El sermón de Montesinos 21 de diciembre de 1511
Bartolomé de Las Casas «Historia de las Indias»
En este tiempo, ya los religiosos de Santo Domingo habían considerado
la vida y aspérrimo cautiverio que la gente natural desta Isla padecía y
cómo se consumían, sin hacer caso dellos los españoles que los poseían,
más que si fueran unos animales sin provecho, después de muertos
solamente pesándoles de que se les muriesen, por la falta que en las
minas de oro y en las otras granjerías les hacían; no por eso en los que
les quedaban, usaban de más comprensión ni blandura, cerca del rigor y
aspereza con que oprimir y fatigar y consumirlos solían… Así que viendo
y mirando y considerando los religiosos dichos, por muchos días, las
obras que los españoles a los indios hacían y el ningún cuidado que de
su salud corporal y espiritual tenían, y la inocencia, paciencia
inestimable y mansedumbre de los indios, comenzaron a juntar el derecho
con el hecho, como hombres de los espirituales y de Dios muy amigos, y a
tratar entre sí de la fealdad y enormidad de tan nunca oída injusticia,
diciendo así: Estos, ¿no son hombres? Con estos, ¿no se deben guardar y
cumplir los preceptos de caridad y justicia? Estos, ¿no tenían sus
tierras propias y sus señores y señoríos? La ley de Cristo, ¿no estamos
obligados a predicársela y trabajar con toda diligencia para
convertirlos? Pues, ¿cómo siendo tantos y tan innumerables gentes las
que había en esta isla, según nos dicen, en tan breve tiempo, que es
obra de 15 ó 16 años han tan cruelmente perecido?
Los religiosos, asombrados de oír obras de humanidad y costumbres
cristianas tan enemigas, cobraron mayor ánimo para impugnar el principio y
medio y fin de esta horrible nueva manera de tiránica injusticia, y
encendidos del calor y celo de la honra divina, y doliéndose de las
injurias que contra su ley y la ley de Dios se hacían, de la infamia de su
fe que entre estas naciones, por las dichas obras, hedía, y
compadeciéndose entrañablemente de la jactura de gran número de ánimas,
sin haber quien se doliese ni hiciese cuenta de ellas… suplicando y
encomendándose mucho a Dios con continuas oraciones, ayunos y vigilias,
les alumbrase para no errar en cosa en que tanto iba, como quiera que se
les representaba cuán nuevo y escandaloso habíase de despertar a personas
que en tan profundo y abismal sueño y tan insensiblemente dormían;
finalmente, habido de maduro y repetido muchas veces consejo, deliberaron
de predicarlo en los púlpitos públicamente y declarar el estado en que los
pecadores que estas gentes tenían y oprimían, estaban y muriendo en él,
dónde al cabo de sus inhumanidades y codicias, a recibir su galardón iban.
Y porque era tiempo de Adviento acordaron que el sermón se predicase en
el cuarto domingo, cuando se canta el Evangelio donde refiere el
evangelista san Juan: “enviaron los fariseos a preguntar a Juan Bautista
quién era y respondióles: Ego vox clamantis in deserto”. Y porque se
hallase toda la ciudad de Santo Domingo al sermón, que ninguno faltase al
menos de los principales, convidaron al segundo Almirante que gobernaba
entonces esta isla y a los Oficiales del Rey y a todos los letrados y
juristas que había, a cada uno en su casa, diciéndoles que el domingo en
la iglesia mayor habría sermón suyo y querían hacerles saber cierta cosa
que mucho tocaba a todos, que les rogaban que se hallasen a oírle. Todos
concedieron de muy buena voluntad, lo uno por la gran reverencia que les
hacían y estima que de ellos tenían, lo otro porque cada uno deseaba oír
aquello que tanto les había hecho tocarles, lo cual si ellos supiesen
antes, cierto es que no lo predicara, porque ni lo quisieran oír ni
predicarlos dejaran.
Llegado el domingo y la hora de predicar, subió al púlpito el susodicho
padre fray Antón Montesino y tomó por lema y fundamento de su sermón que
ya estaba escrito y firmado de los demás: «Ego vox clamantis in deserto”.
Hecha su introducción y dicho algo de lo que tocaba a la materia de
Adviento, comenzó a encarecer la esterilidad del desierto de la conciencia
de los españoles de esta isla y la ceguedad en que vivían, con cuánto
peligro andaban en su condenación, no advirtiendo los pecados gravísimos
en que con tanta insensibilidad estaban continuamente zambullidos y en
ellos morían. Luego torna sobre el tema diciendo:
Para os lo dar a conocer me he subido aquí, yo que soy la voz de Cristo
en el desierto de esta isla y, por tanto, conviene que con atención, no
cualquiera, sino con todo vuestro corazón, la oigáis: la cual voz os será
la más nueva que nunca oísteis, la más áspera y dura y peligrosa que jamás
pensásteis oír.
Esta voz encareció por buen rato con palabras muy pungitivas y
terribles que los hacía estremecer las carnes y que les parecía que ya
estaban en el divino juicio. La voz, pues, que en gran manera, en
universal encarecida, declaróles cuál era o qué contenía en sí esta voz.
Esta voz, dijo él, que todos estáis en pecado mortal y en él vivís y
morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes.
Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible
servidumbre a estos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan
detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansos y
pacíficos, donde tan infinitos de ellos, con muertes y estragos nunca
oídos habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin
darles de comer ni curarlos en sus enfermedades que de los excesivos
trabajos que les dais incurren y se os mueren y, por mejor decir, los
matáis por sacar y adquirir oro cada día? Y ¿qué cuidados tenéis de quien
los doctrine y conozcan a su Dios y Creador, sean bautizados, oigan misa,
guarden las fiestas y domingos? Estos, ¿no son hombres? ¿No tienen ánimas
racionales? ¿No sois obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no
entendéis? esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan
letárgico dormidos? Tened por cierto que en el estado en que estáis, no os
podéis salvar más que los moros o turcos que carecen o no quieren la fe de
Jesucristo.
Finalmente, de tal manera se explicó la voz que antes había encarecido,
que los dejó atónitos, a muchos como fuera de sentido, a otros más
empedernidos y algunos algo compungidos, pero a ninguno, a lo que yo
después entendí, convertido.
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