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Las doce tesis. Llamada a una nueva reforma

John Shelby SPONG


 

Introducción

Cuando se acercaba el siglo XXI, con las celebraciones del milenio, me sentí cada vez más llamado a evaluar el estado de la religión cristiana en el mundo. Por todas partes había múltiples signos de su declive y quizá, incluso, de su muerte inminente. Cada vez menos personas acudían a las iglesias en Europa, y las que lo hacían eran cada vez más ancianas. Las Iglesias de Norte América se sumían, o bien en un vacío tan liberal como insulso, o bien en un fundamentalismo anti-intelectual. Las Iglesias sudamericanas se alejaban cada vez más de las preocupaciones de la gente, y ninguno de sus líderes parecía capaz de hablar a esas preocupaciones con autoridad. Nada de esto era nuevo. A lo largo de los últimos 500 años, ante cada descubrimiento procedente del mundo de la ciencia en lo que se refiere a los orígenes del universo y de la vida misma, las explicaciones ofrecidas por la Iglesia cristiana parecían cada vez más desfasadas e irrelevantes. Los líderes cristianos, incapaces de asumir la revolución en el conocimiento, parecían creer que la única forma de preservar el cristianismo era no alterar los viejos patrones y no prestar atención a los nuevos conocimientos (ni mucho menos ponerlos en práctica).

Conforme afrontaba estas cuestiones como obispo y como cristiano comprometido, llegué a convencerme de que la única forma de salvar al cristianismo como fuerza para el futuro era encontrar en la Iglesia el coraje que la hiciese capaz de renunciar a muchos esquemas del pasado. Traté de articular este desafío en mi libro Por qué el cristianismo debe cambiar o morir, publicado justo antes de la llegada del siglo XXI. En ese libro examiné en detalle los temas que –estaba convencido- el cristianismo debía afrontar.

Poco después de la publicación de ese libro reduje su contenido a doce tesis, que puse, a la manera de Lutero, en la entrada principal de la capilla del Mansfield College, en la Universidad de Oxford, en el Reino Unido. Después envié por correo copias de esas doce tesis a todos los líderes cristianos reconocidos del mundo, incluyendo al Papa, al Patriarca de la Ortodoxia Oriental, al Arzobispo de Canterbury, a los líderes del Consejo Mundial de Iglesias, a los líderes de las Iglesias protestantes tanto en Estados Unidos como en Europa, y a las más conocidas voces televisivas del cristianismo Evangélico. Fue un intento de llamarlos a un debate sobre los verdaderos problemas que -tenía la certeza- la Iglesia Cristiana tiene ante sí hoy día. Presenté mis doce tesis con un lenguaje tan audaz como me fue posible, pensado ante todo para suscitar respuestas y debate.

Recientemente, los editores de la revista Horizonte me pidieron que explicase en su publicación en América Latina, a través del mundo de habla hispana y en definitiva para los cristianos de todo el mundo, mis razones para llamar al debate sobre estas doce tesis. Estoy encantado con esta oportunidad de hacerlo. Recibo con gozo las respuestas de cristianos de todas partes. No me presento como experto ni pretendo tener certezas cuando ofrezco mis respuestas, pero confío en que entiendo los problemas que afrontamos como cristianos que quieren conectar con el siglo XXI.

 

TESIS 1

El teísmo como forma de definir a Dios ha muerto. Ya no puede entenderse a Dios de forma creíble como un ser con poder sobrenatural, que vive por encima del cielo y está listo para interferir en la historia humana periódicamente, a fin de hacer cumplir su divina voluntad. Por tanto, hoy, la mayor parte de lo que se dice sobre Dios no tiene sentido. Debemos encontrar un nuevo modo de conceptualizar a Dios y de hablar sobre Él.

Dado que esta tesis es determinante para todas las demás, le dedicaré más tiempo y ocuparé más espacio tratándola que con cualquiera de las otras. Es importante que los cristianos admitamos la crisis de la fe en que vivimos, para entender así su origen y reconocer que esta no puede ser negada ni ignorada.

La persona que, en mi opinión, dio inicio a una nueva visión de la realidad que aún hoy sigue desafiando la credibilidad de la forma tradicional de expresar la mentalidad cristiana, fue un devoto monje polaco llamado Nicolás Copérnico, que vivió en una época tan lejana como el siglo XVI. Sin embargo, pocos en aquel momento fueron conscientes de los descubrimientos de Copérnico ni de sus conclusiones, de modo que, en realidad, murió sin haber desafiado nunca la conciencia de la Iglesia. Nadie entendió la profundidad de la revolución que él había comenzado, y así fue hasta el punto de que a su muerte se le acogió en el seno de la Madre Iglesia.

Sin embargo, el sucesor intelectual inmediato de Copérnico fue un astrónomo italiano del siglo XVII llamado Galileo Galilei, el cual, como Copérnico, era profundamente católico. No sólo tenía una hija monja, sino que él mismo era conocido en los círculos más altos del Vaticano, que confiaban en él. Era un verdadero amigo del que por entonces ejercía de Papa, sentándose en la silla de Pedro. Galileo había construido su propio telescopio y, al igual que Copérnico, estudió el movimiento de los cuerpos celestes, buscando siempre entender la relación de unos con otros y de todos con la Tierra. La teoría de Copérnico de la localización del sol en el centro del Universo era algo de lo que Galileo había llegado a convencerse. Aunque pareciese radical y revolucionario, Copérnico estaba seguro de que la relación entre la Tierra y ese Sol en el centro consistía en ser un satélite que da vueltas a su alrededor, en un ciclo anual. Esta idea se ajustaba a las conclusiones a las que Galileo había llegado, y respondía a muchas de sus preguntas, lo que, lentamente pero con seguridad, le hizo aceptar lo que luego llegaría a llamarse “la revolución copernicana”. Galileo, sin embargo, a diferencia de Copérnico, no vivía en el claustro. Era un conocido científico, toda una figura pública. Ni se le ocurriría abstenerse de escribir y publicar sobre sus hallazgos. Fue precisamente al hacerlo cuando descubrió que sus escritos estaban provocando debate y controversias que inevitablemente lo llevarían a un conflicto directo con la jerarquía de la Iglesia Católica. En aquel momento histórico, la Iglesia era aún una poderosa fuerza política. Su poder estaba en su pretensión, ampliamente aceptada, de que tenía la autoridad para hablar en nombre de Dios. Eso significaba que los líderes de la Iglesia Católica tenían tanto una necesidad política como un deseo ególatra de controlar el pensamiento, para definir la verdad y para interpretar la realidad para todo el mundo. Ciertamente, una duda que –viniese de donde viniese- pareciera erosionar esa parte del papel de la Iglesia, sería un desafío a su autoridad.

La verdad poseída y preservada por la Iglesia se decía que había sido recibida como resultado de la revelación divina. Se había enseñado a la gente a creer que esta verdad no sólo se había revelado en Jesucristo, sino que también se había plasmado en términos de lo que estaban bastante seguros que era una cosmología no cuestionada e incuestionable. Esta cosmología se podía enunciar de manera simple: Dios habita por encima del cielo; la Tierra era el centro, no sólo del universo, sino también de la atención de Dios. La mirada divina que todo lo ve en el mundo desde su reino celestial asistía a Dios en la tarea de registrar todas las acciones y fechorías de cada ser humano. Se guardaban libros de registro de las acciones humanas, los cuales constituían la base sobre la que cada existencia humana se juzgaría al final de los tiempos. Ese era también el momento en que se decidiría el destino eterno de la persona. La Iglesia y su sistema de fe funcionaban así como un sistema de control increíblemente poderoso del comportamiento humano. Eso era, en esencia, lo que tanto Copérnico como Galileo parecían cuestionar directamente. Era un desafío, no sólo a lo que se percibía como la verdad, sino también al poder político. No se podía ignorar. Así, se acusó a Galileo de Herejía. Al final, fue condenado. El castigo habitual por la herejía en aquel tiempo era la muerte por el fuego, es decir, que el hereje era quemado en la hoguera.

El juicio de Galileo tuvo mucha publicidad. Sus ideas no sólo se atacaron con severidad, sino que los eclesiásticos que realizaron la investigación las ridiculizaron. Se acusaba a la visión de Galileo de ser contraria a la “Palabra de Dios” tal como se reveló en las Sagradas Escrituras, que, en aquel momento, se creía que eran las palabras de Dios dictadas con un sentido literal. Si Galileo estaba en lo cierto, la Biblia y la Iglesia se equivocaban. Esa era la conclusión eclesiástica que sellaría el destino de Galileo. Casi en cada página de la Biblia había un relato según el cual Dios vivía por encima del cielo, en el estrato superior de un universo organizado en tres niveles. Dios había mandado la lluvia desde el cielo en tiempos de Noé y el diluvio (Gen 7). En el libro del Génesis la gente quiso construir la Torre de Babel, tan alta que alcanzaría al cielo, donde se creía que vivía Dios (Gen 28). Se decía de Moisés que había recibido la Tora de Dios, que bajó del cielo a la cima del Monte Sinaí para entregarle directamente aquellas tablas de piedra que contenían los Diez Mandamientos (Ex 20). En el libro de Josué, el sucesor de Moisés había rogado a Dios, en medio de los rigores de la batalla, que detuviese el sol en su movimiento celeste alrededor de la tierra, para que su ejército dispusiese de más horas de luz en las que destruir a sus enemigos (Jos 10). Elías fue transportado al cielo, al reino de Dios, en un carro mágico ardiente tirado por caballos igualmente mágicos, y fue impulsado hacia la gloria por un poderoso torbellino que, enviado por Dios, venía del cielo (2 Re 2).

Los presupuestos bíblicos que apoyaban la idea de que Dios vivía por encima del cielo no estaban sólo en lo que los cristianos llamaban el Antiguo Testamento. Cuando Jesús nació, según el Evangelio de Mateo, Dios puso una nueva estrella en el cielo para anunciarlo (Mt 1). El autor del Evangelio de Lucas había escrito que unos ángeles aparecieron en el cielo, de entre la oscuridad del cielo de medianoche, para anunciar su llegada a los pastores que estaban en una ladera (Lc 2). Se dijo luego que Jesús ascendió al cielo, por encima de la tierra para estar con Dios (Hch 1). Todas las secciones de la Biblia presuponían que la tierra estaba en el medio de un universo con tres niveles. Galileo había desafiado esta antigua y universalmente aceptada visión del mundo y, en el proceso, había desestabilizado este saber tradicional, solidamente asentado hasta entonces. Había alterado la forma del universo. La intuición de Galileo desplazaba a Dios de su divina morada y, a fin de cuentas, lo convertía en un sin-techo. Si Dios no habitaba por encima del cielo, ¿dónde estaba? Los seres humanos no podían imaginar a Dios viviendo en ningún otro sitio. Por tanto, el pensamiento de Galileo sacudía los cimientos de la visión cristiana del mundo. No sorprende que en el juicio fuese hallado culpable de herejía. Se le condenó a morir quemado en la hoguera. Sin embargo, debido a su avanzada edad y a su frágil salud, y ayudado por sus conexiones con las altas esferas del Vaticano, se llegó a un acuerdo con la acusación. A Galileo le tocó renunciar a sus propias conclusiones y admitir públicamente que se había equivocado. También se avino a no publicar sus ideas nunca más en ningún medio de comunicación. Finalmente, aceptó una condena de arresto domiciliario para el resto de su vida. A cambio de estas considerables concesiones, el tribunal vaticano le perdonó la vida. La crisis se había superado, o eso pensaban al menos los líderes eclesiásticos. La verdad, sin embargo, no puede rechazarse simplemente porque no resulta conveniente, y los hallazgos de Galileo tenían a la verdad de su parte. En diciembre de 1991 el Vaticano anunció finalmente que ahora creía que Galileo estaba en lo cierto. En aquel momento, se habían iniciado los viajes espaciales. Los descubrimientos en astronomía y astrofísica habían aumentado exponencialmente. Se había diseñado el telescopio Hubble, y la verdadera vastedad del Universo comenzaba a abrirse paso en la conciencia humana, de un modo incontrovertible. El resultado de esta controversia en torno a Galileo era que se había desplazado a Dios definitivamente. Las antiguas interpretaciones sobre la configuración del mundo y sobre el concepto de Dios vinculado a ese mundo empezaron a desvanecerse. Las nuevas definiciones aún no se habían aclarado del todo, eran aún difíciles de asumir intelectual y emocionalmente. El cristianismo y su autoridad, sin embargo, empezaron a tambalearse. Este tambaleo habría de hacerse más intenso, mucho más de lo que se percibía entonces, a medida que, en la conciencia humana, comenzaban a abrirse paso otros hallazgos, de otras disciplinas. Galileo había provocado que el mundo experimentase un periodo de rápida transformación y crecimiento y, al precipitarse todos estos cambios sobre la conciencia humana, pronto se haría obvio que el cristianismo, tal como se había entendido tradicionalmente, ya no encajaba en este nuevo mundo que nacía.

El año en que Galileo murió, nació Isaac Newton en la región Northumbria, en Inglaterra. Fue ante todo un matemático, pero las matemáticas lo llevaron a una nueva comprensión de cómo funcionaba el Universo. Estudió la causalidad, la gravedad, y la interrelación de todos los seres vivos. No había lugar en el universo de Newton para un Dios exterior que interviniese de modo sobrenatural en la historia humana. El margen para la realización de eso que llamábamos “milagros” se reducía sensiblemente. El concepto de “milagro” pronto empezaría a desaparecer del vocabulario humano y, al final, de todas nuestras expectativas. Este impacto se dejó sentir en muchos aspectos de la vida.

Cuando los humanos empezamos a entender algo sobre los frentes atmosféricos y sobre lo que los causaba, así como sobre otras realidades geológicas, dejó de creerse que Dios controlase cosas como los huracanes, las riadas, las sequías o los terremotos. Nadie siguió pensando que estos sucesos naturales fueran instrumentos de la ira de Dios, o un procedimiento divino para castigar a la gente por sus pecados. Los seres humanos explicaban ahora estos hechos como hechos naturales, causados por cosas tales como los sistemas de bajas presiones que se desplazan a través de las aguas calientes del océano, o el movimiento de las placas tectónicas muy por debajo de la superficie de la tierra. Dios, expulsado del cielo por Galileo, comenzaba ahora a quedar desvinculado de cualquier función relativa a los patrones climáticos. En este momento, la idea de Dios como un ser exterior a este mundo, y aun así dispuesto a y capaz de interferir en este mundo, estaba ya en retirada. De repente, los seres humanos habían dejado de entender por qué un ser exterior al mundo llamado Dios era necesario, o simplemente qué era lo que ese Dios hacía. Los traumas en el concepto tradicional de Dios seguirían dejándose sentir mientras la explosión del conocimiento seguía incidiendo sobre nosotros, procedente también de otras fuentes. Ahora, Dios no sólo era un sin-techo, sino que, progresivamente, se convertía en un desempleado. Ya no tenía ningún trabajo que hacer.

En los años treinta del siglo XIX, un naturalista inglés llamado Charles Darwin comenzó su viaje alrededor del mundo en el Beagle. Este viaje alcanzaría su punto culminante en las islas Galápagos, frene a la costa de Ecuador, en América del Sur. Allí encontraría Darwin evidencias ciertas de que la evolución de las especies está causada por la interacción de los seres vivos con un entorno en continuo cambio. En 1859, publicó sus hallazgos en el libro titulado El origen de las especies por medio de la Selección Natural [1]. Pocos años después haría seguir a este libro otro titulado El origen del hombre [2]. En aquellos libros, Darwin sostenía que toda vida evolucionó a lo largo de millones, incluso miles de millones de años, a partir de simples células. De modo que toda esa vida estaba conectada; ninguna especie existía de forma permanente, sino que estaba siempre sometida a un devenir; la humanidad surgió de la familia de los primates, y el relato de la creación del libro del Génesis no era ni biológica ni históricamente exacto. Empezó a ser evidente para el saber humano que no fuimos creados, en ningún sentido, a imagen de Dios, sino que Dios había sido creado a imagen de la humanidad. También se hizo cada vez más evidente que los seres humanos no estaban sólo un poco por debajo de los ángeles, como sugería el libro de los Salmos (Sal. 8), sino que estábamos, de hecho, sólo un poco por encima de los simios. Todo esto llevó a conclusiones perturbadoras y que causaban miedo, pero su verdad se confirmaría una y otra vez en los años siguientes, y hoy está completamente aceptada, al menos en los círculos intelectuales.

Más tarde, pero aún en ese siglo XIX, un doctor francés llamado Louis Pasteur descubrió los gérmenes y, con ese descubrimiento, comenzó la práctica de la moderna medicina. Hubo un tiempo en que se creía que la enfermedad estaba en manos de Dios. Se trataba, por tanto, con oración y sacrificios, pensados para mover a Dios a poner fin a aquello que se creía que era un castigo divino. Pero, a medida que se entendió lo que eran los gérmenes, los virus, las oclusiones coronarias, los tumores y diversas leucemias, el tratamiento pasó de la oración y el sacrificio a los antibióticos, la cirugía, la quimioterapia, la radioterapia y las medidas preventivas asociadas a la dieta y el ejercicio. Una vez más, el Dios que se concebía como un ser exterior, sobrenatural, que intervenía con milagros, fue apartado de otra zona de la vida humana y, en ese proceso, la medicina se secularizó cada vez más. Cada vez con más rapidez el concepto teísta de Dios empezó a quedar arrinconado en la conciencia humana.

A principios del siglo XX, un médico alemán llamado Sigmund Freud empezó a sondear la mente humana con su estudio de la naturaleza del inconsciente, las emociones y las actividades de lo que una vez llamamos “el alma”. Con este estudio, Freud hizo entrar al pensamiento occidental en una comprensión completamente nueva de la condición humana. Muchos de los símbolos que una vez estuvieron en el núcleo del relato cristiano parecían ahora muy diferentes, al ser analizados desde la perspectiva freudiana. ¿Era el “Dios Padre” del cielo una mera proyección de la autoridad paterna humana? ¿Era el poder de la culpa, en el que una parte tan importante de la vida cristiana había estado basada, algo más que una forma de control del comportamiento humano? Esta poderosa fuerza de la culpa se había proyectado también hacia la otra vida, vida de eterna bienaventuranza o de llamas eternas, pero ahora, de forma bastante repentina, parecían no proceder de la revelación divina, sino de desórdenes psíquicos. Dios, concebido como juez, empezó a ser reconocido como una más de las formas que tenemos los humanos de tratar con nuestra propia falta de autoestima y bienestar mental. El temor de Dios, que conformaba buena parte del cristianismo, con sus imágenes del cielo y el infierno, empezó a desaparecer. La retirada de Dios hacia la irrelevancia ante los nuevos conocimientos casi se había completado.

También en el siglo XX, un físico alemán llamado Albert Einstein, que pasó buena parte de su vida adulta en la universidad de Princeton, en Nueva Jersey, empezó a estudiar lo que llegaría a llamarse “relatividad”. Se descubrió que el tiempo y el espacio no eran infinitos, sino finitos, y relativos siempre el uno al otro. Dado que la vida humana se desarrolla en el espacio y en el tiempo, también se desarrolla en medio de la relatividad. Todo lo que hacemos y decimos, lo hacemos y lo decimos en medio de la relatividad del espacio y el tiempo. Esto significa que no hay algo así como una verdad absoluta. Incluso si hubiese una verdad absoluta, no podría ser pensada ni expresada en el marco de la experiencia humana. Tras esta conclusión, todas las pretensiones religiosas de objetividad desaparecían. No hay algo así como “la verdadera religión” o “la verdadera Iglesia”. No hay algo así como un Papa o una Biblia infalibles. No hay algo así como un credo eterno ni una doctrina particular que pueda definirse como verdadera para todos los tiempos. La vida humana se vive, más bien, en un mar de relatividad. La vida es un viaje sin fin que nos sumerge en lo que quiera que en definitiva sea lo real, pero nadie que esté atado al tiempo puede conocer y abarcar plenamente esa realidad. Así pues, la Iglesia cristiana nunca podrá ofrecer a nadie la seguridad de las certezas. Ninguna institución humana, incluida la Iglesia, posee la verdad eterna, ni puede poseerla. Los seres humanos y sus instituciones sólo pueden, por decirlo con palabras de Pablo, «ver oscuramente, como en un espejo, en enigma» (1 Cor 13:12).

Esta crónica de la articulación del conocimiento humano desde el siglo XVI hasta hoy, tan breve y, por tanto, tan imperfecta, nos hace al menos conscientes de que la forma en que los seres humanos hemos pensado a Dios en el pasado se ha visto sacudida en lo fundamental. Y, sin embargo, en las liturgias de todas las Iglesias Cristianas seguimos usando esos conceptos del pasado como plantilla sobre la que se diseña el culto. Pero, intelectualmente, dichos conceptos están ya desechados. Así, decimos todavía: «Padre Nuestro que estás en el cielo». Esa es la oración que se dirige a un Dios concebido como ser de un poder sobrenatural, que habita por encima del cielo de un universo dividido en tres niveles y del que, de algún modo, se cree todavía que controla nuestro mundo. A este Dios le pedimos aún «nuestro pan de cada día», el establecimiento de su reino en la tierra, el perdón y la tutela. Todavía nos acercamos a este Dios, concebido como juez, de rodillas, suplicando misericordia, pidiendo favores y buscando salud. Cuando la tragedia nos golpea, todavía nos preguntamos por qué, y todavía preguntamos si esa tragedia es un reflejo de los deseos de Dios de que seamos «castigados por nuestros pecados». “¿Qué he hecho para merecer esto?», decimos.

Llamamos «teísmo» a esta forma de entender a Dios. Decimos que aquellos que no creen en este Dios teísta deben ser «a-teístas». El problema, sin embargo, ¿no es la definición teísta de Dios más que la realidad de Dios? El teísmo como forma de entender a Dios es ahora una víctima de la expansión de nuestro conocimiento. Esa definición ya no tiene sentido en nuestro mundo. No hay una divinidad sobrenatural por encima del cielo esperando para venir en nuestra ayuda. El espacio es infinito y nosotros, los seres humanos, hemos asumido su infinitud. Ese lenguaje, por tanto, carece de sentido. Ahora bien, ¿significa esto que Dios no tiene sentido? Esta es la mayor cuestión que el cristianismo tiene hoy ante sí. ¿Podemos redefinir lo que entendemos por Dios? ¿Podemos captar ese significado de otra manera? ¿Podemos renunciar a nuestras definiciones teístas de Dios sin tener que rechazar al mismo tiempo la realidad de Dios? Creo que podemos, y sé que debemos intentarlo. Si el teísmo muere, ¿morirá Dios? Si el cristianismo, como religión, ha de sobrevivir, debe desarrollar una comprensión de lo divino que tenga sentido en el siglo XXI. Esa se ha convertido en nuestra máxima prioridad.

Fue un filósofo griego del siglo VI AEC llamado Jenófanes el que observó que «si los caballos tuviesen dioses, estos parecerían caballos» [3]. El hecho de que todo lenguaje es un lenguaje humano significa que todas las divinidades a las que los humanos han adorado a lo largo de la historia tienden a parecerse mucho a los propios seres humanos. Sí, hemos suprimido en la idea de Dios las limitaciones humanas, pero los rasgos humanos permanecen. Por eso la mayoría de las ideas humanas sobre Dios se expresan como negación. La condición humana es finita, así que Dios ha de ser infinito, o “no finito”, decimos. Los seres humanos estamos vinculados a un lugar determinado; Dios no debe tener esa atadura, así que se le llama “omnipresente”. Los seres humanos tenemos un conocimiento limitado; Dios, por definición, no debe tener ese límite, así que decimos que es omnisciente. La condición humana es mortal; Dios debe desbordar esa limitación, así que decimos que Dios es inmortal. Los seres humanos somos limitados en poder; Dios no debe tener esa limitación, así que decimos que es omnipotente. Así podríamos seguir con repetidos ejemplos, pero el resultado es siempre el mismo. Todos los dioses que los seres humanos han pensado en la historia se parecen siempre a los humanos, pero sin sus limitaciones. Atendamos una vez más al lenguaje de la liturgia. “Dios todopoderoso y eterno”, decimos al rezar. Lo que estamos diciendo es: Dios, tu no eres limitado en poder o en el tiempo. Este Dios es también aquel que todo lo sabe, que escruta los secretos de nuestros corazones. Esta divinidad omnisciente es en definitiva poco más que una construcción humana.

Si la comprensión teísta de Dios ha muerto, entonces se plantea enseguida la cuestión de si es Dios el que ha muerto o la definición humana de Dios. ¿Podemos encontrar un modo de hablar sobre Dios con otros conceptos, con otras palabras, o está Dios tan identificado con nuestro lenguaje teísta que muere cuando muere ese lenguaje? Esta es nuestra cuestión moderna.

La Biblia ha definido la idolatría como el culto a algo hecho por manos humanas. El Teísmo es una comprensión de Dios desarrollada por mentes humanas. ¿Puede lo más fundamental y último ser captado en los límites de las manos o las mentes humanas? No lo creo. El Teísmo es una manifestación de la idolatría humana.

Así que desechamos el teísmo como una definición creada por nosotros, los humanos, y buscamos cambiar de camino, hacia la realidad de Dios. Ese es un paso mucho más revolucionario de lo que la mayoría de nosotros podemos imaginar, pero es ese el mundo en el cual el cristianismo debe aprender a vivir.

 

TESIS 2

Dado que Dios ya no puede concebirse en términos teístas, no tiene sentido tratar de entender a Jesús como “la encarnación de una divinidad teísta”. Los conceptos tradicionales de la Cristología están, por tanto, en bancarrota.

El cristianismo nació de una experiencia de Dios asociada a la vida de un judío del siglo I llamado Jesús de Nazaret. Cuáles fueron las dimensiones precisas de aquella experiencia es algo difícil de decir. Los evangelios se escribieron entre 40 y 70 años después de que se condenase a muerte a este hombre, así que no sabemos cómo articularon realmente esa experiencia aquellos que fueron sus primeros discípulos en la primera generación de la historia cristiana. La mayoría de ellos había muerto antes de que se escribiesen los evangelios. Hasta donde sabemos, los primeros discípulos estaban bastante convencidos de que todo lo que habían pensado siempre sobre Dios lo habían experimentado presente en la vida de Jesús. Ese fue el núcleo del mensaje y así es como comenzó el cristianismo. Parece que al principio los seguidores de Jesús se limitaban a proclamar el núcleo de su experiencia: “Dios estaba en Cristo”. Esto es todo lo que el Apóstol Pablo dijo al principio de su vida cristiana (2 Cor 5,19). Se contentaba simplemente con proclamar su experiencia, no tenía necesidad de explicarla. Creía que de algún modo, en Jesús, había visto la presencia de lo santo. Así, al escribir a los corintios, en torno al año 54, simplemente dijo: “Dios estaba en Cristo”. Después, sin embargo, alrededor del año 56 o 58, cuando Pablo escribía a los romanos (una comunidad de cristianos en la que no había estado y para la cual era un desconocido), sintió la necesidad de explicar lo que quería decir al afirmar que había encontrado a Dios en la vida de Jesús. Así, en la Epístola a los Romanos, sugirió que en la resurrección Dios había elevado al humano Jesús hasta hacerlo Dios (Rm 1,1-4). Según los esquemas posteriores, esta era una extraña explicación. Con el tiempo, sería una herejía: el adopcionismo; pero era ahí a donde había llegado el pensamiento sobre la naturaleza divina de Jesús a mediados y finales de los años cincuenta del siglo I.

El problema era el que ya hemos apuntado. La mente humana sólo podía concebir a Dios en términos teístas. El teísmo es una concepción a la que se llega magnificando las cualidades de los humanos. Dios era un ser exterior con poder sobrenatural. Si esa era la definición vigente de Dios, entonces la cuestión era: ¿cómo había entrado este Dios externo en la vida de Jesús para que la gente lo experimentase presente en ella? Esta era la cuestión que sentían que debían responder, y las respuestas, a medida que se desarrollaban, empezaron a configurar el cristianismo de nuevas maneras, según pasaban los años.

Cuando Marcos, el primer Evangelio, se escribió en torno al año 72, se introdujo en las mentes de los seguidores de Jesús una nueva explicación de cómo él y Dios estaban conectados. En el primer capítulo, Jesús, adulto y plenamente humano, es llevado al río Jordán para que lo bautice uno llamado Juan el Bautista. En su relato del bautismo, Marcos dijo que los cielos –el reino de Dios- se abrieron. Se concebía en aquellos días el Universo como una superficie cubierta por una cúpula gigantesca. El cielo era el tejado que separaba el reino de Dios del de los humanos; el techo de la tierra era el suelo del cielo. Así, un agujero apareció en el techo y el Dios que vivía encima simplemente derramó el Espíritu Santo sobre el humano Jesús. Tal como lo registra Marcos, eso es lo que significaba el bautismo de Jesús. No era un espíritu que estuviese de paso, sino que habría de permanecer en él para siempre, un espíritu que, en última instancia, redefiniría su humanidad. Marcos dijo que, en ese momento, la voz de Dios proclamó desde el cielo que Jesús era su hijo, el hijo en el que tenía puesta su complacencia. El estudio de la escritura revela que las palabras que Dios pronunció esta vez, en el Evangelio de Marcos, no eran originales. Se encuentran en el Salterio (Sal 2,7) y en el libro de Isaías (Is 42,1). Sin embargo, el significado era ahora que la presencia de Dios se había enviado para habitar en Jesús y en verdad, en la experiencia de los discípulos, este espíritu lo marcó de modo que fue ya diferente. Se empezó a pensar en él como en un ser humano lleno de Dios. En ese estadio se encontraba la comprensión cristiana de Jesús en los años 70 del siglo I.

Este proceso de explicación avanzó en la novena y la décima décadas, cuando se escribieron los evangelios que llamamos Mateo (en torno al año 85) y Lucas (89-93). En estos dos evangelios, se pensaba en Jesús, no sólo como en un ser humano infundido de Dios, sino como una presencia de Dios que habitaba en su forma humana. El momento en el que se dijo que el Dios teísta se había unido a Jesús se fue desplazando hacia atrás, desde la resurrección, que es cuando Dios adopta a Jesús según Pablo, primero hasta el bautismo, que es cuando Dios entró en Jesús según Marcos, y luego hasta su concepción, que es cuando Dios actuó como agente masculino que da la vida a Jesús según Mateo y Lucas. Fue entonces cuando la tradición del nacimiento virginal se incorporó al relato cristiano. Fue una adición de mediados o finales de la novena década a este relato de fe que estaba desarrollándose. En el pensamiento cristiano, el Espíritu Santo pasó a pensarse como si fuese el padre biológico de Jesús. Ahora, su humanidad estaba ya permanentemente comprometida. ¡No se puede tener por padre al Espíritu Santo y aun así ser plenamente humano!

Con ser tan importante ese cambio, no sería, sin embargo, el punto final de este desarrollo cristológico. Cuando se completó el cuarto Evangelio, hacia el final de los años 90 de la era cristiana (años 95-100), se dijo de Jesús que él ya había formado parte de Dios; Él era “la Palabra” de Dios que estaba con Dios desde el principio de la creación. La Palabra de Dios “se hizo carne” en la persona de Jesús. Juan estaba afirmando que el Dios teísta que está por encima del cielo había asumido forma humana en Jesús y que en él habitaba Dios entre nosotros. Jesús era ya completamente entendido como la encarnación del Dios que habita por encima del cielo. Se habían puesto así las bases, tanto de la doctrina de la Encarnación como de la de la Santísima Trinidad. Los credos de Nicea y las doctrinas y dogmas que siguieron a aquellos credos pretenden aún poder definir a Dios. Posteriormente, esta interpretación ortodoxa habría de ser impuesta quemando en la hoguera a los que discrepaban.

Sin embargo, si la idea de un Dios por encima del cielo ha llegado a estar en bancarrota, tal como creo que ha sucedido, entonces la idea de que este Dios teísta se encarnó en el Jesús humano está igualmente en bancarrota. Esto significa que esta que es la principal explicación de Jesús en los credos, desarrollada a lo largo de siglos, ya no puede aplicarse hoy. Ahora bien, ¿significa eso que la experiencia que esta explicación pretendía explicar no es real ni válida? No lo creo. Pero sí significa que hay que buscar nuevas palabras que la expliquen. Las antiguas ya no funcionan. Toda explicación es una creación humana. Como tal, toda explicación está atada a un tiempo y tiene el sesgo propio de ese tiempo. Por tanto, ninguna explicación es eterna. Sin embargo, una experiencia que no se explica no puede pasar de unos a otros. Mas una experiencia que se transmite nunca es ya la misma que la original. Las explicaciones apuntan a una verdad intemporal, pero no pueden apresarla.

Entonces, ¿cuál es esa verdad eterna, intemporal, acerca de Jesús, a las que apuntan –tan imperfectamente- nuestras veneradas palabras teológicas? ¿Qué hubo en torno a Jesús que hizo que la gente creyese que había encontrado a Dios en él? Esto es lo que la búsqueda de la verdad nos llama hoy a descubrir. La fe en Jesús como la encarnación de Dios, o como la segunda persona de la Trinidad, nació de una experiencia humana. ¿Cuál fue esa experiencia? No fueron las historias sobre un poder milagroso de Jesús lo que reunió a la gente alrededor de él. Eso vino mucho después de la afirmación de que “Dios estaba en Cristo”. La convicción de que Jesús era la encarnación de Dios no nace de los relatos de su poder milagroso. No podemos encontrar evidencia alguna que asocie milagros a Jesús hasta la octava década de la era cristiana. La afirmación de que en Jesús se ha hallado la presencia de Dios antecede varias décadas a la de su condición de hacedor de milagros. La experiencia de encontrar a Dios en él tampoco se relacionó con la afirmación de que él había tenido un nacimiento virginal milagroso. Esa idea se añadió al relato cristiano en la novena década. Tampoco se vinculó a una interpretación de la resurrección como la “resucitación” de un cuerpo muerto para devolverlo a la vida de este mundo. Esa fue una idea que sobre todo Lucas aportó al cristianismo en la décima década. La experiencia de encontrar a Dios en Jesús precede a todos estos aspectos del desarrollo de la tradición cristiana. La experiencia de hallar a Dios en Jesús tuvo que ser algo original y transformador. Permítanme presentar lo que esa experiencia tiene que ver con las cualidades de la humanidad de Jesús, con la totalidad de su vida, con el poder de su amor para romper ataduras, y con su capacidad para ser, en todo tipo de circunstancias, él mismo de la forma más profunda y auténtica. Quizá la gente vio y experimentó en su vida “la Fuente de la Vida”, en su amor “la Fuente del Amor” y en su ser “el Fundamento del Ser”. Quizá sintieron en él y desde él la llamada a vivir en plenitud, a amar generosamente y a ser todo lo que cada uno podía ser. Quizá con esas experiencias llegaron a entender que se habían encontrado con lo santo en las dimensiones de lo humano. Quizá el problema de las explicaciones teológicas no estaba en la experiencia que trataban de transmitir, sino en los conceptos que determinaron las palabras usadas en las explicaciones de esta nueva realidad. Quizá la experiencia es real y, una vez desechadas las explicaciones anticuadas e irrelevantes, entonces la realidad de esa experiencia pueda proponerse una vez más. ¿Qué realidad fue la que hizo que los seguidores de Jesús desarrollasen doctrinas como la Encarnación y la Trinidad? ¿Cómo describir hoy esa realidad?

Hoy, ¿podemos aún pensar en Jesús como ser divino sin entenderlo como encarnación de una divinidad sobrenatural que vive por encima del cielo? Cuando se formuló la doctrina de la Encarnación, la gente pensaba en términos dualistas. Lo divino y lo humano se oponían. Pero supongamos que lo divino y lo humano no son dos reinos separados, sino una sola realidad continua. Quizá el camino hacia la plenitud e incluso hasta lo divino consiste en hacerse profunda y plenamente humano. Quizá el impulso biológico hacia la supervivencia no es el valor supremo para los humanos, sino que ese valor supremo consiste más bien en trascender la necesidad de sobrevivir y en ser capaz de darse a uno mismo en el amor a otro. Quizá cuando vayamos más allá de los límites de nuestra seguridad tribal, de género, de orientación sexual, raza, credo o estatus, experimentemos una humanidad que no está atada al instinto de supervivencia. Quizá se encuentre a Dios en la libertad de permitir –y, en realidad, aceptar- la responsabilidad de ayudar a los demás a ser aquello que cada uno fue creado para ser, sin imponerles nuestras ideas. Quizá es eso lo que Pablo trataba de decir cuando escribió que “Dios estaba en Cristo”, reconciliando al mundo con Dios y con la unidad de Dios. Interpretada literalmente, la Encarnación no tiene sentido en un mundo cuyo pensamiento ya no es dualista. Pero es infinitamente significativa cuando se la ve, no como explicación, sino como una experiencia.

¿Podemos recuperar este concepto cristiano para el siglo XXI? Creo que sí. Si el cristianismo ha de sobrevivir, creo que debemos. Y el cristianismo podría resultar ser algo mucho más profundo de lo que habíamos imaginado.

 

TESIS 3

El relato bíblico sobre una creación perfecta y acabada de la que nosotros, los seres humanos, “caímos” en el pecado original, ¡es mitología pre-darwiniana y carece de sentido!

Cuando se escribió el conocido relato bíblico de la creación en seis días (Gn 1,1-2,3), no existía el registro geológico. Las gentes de la antigüedad recurrieron a mitos de la creación para explicar su comprensión de los orígenes del mundo. La experiencia del pueblo hebreo era que el mundo es bueno y está acabado, y así contaron la historia de cómo Dios lo creó todo de la nada. Dado que Dios era el creador del mundo, el mundo tenía que ser bueno. El mito hebreo dice que Dios lo vio todo y todo estaba completo, pues nos cuenta que cuando Dios hubo terminado el proceso de la creación en el sexto día, descansó de su labor divina y decretó que el séptimo día fuese para siempre un día de descanso para toda la creación. Así pues, la narración bíblica, tal como actualmente está construida, comienza con una interpretación de la creación que sugiere que el mundo se creó para ser perfecto y completo. Esta narración en particular se escribió tardíamente en la historia judía, probablemente durante el exilio de Babilonia, a finales del siglo VI o principios del V AEC.

Sin embargo, mucho antes de que se escribiese este relato de la creación en seis días, otro mito judío pretendió dar cuenta del hecho del mal en el mundo. Lo conocemos como la historia de Adán y Eva, la serpiente y el Jardín del Edén (Gn 2,4-3,23). Se escribió unos cuatrocientos años antes del relato de la creación en seis días.

Durante el exilio babilónico, con el hábil trabajo editorial de un grupo de personas a las que llamamos “Escritores Sacerdotales”, las cuatro tradiciones principales que recordaban la historia judía se entretejieron. En esta edición revisada, la narración comenzaba con la perfección de la creación hecha en seis días, y vino seguida inmediatamente por el relato que llegó a conocerse como “la caída”. Adán, Eva, y su expulsión por orden de Dios del Jardín del Edén formaban parte e esta narración. Sin embargo, hemos e reconocer que, en su origen, estas dos historias no estaban conectadas en absoluto. No se escribieron para formar una narración continua.

Tras el Concilio de Nicea en 325, y con el reconocimiento oficial de la legalidad del cristianismo en el Imperio Romano, muchos líderes cristianos, pero en particular un obispo llamado Agustín, empezaron a conformar lo que con el tiempo se convertiría en el mito cristiano de los orígenes. Construyeron este mito sobre el presupuesto de que los capítulos 1 y 2 del Génesis formaban una única historia, continua y cierta. Este mito de los orígenes incluía cinco grandes principios. Primero, se afirmaba la bondad y la perfección originales de la creación. Segundo, el acto humano de desobediencia se presentaba como aquel que había hecho caer de la obra perfecta de Dios a lo que terminaría llamándose el “Pecado Original”. Esta “caída” desvirtuó la perfección de Dios en todos y en todo. Tercero, se narró la historia de Jesús en términos de rescate que Dios enviaba para salvar de la caída a unas gentes pecadoras y a un mundo pecaminoso. El mito sugería que Jesús cumplió con este propósito pagando el “precio” que Dios reclamaba, y asumiendo el castigo, castigo que los seres humanos merecían por ser pecadores. Este acto de redención se terminó de cumplir mediante lo que se llamó “el sacrificio de la cruz”. De esta perspectiva teológica del siglo IV proceden las palabras “Jesús murió por mis pecados”, que en un tiempo relativamente corto llegaron a convertirse en un auténtico “mantra” cristiano. Esta interpretación de Dios y de Jesús llegó a plasmarse en nuestros himnos, nuestras oraciones, nuestras liturgias y nuestros sermones. El mensaje era: “Jesús salvó el abismo que el pecado había creado”. Este “mantra” implicaba que la grandeza de Dios se apreciaba en que “se abajó para salvar a alguien tan malo y tan indigno como yo”. La gracia de Dios se consideró admirable porque “salvó a un infeliz como yo”. “La vieja y áspera cruz” era el lugar en que Jesús derramó su sangre por “un mundo de pecadores perdidos”. Conforme esta interpretación se hizo dominante en la historia cristiana, la liturgia subrayó continuamente la pecaminosidad de la condición humana. A los cristianos se nos acostumbró a acercarnos a Dios de rodillas, como los esclavos lo harían ante su amo. Se nos enseñó a rezar pidiendo continuamente misericordia, a llamarnos a nosotros mismos “pecadores miserables”, seres en los que “no hay salud” ni plenitud, y que son “indignos de recoger las migajas” junto a la mesa divina. Nuestro pecado se presentó como la causa y como la razón del sufrimiento de Jesús. Así, la culpa se convirtió en moneda de cambio en el cristianismo. La salvación venía de reconocer que el sufrimiento y la muerte de Jesús por nosotros se habían producido porque Dios, en la persona de su hijo, había asumido el castigo que los seres humanos merecíamos.

Se creó el bautismo para ser la forma sacramental de lavar el “pecado original” de los recién nacidos. De los niños sin bautizar, que morían “en el pecado de Adán”, se decía que estaban condenados a vivir eternamente apartados de Dios. La Eucaristía cristiana era la comida que permitía saborear por primera vez el Reino de Dios. La fe en la resurrección significaba que Jesús había vencido a la muerte al dar cumplimiento al castigo que Dios reclamaba por el pecado de Adán, que había adulterado el mundo perfecto de Dios. Así que Jesús, en la cruz, al morir, pagó nuestras deudas, cargó con el castigo que nosotros merecíamos y así ganó para nosotros la salvación eterna. Por eso en el desarrollo de la tradición cristiana los principales títulos por los que se conoció a Jesús fueron “salvador”, “redentor” o “rescatador”. Finalmente, se nos enseñó que por el sacrificio de la vida de Jesús los seres humanos fuimos restablecidos a nuestra perfección original y que la vida eterna era la culminación de nuestra restauración, nuevamente ganada.

Este marco teológico se hizo tan poderoso en la teología cristiana que barrió a todas las demás posibilidades. Se adueño de cada aspecto del mensaje cristiano. Hizo necesaria la “Encarnación”. Apuntaló la doctrina de la Santísima Trinidad. Fue la concepción que había tras la doctrina de la expiación. Dio lugar en el cristianismo al fetichismo que se centraba en la “sangre salvadora” de Jesús. Configuró por completo la liturgia.

Este marco teológico produjo también cosas más bien terribles que no se percibieron durante siglos. Convirtió a Dios en un monstruo, que no sabía perdonar. Lo retrató como alguien que demanda un sacrificio humano y una ofrenda de sangre antes de ofrecer perdón. Hizo que se contase la historia de un Dios Padre que castigaba con la muerte a su Hijo para satisfacer su necesidad de retribución. Sin darse cuenta, esta concepción ¡convirtió a Dios padre en el supremo abusador de menores!

En segundo lugar, esta teología convirtió a Jesús en una víctima crónica a la que jamás se le permitiría escapar a la cruz, pues los constantes pecados de los seres humanos exigían su continuo sufrimiento y su muerte. Presentamos, como principal icono cristiano, la imagen de Jesús muriendo eternamente en la cruz.

En tercer lugar, esta teología nos abrumó a usted y a mí con un abrumador e incluso enfermizo sentido de culpa. Nos convertimos en los asesinos de Cristo, como proclamaba uno de nuestros himnos: “Fui yo, Señor Jesús, yo fui. Yo te negué tres veces, y tres te crucifiqué” [4]. ¿Puede alguien imaginar un mensaje más culpabilizador?

Un análisis de estos temas, que venían a constituir lo que llamamos “Teología de la Expiación”, nos convencerá rápidamente de que esta forma de entender a Jesús y el relato cristiano es destructiva y negadora de la vida. Esta teología asume una antropología desacreditada y anacrónica que, cuando se expone, se muestra inmediatamente tan huera como poco válida. La teología de la expiación asume una teoría sobre los orígenes de la vida que, en el mundo astrofísico o biológico de hoy, nadie acepta. Es demostrable que la premisa de la que parte es falsa. Desde que Charles Darwin publicó su obra a mediados del siglo XIX, sabemos que nunca hubo una perfección original [5]. La vida humana es, más bien, el producto de un viaje biológico desde simples células que aparecieron hace unos 3.800 millones de años. La vida ha pasado por muchas etapas desde las células independientes a las uniones de células, de esas uniones a una mayor complejidad en la organización, y de ahí a la división entre la vida animal y vegetal (por nombrar sólo unas pocas etapas). Todo esto ocurrió a lo largo de cientos de millones de años. Hace unos seiscientos millones de años, la vida, tanto en sus formas animales como vegetales, dejó el mar y empezó a implantarse en las riberas de lo ríos y en los estuarios, donde aguardó hasta que el planeta terminó de hacerse apto para la vida. Entonces, estas formas de vida salieron del agua, hacia tierra firme, donde se adaptaron al nuevo entorno y empezaron a interactuar, produciendo una variedad de nuevas formas. Desde hace entre cien y ochenta millones de años, y hasta hace unos sesenta y cinco millones, los reptiles fueron los señores del planeta. Los reptiles dominantes fueron los dinosaurios, que se establecieron en la cima de la cadena alimenticia. En el planeta Tierra, el dinosaurio no tenía igual y, por tanto, no tenía enemigos. Sin embargo, algún tipo de desastre natural sacudió la Tierra hace unos sesenta y cinco millones de años, y alteró radicalmente el clima, alterando, en ese proceso, todas las formas de vida. La mayoría de los científicos afirman que este desastre natural fue el resultado de la colisión de un gran meteorito con el planeta Tierra. Fuese lo que fuese, provocó un cambio en el clima que terminaría llevando a la extinción de los dinosaurios y abrió las puertas a los mamíferos para que empezasen su ascenso hacia la preponderancia. De estos animales de sangre caliente y vivíparos emergió finalmente el linaje de los primates, que eran criaturas parecidas a los humanos. Esto ocurrió hace unos cuatro o cinco millones de años. Durante este tiempo, el cerebro de estas criaturas similares a los humanos se agrandó, las mandíbulas se retrajeron, la laringe descendió, el habla se fue desarrollado y, finalmente, estas criaturas traspasaron la gran línea divisoria, pasando de ser simplemente conscientes a ser autoconscientes. Ahora, esta criatura era consciente de su propia separación con respecto a la naturaleza. También asumió su propia mortalidad. Empezó a pensar anticipadamente en su propia muerte, lo que desarrolló en ella una suerte de inquietud existencial crónica que ningún animal había conocido antes. Los desasosiegos de la autoconsciencia eran tan duros que esta criatura tuvo que desarrollar mecanismos de defensa. La religión fue uno de ellos. El objeto y el foco del pensamiento religioso fue una divinidad parecida a los humanos, que tenía capacidades sobrenaturales; podía hacer todo lo que estas criaturas autoconscientes no podían hacer, incluido el escapar a la mortalidad. Ya hemos establecido que originalmente se concibió a Dios según la analogía del ser humano, pero sin todas las limitaciones que el ser humano tiene. Este Dios antropomórfico regía el universo, de modo que los inquietos seres humanos podían acudir a su poder sobrenatural en busca de ayuda. Tal es, brevemente presentada, la historia de los orígenes de la vida en el planeta.

Sin embargo, a medida que esta criatura humana adquiría más conocimiento sobre los orígenes del universo, se hacía claro que nunca hubo una perfección original, y que la creación es un proceso continuo, nunca acabado. Esto significaba también que ninguna forma de vida sobre la tierra está fijada y, por tanto, están todas en constante cambio. Nada de lo que tiene que ver con la vida es estático. Nunca ha habido nada estático en torno a la vida y nunca lo habrá. Notemos, asimismo, que nunca hubo un acto creador original, sino más bien un proceso continuo, siempre en desarrollo. Veamos ahora lo que estos hallazgos significan para nuestra comprensión del cristianismo.

Si no hubo una perfección original no pudo haber una caída de ella al pecado. Esto significa que la idea del “pecado original” sencillamente es errónea. Si la idea del pecado original no es una descripción exacta de los orígenes humanos, entonces debe descartarse. Y hay otras cosas que empiezan a caer y a ser rechazadas. Si no hubo pecado original, tampoco había necesidad de nadie que salvase de este pecado, o que rescatase de la caída. Uno no puede ser rescatado de una caída que nunca ha sufrido, ni puede ser restaurado en un estatus que nunca ha tenido. De repente, todo el marco que durante siglos había configurado las bases del relato cristiano se derrumbaba. No es en absoluto una forma exacta de pensar en nuestros orígenes. Así pues, esta historia de la salvación deja inmediatamente de ser traducible a nada que tenga alguna posibilidad de ser creíble en nuestras mentes del siglo XXI. Por tanto, la devoción de nuestro corazón no puede abrazar dicha historia, pues el corazón nunca se verá conducido a adorar lo que la mente rechaza como real.

Por tanto, ya no podemos pretender seguir presentando con estos conceptos el relato cristiano en nuestro mundo contemporáneo. Sencillamente, no funciona. Entonces, para muchos, la cuestión es: ¿podemos seguir contando la historia de Cristo de algún modo? ¿Podemos distinguir entre la realidad de Cristo y el marco interpretativo del pasado, en el cual esa realidad se ha captado, y aun así encontrar en Él algo que habla a nuestra humanidad y la hace mejor? ¿Podemos romper las barreras que nos separan a unos de otros y hallar algún sentido de unidad en él? ¿Podemos sumergirnos, a través de la figura de Jesús, en los manantiales de la vida, abrirnos a un amor transformador y, a través de él, encontrar el coraje para ser lo que podemos ser?

Las viejas palabras nunca nos conducirán a esas metas. A pesar de ello, siempre habrá algunos que no estarán dispuestos a abandonar su seguridad; serán aquellos que actúan como si debiésemos aferrarnos para siempre a las viejas palabras. Actuarán así, principalmente, porque nadie les ha sugerido nunca que hay otra forma de contar la historia de Cristo. Temen que, si hay que abandonar las viejas palabras, que transmitieron esa historia durante tanto tiempo, la historia misma se perderá. Sin embargo, la Iglesia de mañana no puede detenerse ante el obstáculo de aquellos que no pueden asumir la nueva realidad. La búsqueda de nuevas palabras con las que presentar nuestro relato debe convertirse en la principal tarea de la Iglesia cristiana en nuestro tiempo. Si no asumimos estos cambios no habrá esperanza de un futuro cristianismo. Entiendan, por favor, que la muerte aún puede sobrevenir aun cuando abandonemos estas palabras de la antigüedad. No podemos estar seguros de que los cristianos modernos puedan hacer la necesaria transición. Sin embargo, lo que sí sabemos es que la muerte llegará con seguridad si no abandonamos las fórmulas de ayer. Vivimos un momento crítico en la historia cristiana. Nuestro tiempo exige liderazgos heroicos que probablemente encontrarán el rechazo de aquellos que se consideran “los fieles”. La salvación del cristianismo, ¿merece el esfuerzo y el coste? Creo que sí. La llamada a una reforma radical es la llamada a la que nuestra generación debe responder. Comenzará con una nueva comprensión de lo que significa ser humano. No somos pecadores caídos, somos seres humanos incompletos. No necesitamos que nos salven del pecado, necesitamos la fuerza para acoger la vida de una forma nueva.

 

TESIS 4

El nacimiento virginal, entendido en sentido biológico literal, hace imposible la divinidad de Cristo tal como se entendió tradicionalmente.

Cuando el nacimiento virginal se incorporo a la tradición en la novena década de la era Cristiana, en el evangelio de Mateo, la comprensión que se tenía del proceso de reproducción era más bien primitiva. Nadie había oído ni hablar de la posibilidad de que la mujer tuviese óvulos y de que por tanto fuese, desde el punto de vista genético, co-creadora e igual al varón en el nacimiento y desarrollo de cada nueva vida humana. La gente de aquel tiempo pensaba más bien que la nueva vida estaba en el esperma del varón y que él, sencillamente, plantaba la vida en la mujer, del mismo modo que el granjero planta su semilla en el suelo de la Madre Tierra. La mujer, como la Madre Tierra, servía sólo como receptáculo, o como incubadora para el crecimiento del bebé o de la semilla; no le aportaba nada. Esto significaba que, en el mundo antiguo, siempre que se pretendía que una vida humana era extraordinaria (lo cual no podía explicarse sin la sugerencia de que tenía un origen divino), había, en el desarrollo de la explicación mítica, una necesidad de remplazar sólo al varón con una fuente divina. Como se pensaba que la mujer no contribuía en nada a la nueva vida, ella podía convertirse fácilmente en el receptáculo del hijo de Dios, igual que ocurriría con cualquier niño humano. Dada esta comprensión del proceso reproductivo, las historias de nacimientos milagrosos y alumbramientos virginales fueron frecuentes en los relatos sobre vidas extraordinarias. No sorprende, pues, que en un tiempo que pertenece al mundo antiguo, se idease una historia semejante, sobre un nacimiento milagroso de Jesús, a fin de explicar el origen de su poder extraordinario. Este tipo de relato, que no es original del cristianismo, entró en la tradición unos 55 años después de la crucifixión de Jesús. Interesa apuntar que Pablo, que escribió entre los años 51 y 64 (entre 21 y 34 años después de la crucifixión), no parece haber oído hablar de la tradición de un nacimiento virginal de Jesús. De hecho, Pablo parece tener asumido un nacimiento muy común de Jesús. En su segunda carta, que dirigió a los Gálatas (escrita en torno al año 52), habla de los orígenes de Jesús, describiéndolos de un modo en el que nada es muy remarcable: habría “nacido de mujer”, como cualquier otro ser humano, y nació “bajo la ley”, como cualquier judío (Gal 4,4). En esta misma epístola, afirma también Pablo que Santiago era “el hermano del Señor”, con lo que claramente se refería a un hermano de sangre de Jesús (Gal 1,19). Santiago, en realidad, alcanzó una posición influyente en el movimiento cristiano que se basa en este hecho de su relación familiar con Jesús. En la Carta a los Romanos, escrita entre los años 56 y 58, Pablo añade otra afirmación relativa a los orígenes de Jesús y, de nuevo, carece de conexión con nacimiento milagroso alguno. Escribe que Jesús era “descendiente de la Casa de David según la carne”, y “constituido hijo de Dios por la resurrección” (Rm 1,1-4). En todo el corpus paulino no hay nada inusual en torno al nacimiento de Jesús. Nunca menciona el nacimiento virginal, porque aún no se había desarrollado esa tradición.

Cuando Marcos escribe el primer evangelio, cerca del año 72 (o 42 años después de la crucifixión), la tradición aún no incluía una historia sobre un nacimiento milagroso. Aún no había aparecido ese tipo de narración. En Marcos, el Espíritu Santo se unió a Jesús, no en la concepción, sino en su bautismo en el Jordán (Mc 1,9-10). Cabe suponer que antes del bautismo no estaba infundido de Dios. Para subrayar la normalidad del nacimiento de Jesús, afirma también Marcos (Mc 3,21ss.) en un relato sobre la madre de Jesús con sus hermanos, que creían que Jesús estaba «fuera de sí», es decir, mentalmente trastornado (en otro pasaje –Mc 6– se nombra a los hermanos: Santiago, José, Simón y Judas). Preocupados, estos familiares venían “para llevárselo” (Mc 3,31ss). Difícilmente sería este el comportamiento de una mujer a quien un ángel hubiese anunciado que iba a llevar en su seno al Mesías. ¡No recibe una la anunciación angélica antes de quedar embarazada para concluir, cuando el hijo ha crecido, que este es un desequilibrado! Sin duda Marcos no era consciente de la tradición de un nacimiento sobrenatural de Jesús. No había oído hablar de tal tradición porque aún no se había iniciado.

La tradición del nacimiento virginal se incorpora al relato cristiano primero a mediados de la novena década, en torno al año 85 de la era cristiana, o unos 55 años después de la crucifixión, y 85 o 90 años después del nacimiento de Jesús (Mt 1,18-25). El relato del nacimiento virginal lo repite Lucas, más o menos una década después, pero de un modo muy diferente, e incluso incompatible (Lc 1,26-80). Después, y para sorpresa de muchos, el relato del nacimiento milagroso de Jesús desaparece completamente en el evangelio de Juan, que se terminó cerca del final de la décima década, o entre 65 y 70 años después de la resurrección. Juan no sólo omite la tradición del nacimiento milagroso, que casi con certeza conocería, sino que sigue hablando de Jesús, en dos ocasiones, simplemente como “el hijo de José”, una vez en el capítulo 1 (1,35) y otra en el 6 (6,42). El relato del nacimiento virginal no es histórico, no es biología, es mitología, pensada para interpretar el poder de una vida. Lo real es ese poder, no los procesos reproductivos.

Volvamos ahora a lo que sabemos hoy sobre la reproducción humana. Cuando el esperma del hombre fertiliza el óvulo de la mujer, el resultado es la mezcla de las dos fuentes genéticas. A la luz del conocimiento actual, si entendemos literalmente el relato del nacimiento virginal, tratándolo como biología y no como mitología, entonces ¡Jesús no puede ser ni plenamente humano ni plenamente divino! Y aun así, eso fue en esencia lo que los grandes concilios de la Iglesia pretendieron afirmar: un nacimiento virginal en sentido literal, entendido biológicamente, en el cual el Espíritu Santo proporciona la semilla masculina y la Virgen María el óvulo femenino; ese proceso daría lugar, no a un ser plenamente humano y plenamente divino, sino, más bien, a un ser mitad divino y mitad humano. ¡Eso no es la Encarnación!

Las consecuencias de esta nueva comprensión son mucho mayores de lo que la mayoría imagina. En primer lugar, uno no puede ser plenamente humano si el Espíritu Santo es su padre. ¡Eso parece elemental! Segundo: la madre de Jesús, como co-creadora, transmitiría inevitablemente a Jesús los efectos de la “caída”, dado que ella también es hija de Adán. Así pues, se desvanece la idea de que Jesús nació “sin pecado”. La ciencia descubrió el óvulo en los primeros años del siglo XVIII. Quizá por eso la Iglesia se vio obligada, más de un siglo después, a introducir una nueva doctrina: la “Inmaculada Concepción de la Virgen” [6]. Su nacimiento tenía que estar por encima de la biología humana para que pudiese portar al Cristo niño sin transmitir a este que era “sin pecado” la corrupción de la caída. De modo que el nacimiento de María fue el lugar en el que el pecado, el “pecado original”, se detuvo. Se dijo, por tanto, que su concepción fue libre de pecado, o “inmaculada”.

Si uno entiende literalmente el nacimiento virginal y lo une a la comprensión actual de la reproducción, el resultado sería que se podría pensar en Jesús según la analogía de una sirena, una criatura mitad humana y mitad otra cosa, o como una de las figuras de la mitología griega que tienen un cuerpo de animal con cabeza humana. Un nacimiento virginal entendido literalmente destruiría –también literalmente- las afirmaciones esenciales expresadas en las doctrinas de la Encarnación y de la Trinidad.

Entonces, ¿qué significa el relato del nacimiento milagroso de Jesús? ¿Por qué se desarrolló y se le aplicó a él? La respuesta es clara. Era la forma que unos discípulos del siglo primero tenían de proclamar que en Jesús habían encontrado la presencia de Dios. Así convalidaron lo que su experiencia les hacía afirmar, a saber: que la vida humana no podría producir lo que ellos creían que era la presencia de Dios que habían encontrado en Jesús de Nazaret.

Nosotros, los cristianos, adoramos al Dios revelado en y a través de la humanidad de Jesús. El mito del nacimiento virginal nunca nos ofrecerá esto. Por tanto, no es para entenderlo literalmente. No tiene que ver con la biología. Nosotros, los cristianos, debemos dejar de fingir que alguna vez fue algo más.

 

TESIS 5

Las historias de milagros del Nuevo Testamento ya no pueden interpretarse, en nuestro mundo post-newtoniano, como acontecimientos sobrenaturales provocados por una divinidad encarnada.

En la Biblia, los milagros no son exclusivos de Jesús. Según las Escrituras Hebreas, Moisés obró milagros, algunos de los cuales son bastante extraños. En un relato de Éxodo, Moisés tira su bastón al suelo y se convierte en una serpiente (Ex 7,8-13). Algunos de ellos consistían en hacer uso de poderes divinos, como en las plagas de Egipto (Ex 7,12). Josué también obró milagros en las Escrituras Hebreas, al separar las aguas caudalosas del río Jordán (Jos 3,1-10) y cuando detuvo el sol en su movimiento alrededor de la Tierra para conseguir más horas de luz para que su ejército derrotase a sus enemigos, los amonitas (Jos 10,21 ss.).

Más tarde, en la historia bíblica, tanto Elías como Eliseo obran milagros. Ambos controlan el agua y aumentan la cantidad de alimento disponible (I Re 17; II Re 4,7). Los milagros de sanación también aparecen en algunos relatos del ciclo de Elías y Eliseo (II Re 5), así como las historias de resurrecciones (II Re 17; II Re 4,18ss).

El tercer lugar de las Escrituras Hebreas en el que se mencionan los milagros es en Isaías. Los milagros están entre las señales que, según el profeta, anuncian la llegada del Reino de Dios. Dice que en ese día “los ojos del ciego verán, los oídos del sordo oirán, el cojo saltará como un ciervo y la lengua del mudo cantará de alegría” (Is 35,5-6).

Creo que ahora podemos mostrar que casi todos los milagros atribuidos a Jesús se pueden explicar como versiones expandidas de historias de Moisés, de Elías y Eliseo, o como aplicaciones a la vida de Jesús, con sentido mesiánico, de las señales del Reino de Dios en Isaías. Si Jesús era el Mesías inauguraría ese Reino y, por tanto, las señales que lo anuncian aparecerían en su vida. Así que los milagros serían señales que interpretan a Jesús, no acontecimientos sobrenaturales que infringen las leyes de la naturaleza.

Conviene tomar nota de que Pablo parece no haber sabido nada en absoluto de milagros asociados al recuerdo de Jesús. Para aquellos que argumentan que el Documento Q e incluso el Evangelio de Tomás son anteriores a Marcos (entre los que no me cuento), creo que merece la pena señalar que ninguna de estas dos fuentes presenta a Jesús realizando milagros.

Los milagros asociados a Jesús se introducen en la tradición cristiana con Marcos, a comienzos de la octava década del siglo I. Después, estos milagros se repiten casi literalmente en Mateo, que escribió su evangelio a mediados de la novena década. Se repiten y amplían en Lucas, a finales de la novena década y comienzos de la décima. Luego pasan a ser “signos” en el evangelio de Juan, a finales de la décima década. Un signo no es sólo un suceso que puede describirse; un signo apunta, señala más allá de sí mismo hacia algo que el propio signo no puede contener en sí. El cuarto Evangelio recoge siete signos atribuidos a Jesús (Jn 2-11). Creo que es digno de mención que el primero de los signos del Evangelio de Juan, la conversión del agua en vino en las bodas de Caná de Galilea (Jn 2) y el último de ellos, la resurrección de Lázaro que llevaba cuatro días enterrado (Jn 11), nunca se habían narrado, y ni siquiera mencionado, en ningún escrito cristiano anterior a Juan, que escribió entre 65 y 70 años después de la crucifixión.

Los textos de relatos de milagros en los evangelios que sirven de apoyo para hablarnos del poder sobrenatural de Jesús están llenos de símbolos que sirven para interpretar. Los panes que se multiplicaron para alimentar a la multitud en Marcos eran cinco en el lado judío del lago, en el que comieron 5000 hombres (más mujeres y niños) y aún se reunieron doce cestos de sobras después de que todos comiesen (Mc 6,30-44). Después, en el lado no judío del lago, los panes son siete y los que se alimentaron 4000, reuniéndose siete cestos de trozos de sobras (Mc 8,1-10). Me parece que esta es una serie de pistas que los autores de los evangelios nos ofrecen para que las interpretemos, pues están convirtiendo la historia de Moisés y el maná del desierto que alimenta a los israelitas en un relato referido a Jesús. Recordemos que a Jesús se le llamará “el Pan de Vida”, el que sacia el hambre más profunda del alma humana (Jn 6). Sólo con que abriésemos los ojos para ver que los relatos de milagros del Nuevo Testamento no deben leerse literalmente como acontecimientos sobrenaturales, nos acercaríamos mucho más a lo que los evangelistas originales tenían en mente cuando trataban de usar el texto de Isaías 35 de modo que se cumpliese en los evangelios.

Podría ampliar esta exposición sobre los milagros casi indefinidamente: Jesús que resucita de la muerte a un niño (Mc 5,22) es un eco del relato de Eliseo que resucita a otro niño (II Re 4,32-37). Jesús que resucita de la muerte al hijo único de una viuda en Naín (Lc 7) es un eco de Elías que resucita a otro hijo único de otra viuda (I Re 17). La respuesta de Jesús a la pregunta de los enviados de Juan Bautista que estaba en prisión incorpora el texto de Isaías 35 a la tradición de los evangelios (Mt 11,1-6; Lc 7,18-23).

 

TESIS 6

La interpretación de la cruz como sacrificio por los pecados es pura barbarie, está basada en concepciones primitivas de Dios y debe rechazarse.

En el libro del Éxodo se cuenta que la inquietud del pueblo llegó a límites peligrosos cuando Moisés estuvo ausente durante un tiempo demasiado prolongado, cuando, supuestamente, estaba recibiendo de Dios la Tora y los Diez Mandamientos. Para calmar su ansiedad, fueron al sumo sacerdote Aarón, hermano de Moisés, y le pidieron que les hiciese un ídolo, un becerro de oro, para tener una deidad que pudiesen ver. Así lo hizo Aarón, y cuando el becerro de oro estuvo terminado, el pueblo danzó alrededor del ídolo diciendo: “Este es el Dios que nos sacó de Egipto” (Ex 32,1-6).

Moisés volvió con el pueblo justo en ese momento, portando, según nos cuenta la historia bíblica, dos tablas de piedra en las que se supone que estaban escritos los diez mandamientos. Al ver la idolatría, rompió las tablas contra el suelo y se encaró con el pueblo, el cual, según el relato, sufrió la ira de Moisés y de Dios, hasta que finalmente Moisés dijo que volvería al Señor y trataría de realizar una “expiación” para el pueblo (Ex 32,30). En esta antigua referencia vemos que la expiación tenía que ver con el perdón. Tenía que ver con un Dios de las segundas oportunidades. Cuando el Yom Kipur –el Día de Expiación- se instaló en el culto judío, según el libro del Levítico, tal era su propósito: celebrar el perdón de Dios, no su castigo (Lv 23,23ss). Los judíos llamaban al Yom Kipur “el Día de Expiación”, no “el Día de la Expiación”, porque el perdón no era un hecho puntual en el tiempo, sino un proceso permanente.

Yom Kipur incluía el sacrificio de animales que representaban los sueños humanos de perfección. Estos animales debían ser físicamente perfectos. Se examinaban escrupulosamente para certificar que en sus cuerpos no había cicatrices ni contusiones, y que nunca se habían roto un hueso. Certificada la perfección física, ya podían afirmar la perfección moral de estas criaturas. El razonamiento era complejo, pero lógico. Los animales están por debajo del nivel humano de capacidad para tomar decisiones. No pueden elegir hacer el mal, así que se podía decir de ellos que en cierto modo eran moralmente perfectos. Por tanto, estos animales podían representar simbólicamente la perfección que anhelan los seres humanos. Así que, en el Día judío de Expiación, los seres humanos podían entrar a la presencia de Dios, a pesar de ser pecadores, porque lo hacían bajo el símbolo de una criatura perfecta física y moralmente.

Cuando los gentiles conocieron esta idea, pensaron que los animales eran sacrificios exigidos, que había que ofrecer como ofrenda a Dios si se quería su perdón. Estos animales serían el precio que Dios reclamaba que se le pagase para ofrecer su perdón.

En la liturgia de Yom Kipur, en el siglo I, los dos animales solían ser un cordero y un macho cabrío. Se sacrificaba al cordero, se le extraía la sangre y el sumo sacerdote, después de someterse a una purificación muy elaborada y ceremoniosa, entraba en el Santo de los Santos, el santuario interior del Templo, el lugar más santo, donde estaba el trono terreno de Dios, llamado “la Sede de la Misericordia”. Entonces derramaba en ese lugar la sangre del cordero perfecto de Dios, hasta que cubría la Sede de la Misericordia. Esto significaba que el pueblo, sin importar cuánto se hubiese alejado de la voluntad de Dios, podía seguir entrando a su presencia, pues se acercaban “a través de la sangre del cordero perfecto”. Yom Kipur tenía que ver, pues, con la reconciliación, con la vida humana que se une a Dios. No tenía que ver con el castigo.

Cuando el ritual del Cordero estaba completo, el segundo animal, el macho cabrío, era llevado al sumo sacerdote, ante la asamblea del pueblo. El sumo sacerdote, aferrando los cuernos del animal, empezaba a ofrecer plegarias de confesión en nombre del pueblo. El símbolo que funcionaba aquí era que se descargaba al pueblo de todos sus pecados, que pasaban a ponerse sobre la cabeza y la espalda de la cabra. Esta, entonces, como portadora de los pecados del pueblo, cargada con ellos, recibía los gritos de maldición de la gente, que pedía su muerte. Pero el animal no era sacrificado, sino que se habría paso entre la asamblea y era llevado al desierto, cargando con los pecados del pueblo. Así, el pueblo quedaba limpio y libre de pecado, al menos por un día. Yom Kipur alude, pues, al pueblo que se vuelve a unir a Dios. No tenía nada que ver con el castigo del pueblo.

Cuando se estaban componiendo los evangelios, las imágenes de Yom Kipur se trasladaron al relato de Jesús una y otra vez.

Pablo empezó el proceso en la Primera Carta a los Corintios al relatar la crucifixión: “Él murió por nuestros pecados, según las escrituras”, escribió (1 Cor 15,3). Era una clara referencia a la acción litúrgica de Yom Kipur. Más tarde, Marcos usó la palabra “rescate” para referirse a la muerte de Jesús (Mc 10,45). Una vez más, se trataba de un concepto tomado de la liturgia de Yom Kipur. Cuando se escribía el cuarto Evangelio, hacia el final del siglo I, su autor puso en boca de Juan Bautista, la primera vez que este ve a Jesús, la interpretación que se expresa con estas palabras: “He ahí el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo” (Jn 1,29). Estas palabras proceden directamente de la liturgia de Yom Kipur.

Hubo otros lugares en los que la liturgia de Yom Kipur parece haber conformado el relato sobre Jesús. Cuando Pilato presenta a Jesús ante la multitud, la gente responde gritando maldiciones y pidiendo su muerte. “Crucifícale, crucifícale”, se supone que gritó la gente. Los lectores judíos reconocerían todo esta escena como algo tomado directamente de la liturgia de Yom Kipur. El que carga con los pecados merecía la crucifixión (Mc 15,13; Mt 27,22).

La inclusión de la historia de Barrabás en el relato de la pasión podría ser otra referencia a Yom Kipur (Mc 15,6ss). Barrabás es un nombre formado con las palabras hebreas o arameas “bar”, que significa “hijo”, y “abba”, que significa Dios o padre. Así que Barrabás significa, literalmente, “hijo de Dios”. De modo que los evangelios presentan a dos “hijos de Dios” en el momento de la crucifixión, igual que en Yom Kipur había dos animales. En los evangelios, uno de los “hijos de Dios”, Jesús, fue sacrificado, y el otro, Barrabás, quedó libre. ¿Podría ser este otro lugar en el que los símbolos de Yom Kipur conformaron el relato de la pasión? Yo creo que sí.

Las generaciones posteriores de cristianos gentiles, que no eran conscientes de la tradición judía de Yom Kipur, transformaron estos símbolos, con una tosca lectura literal, y desarrollaron las ideas que ahora están asociadas lo que se denomina “expiación de sustitución”.

El concepto empieza a desarrollarse a partir de la idea de la depravación de la condición humana, de la que se decía que había caído en el “pecado original” a causa de la desobediencia humana a las leyes de Dios. Se dijo a Adán y Eva: “no debéis comer del árbol que está en medio del jardín”. El fruto del árbol, el árbol del conocimiento del bien y del mal, estaba prohibido bajo pena de muerte (Gn 3,1-7). Se supuso que cuando se transgredió esta norma, se rompió la perfección original de la creación de Dios. Entonces, los desobedientes seres humanos fueron apartados de la presencia de Dios en el Jardín del Edén, y obligados a vivir “Al Este del Edén” [7]. Estaban tan corrompidos por el pecado original que sólo Dios podría restaurarlos, por medio de una intervención suya. Como el castigo por su pecado era mayor de lo que cualquier ser humano podría sobrellevar, se desarrolló la idea de que Dios habría puesto a su divino hijo en el lugar de los pecadores, que eran quienes lo merecían. Así que se dispuso que hubiese un sustituto, y Jesús se convirtió en la víctima de la ira divina. Dios castigó a Jesús en vez de castigar al pecador que lo merecía. Los cristianos empezaron a decir: “Jesús sufrió por mí”. Y “Jesús murió por mis pecados” se convirtió en el mantra de la vida cristiana, pero a un precio terrible.

Sucedió entonces que la teología de la expiación determinó profundamente la forma que adoptaría el cristianismo. Por repetirlo a partir de lo dicho en una de las tesis anteriores, Dios se convirtió en un monstruo que no sabe perdonar. Antes de conceder su perdón, esta divinidad castigadora exigía una víctima, un sacrificio humano, sangre ofrecida. Ya no era este un Dios de segundas oportunidades.

Jesús se convirtió en la víctima crónica del castigo de Dios. El divino hijo de Dios recibió el castigo del divino padre.

Por otro lado, esta teología no creó un mundo de discípulos, sino de víctimas. Nos convertimos en los responsables de la muerte de Jesús. Nos convertimos en asesinos de Cristo, colmados de culpa.

Como ya hemos visto anteriormente, las implicaciones de esta teología son omnipresentes en la tradición cristiana. Con el tiempo, esta teología hizo que nuestra principal respuesta en el culto fuese presentar súplicas a Dios para que tuviese misericordia. “Señor, ten piedad; Cristo, ten piedad; Señor, ten piedad”. Aún tenemos en nuestra liturgia triples “kyries”, e incluso repetidos nueve veces. “Kyrie eleison” es simplemente la forma griega de “Señor, ten piedad”.

¿Qué clase de Dios es este ante el cual nos vemos reducidos a ser mendigos serviles que suplican misericordia? En el caso de un niño tembloroso que está ante un padre abusador sí sería apropiada la petición de misericordia; en el de un delincuente condenado que está ante un juez justiciero y dado a condenar a muerte, también sería apropiada la petición de misericordia. Sin embargo, ¿podría esta actitud considerarse apropiada para un hijo de Dios que está ante aquel al que se concibe como “la Fuente de la Vida”, “la Fuente del amor” y “El Fundamento del Ser”? No lo creo.

La expiación de sustitución es errónea en todos sus aspectos. Nuestro problema no es que seamos pecadores que han caído de una perfección original a algo llamado “pecado original”. Nuestro problema es que somos seres humanos incompletos que anhelan ser más, alcanzar plenitud. No necesitamos que se nos salve de una caída que nunca sufrimos. Necesitamos ser aceptados y amados simplemente como lo que somos, para llegar a ser todo lo que podemos llegar a ser. Tampoco podemos ser “restaurados” en una perfección que nunca hemos tenido.

Un cristianismo basado en la idea de una expiación sustitutoria es un cristianismo basado en una visión inexacta y poco apropiada de lo que significa ser humano. La buena teología nunca puede construirse sobre una mala antropología. No somos pecadores caídos que necesitan que se les salve. Somos seres humanos incompletos, que necesitan plenitud.

Esta diferencia es crucial, y el cristianismo que la reconozca será el que sobreviva y perdure en el futuro.

 

TESIS 7

La resurrección es una acción de Dios. Jesús fue “elevado” en la dirección de lo que Dios significa. Por tanto, la resurrección no puede ser una “resucitación” física ocurrida en la historia humana.

Nada temen más los cristianos tradicionales que el intento de entender el momento de la Pascua como algo distinto de un hombre muerto que retorna de la muerte para reincorporarse a la vida espacio-temporal del mundo. Y, sin embargo, nada en el Nuevo Testamento apoya esa interpretación literal y fantástica de lo que la resurrección realmente fue y aún es.

Es interesante señalar que Pablo, el primer escritor de un libro incluido en el Nuevo Testamento, nunca describe apariciones del Cristo resucitado a ninguna persona. Nos da simplemente una lista de aquellos que fueron testigos de la resurrección (1 Cor 15,1-6, escrita hacia el año 54 EC). En esa lista se incluye él mismo, diferente, dice, sólo en que la aparición a él fue la última. Los expertos estiman que la conversión de Pablo ocurrió no antes de un año tras la crucifixión ni después de seis [8]. ¿Fue un cuerpo físicamente resucitado lo que vio Pablo? ¿Andaba aún un cuerpo reanimado tanto tiempo después? Ciertamente, Lucas no pensaba así. Describe la conversión de Pablo, su percepción del Jesús resucitado, como algo que resulta de una visión en el camino de Damasco, no como la percepción de un cuerpo físico (Hch 9,11ss). Además, Lucas incluye el cuerpo físico que deja la tierra en una Ascensión cuarenta días después de la Pascua (Lc 24; Hch 1).

Cuando Marcos (que escribe el evangelio más antiguo) hace su relato de la resurrección, no recoge narración alguna del Cristo resucitado apareciéndose a alguien (Mc 16,1-8) [9]. Lo que hay es un mensajero que anuncia que Jesús ha resucitado e irá por delante de ellos a Galilea, que lo verán cuando retornen a sus hogares.

Los relatos de Pascua del Nuevo Testamento, cuando se contemplan todos en conjunto, no prueban nada. En lo que respecta al momento de la Pascua, discrepan en todos los puntos sobresalientes. No concuerdan en cuanto a quién fue a la tumba; cada evangelio tiene una lista distinta de mujeres. No están de acuerdo en si las mujeres vieron o no al Cristo resucitado. No concuerdan en cuanto a si los discípulos vieron primero al Cristo resucitado en Jerusalén o en Galilea. No están de acuerdo en quién fue el primero que lo vio. No coinciden al dilucidar si la ascensión fue antes de las apariciones del Cristo resucitado o después.

Este tipo de comparación podría significar que no hubo un momento objetivo de la resurrección, de modo que todo lo que tendríamos serían teorías subjetivas. Pero también podría significar que lo que llamamos “resurrección” fue una experiencia tan poderosa y transformadora que las palabras no podían contenerla y que lo que nos están mostrando las contradicciones no es más que la existencia de intentos subjetivos de expresar lo que fue y siempre será la experiencia de una maravilla inefable.

Creo que la resurrección de Jesús fue real. No creo que tenga nada que ver con una tumba vacía ni con un cuerpo que experimenta una “resucitación”. Es una visión de alguien que ya no está atado por ninguna de las limitaciones de nuestra humanidad. Es una llamada a una nueva conciencia, una llamada a una nueva realidad, más allá del tiempo y del espacio.

En este breve escrito no puedo entrar en los detalles de la Pascua tan exhaustivamente como lo hice en mi libro –de 300 páginas- titulado Resurrección, ¿Mito o realidad? Un Obispo repiensa el significado de la Pascua, que está disponible en inglés y en español. El espacio del que aquí dispongo sencillamente no permite esa clase de exhaustividad. Así que permítanme concluir esta tesis sobre la resurrección estableciendo mi convicción fundamental: la Pascua es algo profundamente verdadero, pero no es susceptible de descripción literal.

 

TESIS 8

El relato de la ascensión de Jesús presupone un universo de tres niveles y, por tanto, no se puede traducir a conceptos de una era espacial post-copernicana.

Cuando se escribió la historia de Jesús en los evangelios, entre los años 70 y 100, tal como ya hemos señalado, había un consenso general en cuanto a que la tierra era el centro de un universo con tres niveles. El lugar en el que Dios habitaba estaba por encima del cielo; el infierno, el lugar del mal, estaba bajo la tierra y era el tercer nivel. Nadie asumía la bastedad del espacio. Nadie entendía lo rápido que viaja la luz. Nadie sabía de otros universos, de otras galaxias. Nadie sabía que el espacio aún estaba en expansión, que las galaxias aún se estaban formando. Así que buena parte de la interpretación tradicional del cristianismo asumía presupuestos basados en el conocimiento pre-moderno.

De modo que a la gente no le resultó difícil entender que, cuando Lucas introdujo en la tradición cristiana (probablemente en la décima década del siglo I) el relato del retorno de Jesús a Dios, lo hizo conforme a la imagen espacial de un mundo de tres niveles. Jesús sólo podía volver al Dios que vivía por encima del cielo ascendiendo hacia ese cielo. Todo tenía sentido dentro de ese mundo pre-moderno. Sin embargo, nuestro conocimiento del mundo y del espacio ha cambiado radicalmente en los siglos que han transcurrido desde entonces.

Ahora sabemos que nuestro sol es uno entre aproximadamente doscientos mil millones de estrellas en nuestra galaxia, que llamamos Vía Láctea. Nuestro sol ni siquiera está en el centro de la galaxia, sino que se localiza en un punto al que se llega tras recorrer unos dos tercios de la distancia entre el centro y el exterior. En términos relativos, nuestro sol no es muy grande. Comparado con otras estrellas de la galaxia, es pequeño. Hay una estrella en nuestra galaxia que es, no ya más grande que nuestro sol, sino más que toda la órbita de la Tierra a su alrededor.

Luego entendimos que la nuestra no es la única galaxia del universo. Andrómeda, nuestro vecino galáctico más próximo, está a millones de años luz. En el universo visible hay entre cien mil millones y un billón de galaxias, y el universo está aún expandiéndose.

Es en ese mundo en el que ahora tenemos que preguntar: ¿qué significa el relato de la ascensión de Jesús? ¿Tiene algún sentido literal? Por supuesto que no. Así me lo hizo ver Carl Sagan (uno de nuestros más grandes astrofísicos) cuando, provocativamente, me dijo: “Si Jesús, literalmente, ascendió al cielo, y aunque viajase a la velocidad de la luz (unos 300.000 kilómetros por segundo) aún no ha salido de los límites de nuestra galaxia” [10]. La luz tarda más de 100.000 años sólo en llegar de un extremo al otro de nuestra galaxia. La ascensión de Jesús, si se interpreta literalmente, tuvo lugar hace sólo 2000 años.

El estudio de las Escrituras revelará, sin embargo, que Lucas sabía que estaba contando una historia basada en el relato de la ascensión de Elías, en el Segundo Libro de los Reyes, capítulo 1. Lucas nunca pretendió que su escrito se interpretase literalmente. No hemos hecho justicia al genio de Lucas interpretándolo literalmente. Él hablaba de cómo el Dios que encontró en Jesús no era distinto del Dios que habita en la eternidad. Un relato pensado para comunicar una verdad no es astrofísica. Finalmente estamos descubriendo que nos ha llegado a los Cristianos el tiempo de decirlo abierta y honestamente.

 

TESIS 9

No hay ningún criterio eterno y revelado, recogido en la Escritura o en tablas de piedra, que haya de regir siempre nuestro actuar ético.

¿Redactó Dios los Diez Mandamientos? Por supuesto que no. Hay tres versiones diferentes de los Diez Mandamientos en la Biblia. Una está en Éxodo 34, y parece ser la más antigua. La segunda está en Éxodo 20; es la versión que nos es familiar, y que suele estar expuesta en las iglesias y a veces incluso en los palacios de justicia. Ahora sabemos que esta versión es fruto de una importante labor de edición de un grupo de personas que llamaos “los escritores Sacerdotales”, o “P”. Estos escritores ampliaron significativamente la Tora, cuando los judíos estaban en el exilio de Babilonia. La última versión de los Diez Mandamientos está en Deuteronomio 5, y es reflejo de un momento de la historia judía anterior a la redacción del capítulo 1 del Génesis, con su relato de la creación en seis días. La razón por la que uno debería abstenerse de trabajar en el Sabat, según esta versión, no era que Dios descansó de su trabajo creador y decretase ese día para siempre como día de descanso, sino que el pueblo hebreo no debía olvidar que una vez fue esclavo, e incluso los esclavos necesitan un día de descanso. No, Dios no es el autor de los Diez Mandamientos.

Otro dato interesante de la historia bíblica es que los Diez Mandamientos no eran al principio leyes con validez universal. Estaban pensados sólo para regir las relaciones de judíos con judíos. Los mandamientos dicen “No matarás”. Y sin embargo, se informa en el Primer Libro de Samuel de que Dios instruyó al profeta para que dijese a Saúl que fuese a la guerra contra los amalecitas y matase en ese pueblo a todos los hombres, mujeres, niños, lactantes, bueyes y asnos (I Sam 15,1-4). Eso me suena a genocidio mucho más que a “No matarás”. Los Mandamientos dicen “No darás falso testimonio”. Y sin embargo, el libro del Éxodo presenta a Moisés mintiendo al Faraón sobre por qué debería permitir a los israelitas salir al desierto a ofrecer sacrificios a Dios (Ex 5,1-3). El código moral de la Biblia se ajustaba siempre a las necesidades del pueblo. Tal era su naturaleza. La pretensión de una autoría divina de ese código moral era simplemente una táctica para conseguir acatamiento.

Toda regla tiene su excepción. Esto se sabe en cualquier aula en la que se enseñe ética. ¿Está mal robar? Por supuesto –respondemos rápidamente en base a nuestro bagaje religioso-, robar está mal. Supongamos, sin embargo, que la opresión de los pobres por el orden económico es tan extrema que robar un poco de pan es el único modo de evitar que tu hijo muera de inanición. Ese era el tema que exploraba la novela de Víctor Hugo Los miserables. El ladrón, Jean Valjean, era el héroe de la novela, mientras que el virtuoso e implacable perseguidor de Valjean, el Inspector Javert, era el malo de la historia [11]. ¿Está mal el adulterio? Sí –respondemos en base a nuestro bagaje moral-, el adulterio está mal. Supongamos, sin embargo, que la guerra separa a una familia y quienes formaron una pareja no saben si su respectivo marido o esposa está vivo, ni si se volverán a ver alguna vez. Una relación sexual que en esas circunstancias ayuda a seguir viviendo, ¿es pecaminosa? Ese es el tema que Boris Pasternak plantea en su novela [12]. ¿Es mala la guerra? Sí –respondemos–, la guerra es mala. Supongamos, sin embargo, que la guerra es el único medio para acabar con la esclavitud, o el único medio para detener el Holocausto. En tales casos, ¿es mala la guerra?

Podríamos continuar con muchos más ejemplos hasta darnos cuenta de que no hay un absoluto ético que no pueda cuestionarse ante las relatividades de la vida. Por tanto, el criterio ético definitivo no puede hallarse simplemente cumpliendo las normas.

Entonces, ¿cómo aprendemos a estar a la altura de las exigencias de la vida ordinaria? Lo que nos guía no son tanto las normas como las metas que perseguimos. Si la forma suprema de bondad se expresa en el descubrimiento de la plenitud de la vida, entonces todas las decisiones morales, incluso aquellas en las que no está claro qué es lo correcto y qué lo erróneo, necesitan guiarse, no de acuerdo a las leyes morales, sino de acuerdo al fin que se persigue. La cuestión que ha de plantearse en cada acción es: este hecho, ¿hace que la humanidad se expanda y se reafirme?, ¿hace que aumente o la reprime?; esta acción ¿coarta la vida o la hace mejor?, ¿incrementa el amor o lo hace disminuir?, ¿llama a un sentido más profundo del propio ser o lo reprime?

Si Dios es un verbo que hay que vivir más que un nombre que hay que definir, como he sugerido, entonces los códigos morales son instrumentos que hay que apreciar, pero no reglas que hay que seguir. ¿Qué es lo que resulta de esta idea? Que ningún sistema de reglas puede obligarle a uno a ser ético; que vivir una vida ética significa que cada decisión debe sopesarse a la luz de todo lo que sabemos. No siempre es fácil tomar la decisión correcta. No es fácil ser un cristiano en el siglo XXI.

 

TESIS 10

La oración no puede ser una petición hecha a una divinidad teísta para que actúe en la historia humana de un modo determinado.

De todos los temas sobre los que he escrito, el de la oración y su eficacia es siempre el que más respuesta provoca. Creo que es porque, en último término, la oración es la actividad a través de la cual la gente define quién es Dios para ellos y qué quieren decir cuando dicen la palabra “Dios”.

Detrás de la inquietud de las personas cuando la oración es objeto de discusiones está siempre su idea de Dios. La mayoría de las definiciones que la gente hace de la oración descansan en una definición teísta de Dios. Se percibe que Dios es como un Rey, o quizá el jefe de uno, o incluso el padre de uno, es decir, Dios es una figura externa que tiene una gran autoridad. Así, se percibe la oración como una actividad dirigida a una figura externa, que posee un poder sobrenatural del que no dispone el que ora. La oración se convierte entonces en una petición del impotente al poderoso, pidiéndole que actúe de tal modo que haga por el solicitante lo que este no puede hacer por sí mismo e incluso lo que él desea que pase. Con esa concepción, la actividad de la alabanza, que tan frecuentemente acompaña a la oración, se convierte en poco menos que adulación manipuladora.

En el peor de los casos, aunque la oración se disfrace con palabras y frases piadosas, se convierte en la petición de que se cumplan los deseos del orante de que se cumpla su voluntad, no la de Dios. Quizá la oración a la divinidad teísta presupone que la voluntad del que hace la plegaria y la de Dios se han convertido en idénticas. Si fuese así, entonces la oración se convertiría en una actividad en la que el ser humano le dice al ser divino cómo actuar. En esta concepción, la oración es, finalmente, idolatría, un intento de imponer a Dios la voluntad humana. Es la idolatría de convertir a Dios en aquél que hará lo que yo diga, y se basa en la presunción de que yo soy superior a Dios, de que yo sé qué es lo mejor. También se asume que Dios es una entidad separada, que no está necesariamente en contacto con lo humano, excepto a través de intervenciones milagrosas.

Alguien ha descrito esta clase de oración como “cartas a un Dios-Santa Claus”.

“Querido Dios:
He sido un buen chico, o una buena chica. Me he ganado una recompensa. Por favor, haz por mí lo siguiente:…
Te dejaré un regalo bajo el árbol de Navidad.
Besos.
Juan, o María… o Raúl…”

Esto puede ser una caricatura que algunos encuentren ofensiva, especialmente si deja en evidencia el tipo de oración de los ofendidos. Pero, a juzgar por las respuestas que recibo, no es una caracterización inexacta. La vida está tan llena de tragedia, enfermedad y dolor que en lo más profundo sabemos que esta clase de oración es una ilusión. Sin embargo, el dolor de la vida hace que, en vez de asumir ese carácter ilusorio, las personas piensen que deben ser tan malas que merecen, no la bendición de Dios, sino la ira de Dios.

Dos experiencias en mi vida, profesional una y personal la otra, me hicieron abandonar esta oración teísta y adentrarme en una concepción muy distinta. Comparto las dos con ustedes.

La primera ocurrió cuando ya había pasado de ser un presbítero en una ciudad de Virginia Central a atender una iglesia de Richmond, la capital del estado. Tuve una llamada de una mujer con la que había colaborado estrechamente en mi anterior destino. Era unos 8 años mayor que yo, estaba casada con un médico rural y era madre de tres niños. Llamaba para decirme que estaba ingresada en el Hospital Universitario, más o menos a una hora de Richmond. “Realmente necesito hablar contigo”, me dijo. “¿Qué ocurre, Cornelia?”, le pregunté, percibiendo su inquietud. Dijo que prefería no hablar de ello por teléfono, pero que esperaba que pudiese ir a verla lo antes posible. Lo hice al día siguiente. Cuando entré a su habitación el hospital, ella tenía un aspecto tan encantador como de costumbre, pero el brillo de su sonrisa había desaparecido. Me senté junto a la cama y ella empezó a contarme su historia.

Había empezado a tener tos. Le prestó poca atención, pero persistía demasiado y, finalmente, su marido, como médico, insistió en que era necesario un reconocimiento. Concertaron una cita, le hicieron pruebas y se anunció el terrible diagnóstico. Tenía un violento tipo de cáncer incurable. Las estadísticas decían que le quedaban menos de seis meses de vida. Después de sobreponerme al impacto de sus noticias, le pedí que me explicase cuáles eran sus sentimientos. Y lo hizo. ¿Cómo podría su marido seguir ejerciendo sin ella? Era un médico rural que acudía a domicilios por toda aquella montañosa región, y sus pacientes le llamaban a cualquier hora de la noche. Ya no podría hacer lo que hacía sin saber que ella estaba en casa con los niños. Me habló sobre lo que suponía saber que nunca vería a sus hijos graduarse en el Instituto o en la Universidad. Nunca conocería a las parejas que acompañarían a sus hijos en la vida, sus caminos profesionales, ni los nietos que le darían. Habló de lo que era darse cuenta de que su vida sería tan corta, de que su muerte marcaría a todos los miembros de su familia de un modo muy doloroso. Habló del significado que su muerte tendría para sus ancianos padres. Era la conversación más hondamente sincera que había tenido. Cuando uno está con otra persona en la frontera entre la vida y la muerte, caen todas las fachadas, todas las presunciones se desvanecen. En ese momento, dos personas se relacionan con una honestidad radical. Cornelia y yo recorrimos la historia de su vida, sus esperanzas y sus miedos durante casi tres horas. Era como si el tiempo se hubiese detenido, de tan profunda que era la comunicación.

Cuando llegó la hora de que yo volviese a casa, modifiqué mi actitud y pasé a actuar más como clérigo que como amigo. Supongo que tenía necesidad de hacer algo para aliviar mi propio desasosiego. Así que dije: “Cornelia, ¿puedo rezar por ti?” Ella no tuvo inconveniente. Si yo tenía necesidad de rezar, ella se alegraba de poder complacerme. Así que tomé su mano, puse mi mano en su cabeza y recé la oración que me parecía apropiada a esas circunstancias. Fue una sucesión de clichés piadosos que había aprendido en el ejercicio de mi ministerio. Cuanto terminó la oración, me fui para conducir de vuelta a casa durante una hora, prometiendo volver a verla.

En ese camino a casa, procesé mi experiencia. Había sido un encuentro profundo de dos personas que estaban en el límite entre la vida y la muerte. Sin embargo, la oración del final no había estado a la altura de la experiencia. ¿Cuál fue la verdadera oración en ese encuentro?, me pregunté. ¿Fue la conversación, tan profunda y tan vivificadora? ¿O fueron las palabras pronunciadas antes de irme? ¿Cuál de las dos había dado más vida, y cuál la había mermado? ¿Cuál de las dos había dado más amor, y cuál lo había suprimido? ¿Cuál de las dos nos había llamado a los dos hacia un sentido más profundo de quiénes somos, y qué nos hizo menos humanos? La respuesta a estas preguntas se decantaba claramente a favor de la conversación, no de las palabras de la oración. Así que “oración” empezó a tener un sentido más amplio. Recitar oraciones no era lo mismo que rezar. Escribí mi primer libro a partir de esa experiencia. Se tituló Oración sincera. Desde ese momento, la oración empezó a ser para mí, no algo que decía, sino algo que vivía. Esa es la distinción que todos debemos hacer si queremos entender qué es la oración.

La segunda experiencia la tuve a comienzos de la década de 1980, cuando mi primera mujer, que se llamaba Joan, recibió un diagnóstico de cáncer, con el pronóstico de que tenía por delante “menos de dos años de vida”. La noticia se hizo pública casi tan pronto como la recibí, pues la privacidad se ve muy mermada cuando uno está en la vida pública. Como yo era un conocido obispo del Estado de Nueva Jersey, y por tanto tenía cierta relevancia social, se organizaron en todo el estado grupos para rezar por nosotros. Algunos eran grupos episcopalianos, otros eran católicos romanos, y algunos eran interconfesionales. Muchas personas me escribieron para asegurarme que contaba con sus oraciones. Aprecié todos estos gestos, pues eran muestra del amor y de la preocupación de la gente por mí y por mi esposa. Cuando ella superó el plazo previsto y llegó al tercer año tras el diagnóstico, estas personas, que habían rezado individualmente y en grupo, empezaron a apuntarse en su haber el alargamiento de su vida: “nuestras oraciones la están manteniendo viva –escribían-; Dios está respondiendo a nuestras oraciones”. Esto parecía muy claro para ellos. Mi mujer vivió seis años y medio tras el diagnóstico, por lo que estuve agradecido, pero no pude dejar de preguntarme por la clase de Dios a la que aquellas buenas personas rezaban. ¿Habrían rezado por mi mujer si yo no hubiese sido conocido, supuestamente un hombre de éxito y socialmente relevante? Pensé para mí: supongamos que un basurero de una de las ciudades más pobres del país tuviese una esposa con diagnóstico de cáncer. ¿No es cierto que pocos, más allá de su familia más cercana, tendrían noticia de ello? ¿Le habría concedido Dios a ella menos tiempo de vida, o una muerte más dolorosa por no haber mucha gente rezando por ella? ¿Recompensó Dios a mi esposa con más tiempo de vida porque yo tenía un puesto destacado y era conocido? ¿Es que Dios certifica el estatus social? Si pensase eso por un momento, Dios se me haría tan inmoral que inmediatamente dejaría de creer en él. La oración, pues, no puede ser más poderosa y efectiva por acumulación. Dios no puede premiar a alguien sólo por haber llegado a ser importante en términos humanos.

Así pues, ¿qué es la oración? No son las peticiones de los humanos a un Dios teísta que está por encima del cielo para que intervenga en la historia, o en la vida del que reza. La oración es más bien el desarrollo de la conciencia de que Dios trabaja a través de la vida, el amor y el ser de todos nosotros. La oración está presente en toda acción que hace que la vida mejore, que el dolor se comparta o que se encuentre el coraje. La oración es experimentar la presencia de Dios, que hace que nos vinculemos unos a otros. La oración es esa actividad que nos hace reconocer que “dando es como se recibe”, por usar palabras de San Francisco. La oración está más en la vida que vivimos que en las palabras que decimos. Por eso San Pablo pudo exhortarnos a “orar sin cesar”. Eso no significa que tenemos que pronunciar oraciones constantemente. Significa que tenemos que vivir nuestras vidas como una oración, caminar por la tragedia y el dolor sabiendo que en verdad no caminamos solos. La oración es saber y entender que podemos ser las vidas a través de las cuales lo divino entre en lo humano. La oración es el reconocimiento de que vivimos en Dios, que es la Fuente de nuestra vida, la Fuente de nuestro amor y el Fundamento de nuestro Ser. Esto es, en fin, lo que podemos decir sobre ella. La oración es algo que vivimos, mucho más que algo que hacemos.

 

TESIS 11

La esperanza de la vida después de la muerte debe separarse para siempre de la moralidad del premio y el castigo, que no es más que un sistema de control del comportamiento. Por tanto, la Iglesia debe abandonar su dependencia de la culpa como motivación del comportamiento.

En la liturgia cristiana, se percibe frecuentemente a Dios como aquel que todo lo ve, como el juez que todo lo sabe, como alguien que está preparado para dictar una sentencia en base a nuestra conducta.

De este Dios se cree que guarda libros de registro de nuestras acciones hasta la fecha de hoy, los cuales determinarán nuestro destino definitivo, es decir, determinarán si estaremos con los santos en la gloria o con los rechazados, sufriendo las llamas del infierno. Difícilmente se puede creer en un Dios semejante cuando asumimos las dimensiones del universo. ¿Dónde habita este Dios que todo lo ve? ¿Está por encima de la tierra? Bueno, eso colocaría a Dios en algún lugar entre el sol y el planeta Tierra. ¿Está Dios por encima de nuestra galaxia? Bien, eso lo colocaría en el espacio intergaláctico. ¿Está Dios más allá del universo? Bien, eso lo colocaría tan lejos que sería difícil creer que los pelos de nuestras cabezas están contados. Esa imagen de Dios se ajustaba a una cosmovisión pre-moderna. No se ajusta a la nuestra.

Hay aún otros problemas con esta interpretación de Dios como juez de nuestra culpa y nuestras fechorías de quien se supone que depende nuestro destino. En el siglo XIX, los seres humanos empezamos a asumir el hecho de que hay un profundo condicionamiento social de la conducta. No hay dos seres humanos que nazcan iguales. Entonces, el juicio individual de cada uno se hará, ¿en base a qué? La disparidad en la distribución de la riqueza es enorme. ¡La mitad del mundo se muere de hambre mientras la otra mitad se pone a régimen! Hay asimismo grandes diferencias de capacidad intelectual. Unos nacen más brillantes que otros. Grandes son las diferencias en cuanto a la alimentación, la educación y las oportunidades que se tienen. Si uno tiene mucho, la tentación de robar es casi irrelevante para él. Si uno no tiene nada, si la supervivencia es una lucha diaria, la tentación de robar es mucho mayor. ¿Puede Dios juzgar a alguien sin tomar en consideración estas circunstancias? ¿Qué padre va a “educar en valores” mientras ve a sus hijos o hijas desnutridos, viviendo en la miseria, con escasas posibilidades de escapar alguna vez a las circunstancias de su nacimiento? ¿Puede el juicio ser justo si esta basado solamente en la conducta individual?

En el siglo XX, el mundo occidental descubrió cuán profunda es la interdependencia psicológica humana. Si uno es un niño que ha sufrido abusos, los estudios muestran que ese niño tiene una alta probabilidad de crecer y convertirse en un adulto abusador. ¿Juzgará Dios el comportamiento de este adulto sólo sobre supuestos moralistas, sin mostrar ninguna consideración hacia las razones de que esta persona creciese hasta convertirse en un adulto abusador? Quien asesina a otro, ¿es la única persona culpable de ese crimen? Considerar la vida sólo en base a la conducta y los hechos es sancionar un mundo radicalmente injusto. Si es eso lo que Dios hace, entonces es un Dios radicalmente injusto.

En generaciones pasadas, los padres y madres bien podrían haber pensado que la promesa de una recompensa o el miedo al castigo era la forma adecuada de educar a un hijo, especialmente si pensaban en Dios como en un juez por encima del cielo o si creían que la recompensa y el miedo eran formas adecuadas de motivar a su hijo. Ahora sabemos mucho más sobre la condición humana de lo que enseñaban estos patrones de pensamiento, mayoritariamente abandonados.

En 2009 escribí un libro sobre por qué creo en la vida después de la muerte. Se publicó con el título ¿Vida eterna? Una nueva visión. La dirección que tenía que seguir para alcanzar esta nueva visión la expresaba el subtítulo: Más allá de las religiones, más allá del teísmo, más allá de cielo e infierno [13].

Creo que la vida eterna debe quedar para siempre separada de los conceptos de premio y castigo, o de cielo e infierno. Uno podría vivir una vida buena y justa en respuesta a la promesa de una recompensa o por miedo al castigo, pero una vida buena y justa no es lo mismo que una vida plena y amorosa. La base sobre la que los cristianos hemos tendido a juzgar la conducta humana es un estándar establecido para todos, en virtud del cual se considera que hemos fallado, para entonces hacer de la culpa la principal motivación del comportamiento. Pero eso no funciona. Y no funcionará. No sé de nadie a quien, en última instancia, le haya ayudado el que le hayan hecho sentirse culpable.

Hoy sé de muchos adultos a los que se les ha atemorizado tanto con el retrato presentado por la Iglesia de un Dios de juicio dispuesto a castigar al malo que sus vidas están movidas, no por el amor, sino por el miedo. El comportamiento justo que está motivado por el miedo, ¿puede ser alguna vez realmente justo? Si uno es justo porque teme no ser tal, ¿aporta eso alguna plenitud? Semejante comportamiento, ¿no es todavía egocéntrico?; ¿no sigue estando guiado por el instinto de supervivencia?

La culpa como incentivo de la bondad debe desaparecer de la Iglesia del futuro. También deben desaparecer el miedo al infierno y la promesa del cielo.

Si el Evangelio de Juan está en lo cierto, como creo que lo está, la promesa que Jesús nos hace no consiste en hacernos religiosos, morales, o auténticos creyentes; no consiste en motivarnos con la culpa, ni la con la promesa del cielo, ni con el miedo al infierno; consiste, según las palabras que escribe Juan, en decirnos que ha venido “…para que podáis tener vida y tenerla en abundancia”.

 

TESIS 12

Todos los seres humanos somos imagen de Dios y debemos ser respetados por ser la persona que cada uno somos. Por tanto, ninguna descripción exterior del ser de cada uno basada en la raza, la etnia, el género o la orientación sexual, ni ningún credo basado en palabras humanas desarrolladas en la religión en la cual uno ha sido educado, puede usarse como fundamento de rechazo ni de discriminación.

Esto parece bastante obvio en la teoría, pero en la historia cristiana ha sido difícil que los creyentes lo vivan realmente. En el animal humano se da la misma búsqueda de supervivencia que marca a todos los seres vivos. Nuestro miedo a las personas que son diferentes nace de esa búsqueda de supervivencia. ¿Cómo es posible que el antisemitismo fuese producto de la religión que se funda en el judío Jesús? ¿Cómo fue que los líderes de la Iglesia justificaron unas guerras, llamadas “cruzadas”, que se proyectaron para matar a unos infieles que resultaron ser los musulmanes que vivían en la tierra que los cristianos llamaban Tierra Santa? ¿Cómo fue posible que los cristianos buscasen mantener su fe, no sólo pura, sino intacta a base de quemar en la hoguera a cualquiera que discrepase de la ortodoxia de su credo? ¿Sobre qué base ética practicaron la esclavitud algunos papas en la historia, contra gente de color? ¿Cómo fue que cristianos de origen europeo que vivían en esa parte de los Estados Unidos conocida como “el Cinturón de la Biblia”, no sólo esclavizaron a otras personas de origen africano, sino que también se resistieron a renunciar a esa malvada institución en la guerra más sangrienta de la historia norteamericana? Cuando a la esclavitud la sustituyó la segregación, ¿cómo fue posible que aquellos que reivindicaban la identidad cristiana se resistiesen al fin de la segregación con manguerazos, perros policía y bombas puestas en iglesias en las que sólo murieron niñas? ¿Cómo fue posible que los líderes cristianos pudiesen definir a la mitad de la humanidad que es mujer como sub-humana, al no permitirles tener propiedades a su nombre hasta el siglo XIX ni asistir a universidades hasta el XX, al prohibirles por ley el ejercicio del voto, incorporarse a profesiones, ser ordenadas, participar en política y competir por la presidencia de los Estados Unidos hasta finales de ese mismo siglo XX o principios del XXI? ¿Cómo fue posible que la Iglesia Cristiana siguiese creyendo que la homosexualidad era una forma de vida que uno elige, motivada por una enfermedad mental o por la depravación moral, y que aún lo hiciese cincuenta años después de que estas concepciones fuesen desechadas y abandonadas por el saber médico y científico? Todas estas cosas son reales, y han dejado en la historia cristiana una mancha que no se borrará fácilmente de nuestra memoria.

El mandato de Jesús de amar al prójimo como uno se ama a sí mismo parece no haber sido escuchado por la Iglesia. La parábola del buen samaritano, que sugiere que uno debe amar al objeto de sus miedos y sus prejuicios más profundos, ha sido ignorada. Cuando la Iglesia cantó himnos como “Vengo, ¡oh Cordero de Dios!, tal como soy, sin ninguna excusa”, la mayoría de las veces no era sino una mentira.

Sin duda, hay muchas cosas en la historia de la Iglesia de las que hay que arrepentirse. El único camino que tenemos ante nosotros es hacer este acto de penitencia abiertamente, con honestidad, y pedir perdón a nuestras víctimas. Los blancos se quejan de la ira de los negros, ira que los mismos blancos han provocado. Los cristianos nos quejamos de la ira de los musulmanes, ira que nosotros hemos alimentado durante siglos, desde las cruzadas en los siglos XI al XIII hasta nuestra búsqueda de la riqueza petrolífera en el XX y en el XXI. Los hombres tienen hoy miedo del acceso de las mujeres al poder, y los heterosexuales temen las demandas de los homosexuales de un matrimonio igualitario. Todas estas cosas son manifestaciones de ignorancia y de prejuicios en la religión. Una Iglesia cristiana cuya moralidad se ve tan comprometida en tantos asuntos de nuestra historia nunca podrá ofrecer liderazgo moral al mundo.

En el servicio bautismal de mi Iglesia, se hace a los candidatos al bautismo, a sus padres y a los padrinos la siguiente pregunta: “¿Buscarás a Cristo en cada persona, amando a tu prójimo como a ti mismo?”. Ellos responden: “lo haré, con la ayuda de Dios”. Esa debe ser la respuesta de toda la Iglesia cristiana si espera sobrevivir en el futuro.

Las doce tesis han sido presentadas ya ante la Iglesia. El futuro del cristianismo dependerá de cómo ésta responda.

John Shelby SPONG

Traducción: Juan Antonio Ruescas Juárez.

 

 

 


[1] Ediciones de la Universidad Philadelphia, Pennsylvania, 1959.

[2] Primera publicación en 1871. Todavía disponible hoy en Penguin Books, 2004.

[3] Ver «Dioses caballo», de C. S. Lewis, para las citas. En internet.

[4] Del himno de cuaresma “Ah, holy Jesus”.

[5] El origen de las especies mediante selección natural, 1859.

[6] Adoptada como dogma por la Iglesia Católica en 1854.

[7] Es el título de una novela de John Steinbeck.

[8] Esta datación se toma de la obra del historiador Adolph Harnack.

[9] Los versículos 9 al 21 del capítulo 16 son una adición posterior a Marcos. Véase la Biblia RSV (Versión Estándar Revisada).

[10] En una conversación personal mantenida en Washington, D.C., en 1994.

[11] Los Miserables, de Víctor Hugo.

[12] Dr. Zhivago, de Boris Pasternak.

[13] Publicado en español en 2014 en la «colección Tiempo Axial» (el número 19), de la editorial Abya Yala, de Quito, Ecuador. En la red: www.tiempoaxial.org.





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