considerables gastos que exige el mantenimiento de semejante aparato. El patrimonio de la Santa Sede que lo financia proviene en gran parte de los Acuerdos de Letrán de los años 30, compensación de la anexión por Italia de los antiguos Estados pontificios y sus rentas son el fruto de un considerable capital inmobiliario y financiero. Las instituciones bancarias vaticanas, necesariamente insertas en la lógica del sistema capitalista, se vieron vinculadas, durante el pontificado de Juan Pablo II, a ruidosos escándalos que costaron centenares de millones de dólares a la Iglesia católica. Baste recordar el caso del Banco Ambrosiano de Milán, dirigido por una auténtica mafia, bien apoyada por cierto en el Vaticano[11], cuyas operaciones financiaban por ejemplo el régimen del dictador Anastasio Somoza en Nicaragua. Su director, el banquero Roberto Calvi, fue hallado ahorcado bajo un puente de Londres. La lista de escándalos no se detiene allí, constituyendo un auténtico cortejo de contra-testimonios al espíritu del Evangelio. Si son relativamente poco conocidos del público, es porque en este terreno se impone espontáneamente cierta reserva y porque interviene la complicidad de los poderes de toda índole, económicos, políticos, judiciales o mediáticos, para no poner en peligro una instancia moral que a sus ojos es una garantía del orden social.

La decisión de Juan Pablo II, obispo de Roma, de no retirarse a la edad de 75 años, como desde el Vaticano II se invita a hacerlo a todo obispo, tuvo entre otros efectos el de reforzar el poder de una administración cada vez más inspirada por el conservadurismo. Nuevo “prisionero del Vaticano”, el papa se ha convertido víctima de una curia cuyos grandes actores, nombrados por él, han llevado la acción restauradora a un punto tal que va llegando a provocar crecientes reacciones en el conjunto de la Iglesia católica, aún en los ambientes moderados.

Restaurar el proyecto de evangelización

La “Nueva Evangelización” promovida por Juan Pablo II, está caracterizada por dos orientaciones principales, por una parte, la del Opus Dei ya citada: evangelizar a través el poder[12] haciendo de la espiritualidad un signo de excelencia social, y por otra parte, la de diferentes movimientos carismáticos, con contenido intenso y exigente en lo que toca los comportamientos personales, que valoriza lo afectivo, pero generalmente poco inclinados a integrar una dimensión social. Por el contrario, las Comunidades eclesiales de base, nacidas en América Latina, caracterizadas por otra manera de ser Iglesia, por el protagonismo del pobre y por su autogestión comunitaria, fueron marginadas, desarticuladas e incluso, a veces, destruidas sin más, cambiando los destinos de los sacerdotes que las aconsejaban, prohibiéndoles el uso de los locales parroquiales, o formando otros nuevos grupos con el mismo nombre, bajo la batuta clerical.

En lo que se refiere al rol de los seglares en la Iglesia, a pesar de una valorización en los textos, fue ampliamente relegado a un nivel subalterno, menos cuando se trataba de organizaciones incondicionales, como el Opus Dei. La marginación de la JOC (Juventud obrera cristiana internacional), a pesar del apoyo de varias conferencias episcopales, que se tradujo en la abolición de su estatuto de Organización internacional católica y en la creación de una fundación concurrente, constituye un ejemplo llamativo.

Todo eso se inscribe en un contexto social más general de fragmentación cultural (acento puesto sobre el individuo, valorización afectiva), típico de corrientes filosóficas, de una parte de las ciencias humanas, de la producción artística y de la búsqueda religiosa, de una época marcada por el predominio del mercado, y que, se caracteriza también por una rigidez autoritaria en la jefatura de las instituciones.

Los numerosos viajes de Juan Pablo II a través mundo han revelado, por cierto, la energía poco común de la que está animado, y fueron al mismo tiempo apreciados por numerosos ambientes populares, sobre todo en el Sur y muy lógicamente, también en Polonia, y celebrados por ciertos núcleos católicos fervorosos. No obstante, más que un auténtico contacto con la realidad de los lugares visitados, se trataba sobre todo de difundir el pensamiento romano. En la mayoría de los casos, el acontecimiento dominó el mensaje. Si las visitas pontificiass provocaron la emoción en cuanto a las celebraciones colectivas, a largo plazo, desembocaban a menudo en un fortalecimiento del ala conservadora del catolicismo.

En resumidas cuentas, la restauración de la Iglesia católica después del Concilio Vaticano II. se tradujo, con Juan Pablo II, en una solidez doctrinal redefinida, un código moral claro y sin fisuras, y una autoridad que pretende ser indiscutible, al servicio de un proyecto conservador en el fondo y modernizado en la forma. En la perspectiva del papa actual una tal orientación le parece necesaria para hacer frente a las fuerzas hostiles de la sociedad. Por lo cual, Pío XII fue para él una referencia. Abrió su proceso de beatificación, como el de Juan XXIII, que, por su parte, la vox populi había puesto sobre los altares desde mucho tiempo antes.

2) Reforzar la Iglesia en la sociedad

El Concilio Vaticano II en su constitución Gaudium et Spes (“la Iglesia en el mundo de hoy”), enfocaba el rol de la Iglesia como una inspiración moral y no como el ejercicio de un poder. Compartir las alegrías y las esperanzas de la humanidad podía parecer relevar de un optimismo al límite del realismo, pero era el fruto de una inspiración programática. El nuevo papa iba rápidamente a traducirla en una doble confrontación contra las fuerzas hostiles al mensaje cristiano, primero el comunismo ateo y el secularismo occidental después.

La lucha contra el comunismo

Ya antigua en la tradición de la Iglesia católica, la lucha contra el comunismo había sido potenciada por la proclamación del ateismo en cuanto “religión de Estado” en los países del socialismo real. Se le añadían otros aspectos, como la represión de las libertades, el autoritarismo de los regímenes políticos, las persecuciones religiosas. Según Juan Pablo II, guiado por la experiencia polaca, había que movilizar los católicos para erradicar el comunismo. Esto debía manifestarse al interior de la Iglesia -de ahí la condena de la teología de la liberación- pero también al exterior, con una acción directa.

Allí donde el comunismo se hallaba en el poder, animó la creación de un contra–poder. Las visitas en Polonia tuvieron este objetivo, à través de una movilización religiosa y de un apoyo moral, material y político a Solidarnosc, en el aspecto económico, con la colaboración del Banco Ambrosiano. Allí donde el comunismo estaba a punto de tomar el poder, hacía falta reclutar los católicos en un frente de oposición. De donde, por ejemplo, el enfrentamiento, en 1983, en Nicaragua con el Frente Sandinista, considerado como la punta de lanza del comunismo, y la homilía muy agresiva de Managua, condenando la Iglesia popular y el “falso ecumenismo”, el del compromiso común de cristianos de diferentes denominaciones en el proceso revolucionario. De donde, también la llamada a la unidad bajo el estandarte de un episcopado particularmente reaccionario (el arzobispo de Managua, Monseñor Miguel Obando y Bravo, que será hecho cardenal después de la visita pontificia). Todo esto desembocó en una fuerte represión eclesiástica y creó un profundo desconcierto entre los cristianos de los ambientes populares, que habían venido a celebrar a la vez su revolución y la visita de su papa.

La orientación de la visita a Cuba se sitúa en las mismas perspectivas. En el espíritu de Juan Pablo II, era el último baluarte del comunismo en Occidente, pero ya disminuido. La agresividad ya no era conveniente. El estado de salud del papa no se lo permitía demasiado tampoco. Pero el discurso no se apartaba de su lógica. La revolución cubana era un paréntesis en la historia del país y por lo tanto fuera de lugar. Sólo los efectos de esta revolución fueron subrayados, todos negativos. A su regreso a Roma, Juan Pablo II declaró a un grupo de peregrinos polacos que su visita iba a producir los mismos efectos que en Polonia, diez años antes.

La lucha anticomunista no exigía solamente une Iglesia fuerte y disciplinada, sino que pedía también, hacer una alianza con otras fuerzas económicas y políticas. De ahí los numerosos compromisos con el poder norteamericano, algunas de cuyas organizaciones católicas en Europa y en Roma canalizaron los fondos oficiales y secretos en favor de Solidarnosc. De ahí también la tolerancia frente a los regímenes dictatoriales de derecha, como en Chile, en Argentina[13], en Filipinas. Los artesanos de estas relaciones dudosas fueron promovidos por Juan Pablo II al primer puesto de importantes órganos de la Santa Sede, en primer lugar la Secretaría de Estado. De ahí también, finalmente, la intervención en favor de Augusto Pinochet o, en el plan simbólico, la beatificación del Cardenal Stepinack, amigo del régimen fascista croata durante la segunda guerra mundial[14].

La lucha contra el secularismo

El segundo adversario de la Iglesia, según la perspectiva de Juan Pablo II, fue el secularismo occidental, caracterizado por el relativismo, el afán de consumo, el hedonismo. Ante esta realidad, recuerda, fuertemente, los valores del amor del prójimo, de la solidaridad, de la moderación en el uso de los bienes materiales. Pero, una vez más, el cuadro de referencia doctrinal y moral era tan rígido, que el mensaje queda ampliamente incomprendido y finalmente poco eficaz. Una tal postura da pena, ya que la humanidad contemporánea aspira a una espiritualidad, está buscando un sentido y las luchas sociales manifiestan un profundo deseo de justicia, ante una mundialización económica y cultural destructora. El mensaje y la práctica evangélicas pueden constituir un verdadero elemento de respuesta y de esperanza, a condición que no sean ocultadas con tomas de posición doctrinales cada vez menos creíbles y prácticas institucionales en contradicción con su dimensión profética.

La defensa de la paz

Otra preocupación del papa Juan Pablo II fue la consecución de la paz. En múltiples ocasiones, Juan Pablo ha recordado su necesidad. Se ha opuesto a la guerra del Golfo, ha llamado la atención pronunciándose contra la guerra del Kosovo, se ha resistido a la guerra de Afganistán. También se ha opuesto al embargo contra el Irak y contra el de Cuba. Ha reivindicado el derecho de los Palestinos a constituir una nación. La paz entre los pueblos, basada sobre la justicia en sus relaciones, fue para él un leitmotif constante. Juan Pablo II se ha mostrado atento a los sufrimientos de las víctimas, de los pueblos que sufren la guerra o están sometidos a las restricciones mortíferas de los embargos. Lo ha hecho en fidelidad al Evangelio.

Desgraciadamente, este llamamiento de valores, queda a menudo abstracto, incluso cuando se aplicaban a casos concretos. Las causas reales de las guerras no eran muy explícitas, los lazos entre guerra e imperialismo económico no fueron expresados. De otra parte, la alianza de hecho entre la Santa Sede y los poderes económicos y políticos de Occidente, fuentes de opresión y principales causas de las inigualdades mundializadas, continúan basándose sobre una lógica institucional (la reproducción social de la institución eclesial), haciendo que el discurso pierda una gran parte de su credibilidad.

El instrumento privilegiado de la Santa Sede para actuar en este campo es el servicio diplomático. Este último no es un órgano del Vaticano en cuanto Estado, contrariamente a lo que se cree a menudo, sino más bien de la Santa Sede, es decir de la Iglesia católica. Considerablemente amplificado por Juan Pablo II, este órgano es no solamente el elemento más costoso, sino que es, socialmente hablando, el más comprometedor y el más simbólicamente contradictorio con la inspiración evangélica, ya que es signo de poder (privilegio de un Estado) y expresión de riqueza (implantación de nunciaturas al lado de las embajadas).

Conclusión: Esbozo de un balance

No hay duda que Juan Pablo II, el prelado deportista y el antiguo obrero de las fábricas Solvay en Cracovia, el aficionado de teatro y el moralista de la Universidad católica de Lublin, el sacerdote con espiritualidad mística y el pastor de los Cárpatos, será conocido en la historia como un gigante de la era contemporánea, el papa de un cuarto de siglo que conmovió a la humanidad, el papa de la mundialización[15]. Pero queriendo reconstruir una Iglesia sólida en un mundo más humano, acabó destruyendo una cantidad de fuerzas vivas emergentes y marcadas por una visión evangélica y profética, y eso no podrá ignorarse.

La luz espiritual y moral de las cuales pretendía ser portador, se transformó en una instancia política. El gobierno central de la Iglesia que tenía que ser un servicio al “pueblo de Dios”, se convirtió en un aparato reaccionario, aliado de facto de los poderes económicos y políticos. Su voz, que reclamaba la justicia y la paz, en vez de adoptar el tono profético necesario ante la tremenda explotación, más que nunca mundializada, de la economía de mercado capitalista, se transformó simplemente en una crítica razonable. En lugar de desarrollar la fuerza del símbolo, se apoyó sobre la de la autoridad. Es verdad que Juan Pablo II ha restaurado la Iglesia, pero ¿qué Iglesia? Ciertamente, ha potenciado el lugar de ésta en la sociedad, pero ¿qué lugar?

La cristiandad necesita a un papa, decía Harvey Cox, el teólogo bautista profesor en Harvard, pero -añade- en cuanto expresión simbólica de la unidad, y no como un poder. La humanidad necesita llamadas a la esperanza que se basen en análisis de la realidad y en proyectos de futuro. Una de estas voces proféticas, inspirada por Dios liberador, podría llegar de Roma. No se puede decir que el balance del pontificado haya respondido a esta doble expectativa. Éste será el desafío para su sucesor[16], quien podrá apoyarse, en lo que a eso se refiere, sobre la esperanza de una muy grande espera y sobre fuerzas vivas afortunadamente siempre presentes en todo el planeta.


[1] El 14 de octubre de 2000, la Oficina de Prensa de la Santa Sede publicaba las cifras siguientes: 92 visitas pastorales fuera de Italia, en 123 países distintos; 13 encíclicas y 82 otros documentos doctrinales; 994 beatificaciones y 447 canonizaciones; 659 encuentros con Jefes de Estado y 203 con primeros ministros; 966 audiencias generales con 15,6 millones de fieles.

[2] Recordamos que el Concilio Vaticano II convocado por Juan XXIII supuso una reforma importante en la Iglesia Católica, en primer lugar en el plano doctrinal, especialmente con la constitución Lumen Gentium, que redefinía la Iglesia como “pueblo de Dios” y la constitución Gaudium et Spes, sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, que marcaron el final de la “cristiandad” y consideraban una presencia de inspiración y no de dominio. Por otra parte, la reforma litúrgica introdujo la lengua vernácula y los laicos vieron ampliadas sus funciones, especialmente en el culto y en los sacramentos. La colegialidad de los obispos se revalorizó, siendo contrapeso de la administración central romana.

[3] El tema de la restauración no es nuevo. Ya fue utilizado por Giancarlo Zízola, uno de los mejores especialistas del Vaticano, en 1985, en su obra: La restorazione di papa Wojtyla (Rome, Laterza 1985).

[4] En 1984, el cardenal Ratzinger, nombrado por Juan Pablo II para presidir la Congregación para la Defensa de la Fe (ex Santo Oficio), declaró en una entrevista a la revista “Jesus”: “después de las exageraciones de una apertura indiscriminada al mundo, después de las interpretaciones demasiado positivas de un mundo agnóstico y ateo, (la restauración) es deseable y por otra parte ya ha empezado” (Jesus 06.11.84)

[5] La razón para la excomunión fue la publicación, diez años antes, de un libro titulado María y la liberación que, según las autoridades romanas, se manifestaba con excesiva ambigüedad sobre la virginidad de María y sobre el concepto de pecado original.

[6] Al mismo tiempo se desarrollaba el proceso de beatificación de Pío IX, el papa del Syllabus (documento contra los modernistas, en el que se condenaban numerosas libertades, hoy aceptadas) y de una conducta a menudo antisemita. El proceso llevó a una beatificación muy controvertida, el 3 de septiembre de 2000, junto con la de Juan XXIII, y como para matizar esta última.

[7] Esto ocurrió exactamente después del sínodo holandés de 1984, cuando el episcopado tuvo que firmar un documento preparado por la Santa Sede.

[8] Se conoce como “capitalismo renano” la solución de vinculación participativa de los trabajadores en el capital adoptada en Alemania.

[9] Baste citar algunos de los casos más sonados, el de la diócesis suiza de Chur, con el nombramiento de monseñor Haas; el de Recife, con el sucesor de Dom Helder Câmara; el de San Salvador, con el nombramiento de un obispo del Opus Dei, extranjero y militar, como sucesor de monseñor Rivera y Damas y de monseñor Oscar A. Romero; el de Namur en Bélgica...

[10] El Opus Dei fue fundado en España por monseñor Escrivá de Balaguer. Cuenta hoy con más de 80.000 miembros en un centenar de países. Es muy activo en el sector de los medios de comunicación.

[11] El 16 de abril de 1992, el tribunal de Milán, en su sentencia sobre la quiebra del Banco Ambrosiano, explica detalladamente los vínculos existentes entre esta última y el Instituto para las obras de religión (IOR) o Banco del Vaticano, entonces dirigido por monseñor Marcinkus, de nacionalidad estadounidense, ya salpicado por el asunto Sindona (muerto por suicidio, como el banquero Calvi) y por otros negocios financieros dudosos. Como queda establecido en el documento del tribunal de Milán, Mons. Marcinkus estuvo asociado como administrador a la constitución de una antena offshore del Banco Ambrosiano en Nassau, paraíso fiscal, que permitía a través de la United Trading Corporation, propiedad del IOR con sede en Panamá , realizar operaciones clandestinas; entre otras, financiaron Solidarnosc en Polonia.

[12]El fundador del Opus Dei, Monseñor Escrivá de Balaguer, lo expresaba de una manera lapidaria en su obra de base, Camino: “Consolida tu voluntad para que Dios haga de ti un jefe...”. “El plan de santidad que nos pide el Señor se define en tres puntos: la santa intransigencia, la santa coacción, el santo aplomo” (Camino, Madrid Rialp,1998).

[13] El nuncio de Argentina en la época de la dictadura militar, el actual cardenal de curia Pio Laghi, dirigió, en 1976, estas palabras a la guarnición de Tucumán: “ Sabéis lo que es la patria, cumplid las órdenes obedeciendo con valor y guardad un espíritu sereno” (La Nación, octubre 1976). En Chile, el nuncio, bajo Pinochet, era el actual cardenal Angelo Sodano, nombrado posteriormente secretario de Estado (el número 2 de la Santa Sede). Declaró, hablando del régimen: “Incluso en las obras maestras puede haber unas manchas; os invito a que no os fijéis en las manchas del cuadro, sino mirad el conjunto, que es maravilloso”.

[14] La ceremonia, presidida por Juan Pablo II, tuvo lugar el 3 de octubre de 1998, en la catedral de Zagreb, en presencia del presidente Frangio Tudjman.

[15]George Weigel, profesor en la Universidad católica de Washington ha revelado en su obra los sentimientos de Juan Pablo II a lo largo de su trayectoria como jefe de la Iglesia católica. Su libro constituye un reflejo de la visión del papa sobre la Iglesia y sobre el mundo (George Weigel Juan Pablo II, testigo de la Esperanza: Paris, ATTES, 2001).

[16]Giancarlo Zizola ha tocado el tema en su libro El Sucesor, Paris, Desclée de Brower, 1995.

 

 


 



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