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Roma locuta

2004-10-01


  El proceso doctrinal contra el libro «Iglesia: carisma y poder» (en castellano: Sal Terrae, séptima edición, Santander; en portugués: Récord, São Paulo, con las actas del proceso incluidas) no concluyó con el «diálogo» con el Cardenal Inquisidor. Faltaba todavía la palabra final del colegio cardenalicio y del Papa. Y llegó en mayo de 1985 cuando súbitamente apareció, en la portería del convento de Petrópolis donde yo enseñaba, un representante del Nuncio Apostólico de Brasilia. Me entregó un pequeño libro impreso en la Políglota Vaticana: «Notificación sobre el libro ‘Iglesia: carisma y poder, ensayos de eclesiología militante’». Me dijo: «lea el texto mientras rezo en la iglesia de aquí al lado. Después hablamos». Leí despacio. Me pareció un pastiche de frases, sacadas de aquí y allí, formando un sentido que no correspondía a mi pensamiento. Volvió el representante del Nuncio y me preguntó: ¿acepta o no acepta el texto? Le dije, sereno: acepto, porque el que está ahí dentro no soy yo. Hace afirmaciones que yo también condeno. Pero ¿acepta?, insistió. Condenando, acepto, respondí. Gracias a Dios, suspiró. Y le pregunté: «¿por qué tantas gracias a Dios?». «Porque si no hubiera acogido el texto -confesó- tendríamos un grave problema eclesial y hubiera debido imponerle las penas canónicas contenidas en este sobre».

Esperaba que con esto hubiera terminado todo, pero cuál no sería mi sorpresa cuando días después un alto funcionario del Vaticano me dictaba, por teléfono, las penas: destituido de la cátedra de teología, destituido como director de la revista Vozes, como redactor de la Revista Eclesiástica Brasileira, e imposición de silencio obsequioso por tiempo indeterminado, durante el cual no podría hablar en público ni publicar nada. Apoyándome en el derecho canónico respondí: solamente acataré las penas cuando el documento oficial llegue a mis manos. Tardó 20 días.

Obispos importantes me hicieron comprender que el problema era más politico que doctrinal. Se trataba de refrenar el ímpetu liberador de la Conferencia Nacional de Obispos de Brasil (CNBB) y yo era sólo el pretexto. Por eso, después de pensarlo bien, declaré: «Prefiero caminar con la Iglesia que solo con mi teología». Apartaba el golpe contra la CNBB y protegía a las CEBs y a la teología de la liberación.

Once meses después, debido a las numerosas presiones sobre el Papa, en la noche de Pascua de 1986 fui liberado del silencio obsequioso y de las otras restricciones. Libre, continué con mis múltiples actividades hasta que durante la Eco-92 de Río de Janeiro, el Cardenal Baggio y el General de la Orden Franciscana me comunicaron que debía someterme nuevamente al silencio obsequioso y renunciar a la enseñanza de la teología. Debería salir del país y del continente. Me sugirieron conventos en Filipinas y Corea. También allí debería guardar silencio obsequioso y las demás penas.

Pensé para mí mismo: los derechos humanos y el derecho inalienable de la libertad de expresión también deben aplicarse a un teólogo. Y en razón de eso, con dolor, dije: cambio de trinchera pero no de combate. No dejaré la Iglesia, sino una función dentro de ella. Seguiré siendo teólogo y escritor, con un pie en la enseñanza y otro en los medios pobres y populares. Asumí la cátedra de Ética, Filosofía de la Religión y cuestiones contemporáneas en la Universidad del Estado de Río de Janeiro (UERJ). En seguida pasé a enseñar como profesor visitante en algunas universidades extranjeras, pero siempre con los pies aquí, mi campo de acción.

Pasados veinte años, confieso que me esforcé mucho para que mi alma mantuviera la grandeza de miras, tal como cantó el poeta: «Todo vale la pena si el alma no es pequeña».

 

Leonardo Boff




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