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Llamado de atención sobre la infalibilidad


 

Ultimamente parece haberse postulado, en declaraciones públicas del cardenal Ratzinger y del Papa Juan Pablo II, que los católicos, y en particular los teólogos, presten un asentimiento irrevocable a las enseñanzas del magisterio no definidas con juicio solemne o mediante acto definitivo. Es decir, se pretende, al parecer, que los actos del magisterio no infalible del Papa sean aceptados como si fueran infalibles.

Esto plantea problemas muy graves e importantes para la vida de la Iglesia, para el porvenir de la Fe cristiana y para el servicio de la causa del Reino de Dios.

Ello nos mueve a exponer muy brevemente algunas reflexiones sobre la problemática cuestión (vexata quaestio) del magisterio papal y la infalibilidad.

La fe cristiana apostólica nos lleva a confiar en que Dios no abandona a su Iglesia en el mantenimiento de la "fe en Cristo Jesús" (Gal 3,26), de la "fe activa por el amor" (Gal 5,6). Esto nos impulsa a vivir nuestra propia fe en comunión eclesial, sin enquistarnos en una subjetividad arriscada e intemperante. Pero la última garantía no está ni en nosotros, ni en los "pastores", ni en la comunidad. Está en el Espíritu y en la misteriosa presencia de Jesús.

Sobre la base de esta actitud de fe, aceptamos la definición que de la infalibilidad del Papa promulgó el Concilio Vaticano I, analizando cuidadosamente los términos con que viene expresada.

El Papa es infalible solamente cuando define ex cathedra, es decir, actuando como maestro universal y entendiendo usar de toda la plenitud de su potestad. Pero no basta esto.

En segundo lugar, la materia de las posibles definiciones está delimitada objetivamente (independientemente de la intención subjetiva del Papa). Ha de tratarse de fe y costumbres: es decir, de algo perteneciente a la revelación transmitida por los apóstoles (cfr. Conc. Vaticano II, LG 25c). En tercer lugar, el Concilio Vaticano I no dice directamente que el Papa, cuando define ex cathedra sobre cuestiones de fe y costumbres, es infalible. Se limita a decir que, en aquellos casos (y sólo en ellos), el Papa goza de la misma infalibilidad de que está dotada la Iglesia. Por tanto, no se define la infalibilidad de la Iglesia a partir de la del Papa, sino la segunda a partir de la primera. Y esto nos parece que tiene profundo sentido teológico.

Ahora bien, nos parece que, a la luz de todo el Nuevo Testamento, podría afirmarse que la infalibilidad conceptual de la Iglesia, en la medida en que existe, solo atañe a aquellas verdades centrales y fundamentales, con las que se puede decir que queda en pie o cae la sustancia misma de la fe cristiana. Podrían servir de ejemplo las expresiones de 1 Jn 2, 22-23 y 4, 2-3.

Pensamos que deben tenerse en cuenta las dificultades que la filosofía y la teoría del lenguaje plantean a la posibilidad de establecer proposiciones irrevocables e irreformables, por encima de cualquier condicionamiento cultural e histórico de su valor significativo.

Nos parece, en conclusión, que la definición de la infalibilidad del Papa por el Concilio Vaticano I, bien entendida y analizada a fondo, es más bien una definición de no-infalibilidad. El Papa, salvo algunos casos contadisimos, no es infalible.

Lo que se plantea entonces es una cuestión muy práctica. ¿Qué valor tienen para los fieles católicos las enseñanzas oficiales pero no infalibles del Papa, que se llaman actos de su magisterio ordinario?

El Concilio Vaticano I no se planteó este asunto. Pero los buenos teólogos de fines del siglo XIX se preocuparon de analizar la cuestión. Y dejaron muy claro que esta enseñanza tiene para los fieles una cierta autoridad. Pero, por no tratarse de enunciados infalibles, el asentimiento que los fieles pueden prestarles es "opinativo y de suyo expuesto a error" (S. Schiffini, De virtutibus infusio, Friburgo Br., 1904, p.215). Por eso, "tan pronto aparezcan motivos suficientes para dudar, es prudente suspender el asentimiento" (Ch. Pesch, Praelectiones dogmaticae, 1, n.521). No es obligatorio el asentimiento, "tan pronto aparezcan motivos, sean verdaderos o falsos, pero debidos a error inculpable, que persuaden otra cosa" (D. Palmieri, Tractatus de Romano Pontifice, Prato, 1877, p. 632).

Se puede decir, por consiguiente, que el Concilio Vaticano I dejó una doctrina de la infalibilidad papal muy alejada de un espíritu totalitariamente impositivo. Pero ocurrió que los partidarios de una concepción extremosa de la infalibilidad papal lograron después introducir de hecho en la práctica (por decirlo así, por la puerta falsa) aquella doctrina simplista que hubieran querido ver definida en el Concilio: "el Papa es infalible".

Esta extrapolación de la doctrina de la infalibilidad se produjo, a principios de este siglo, al hilo de la llamada "crisis modernista" y de la implacable "caza de brujas" contra los teólogos sospechosos de modernismo, que se emprendió bajo San Pio X, con métodos que conculcaban gravemente derechos humanos fundamentales.

Bajo la acción de este terrorismo doctrinal y disciplinar, se esfumó, en el plano operativo, la distinción entre magisterio infalible y magisterio no-infalible. Teóricamente se admitía la distinción, pero se consideraba como una cuestión puramente académica.

En la práctica se pensaba que había que ejercitar una sumisión absoluta a lo que el Papa dijera, como si fuera siempre infalible. Roma locuta est, causa finita est. Nos parece indispensable reaccionar contra tamañas confusiones y exageraciones, que pueden dañar gravemente el porvenir de la Fe y el futuro de la Iglesia.

Queremos hacer una última consideración. El Concilio Vaticano II ha afirmado que cuando los prelados, "aun estando dispersos por el mundo, pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el sucesor de Pedro, en el ejercicio del magisterio auténtico en materia de fe costumbres convienen en que una proposición debe ser mantenida definitivamente, enuncian infaliblemente la doctrina de Cristo" (LG 25b).

Aqui el magisterio ordinario estaría dotado del carisma de infalibilidad. Pero sería muy difícil demostrar que se ha dado esa coincidencia cuando no se trata de las verdades más centrales y fundamentales. Además tales proposiciones pueden exigir un tratamiento hermenéutico profundo, para buscar el núcleo de verdad en ellas contenido, no obstante posibles ambigüedades y amalgamas con elementos culturales que pueden ser caducos. En esos casos no se podría defender sensatamente que son proposiciones "irreformables". Por ejemplo, el magisterio de los prelados ha enseñado durante siglos que había que mantener definitivamente la verdad de los relatos genesíacos de la creación, entendidos por ellos en sentido realista cosmogónico (fundamentalista). Esta proposición, tomada en bloque, no es infalible, aunque se pueda decir que contiene un núcleo de verdad, accesible por la fe: el misterio inenarrable del Amor Creador (Dios).

Madrid, España, enero de 1996

Firman: José María Díez Alegría, Presidente de la Asociación de Teólogos Juan XXIII y otros 18 miembros de la Asociación: X. Alegre, J. M. Castillo, Juan A. Estrada, C. Floristán, Benjamín Forcano, J. Gómez Caffarena, José M. González Ruiz, J. Llopis, E. Malvido, E. Miret Magdalena, Leticia Sánchez, J. J. Tamayo, R. Velasco, Evaristo Villar, José-Ignacio González Faus, J. Vives, Jesús Bonet, Julio Lois.

 

 

 


 



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