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La gran tentación

2005-03-25


  Jesús fue juzgado y condenado. Pendía entre el cielo y la tierra. Durante tres horas agonizó en la cruz.

El rechazo pudo decretar la crucifixión del profeta de Nazaret, pero no definir el sentido que él confirió a su crucifixión. Él la definió como el precio a pagar por su fidelidad a Dios y como expresión de solidaridad con todos los crucificados de la historia que, como él, también son víctimas de estructuras y de personas que prefieren excluir y matar en vez de cambiarse a sí mismas y cambiar sus relaciones para que sean más humanas. Sólo así impidió que la injusticia y la frustración tuvieran la última palabra; la tuvo el amor incondicional y el perdón. Esto ya es grande y digno.

No obstante esta generosidad, Jesús no fue eximido de una última y terrible tentación: la tentación de la desesperanza. El gran conflicto en lo alto de la cruz es entre Jesús y su Padre. El Padre que él experimentara en profunda intimidad filial, llamándolo con el término típico del lenguaje infantil: Abba, ese Padre con rasgos de madre de infinita bondad, ese Padre cuyo proyecto de un mundo de justicia, fraternidad y perdón proclamó y anticipó con su praxis libertadora, ese Padre parecía abandonarlo en el momento supremo de su vida. Jesús pasó por el infierno de la ausencia de Dios.

No soy yo quien lo dice. El mismo Jesús lo declara. Hacia las tres de la tarde, minutos antes del desenlace fatal, Jesús clama al cielo. Su grito se conserva en arameo como prueba de que fue realmente histórico: «Elói, Elói, lamá sabachtani: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Es la expresión de quien está al borde de la desesperación. Desde el vacío más abisal de su espíritu irrumpen terribles interrogantes que configuran la más temible tentación que alguien pueda sufrir, y que más tarde también sufrió al final de la vida su seguidor más fiel, Francisco de Asís: la tentación de que nada valió la pena, de que todo fue sin sentido, de que ya no hay ninguna esperanza.

«¿Fue absurda mi fidelidad? ¿Fue sin sentido la lucha sostenida por la causa del Dios de la vida, de los pobres y de la libertad? ¿Fueron inútiles los peligros que corrí, las persecuciones que tuve que soportar, el humillante proceso difamatorio, la condena judicial y esta indecible crucifixión que ahora estoy sufriendo?». ¿Todo fue en vano?

Jesús se encontraba desnudo, impotente y totalmente vacío ante el Padre, que callaba, y callando se revelaba en todo su misterio. No tenía a qué agarrarse. Su propia seguridad interior, desapareció.

A pesar de este sufrimiento, devastador como un tsunami, Jesús hizo una opción radical: continuó confiando en su Padre. Por eso gritó con voz fuerte: «Padre mío, Padre mío». En el auge de la angustia se entregó al Misterio verdaderamente sin nombre. Fue su última seguridad y esperanza. Sin ningún apoyo en sí mismo se apoyó totalmente en el Otro. Tal esperanza absoluta sólo es comprensible a partir de la desesperanza absoluta.

La grandeza de Jesús, en aquel viernes tremendo, fue poder soportar y vencer esa temible tentación por la que pasan tantas personas en la vida. Sólo así la muerte será completa. Su superación reside en estas palabras: «Padre, en tus manos entrego mi espíritu». «Todo está consumado». La resurrección vino a confirmar que esta esperanza no es una esperanza vana sino invencible.

 

Leonardo Boff




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