¿Cómo entender el Papado?
(Algunos apuntes de orden histórico)
Eduardo HOORNAERT
Nada
más concluir el concilio Vaticano II hubo intensas discusiones sobre el
papado. Muchas de ellas tuvieron eco en las páginas de la revista «Concilium» a
lo largo de la década de 1960. De esos debates quedó la convicción de que es
necesario conocer mejor la historia del papado, para evitar los anacronismos
(proyectar al pasado las situaciones presentes) y las afirmaciones desprovistas
de base histórica que permean el discurso acerca del gobierno central de la Iglesia
católica. Ante un tema que toca puntos neurálgicos del sistema católico y de la
sensibilidad católica, me parece importante anotar aquí algunos puntos básicos
que suelen hacerse presentes cuando se habla sobre el papado.
1. Pedro
en Roma
El obispo Eusebio de Cesarea, teórico de la política universalista del
emperador Constantino, en el siglo IV, redactó para las principales ciudades
del imperio romano listas de la sucesión de obispos, en el intento de adaptar
el sistema cristiano al modelo sacerdotal romano. Lo hizo de una forma bastante
aleatoria. Así,
escribe, por ejemplo, que Clemente fue ‘el tercer obispo de Roma’, después de
Lino y Anacleto. Conocemos a Clemente romano por sus cartas, pero nada sabemos
acerca de Lino y de Anacleto. Nadie sabe de dónde sacó Eusebio esos nombres,
trescientos años después de los acontecimientos.
Para
dar consistencia a su tesis de que Pedro es el primer papa, Eusebio escribe, en
el segundo libro (14,6) de su ‘Historia eclesiástica’, que el apóstol Pedro
viajó a Roma al comienzo del reinado de Claudio, o sea, alrededor del año 44.
¿Qué dicen los escritos de Nuevo Testamento sobre eso? En Hechos de los
apóstoles (12,17) se dice que Pedro, en el año 43, salió de Jerusalén y ‘fue a
otro lugar’, sin especificar cuál. Los mismos Hechos relatan que Pedro está en Jerusalén
en el año 49, con ocasión de la visita de Pablo. Nada se dice sobre la actuación
del apóstol entre los años 43 y 49. Lo más probable es que haya viajado a
Samaria como exorcista, pues los Hechos relatan su disputa con otro exorcista,
de nombre Simón el Mago, que actuaba en aquella región. En fin, las fechas
propuestas por Eusebio no se combinan con lo que los Hechos de los apóstoles
nos narran.
Los
historiadores hoy concuerdan en decir que Eusebio es un historiador sospechoso,
pues está involucrado en un proyecto que tiene como finalidad articular la
política imperial en su relación con el cristianismo, y contar el movimiento
cristiano ajustándolo a un modelo dinástico de tipo romano. Eusebio proyecta la
imagen de la Iglesia del siglo IV hacia el pasado. Por ejemplo, proyecta la
repartición territorial de las áreas de influencia (diócesis) –repartición que
forma parte de la administración romana– a los primeros tiempos del
cristianismo, sin ninguna base historiográfica. En los capítulos 4 a 7 de su
Historia Eclesiástica, elabora listas de obispos monárquicos que se remontan
hasta los apóstoles. En todo ello aparece la intención de asimilar las estructuras
cristianas a la organización imperial de la época.
Concluyendo,
podemos decir que no hay base histórica para la afirmación de que Pedro haya
estado en Roma, y con eso cae uno de los principales fundamentos del discurso
oficial sobre el papado.
2.
‘Tu eres Pedro’
Hoy, las
palabras ‘Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré
mi Iglesia’ figuran, con enormes letras, en el interior de la cúpula de la
basílica de San Pedro, en Roma. Hay que recordar que se trata de un versículo
aislado del evangelio de Mateo. Sin embargo, el sentido del versículo sólo
aparece cuando es leído en el contexto, o sea, dentro de la secuencia de cuatro
versículos: Mt 16,16-19. El historiador ortodoxo Meyendorff[1] muestra cómo esos versículos han sido entendidos en los siglos
anteriores a Constantino y a la alianza entre las jerarquías cristianas y las
autoridades del imperio romano. Se trata, según el historiador, de un elogio de
Jesús dirigido a Pedro. Cuando éste afirma que Jesús no es un profeta entre otros,
sino el ungido de Dios, Pedro muestra que Jesús no sigue la tradicional manera
de actuar de los profetas del Antiguo Testamento, que amenazaban e intimidaban a
las personas hablando de la ira de Dios por causa de los pecados y de la
necesidad de penitencia. Pedro entiende que Jesús, que no amenaza ni condena,
sino que apunta hacia el Reino de Dios, la gracia, la misericordia, el perdón,
es diferente. Debe ser el ungido de Dios tan esperado, piensa él. Y Jesús
elogia a Pedro por expresar de forma tan feliz la novedad que él mismo viene a
traer. Es como si quisiese decir: “tú captas mi intención, tú eres la piedra
sobre la cual pretendo construir mi Iglesia, si todos entendiesen lo que tú
dices aquí, mi Iglesia estaría bien fuerte”.
Eusebio de Cesarea y los demás teólogos
comprometidos con la ideología imperial romana no leen el versículo 18 en su
contexto, sino que lo aíslan de los demás versículos (16-19) y con ello dan un
significado diferente a las palabras de Mateo.
Hoy Eusebio ha de ser severamente
criticado (así como los que lo siguen en la exégesis de Mt 16,18), pues la exégesis
actual es taxativa en afirmar que no se puede aislar un texto de su conjunto
literario y transformarlo en un oráculo. Para quien lee los evangelios
contextualmente queda claro que no dan pie para imaginar que Jesús haya
planeado una dinastía apostólica de carácter corporativo, basada en sucesión de
poderes.
3. La religión del pueblo (y de los
papas)
Más y más me convenzo de que el camino cierto,
para analizar el papado, consiste en prestar atención a la religión del pueblo.
La palabra ‘papa’ (pope) pertenece al
griego popular del siglo III y es un término derivado de la palabra griega
‘pater’ (padre). Expresa el cariño que los cristianos tenían hacia determinados
obispos o sacerdotes. El término penetró en el vocabulario cristiano, tanto de
la Iglesia ortodoxa como de la católica. En el interior de Rusia, hasta hoy, el
pastor de la comunidad es llamado ‘pope’. La historia cuenta que el primer obispo
en ser llamado ‘papa’ fue Cipriano, obispo de Cartago entre 248 y 258, y que el
término ‘papa’ sólo apareció tardíamente en Roma: el primer obispo de aquella
ciudad en recibir oficialmente ese nombre (según la documentación disponible)
fue Juan I, en el siglo VI.
Entre
nosotros no se ha concedido la debida atención a la religión popular en la
construcción del cristianismo. Es un dato implícito a toda la historia de la
Iglesia, pero que pasa ampliamente desapercibido y sin comentario. Ello
proviene, en parte, del hecho de que, hasta hace poco tiempo, la historiografía
cristiana estaba principalmente basada en el estudio de fuentes escritas. Ahora
bien, esas fuentes prácticamente nunca abordan la religión del pueblo. Por lo
demás, es la regla general: los intelectuales no acostumbran a mostrar interés
por lo que ocurre en medio del pueblo común y anónimo. La ‘plebe’ no consigue la
atención de filósofos como Platón, Aristóteles, Cicerón o Séneca, ni de intelectuales
prominentes como Galeno, Plotino o Marco Aurelio. Ni siquiera autores
cristianos como Justino, Ireneo, Tertuliano, Cipriano, Clemente de Alejandría u
Orígenes, describen lo que ocurre entre cristianos comunes. En definitiva, ellos
también pertenecen a la élite letrada. Hoy existen ciencias que nos revelan la
vida vivida de aquellos tiempos, más allá de los escritos, como la arqueología
y la “iconografía”, o sea, el estudio del arte cristiano.
El
estudio del arte cristiano en el transcurso del siglo IV muestra que prácticamente
todo lo que se cuenta sobre Pedro proviene de la religión popular. En la época
de la construcción de las primeras basílicas cristianas (segunda parte del siglo
IV), fueron invitados artistas que trabajaban con mosaicos para cubrir las
paredes de escenas relativas a los evangelios y a la vida de la Iglesia. Así,
aparecieron las más variadas imágenes de Pedro: crucificado cabeza abajo, con las
llaves en la mano, pescador, asegurando en la mano derecha la maqueta de alguna
nueva Iglesia, con vestidos sacerdotales romanos (alba, estola, manípulo...), con
la tiara persa o la mitra mesopotámica (de la liturgia del dios Mitra) en la
cabeza, con su barco (que nunca se hunde), su red (que pesca hombres), su sello,
su cátedra (la Santa ‘Sede’).
Pero
la imagen que aparece con más frecuencia es la de la tumba de Pedro, al lado de
la tumba de Paulo. Efectivamente, el papa es antes de nada visto como el
guardián de las tumbas de Pedro y Paulo. Una tradición romana muy antigua cuenta
que Pedro fue martirizado en el monte Vaticano y que Pablo lo fue ‘fuera de los
muros’ de la ciudad. Desde muy pronto se registran ‘romerías’ a las tumbas de
los apóstoles-mártires, Pedro y Pablo[2]. Sin documentación que probase
la veracidad de la presencia de Pedro y Pablo en Roma, las historias sobre
ambos proliferan en Roma. Ya en el siglo II, ir a Roma significa ir a visitar
las tumbas sagradas, como se comprueba en los escritos de Justino e Ignacio de
Antioquía.
El papa
Pío XII todavía trató de reavivar la tradición de estas romerías por medio del
‘año santo’ de 1950, que fue un éxito, y más tarde, en 1956, mandó ejecutar excavaciones
en un cementerio antiguo descubierto en 1956 bajo un garaje en construcción en
el Vaticano. En ese cementerio eran enterradas personas pobres, esclavos y
libertos, hasta en los siglos IV y V. El papa esperó encontrar ahí señales de
la tumba de Pedro, pero las obras fueron suspensas por falta de evidencias[3].
Todo
ello indica que la institución cristiana, tal como funciona concretamente, puede
ser considerada una creación de la religión popular. Para los obispos, no es
tan fácil aceptar eso, pero no hay cómo escapar de la evidencia. Todos sabemos
que el pueblo sostiene financieramente a la jerarquía (de una u otra forma) y que
él es quien confiere prestigio y honorabilidad a obispos y papas. En
definitiva, ¿qué sería del papa si ya nadie saliese de casa para ir a verlo y
aclamarlo?
Interesante
observar que los propios papas tienen su ‘religiosidad’. Hasta ahora, ningún
papa se ha atrevido a adoptar el nombre de Pedro. Sólo tardíamente, en el siglo
VI, un papa adoptó el nombre de Juan, y sólo en el siglo VIII apareció el
primer Pablo. Hay muchos detalles interesantes en ese sentido, que no menciono
aquí por falta de espacio, pero que el lector puede investigar en google.
4. La lucha por la hegemonía
A partir del siglo III se desencadenó
entre los obispos de las cuatro principales metrópolis del imperio romano
(Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Roma) una dura lucha por el poder. Fue
particularmente dramática en la parte oriental del imperio, donde se hablaba
griego. Los obispos en litigio fueron llamados ‘patriarcas’, un término que
acopla el ‘pater’ griego con el poder político (‘archè’, en griego, significa
‘poder’). El ‘patriarca’ es al mismo tempo ‘padre’ y ‘líder político’. Al
principio Roma participaba poco en esta disputa, por quedar lejos de los
grandes centros de poder de la época, y por usar una lengua menos universal (sólo
usada en la administración y en el ejército del sistema imperial romano), el
latín. Por su parte, Jerusalén, ciudad ‘matriz’ del movimiento cristiano, quedó
fuera de la escena, por ser una ciudad de poca importancia política.
En el año 330 Constantinopla se
autoproclama la ‘segunda Roma’, un título aceptado por los obispos en el año
381, con ocasión del
concilio de Constantinopla. De entonces en adelante, el poder divino (ejercido
por Pedro) actúa en la ‘nueva Roma’, o sea, en Constantinopla. Fortalecidos por
ese consenso, los patriarcas de Constantinopla se implican cada vez más en asuntos
internos de las demás Iglesias, un proceso que culmina en Calcedonia (451), cuando
Constantinopla nombra obispos para Antioquía y Alejandría. La idea de la
transferencia del ‘poder de Pedro’ todavía tiene acogida favorable en el siglo
XVI; cuando el patriarca Jeremías II Tranos, de Constantinopla, viaja a Rusia
(1589), impresionado por el vigor del cristianismo en aquel país, y hace de Moscú
una ‘tercera Roma’. Enseguida, la ciudad se convierte en un centro de
peregrinación. Así como los francos y germanos peregrinan a Roma, los eslavos y
rusos peregrinan hacia Moscú. La identificación entre el imperio romano, su
memoria, sus símbolos, sus ritos, sus vestimentas y ceremonias, y los imperios
bizantino, carolingio, ruso y católico es algo que salta a la vista del
historiador. Efectivamente, ‘el mundo gira, pero la cruz permanece’[4].
5. Durante
siglos, Roma busca el poder
El
patriarca de Roma, que al principio no ocupa un papel destacado en la lucha por
la hegemonía sobre toda la cristiandad, no deja de
hacer valer su poder en la parte occidental del imperio, desde muy pronto. Ya
en el siglo III el ya citado obispo Cipriano, de Cartago, reacciona con energía
ante las pretensiones hegemónicas del obispo de Roma, y repite que entre los obispos
ha de reinar una ‘completa igualdad de funciones y de poder’. Pero la historia avanza
inexorablemente. Con tenacidad, los sucesivos patriarcas de Roma consiguen
ampliar su ascendencia sobre las demás Iglesias de Occidente. Es una larga
historia, de la cual apunto aquí apenas algunos momentos más decisivos[5].
Pienso que es importante recorrer las
sucesivas etapas, pues de ese modo resulta más fácil comprender que el papado
es una construcción histórica condicionada por el tiempo y por el espacio, como
todo lo que el ser humano hace. Y todo lo que el ser humano construye puede ser
de-construido, remodelado u substituido por algo que sea más adecuado a las
exigencias del momento.
- Hasta el final del siglo III el papado no
interviene en las decisiones tomadas por las reuniones de los obispos. Ellos son
libres y soberanos. Pero ya se anuncian problemas en el horizonte.
- La
misma actitud perdura en la primera parte del siglo IV. Los obispos locales
mantienen su independencia ante Roma, aunque siempre manifiesten respeto para
con el patriarca de Roma. Así, en las reuniones episcopales de Arles (314),
Nicea (325) y Sárdico (342). Cuando se produce alguna cuestión especial, el obispo
de Roma es notificado, nada más. Los patriarcas Silvestre y Liberio no interfieren
en las decisiones tomadas en las reuniones
de obispos (concilios).
- Las
cosas comienza a cambiar en la segunda parte del siglo IV. Los patriarcas
romanos Damasio (366-384) y Sirico (384-399) se muestran muy desinhibidos y
atribuyen a Pedro (y sus sucesores) títulos de la nomenclatura religiosa
romana, como ‘sumo pontífice’, ‘príncipe (de los apóstoles)’, ‘vicario (de
Cristo)’. Obispos como Basilio y Ambrosio no aprueban las maniobras romanas,
pero aun así, los patriarcas romanos avanzan en busca de control sobre los obispos.
- Con
Inocencio I, al inicio del siglo V, avanza el proceso de la romanización de la
Iglesia cristiana en Occidente. Inocencio interviene sistemáticamente en los
asuntos de Iglesias locales de Francia, España e Iliria (región balcánica), exige
informes, se reserva la última decisión... A las reuniones episcopales de Cartago
y Mileve (sobre el pelagianismo), él manda decir que un problema sólo puede resolverse
pasando por Roma. Celestino I sigue el mismo camino y resuelve soberanamente el
caso de Nestorio (de Alejandría), y envía como delegado a Cirilo de Alejandría al
concilio de Éfeso (431). Una vez más, los obispos y los teólogos reaccionan. Incluso
Agustín no está de acuerdo, aunque se diga que él sea autor de la frase ‘Roma hablada,
causa acabada’[6]. Agustín mantiene la idea
tradicional: la autoridad romana ha de respetar la soberanía de los concilios
episcopales. El primado del obispo de Roma es solamente honorario.
-
Pero el proceso de la centralización romana continúa. León I intensifica la
mística petrina, y principalmente la mitología en torno a la imagen de Pedro. Tiene
la osadía de afirmar que su autoridad (la ‘plenitud del poder’[7]), proviene directamente de
Cristo. El ‘vicario de Cristo’ es el ‘príncipe de los apóstoles’; no es el ‘primero
entre los iguales[8]’ (como decía Eusebio), ni una
autoridad ‘honoraria’ (como decía Agustín). En los concilios realizados en
España, Italia del Norte y de África del Norte, León actúa como jefe absoluto e
interviene hasta en detalles mínimos. Incluso en Oriente se atreve a
interferir. En la controversia monofisita, desprecia la intervención del
patriarca de Alejandría y manda sus propios legados, transmite órdenes a los
padres conciliares reunidos en Calcedonia y declara nulas las decisiones que no
le agradan. Esa postura autoritaria impresiona mucho a los contemporáneos, que
conservan cuidadosamente su correspondencia, que pasa a constituir la base de la
teoría papal vigente hasta nuestros días.
- La
victoria definitiva del papado llega con Gregorio Magno, que crea en Lerins, en
la actual Francia, una escuela de ‘aristócratas episcopales’ para establecer la
organización eclesiástica en el sur de Galia. Intelectual de renombre, Gregorio
inicia los tiempos gloriosos de Roma. Su figura puede ser colocada a la altura
de otros exponentes da ‘aristocracia episcopal’, como Ambrosio, protagonista da
supremacía de la Iglesia sobre el Estado; o Agustín, al mismo tempo ‘padre de
la inquisición’ y genial teólogo; o Juan
Crisóstomo, orador de renombre, o también Cirilo de Alejandría, fundador de la
tradición teológica griega.
- El
camino queda abierto. Después de la exitosa alianza
con el emergente poder germánico en Occidente (Carlomagno, año 800), los papas
romanos elevan cada vez más el tono de su voz y, con ello, sus relaciones con los
patriarcas orientales (principalmente con el patriarca de Constantinopla) se hacen
cada vez más tensas. El cisma de 1054 viene a cerrar una evolución de siglos. Se
rompe la unidad del cuerpo cristiano y dos caminos se separan: el ortodoxo y el
católico.
6. Roma en el auge del poder
Ahí comienza la historia de la Iglesia Católica
Apostólica Romana propiamente dicha. Es una historia de siglos de éxito. Y ese éxito
proviene principalmente de la diplomacia, o sea, del ‘arte de la Corte’ que
Roma aprendió con Constantinopla. A lo largo de siglos, prácticamente todos los
gobiernos de Europa occidental aprenden en Roma o por Roma ese arte. La
diplomacia es un arte nada edificante, pero muy eficiente. Un arte que incluye
hipocresía, apariencia, habilidad en saber lidiar con el pueblo, impunidad,
sigilo, lenguaje codificado (inaccesible a los fieles), palabras piadosas (y
engañosas), crueldad encubierta de caridad, acumulación financiera (indulgencias,
amenaza del infierno, del miedo, etc.). La imponente ‘Historia criminal del
cristianismo’, en 10 volúmenes, que el historiador K. Deschner acaba de
concluir, describe con detalle ese arte eminentemente papal.
Es principalmente por medio del arte de
la diplomacia como a lo largo de la Edad Media el papado cosecha éxitos
fenomenales. Sin armas, Roma se enfrenta a los
mayores poderes de Occidente y sale victoriosa (Canossa 1077). Como resultado,
la Iglesia es afectada, al decir del historiador Toynbee, por la ‘embriaguez de
la victoria’. El papa pierde el contacto con la realidad del mundo y pasa a
vivir en un universo irreal, repleto de palabras sobrenaturales (que nadie entiende).
7. Roma al lado de los más fuertes
Con la llegada de la modernidad, el
papado pierde paulatinamente espacio público. En el siglo XIX, principalmente
durante el largo pontificado de Pío IX, la antigua estrategia de oponerse a los
‘poderes de este mundo’ ya no funciona. Ya no comporta más victorias, sólo registra derrotas. Entonces, el papa León XIII decide cambiar
de estrategia, e inicia una política de apoyo a los más fuertes, estrategia que
funcionará durante todo el siglo XX. Benedicto XV sale de la primera guerra
mundial al lado de los vencedores; Pío XI apoya Mussolini, Hitler y Franco,
mientras Pío XII practica la política del silencio ante los crímenes contra la
humanidad, perpetrados durante la segunda guerra mundial a costa de incontables
vidas humanas. Tras una breve interrupción con Juan XXIII, la política de apoyo
silencioso a los ganadores (y de palabras genéricas de consuelo a los
perdedores) continúa, hasta nuestros días.
8. El
papado, un problema
Por todo eso, se puede decir hoy que el
papado no es una solución: es un problema. Pues el papa no es sólo un líder
religioso, sino también un jefe de Estado. Cada vez aparece más claro cómo el
papado es una excrecencia del episcopado. Ese episcopado registra, a lo largo de
los siglos, páginas luminosas. Aquí, en América Latina hemos tenido, en los
últimos tiempos, además de obispos mártires, como Romero y Angelelli, una generación
de obispos excepcionales, entre los años 1960 y 1990. Es verdad que el Concilio
Vaticano II avanzó la idea de la colegialidad episcopal, con la intención de
fortalecer el poder de los obispos y limitar el poder del papa, pero no ha
producido avances considerables, por lo menos hasta hoy. Aun así, hay que
recordar que el catolicismo es mayor que el papa, y que la importancia de los
valores vehiculados por el catolicismo es mayor que su actual sistema de gobierno.
Todo se resume en la siguiente pregunta:
¿‘puede la Iglesia católica subsistir sin papa?’ Es como preguntar ‘puede
Francia subsistir sin rey, o Inglaterra sin reina, o Rusia sin zar, o Irán sin
ayatolá?’. La propia historia da la respuesta. Francia no desapareció con la
destitución del rey Luis XVI, e Irán ciertamente no se acabará con el fin del
reinado de los ayatolás. El surgimiento del protestantismo en el siglo XVI demostró
que el cristianismo puede subsistir sin papa. Se producirán ciertamente
resiliencias y nostalgias, tentativas de vuelta al pasado, pero las
instituciones no acostumbran a desaparecer con los cambios de gobierno. En general,
el movimiento de la historia en dirección a una mayor participación popular es
irreversible (según parece). Tarde o temprano, la Iglesia Católica tendrá que
afrontar la cuestión de la superación del papado por un sistema de gobierno
central más adecuada a los tiempos que vivimos.
[1] Meyendorff, The Primacy of Peter.
Essays on Ecclesiology the Early Church and, Crestwood (NY), St. Vladimir‘s
Seminary Press, 1992.
[2] Las romerías ‘ad limina apostolorum’.
[3] Vease: Revue d’ Histoire Écclésiastique,
Louvain, 1976, 109-111, con comentario del libro de Väänänen sobre el asunto.
[4] Stat crux dum volvitur mundus.
[5] Veja Wojtowytsch, M., Papsstum und Konzile von den Anfängen bis zu
Leo I (440-461). Studien zur Enstehung der Überordnung des Papstes über Konzile,
Stuttgart, A Hiersemann Verlag, 1981.
[6] Roma locuta, causa finita.
[7] Plenitudo potestatis.
[8] Primus inter pares. Esa es
la tesis clásica de Cipriano.
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