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Desafíos de las nuevas formas de cohabitación

2012-11-16


 

La movilidad de la sociedad moderna ha abierto espacio a varias formas de cohabitación. Al lado de las familias-matrimonio que se constituyen dentro de un marco jurídico-social y sacramental, surgen cada vez más las familias-pareja (cohabitación y uniones libres) que se forman consensuadamente fuera del marco institucional y duran mientras haya pareja, y dan origen a la familia consensual no conyugal. La introducción del divorcio ha dado lugar a familias uniparentales (la madre o el padre con los hijos/as) o multiparentales (con hijos/as provenientes de matrimonios anteriores) y también a uniones entre homoafectivos (hombres o mujeres), que en varios países han alcanzado un marco jurídico que les garantiza estabilidad y reconocimiento social.

Tratemos de entender un poco mejor estas formas de cohabitación. Un especialista brasileño, Marco Antônio Fetter, creador de la primera Universidad de la Familia en Brasil (en Rio Grande do Sul) con todos sus grados académicos, define así la familia: «un conjunto de personas con objetivos comunes y con lazos y vínculos afectivos fuertes, cada una de ellas con un papel definido, donde aparecen naturalmente los roles de padre, de madre, de hijos y de hermanos» (cf. www.unifan.com.br).

La familia ha conocido una gran transformación con la introducción de los preservativos y de los anticonceptivos, hoy incorporados a la cultura como algo normal a pesar de la oposición de varias Iglesias.

La sexualidad conyugal gana más intimidad y espontaneidad, pues, con tales medios y mediante la planeación familiar queda liberada del imprevisto de un embarazo no deseado. Los hijos/hijas dejan de ser consecuencia fatal de una relación sexual y son queridos de común acuerdo.

El énfasis en la sexualidad como realización personal ha propiciado la aparición de formas de cohabitación que no son propiamente matrimonio. Expresión de esto son las uniones consensuales y libres sin otro compromiso que la mutua realización de la pareja o la cohabitación de homoafetivos.

Tales prácticas, por nuevas que sean, deben incluir también una perspectiva ética y espiritual. Es importante cuidar que sean expresión de amor y de confianza mutua. Cuando hay amor, desde una lectura cristiana del fenómeno, ocurre algo que tiene que ver con Dios, pues Dios es amor (1Jn 4,12.16). Entonces, no caben prejuicios y discriminaciones. Antes bien, es necesario tener respeto y apertura para entender tales hechos y ponerlos también delante de Dios. Si las personas asumen su relación con responsabilidad no se les puede negar relevancia espiritual. Se crea una atmósfera que ayuda a superar la tentación de la promiscuidad y se refuerza la fidelidad y la estabilidad que son bienes de toda relación entre personas. El núcleo inmutable de la familia es el afecto, el cuidado del uno al otro y el deseo de estar juntos, estando también abiertos, cuando es posible, a la procreación de nuevas vidas.

Si es así, además del carácter institucional de la familia hay que considerar entonces especialmente su carácter relacional. Importa ver el complejo juego de relaciones que se realiza entre los miembros de la pareja. En esas relaciones está la vida, surgen las expresiones de amor, de fidelidad, de encuentro y de felicidad, en una palabra, aparece el lado permanente. El lado institucional es socialmente legítimo y asume las más distintas formas según las culturas, romana, céltica, china, india etc.

Análisis transculturales han demostrado que cuando el capital social familiar es alto y sano da origen a una mayor confianza en el prójimo, hay menos violencia y más participación social. Cuando este capital social se va diluyendo, poco a poco aparecen las crisis y se deshace la relación afectiva.

La cuestión es superar cierto moralismo que no ayuda a nadie, prejuzga las distintas formas de familia o de cohabitación a partir de una específica y nos hace perder los valores, por cierto ahí presentes, vividos con sinceridad delante de Dios.

El significado mayor de la doctrina de la Iglesia sobre la familia es recalcar los valores humanos y morales que se deben vivir en ella. Así lo hace, por ejemplo, la Carta Apostólica Familiaris Consortio (1981) y la Carta a las Familias (1994) de Juan Pablo II. En ambos documentos se afirma enfáticamente que «la familia es una comunidad de personas fundada sobre el amor y animada por el amor, cuyo origen y meta es el Nosotros divino”.

En la Familiaris Consortio (1981) predomina curiosamente la dimensión relacional sobre la institucional. Define a la familia como «un conjunto de relaciones interpersonales -relación conyugal, paternidad/maternidad, filiación, fraternidad- mediante las cuales cada persona humana es introducida en la familia humana».

¿Qué sería de la familia y de sus miembros si no ardiesen en ellos las relaciones intersubjetivas de afecto y cuidado, el lenguaje del encantamiento y del sueño? Sin ese motor, que anima continuamente nuestro caminar, sin ese nicho de sentido, nadie soportaría las dificultades inherentes a toda relación intersubjetiva, ni las limitaciones de la condición humana.

Estos valores abren la familia más allá de sí misma. El sueño es justamente que a partir de los valores de la familia, en sus diferentes formas, surja la familia-escuela, la familia-trabajo la familia-comunidad, la familia-nación y la familia-humanidad, para llegar finalmente a la familia-Tierra, trampolín último para la familia-Dios.

 

Leonardo Boff




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