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La revolución viene en bicicleta

Laura FUENTES BELGRAVE


 

Parapetado tras la ventanilla rota de la vieja camioneta Ford, Ernesto mira con indolencia el embotellamiento de autos al cual contribuyen en este momento él y su padre, quien suda copiosamente sobre su enorme barriga atorada contra el volante, mientras cada cinco minutos exhala improperios contra los demás conductores. A pesar de estar cerca de la casa, su auto se encuentra inmovilizado hace una hora sobre un pequeño tramo del boulevard de acceso a la capital, cuya incapacidad de dejar fluir las bocinas que perforan el tímpano de Ernesto, se debe al azaroso desbordamiento de las raíces de los árboles de Poró. Estos se ubican a ambos lados de la calle y la estrechan, retando la planificación urbana desde tiempos inmemoriales. Decenas de árboles en pleno estallido floral, aparentemente ajenos al caos vial a su alrededor, son sacudidos por el viento y dejan caer de sus nutridas ramas cientos de florecillas rosadas sobre los autos, cual bálsamo apaciguador para furias de cuatro ruedas.

Cansado de estar en la misma posición, el niño se endereza, desabrocha y abrocha su cinturón de seguridad, resopla, vuelve a hundirse en el asiento, mira ahora más lejos, más allá de los árboles de Poró. Sobre la acera, con una rapidez y una alegría palpables en la fortaleza de sus piernas y en la nitidez de su sonrisa, pedalea enérgica una niña que atraviesa fulgurante el campo de visión de Ernesto. Simultáneamente, su padre transforma sus insultos periódicos en quejidos apagados que incitan al niño a voltear su cabeza de inmediato. Los bocinazos en derredor continúan, enrojecido, el adulto apaga el motor del auto, se lleva la mano al pecho, el sudor lo empapa, lanza una mirada de auxilio a su hijo, quien no comprende, pero se asusta, lo palpa. Su padre cae inconsciente sobre la bocina y el sonido estentóreo se extiende sobre esa tarde calurosa como un grito que horada para siempre la memoria del hijo.

La imagen de los raspones en sus rodillas adelanta la llegada de Victoria bajo una lluvia de florecillas de Poró. La niña detiene intempestivamente su bicicleta junto a Ernesto, sentado en los últimos peldaños de la escalinata del acceso principal a la Iglesia del Socorro. Lleva un corbatín negro, una camisa con la plancha estampada y un pantaloncillo gris. Observa perplejo a la niña, quien le saca la lengua y espera su reacción. Ernesto sale de su mutismo y le dice: -Me aburre la misa. Victoria le responde confianzuda: -A mí también, prefiero sentarme a respirar bajo los árboles. El niño traga saliva y le espeta sin respirar: -Mi papá está en la Iglesia, en una caja de muerto, según mami ésta es su despedida. Victoria se pone seria, patea la llanta delantera del vehículo, estira cuán largo es su cuerpo de nueve años, y pregunta: -¿Querés subir a la bici un rato? Al niño le brillan los ojos, pero no sabe qué hacer, escucha a sus espaldas el barullo funerario ya emergente de la Iglesia. Victoria comprende su indecisión, monta en la bicicleta y antes de partir exclama: -Vivo detrás de los últimos árboles del boulevard, es la única casa sin cochera. Ella se aleja al tiempo que el niño oye acercarse el llanto de su madre.

Después de los últimos exámenes del segundo grado llegaron las vacaciones. La madre de Ernesto había vendido la camioneta para pagar el funeral de su padre y aún tenía deudas pendientes, por ello había organizado un negocio de pastelería a domicilio del cual se ocupaba cuando salía de la oficina. No había dinero para paseos y el niño se consumía periódicamente delante de la televisión, por este motivo, su madre lo enviaba con frecuencia a realizar alguna diligencia cercana. Una mañana lo envió temprano a entregar un pastel recién horneado para el cumpleaños de una niña residente en los linderos del barrio, ni muy cerca ni muy lejos. Cuando Ernesto dio con la dirección entendió que aquella casa sin cochera era la misma de la niña con bicicleta, fue ella quien le abrió la puerta minutos después de accionar el timbre.

-¿Vos cumplís años? Me enviaron aquí a entregar este pastel, le lanzó Ernesto a quemarropa. -¡Sí! Estoy cumpliendo diez años, ¿vos apenas vas en segundo, verdad?- le respondió algo burlona. El niño, un poco incómodo, aseveró: -Ya pasé a tercero y en un mes cumplo nueve años. Como si quisiera afianzar su autoestima, agregó con intrepidez: -¿Todavía podría montar tu bici? La niña rió de buena gana y lo invitó a pasar a la casa, llamó a su padre, quien tomó el pastel y le dio al niño algunos billetes que él guardó celosamente en el monedero de su madre. Victoria le contó que su padre le había regalado una bicicleta nueva, por lo tanto, podían salir a pasear juntos si él quería usar la otra. Emocionado, Ernesto aceptó, no sin antes mirar de soslayo al padre de Victoria, quien aprobó la idea siempre y cuando no pedalearan entre los autos.

Los niños tomaron las bicicletas, pero Victoria se llevó una sorpresa mayúscula al descubrir que Ernesto no sabía ni cómo montarla, entonces no llegaron muy lejos, pues la niña le dio una primera lección de muchas a lo largo de las vacaciones. Al final de este período, ambos ya eran capaces de pedalear juntos y sortear el tráfico endemoniado del boulevard, pese a las advertencias de sus respectivos padres sobre el riesgo de incursionar en la zona de conductores. Esta población de nervios destrozados encontró en la muerte del padre de Ernesto y en un par de graves accidentes más, la justificación de una demanda a la municipalidad para exigir la tala de aquellos árboles de Poró nacidos antes del boulevard, de tal forma que se ampliara la calle a dos vías para permitir un tránsito fluido de los vehículos.

De vuelta a clases, la mayoría de los estudiantes comentaba lo escuchado en sus hogares, mostrándose de acuerdo con la tala de los árboles, pues sus progenitores a veces tardaban horas en recogerlos debido a la estrechez del boulevard. Ni Victoria ni Ernesto apoyaban esta medida, pues en sus casas no había auto, ambos llegaban y se iban de la escuela en bicicleta, impulsados por el viento y bañados en florecillas, compitiendo en un alegre juego tanto al despertar el día como a media tarde. Por su parte, la municipalidad enfrentaba diariamente hordas de manifestantes en su edificio, así como unas próximas elecciones que dejaban pocas dudas sobre la decisión a tomar por las autoridades. Los niños, que habían aprendido a rodear las gigantescas raíces arbóreas en sus viajes en bicicleta, a disfrutar de la sombra de los árboles y de la llovizna de flores cotidiana, no concebían el boulevard sin asomo de estas especies nativas, por esta razón, elaboraron un plan para salvar los árboles de Poró.

Cada día, durante aquellos primeros meses del ciclo lectivo, prestaron las bicicletas a una niña o a un niño distinto, mientras esperaban la llegada del adulto de rigor a la salida de la escuela. No se sorprendieron cuando tiempo después, para la celebración del Día del Niño y de la Niña, muchos de sus compañeros contaron alborozados que habían recibido la implorada bicicleta como regalo, era pues, el momento de poner en ejecución la segunda parte del plan de Victoria y Ernesto. Ambos animaron a sus compañeros de diferentes grados escolares a imaginarse al volante de sus respectivas bicicletas, libres al fin del control de sus padres y de la ponzoña diaria del embotellamiento vehicular en el camino a la escuela. El pequeño sueño fue creciendo entre la población estudiantil, hasta el día en que el alcalde decretó la tala de los árboles de Poró con el fin de ensanchar el boulevard.

La fecha de la tala se acercaba y había que actuar rápido, según el plan convenido por los niños. El día que los trabajadores de la municipalidad sacaron sus motosierras y se dirigieron a cumplir la orden del alcalde, niñas y niños de diferentes puntos de la ciudad escondieron las llaves de los autos de sus padres. Cientos de adultos irritados revolvieron sus casas y apartamentos sin encontrar una sola llave, los cerrajeros de la ciudad se saturaron de trabajo y no pudieron dar abasto a la cantidad de llamadas enfurecidas que recibían por minuto, los taxis chocaban entre sí impidiendo el desplazamiento de otros autos y de las puertas de los autobuses colgaban tantas personas que los oficiales de tránsito los detenían para multarlos. Madres primerizas o experimentadas, padres solteros o en unión libre, familias diversas o recompuestas, abuelas consentidoras o gruñonas, abuelos con artritis o dientes postizos, parentela temida o querida, todos y cada uno de ellos no tuvo más opción, ante el insistente ruego de los infantes, que enviarlos a la escuela en bicicleta.

Una marea de dos ruedas con ojos chispeantes inundó las calles dirigiéndose con un fuerte pedaleo hacia la capital. Los empleados municipales aún no comenzaban su labor, las bicicletas se detuvieron a lo largo del boulevard, y éste se vio por primera vez en su historia despojado de humo, bocinazos, ruido de motores y tensiones humanas. Victoria y Ernesto pedalearon con lentitud hacia los árboles, al tiempo que de sus antiguas raíces germinaban nuevos brotes que se enredaron como helechos en sus bicicletas hasta estallar velozmente en las típicas florecillas del Poró. Ambos giraron sonrientes las ruedas de sus vehículos, convertidos ahora en jardines ambulantes, y encabezaron una “bicicleteada” infantil de varios kilómetros hacia la capital, trazando la ruta que más tarde la nueva alcaldesa transformaría en una reluciente ciclovía, mientras las motosierras eran aprisionadas por esas mismas raíces, ante el estupor de los trabajadores de la municipalidad.

 

Laura Fuentes Belgrave

Costa Rica

 


 



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