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Los derechos humanos piden permiso en la Iglesia

Luis PÉREZ AGUIRRE


 

A los pueblos que han hecho la experiencia de la democracia y que están moldeados por una cultura democrática, los derechos humanos les son como naturales. No es necesario demostrar su necesidad y su fecundidad en la estructuración de las relaciones sociales. El mismo derecho penal y constitucional se estructura en base a ellos.

Sin embargo, curiosamente, en la comunidad-Iglesia, para los cristianos que son sus miembros; parecería que esos derechos humanos no funcionan ni pueden funcionar de la misma manera que en la sociedad civil. La Iglesia se mostró mucho tiempo hostil a los derechos humanos, que se impusieron socialmente, en gran parte, contra ella. Y si hoy el discurso oficial de la Iglesia ya asumió esos derechos, no por ello la disciplina y la cultura de los derechos humanos son una necesidad de la misma Iglesia. Y ello por dos razones principales: la primera se refiere a la necesidad de una nueva regulación de las relaciones de poder en su interior y la otra a su funcionamiento mismo.

Respecto de la primera razón, como todo poder institucionalizado, el poder en la Iglesia debe ser sometido a límites y reglas. Y hablamos desde el conocimiento de una historia llena de abusos que afectaron dramáticamente a las personas en las fuentes mismas de su libertad.

Lo que sucede es que el poder, en la Iglesia, tiene una enorme penetración, sin parangón en la sociedad, porque llega hasta regir las conciencias, a decretar qué es lo verdadero, el bien, lo justo, y todo esto en nombre de Dios. Ata y desata en el cielo y en la tierra, se arroga el poder de decretar la pena de muerte eterna, por la separación definitiva de Dios (infierno, pecado mortal), la privación absoluta del amor.

La segunda razón se refiere al funcionamiento interno de la Iglesia. Los derechos humanos deben ser una condición del trabajo, de la verdad, de la justicia y la comunión, que constituyan la misma razón de ser de la Iglesia de Jesús. El "medio divino" que supone para sus fieles debe estar constituido por la expresión libre de la esperanza, de la comunión de corazones, del compartir, la confrontación buscando la verdad, la reconciliación, la participación en las responsabilidades y en las decisiones importantes.
 

Y no existe otro "medio divino" más propio para esto que el de los derechos humanos. Para hermanos y hermanas que comparten una misma fe, capaces de iniciativa, de crítica, de responsabilidad evangelizadora, la verdad y el bien no pueden ya ser propiedad privada de un grupo de hombres -por más competentes y santos que sean- que se consideran con el monopolio de esa verdad en función de un legado de siglos.

Y esto no quiere decir que la democratización suprima el magisterio de la Iglesia. Pero la Iglesia no puede ser una guardería de niños menores de edad. El magisterio siempre cumplirá su función orientadora y dinamizadora en la comunión. Siempre habrá un espacio para esa gestión del magisterio, abierto y pluralista, que no significa dejar decir y hacer cualquier cosa en una comunidad de adultos responsables. Lo importante es un cuidadoso trabajo de construcción de la verdad y de la comunión, un verdadero servicio a la comunidad. Y sobre esa construcción, la comunidad ejerce el discernimiento propio de los creyentes, evitando así los peligros que corren la verdad y la libertad cuando unos pocos obispos de comisiones pontificias se creen cuasi infalibles.

Reconocidos los derechos humanos, habría que volver a procesos electorales para los servicios en la Iglesia más propios de las primeras comunidades, impregnadas del impulso evangélico y libres de los modelos mundanos, imperiales, reales o burgueses. Habría que establecer las condiciones para que la elección de los cargos de responsabilidad y servicio, desde el más humilde haste el más determinante, sea realizada con el sostén de la oración, el discernimiento y la participacion de todos los que están implicados en la vida de la Iglesia y su misión. Cada elección en su ámbito (local, regional, universal), y en su nivel de responsabilidad, pero sin marginaciones ni exclusiones. Se trata de creer verdaderamente que "el Espíritu sopla donde quiere" y no se niega a nadie. Donde todos se remiten a un Dios que "no hace acepción de personas"(Hech 10, 34). En una visión de la Iglesia en la que los derechos humanos surgen de la prédica de Jesús, la ilegitimidad o la legitimidad de esos derechos encuentra su fuente en el mismo Dios.

San Juan decía que "la verdad les hará libres"(8, 32) La Iglesia afirma la libertad de la persona frente al poder, pero no siempre se da cuenta de que el atentado más profundo a la libertad reside en su propia gestión generalmente autoritaria, casi autocrática de la verdad. Por esto, también, generalmente la Iglesia se abstiene de introducir los derechos humanos en su funcionamiento interno.

Luis Pérez Aguirre, Montevideo, Uruguay
Publicado originalmente en la revista Nueva Tierra

 

 

 


 



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