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La Noche fue clara como el día

Pedro Emilio RAMÍREZ


 

 

La noche se hacía soledad en mi alma. Me percibía llena de angustia, de hastío, de impotencia… Noches en vela, esperando… esperando… Todos me decían: “mujer, sólo queda esperar… será lo que Dios quiera”. Lo que Dios quiera… ¡Lo que Dios quiera! ¿Y lo que yo, lo que yo quiero, entonces no cuenta?

Mi niña jugaba tranquila, corría tranquila, era una niña más… llena de vida, traviesa, inundada de sonrisas. Aún ajena a ese mañana gris que a todos los pobres y muertos de hambre nos aguarda. Más, de la noche a la mañana… De la mañana a la noche, mejor, fue apagando el brillo de sus ojitos color de arena, se fue perdiendo la humedad de sus labios, la tersura de su piel siempre sonrosada por jugar en las tardes de sol…

Busqué ayuda desde un principio, pues ella es lo único que me queda. Aquí no tengo a nadie más… soy sólo una mujer, y como si esto no fuera suficiente para padecer el maltrato y la discriminación, en una tierra donde Dios pareciera que protege sólo a los hombres… Mi marido murió hace cuatro años en una revuelta callejera, de esas que tanto abundan en estos días de tanta conflictividad social; y el único hijo varón que me dejó, marchó hace más de seis meses al norte, lejos, muy lejos, con el sueño de encontrar allá una mejor vida; no he vuelto a saber de él desde aquella tarde que partió junto a otros muchachos del barrio.

Por acá no hay quien atienda a los pobres. ¿Quién se acuerda de nosotros? Llevé a mi hija donde Juana, la anciana, conocedora del mundo de las hierbas y la raíces. Bebidas, ungüentos, pócimas, nada… nada. “Sólo nos queda esperar, mujer”, me dijo Juana hace unas semanas en medio de las risas de sus muchos nietos jugando en las calles vecinas, risas que llegaron a mis oídos como cantos fúnebres, como espadas aguijoneándome la garganta, traspasándome la esperanza que aún palpita en algún rincón de mi alma.

Cargué con le cuerpecito débil de ni niña, camino a la pieza, mientras caía la noche; tenía sus manos frías y su frente sudorosa prendida en fiebre. Acosté su frágil figura entre las sábanas tejidas en tantas noches de tristeza y soledad; y recordé frases sueltas de una plegaria que una vez escuché a un extranjero pronunciar ante una gran desgracia. ¡Extranjero! Qué absurdo, yo era en ese momento la extranjera… Veinte años viviendo allí, entre ellos, veinte años con ellos, sufriendo los mismos fríos en las noches de invierno, padeciendo los mismos calores en los largos y duros días de los veranos polvorientos… bebiendo la misma agua, pisando la misma tierra… pero extranjera, huérfana de patria, ajena… Vine llena de juventud y esperanza, a este país de promesas, con un saco de sueños, al lado del hombre que amaba.

Lo conocí en el puesto del mercado, donde vendía mi padre y donde había vendido el padre de su padre. Bastó una sonrisa, bastó un roce de manos, para que mi sangre fluyera como los ríos en primavera, y mis ojos se iluminaran con la luz de mil cometas.

Fue una mañana cuando, oculta entre telas, intentando descubrir entre los cientos, los ojos de aquel que iluminaban mis ojos, escuché a aquel hombre decir en voz callada: “Tú lo sabes todo, señor, tú lo sabes todo. Tú me lo diste, tú me lo quitaste, bendito seas, señor. Nuestro auxilio es el señor, que hizo el cielo y la tierra…” Yo no lo entendía: “¿tú me lo diste, tú me lo quitaste?”… A qué clase de dios invocaba ante sus desgracias. Supe que aquél hombre había perdido en un temible naufragio gran parte de sus bienes, y que dos de sus hijos habían muerto en terrible accidente… y allí estaba, dando gracias a un dios desconocido para mí. Dando gracias, sólo porque un acreedor había consentido liberarlo de parte de su deuda.

Joaquín y yo, pronto nos casamos. Vivimos en casa de mis padres un tiempo, mientras él hacía todos los arreglos para irnos a sus tierras, a sus campos, a su patria. Partí con él, entre sustos y esperanzas. Y llegué a la casa de sus padres… junto a sus hermanos, y parientes, para ser su esposa, su amiga, y su hermana. De su amor nació primero José Joaquín, el mayor, alocado y soñador. Y unos años después, Miriam, la menor, mi niña hermosa, mi flor de frescura.

Miriam no disfrutó mucho a su padre. La violencia, acabó con él. Esa violencia que tantas vidas arrebata día a día, noche a noche, en estas ciudades en las que según nuestros gobernantes nunca pasa nada. Allí empezó nuestro sufrimiento… la tierra fue reclamada por el mayor de los hermanos; perdimos casa, bienes… y vinimos a parar acá, en este barrio donde abundan mujeres solas, viudas que se empeñan en no morir de tristeza y viudas de esposos vivos que se empeñan en no morir de rabia.

Saúl es lo más parecido a un médico que tenemos en toda esta zona. Hombre muy culto, y sabio. Su mujer, Raquel, sobresale entre muchas por su preparación y su bondad. Pero ambos tienen más corazón y ganas que los recursos. Son una pareja también del pueblo. A ellos llevé a mi niña después de haber estado varias veces donde la Juana. Raquel la cuidó con esmero, Saúl hizo todo lo que podía. Pero la salud de Miriam se deterioraba día a día. Fue Raquel quien por vez primera me habló de aquél hombre, curandero y profeta, para algunos un enviado de Dios, para otros un loco, para otros tantos un hechicero que trataba con las artes del demonio.

Mi niña temblaba entre las sábanas. Mi mano acariciaba sus pálidas mejillas, mientras mis pensamientos daban vueltas por tantos recuerdos: añorando la patria, recordando al esposo perdido, maldiciendo los asesinos jamás encontrados, deseando la vuelta del hijo alocado… Mi niña temblaba de fiebre fría; sus huesos crujían dentro de su pequeña talla… ¿Por qué? ¿Por qué? Mi garganta muda de impotencia… sintiendo el peso de esta soledad plomiza, agigantada por la vida que se apagaba entre mis manos. “Sólo hay que esperar, mujer, sólo hay que esperar”, volvían otra vez a mi cabeza las voces de Saúl, de Raquel, de Juana, de Ana, de tantos otros… de tantas otras… ¿Esperar qué…? ¿Qué una vez más la maldita muerte me visitase absurdamente dejándome desnudas las heridas? “Tú lo sabes todo…” ¿Qué más decía aquella plegaria? “Tú lo sabes todo, tú lo conoces todo”…

- ¡Mujer, mujer! – entró corriendo Raquel a la pieza. Ni cuenta me había dado que la mañana estaba empezando a recorrer sus caminos – Mujer, levántate, él está aquí cerca, él está aquí. Yo me quedo cuidando la niña, ve, ve… debes traerlo, debes decirle que tu niña está enferma, que sólo él puede devolverle la vida a sus labios… y la sonrisa a los tuyos.

Raquel me hablaba de Jesús, el profeta, el curandero. Dudé. Tenía miedo. ¿Y si no me recibía? O… ¿o si no podía curarla? Al fin, resuelta, observando el cuerpecito débil y al borde de la muerte de mi niña, me puse en pie… si ese hombre era el que todos decían que era, entonces él podría devolverle la salud a mi pequeña.

Corrí, o tal vez volé las tantas calles que me separaban de la ciudad. Agudicé mis oídos para saber dónde se alojaba, dónde estaba, con quién o quiénes… En casa de Simón, el pescador.

Una lágrima, mezcla de esperanza y excitación rodó por mis mejillas. Allí estaba: la gente, la muchedumbre. “El maestro quiere estar solo”, dijo uno que parecía ser del grupo de los suyos. “No, no, él debe escucharme, yo necesito que me escuche” – pensaba para mis adentros. “Señor, tú lo sabes todo…” Entonces, dentro de mí, como un brioso huracán, emergió una voz que gritó: “¡Señor, necesito verte, necesito hablarte!”. “Dije que el maestro quiere estar solo” – repitió aquel hombre que parecía más un soldado del imperio, que un hombre de dios, y enojado agregó: “¿Acaso crees que con todo este gentío, el maestro va a perder el tiempo con una mujer como tú?”. Haciendo caso omiso de aquellas duras palabras, me abrí paso como pude entre la gente, entre los cientos de curiosos, enfermos, ¡entre el sinnúmero de hombres religiosos que tantas veces nos han dejado a nosotras a un lado! Sin importarme las miradas lascivas, los comentarios hirientes, las palabras crueles… sin importarme nada más que mi hijita moribunda, llegué a la puerta, e inmediatamente pude distinguir la imagen límpida y risueña de aquel hombre profeta. Entre tantos ¡ése debía ser él! Y corriendo rauda a su lado le dije: “Señor, hijo de David, mira mi miseria porque mi única hijita está enferma de muerte”. Al borde de las lágrimas, sentía el peso de las miradas de los presentes. Me veían a mí, le miraban a él. “Eh, ¡apártate, mujer! ¡Que aquí estamos discutiendo cosas de hombres!” – gritó, mientras me halaba fuerte del brazo un hombre viejo, de barba rala. Pero cuando intentaban sacarme a la fuerza, me solté y gritando a viva voz dije: “Eres profeta, eres hombre de Dios, ayuda a mi hija… ¡Ven conmigo, Señor!”. Pero no conseguí respuesta alguna de su parte. Sentí como una noche de luto dentro de mí… le llamaba, le imploraba y no me respondía… “tú lo sabes todo… respóndeme… respóndeme” – pensaba. Y él callaba. Sólo se limitaba a observar, a los que le rodeaban. ¿Su respuesta ante mi angustia era esa, el silencio? Sentía el peso brutal de las miradas… de todos los hombres de mi vida, que por ser mujer me denigraron, rechazaron, lanzaron al olvido. Y emergieron de súbito todas las heridas de mi historia: “este hombre profeta, no es diferente a todos los de su raza”. Volví a insistir con más fuerza, acercándome, abriéndome paso: “Señor, socórreme. Mi hija sufre. Está muriendo”. No me miró entonces, pero ya no podría ignorarme. Aún hacía silencio. Un murmullo de voces se escuchó en toda la pieza: “ya que ésta entró… al menos que le diga algo”. “¿Y no le llaman a este Jesús, profeta?”. “Bah, ¡es lógico que nada puede hacer!”. En aquel momento, uno de sus discípulos le dijo: “Maestro, es contigo, atiéndela o dile que se largue”.

Entonces, respondiéndole, pero como para que yo bien lo escuchara dijo: “¿Acaso no decían ustedes hace instantes que la salvación era sólo para las ovejas que estaban dentro del rebaño escogido? ¿No dicen que son ustedes el pueblo santo, los herederos de la promesa?”. Era preferible escuchar su silencio, a esas terribles y duras palabras. Yo, la extranjera. Y acudieron a mi mente todo el peso de esos recuerdos amargos, de rechazo, de exclusión. Por mi mente volaron dolores profundos, llantos encerrados, gritos convertidos en silencios. Pero también vino a mi mente la imagen de mi niña muriendo, la carita frágil y traslúcida de mi Miriam casi muerta. Al borde de las lágrimas me arrojé a sus pies: “Ayúdame, Señor. Ayúdame”. Volvió su mirada hacia mí, y sus ojos se cruzaron por vez primera con los míos. Y dirigiéndose a todos los presentes dijo: “No está bien quitarle el pan de los hijos y echárselo a los perros, ¿cierto?”. Su respuesta fue para mí peor que su silencio. Si no fuera por esa mirada… esa mirada… se me hubiera helado el corazón allí, se me habrían triturado todos los huesos. Pero su mirada, su mirada… Entonces, con paz, y con firmeza, con esa paz que es voluntad y gallardía, con esa paz que sólo da la fe de que todo es posible, le dije: “Sí, sí mi Señor, razón tienes; pero hasta los perritos comen las migajas que caen de la mano de sus amos cuando se sientan a la mesa”. Jesús se incorporó. Me tomó de las manos, levantándome hacia él. Y con una mirada más profunda que el más profundo mar, como si intentara conocer toda la verdad de mi vida, contestó: “¡Mujer, qué grande es tu fe!”. Y alzando la voz, como si quisiera ser escuchado hasta el confín del mundo, agregó: “No he visto jamás en ningún lugar de la tierra, fe tan grande y tan profunda como la de esta mujer. ¡Ya quisiera Salomón haber tenido fe como la tuya! Ve mujer, corre a casa, que tu niña te espera”.

Su palabra me bastó. Su voz me bastó. Su mirada me bastó. Mi hija estaba bien. Mi Miriam estaría bien. Y yo también. Porque no sólo sanó a mi hija y la salvó, también me sanó y me salvó a mí de muchas formas.

 

Pedro Emilio Ramírez

Carabobo, Venezuela.

 


 



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