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Crisis de las identidades nacionales

2004-07-02


  El proceso de globalización produce crisis en las identidades culturales. Éstas, por una parte intentan defenderse de la homogeneización excesiva ocasionada por la globalización dominante de cuño occidental, y por otra se obligan inevitablemente a confrontarse con identidades desconocidas, sufriendo por ello una extrañeza siempre dolorosa que produce miedos comprensibles.

De cara a este desafío se trazan dos estrategias: la de la cerrazón y la del diálogo. Hay identidades que para afirmarse recurren a las tradiciones, religiones y glorias de su cultura, rechazando al máximo las consecuencias de la globalización. Por lo general, definen claramente quiénes son los enemigos y quiénes los amigos, según afirmó uno de los teóricos modernos de la filosofía política, Carl Smitt (1888-1985): «la esencia de la existencia política de un pueblo es su capacidad de definir al amigo y al enemigo». En esta misma línea, el conocido teórico de la filosofía política contemporánea, Samuel P. Huntington, en su «Choque de civilizaciones» dice: «los enemigos son esenciales para los pueblos que están buscando su identidad y reinventando su etnia, pues sólo sabemos quién somos cuando sabemos quiénes no somos y, muchas veces, cuando sabemos contra quién estamos».

Esta perspectiva, aunque comprensible, en las condiciones alteradas de la historia globalizada es impracticable. ¿Cómo vamos a considerar a los otros como enemigos estando obligados a convivir con ellos en un pequeño espacio común que es el planeta Tierra? Por ahí ya no hay camino. Además, se está formando lentamente una identidad colectiva y planetaria como fruto de la convivencia de todos con todos.

Sin embargo, Estados Unidos, la potencia hegemónica, propone una identidad afirmada a partir de la oposición al otro, al imponer a todos los países esta alternativa siniestra: o están a favor de Estados Unidos y por lo tanto de la civilización o a favor de los terroristas y, consecuentemente, de la barbarie. Es la vida de la arrogancia.

La otra estrategia, la del diálogo, es la única verdaderamente eficaz. La globalización ofrece la oportunidad de dialogar a todos con todos a todos los niveles. Permite un intercambio y, con él, un enriquecimiento colectivo como nunca antes lo ha habido en la historia de la humanidad. El diálogo requiere un mutuo reconocimiento de los interlocutores, la renuncia a querer dominar al otro y la garantía de que todos puedan participar. El diálogo busca construir puntos en común a partir de los cuales surge el consenso mínimo y el dejar en segundo plano los puntos que nos separan. Y, principalmente, el diálogo supone tener conciencia de las ganancias y las pérdidas que se dan siempre. La identidad no es una estructura inmutable, dada de una vez por todas, sino un conjunto de relaciones, a partir de una experiencia de base, siempre en acción y en construcción, que incorpora elementos nuevos sin desvirtuarse.

Mediante el diálogo, el más inclusivo posible, se va gestando lentamente la identidad colectiva de la humanidad como humanidad y no ya como estados-naciones. Ahora no conocemos su perfil, pero seguramente será una humanidad que se entenderá a sí misma como un momento del proceso de evolutivo del universo, de la Tierra y de la vida, con la responsabilidad ética de cuidar y de hacer co-evolucionar esta herencia y de celebrar el Misterio de nuestra existencia.

 

Leonardo Boff




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