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La niña triste

Josefina SOLANO MALDONADO


 

 

Hasta que salía de los ojos una mezcla de embrujo y alquimia, sortilegio oscuro para el dios Tariacuri, hasta que los negros y grises teñían las montañas mexicanas de Tenochtitlán, hasta que la tinta manaba como una savia oscura del corazón malherido de la deidad, la niña Aurorita, olvidada de colores y sol, iba dibujando un paisaje sinuoso en el que siempre rotulaba un nombre: Cumiechúcuaro o región de los muertos. Por doquier manos desencajadas, piernas gangrenadas, cintos y látigos bordeando la lámina como una cenefa que brotara del terror.

Hacía poco que la niña Aurorita iba a la escuela. Desde que nació había llevado una vida trashumante, deambulando con su padre por todo México, ofreciendo cacharros y cucañas de buhonero a las mujeres que salían a su encuentro. Ahorita vivía en una casa, situada en un barrio humilde de la capital. La maestra Lupita se dio cuenta de que algo pasaba. El aspecto de la niña era desaliñado, se sentaba siempre en el último banco, y allí junto a la ventana, clavaba sus ojos en los árboles desmedrados del patio. En clase estaba como ausente, no jugaba con sus compañeros, permanecía siempre aislada y silenciosa, haciendo siempre el mismo dibujo sin colores vivos, dibujos como la producción de un mundo agresivo y deshumanizado.

-¿Y mamita?

-No tengo mamita, doña Lupe.

-¿Por qué vistes de esa manera?

-No tengo dinero para comprarme ropa nueva. ¡Hasta luego, maestrita!

La niña salió corriendo, esquivando el interrogatorio de la maestra. Al llegar a casa Aurorita encontró a su padre, echado sobre la mesa, ante una botella de charanda y otra de tequila. Tenía el hombre las misierucas y roñas propios de una condición rebelde que mojaba en abundante alcohol. Su faz estaba llena de cacarañas y los ojos, veteados de ramalazos rojos, flotaban en una linfa acuosa y amarillenta dando a su mirada el carácter ruin de los borrachos. Desde que había abandonado su oficio de buhonero, no hacía más que beber buscando cobardemente el olvido de la mujer a la que había amado y perdido en el parto de Aurorita. Consumía esperanzas, fumaba gregarismos, su lenguaje entre leguleyo y vulgar denotaba su hastío y flaqueza.

-¡Aurorita! ¡Aurorita! Ven a platicar conmigo, chamacona.

-Papito, ¿sabes que la maestra Lupita no quiere que vaya a la escuela con este vestido descolorido y harapiento?.

-Tienes ya once años, Lupita, tienes edad para defenderte de alimañas como esas.

Pero tú tan desobediente como siempre, ¡ojalá nunca hubieras nacido!, eres la culpable de que muriera tu madre.

La niña no rehuyó las miradas como había hecho otras veces y abordó a su padre nuevamente:

-La maestra Lupita me ha dicho que yo no tengo la culpa de nada.

-¿Entonces por qué murió tu madre? ¡contesta!.

-Murió porque se puso enferma, yo no tengo la culpa.

-¿Enferma dices? ¿enferma?, tú la hiciste enfermar. Yo no quería hijos pero ella se empeñó, y llegaste tú, mala pécora, arrebatándomela para siempre.

-¡La maestra dice que yo no tuve la culpa!.

-¡No me grites! Voy a enseñarte lo que esa zorra no hace, voy a enseñarte normas de comportamiento y buenos modales, renacuajo.

El papito se quitó el cinto y golpeó a Aurorita hasta dejarle marcada la espalda. Como siempre hacía después de la paliza, la niña se encerró en su pieza y comenzó a dibujar el Cumiechúcuaro. Negros. Grises. Dioses con lengua de serpiente. Manos blandiendo espadas. Cuerpos perforados.

Después de acabar la botella de tequila el papito empezó a golpear con los puños la puerta de la recámara diciendo:

-¡Sal de ahí y prepara la cena que para eso eres una mujer!.

La niña se acurrucó tras las cortinas.

-¡Qué salgas, chamaca del demonio!.

Tan violentas fueron las embestidas que la puerta cedió abriéndose de par en par.

-¿Dónde estás, charra?

Aurorita siguió agazapada tras las cortinas como un animal enfermo. Cuando el hombre la encontró, la agarró por la trenza y la obligó a salir de la recámara.

-¡Prepara la cena ahorita mismo!

La niña entró en la cocina y sin que su padre la viera saltó por la ventana que daba a un descampado seco y polvoriento. Corrió hasta llegar a casa de la maestra.

-Maestra, Lupita, mi papacito me pega.

Lupita le desabotonó el vestido y vio la espalda amoratada. Con sumo cuidado le fue bizmando las heridas, le enjugó el rostro, le puso un huipil limpio , y la acunó en su regazo como un bebé.

-Había una vez una niñita que vivía en un jacal, situado en un lejano rancho de Oaxaca. Día tras día despellejaba panochas y milpes que luego vendía en el mercado. Todos los que por allí pasaban miraban su cara y sólo encontraban una expresión triste. Pronto se corrió la voz por todo el país de que en Oaxaca había una niña que no sabía sonreír. Fueron muchos los que se acercaron hasta aquel lugar remoto para ver a la chamaquita. Ella seguía en su labor, con la cabeza gacha y los ojos acuosos por el llanto. Vino cierto día un payaso del circo que recientemente había llegado a México, se puso delante de ella e intentó por todos los medios hacerla reír. No resultó. Fueron vanos los intentos de acróbatas, saltinbamquis, mozos y viejos para que la niña triste aprendiera a ser de otro modo, para viera la hermosura azul del cielo, para que visitara los tianguis, para que se divirtiera con los juguetes de chicle y papa, para que oyera el ayotl, timbal de tortuga, que muchos se ofrecían a tocarle. Llegaron hombres que le hablaron de Moctezuma, llegaron ancianas que le contaron historias de hechiceros aztecas y princesas chichimecas. Pero ella siguió siendo la niña triste. Una mañana de primavera, se acercó hasta ella una mujer de larga cabellera y huipil bordado que sentenció que alguien la había desterrado al Cumiechúcuaro tolteca, donde sólo había melancolía y tristeza. Aquella mujer se acercó a la niñita, le acarició las mejillas con sus manos suaves, recogió en sus dedos el amargo llanto, la abrazó arropándola junto a su pecho y la besó hasta el cansancio. Después de repetir aquel ceremonial durante tres días, la niña triste sonrió. ¿Sabes lo que le pasaba a la niñita?

-¿Qué maestrita?

-Que nunca supo lo que era el amor y la ternura hasta que aquella mujer se lo ofreció. Tú eres otra niña triste, pero yo voy a conseguir rescatarte del Cumiechácuaro, para enseñarte que también existe el cariño. ¿Cuántos besos te han dado a lo largo de tu vida?

-Papito no me ha besado nunca, doña Lupita.

La maestra besó a Aurorita y la llenó de besos, logrando arrancarle una sonrisa.

-Así me gusta, mi niña. No volverás a ser una niña triste.

No habían acabado la plática, cuando oyeron que alguien golpeaba violentamente la puerta. Doña Lupita abrió y se encontró frente a ella a un hombre borracho con un cinto en la mano.

-Le has llenado de pájaros la cabeza a mi chamaca, maestra, y eso no se hace.

-¡Váyase de mi casa!.

-¿Dónde está mi hija?.

-Le he dicho que se vaya de casa.

Fue tal la algarabía y trapatiesta que el borracho formó que los vecinos acudieron alarmados. La luz incierta de la tarde aislaba la sombra de Aurorita, escondida tras un sillón, con los ojos cerrados y las manos puestas en los oídos para no oír, para no ver, para no sentir de nuevo el miedo.

-¡Quiero a mi hijita! ¡la quiero! -gritaba el borracho mientras golpeaba el suelo con el cinto.

No tardaron en personarse las autoridades policiales, que comprobaron que era cierto la que tantas veces doña Lupita les había contado en comisaría. Al cabo de dos meses se dictaminó que la niña se quedara bajo la guardia y tutela de la maestra.

La niña Aurorita le fue devolviendo el color a sus dibujos.

La niña Aurorita aprendió a abrazar.

La niña Aurorita aprendió a reír.

 

Josefina Solano

Málaga, España

 


 



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