Los derechos humanos
como base de un nuevo orden mundial
Jordi Corominas
La carta de la Naciones Unidas proclama que los Derechos Humanos son
universales, que corresponden a toda persona humana por el hecho de ser
persona y que son válidos en cualquier lugar del mundo y bajo toda
circunstancia. ¿Por qué siguen siendo meramente formales estos derechos?
¿Es posible que lleguen a ser la base jurÃdica y polÃtica de los
diferentes pueblos de la tierra?
El Estado–nación sigue siendo el actor predomi-nante para la
aplicación práctica de los derechos humanos, y en consecuencia, el
sistema de Estados mundial, el principal responsable de la virtualidad
de los derechos humanos. Pero el Estado, tal como lo conocemos ahora, no
ha existido siempre, ni nada impide que cambiemos el sistema de Estados
que impera en el mundo desde el siglo XVII. Desde luego, podemos ir
hacia sistemas peores, o incluso hacia situaciones apocalÃpticas, como
una tercera guerra mundial, pero también hacia situaciones mejores. Como
exclama el cardenal Altamirano en la pelÃcula La Misión ante la
pretensión justificadora de la masacre de indÃgenas que le ofrecen los
gobernantes: «El mundo no es asÃ; nosotros lo hemos hecho asû. No todo
es necesidad. Un somero vistazo a la historia nos muestra cómo nos vamos
apropiando de posibilidades inéditas.
En el siglo IV d.C. aparece en Occidente, con el Emperador
Constantino, el llamado Cesaropapismo: el emperador era a la vez el jefe
espiritual de la religión, el Póntifex Máximus, y el gobernante
polÃtico. El cristianismo era la fuerza que necesitaba Constantino para
reconstruir un imperio que se desmoronaba. Pasó a considerar la iglesia
como parte del organigrama imperial, interviniendo decisivamente en su
dirección, administración y en la elaboración de sus dogmas. En el siglo
VIII se desmorona definitivamente el imperio Romano dando pie al
feudalismo: territorios pequeños de estructuras polÃticas y sociales
autosuficientes y autónomas comandados por un señor feudal que proveÃa a
los siervos de cuidado y terrenos a cambio de su completa sumisión. La
Teocracia se empieza a construir en el siglo XI: el Papa, a diferencia
del tiempo del Cesaropapismo, está por encima de los reyes y le es
lÃcito deponerlos. El poder civil debe estar al servicio del poder
espiritual que encarna la Iglesia.
A finales del s. XVI surge la teorÃa del origen divino del poder del
rey. Toda desobediencia al poder polÃtico era también una afrenta al
orden divino. El monarca no reconocÃa ningún poder sobre él y podÃan
ejercer su poder soberano dentro de su territorio sin lÃmite alguno,
sometiendo asà al Papado y a los señores feudales. Son las MonarquÃas
Absolutas que dan nacimiento al sistema de naciones-Estado actual. Con
la firma del Tratado de paz de Westfalia en 1648 y los procesos de
colonización se consagra en el planeta entero la fórmula polÃtica de
Estados-Nación. Los Estados se reconocen mutuamente su soberanÃa e
igualdad, establecen el principio de «no intervención» en los asuntos
internos de otro Estado y el principio de que la integridad territorial
es el fundamento de su existencia frente a la concepción feudal de que
territorios y pueblos constituÃan un patrimonio hereditario.
A lo largo del siglo XVII y XVIII una serie de filósofos (Hobbes,
Locke, Rousseau…) trataron de explicar de un modo racional el origen y
los fundamentos de la sociedad polÃtica. Formularon la teorÃa del
Contrato Social, la idea de que la legitimidad de la imposición de la
ley venia dada no por Dios, como sostenÃa la teorÃa del origen divino
del poder soberano, sino por los mismos ciudadanos, como fruto de una
decisión de personas racionales, libres e iguales.
A partir de la revolución francesa (1789), los Estados empezaron a
transitar de la monarquÃa absoluta a los actuales Estados
Constitucionales con división de poderes (legislativo, ejecutivo y
judicial), pero la teorÃa contractualista no llega a ser suficientemente
popular para mantener la cohesión estatal. El ideario de nación, en
cambio, sustituye perfectamente el anterior fundamento teológico
ejerciendo funciones parecidas de legitimidad y unificación del
territorio. El Estado no se constituye sobre una nación o pueblo
preexistente, sino que al constituirse el Estado somete a grupos humanos
de diversa cultura, lenguaje y raza, bajo el mismo poder. Basta pensar
en los grupos culturales divididos y sometidos a estados diferentes:
aymaras, mapuches, guaranÃes, misquitos…
En nuestro siglo XXI el desarrollo de las relaciones económicas,
polÃticas, sociales y culturales se eleva por encima de las fronteras
entre los Estados e ignora las divisiones administrativas y polÃticas
que se han establecido entre los pueblos. Las nuevas tecnologÃas de la
información, las redes económicas y los flujos de personas, hacen que
las acciones y decisiones de cada uno afecten a la vida y al destino de
poblaciones lejanas en cualquier lugar de la geografÃa del planeta.
Somos todos agentes activos y pasivos en el gran rÃo de las
interacciones de la sociedad mundial.
La insuficiencia del Estado es especialmente notoria ante la
existencia de un mercado mundial no regulado que permite desigualdades
materiales enormes en y entre los paÃses, además de generar un alto
costo medioambiental. Decisiones que nos afectan a todos se toman sin
ningún control democrático (Banco Mundial, Consejo de Seguridad de la
ONU, directores de grandes compañÃas multinacionales...). Algunos
Estados-nación intentan frenar el desastre ecológico, pero el medio
ambiente no reconoce fronteras. Por otra parte, miles de seres humanos
se sienten desamparados por el Estado protector de antaño, y vuelven su
rostro hacia la intolerancia étnica, el nacionalismo agresivo y el
fundamentalismo religioso, en busca de seguridades y protección.
En cuanto a los derechos humanos su universalidad y defensa efectiva
queda diezmada porque en la lógica del Estado-nación, cada Estado queda
facultado para aplicar sus leyes dentro de sus propias fronteras,
debiendo respetar el derecho recÃproco de otros Estados a hacer lo
propio. Las diferencias entre los Estados son en última instancia
resueltas por la fuerza y en un medio anárquico, sin regulación; toman
decisiones, según sus preferencias, para mantener su propio poder o para
ampliarlo.
En definitiva, el sistema de relaciones económicas, sociales y
culturales actual, ya no puede encontrar solución en el marco estatal y
exige la transformación de poderes ocultos en poderes legÃtimos y
eficaces. El gran reto de este siglo XXI es configurar un orden mundial
nuevo en el que los derechos humanos y la protección ecológica del
planeta constituyan realmente la base del derecho y de la polÃtica.
Ciertos asuntos deben ser tratados en un nivel local, otros en un nivel
nacional, regional o global. La democracia debe adaptarse a diferentes
niveles de decisión polÃtica según un criterio de eficiencia: los
asuntos que puedan ser tratados eficazmente por un nivel inferior serán
resueltos a ese nivel sin necesidad de elevarse a nivel contiguo
(principio de subsidiariedad).
Autores como David Held, Ulrick Beck y Jürgen Habermas proponen una
«Democracia Cosmopolita» (cfr google): una gobernanza mundial y una
democracia desde lo local a lo global sin aspirar a crear un Estado, un
gobierno mundial o una federación de Estados. Podrá objetarse que tal
propuesta no parece contar con muchos adeptos entre la población, que la
solidaridad más allá de las fronteras vigentes es un ideal de poco
arraigo en la realidad, y más cuando se trata de personas con
religiones, tradiciones y culturas muy diferentes. Sin embargo, también
es cierto que crece una Sociedad Civil Mundial, que se extienden las
redes de comunicación a través de todo el planeta, que aumentan los
lazos afectivos entre las personas de diferentes Estados, y que se
amplÃan los horizontes del mundo de las personas (por ejemplo, se puede
ser de origen mauritano, budista y socio del Barça, hablar wolof y
francés, bailar salsa y ser aficionado a las novelas de Gabriel GarcÃa
Márquez...). Todo ello posibilita que se extienda una red de solidaridad
global.
También podrá objetarse que se extienden fenómenos aparentemente
opuestos al ideal cosmopolita: la reivindicación de formar un Estado
soberano por parte de diferentes culturas que no se sienten
suficientemente reconocidas: vascos y catalanes en España, aymaras en
Bolivia, Chile y Perú, kurdos en TurquÃa, y un largo etc. No obstante,
la democracia cosmopolita no intenta suprimir las identidades locales,
ni sacrificar lenguas o culturas, sino articularlos dentro de redes y
centros de poder democráticos mundiales.
Las dificultades pueden ser muchas, pero hay que poner también en el
plato de la balanza que tanto la no acción como la estructura vigente de
Estados-nación actuales nos llevan al colapso, al desastre ecológico, a
enormes diferencias económicas y en último término a la guerra. De
momento, la base de la democracia cosmopolita, unos derechos humanos
universales, es una aspiración o exigencia moral. De nosotros depende
convertir esta aspiración en derecho positivo mundial para que
prevalezca nuestra condición común de seres humanos por encima de toda
discriminación étnica, nacional, lingüÃstica, territorial o cultural.
Jordi Corominas
Sant Julià de Lòria, Andorra
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