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Muerte y resurrección de la Teología

Raimon PANIKKAR


 

 

«La teología no está encadenada»

(II Tim. II, 9)

Amigos y enemigos de la teología [1]:

Es un honor tener la oportunidad de presentar críticamente algo que ha sido para mí un problema capital durante toda mi vida: Muerte y resurrección de la teología[2].

He dicho enemigos no como una ocurrencia, sino porque, a menudo, escuchándo a los enemigos es como más se aprende – también teología. Suerte tiene la teología de sus enemigos hoy en día – si no para resucitar, sí al menos para reanimarse. La contradicción, como ya decían los antiguos, no sólo espolea la inteligencia, sino que también hace madurar los espíritus.

Hace poco tiempo, unos cuantos teólogos decretaron la muerte de Dios. Éste, tras el veredicto, sigue vivo y espabilado. Dios vive, pero la teología ha muerto o, por lo menos, está moribunda. No tiene vida. No sólo estadísticamente (ya no se estudia); también está ausente de la sociedad. La teología ha sido expulsada de los grandes centros de educación, tanto en la enseñanza secundaria como en las universidades. La teología no interesa porque se ha vuelto irrelevante para la vida pública.: Ya no sirve para «ganarse la vida», expresándolo con doble ironía, porque la misma frase ha cambiado de sentido y ya no significa forjarse la propia vida para vivirla plenamente ahora y siempre, sino conseguir algún dinero para tener una existencia cómoda.

Esta gran civilización, la musulmana, tan mal entendida, tan caricaturizada y tan profunda, que se extendió durante siglos por el sesenta por ciento de la Península Ibérica y que fecundó el pensamiento cristiano desde el siglo X, está escandalizada, sin atreverse a decirlo así, al ver que el Occidente moderno ha conseguido crear una civilización, no digo una cultura, que puede permitirse el lujo de ser tolerante porque, tanto si Dios existe como si no, en el fondo da exactamente igual. Se ha convertido en una hipótesis superflua. Los ferrocarriles, la política, la economía, todo funciona igual, con Dios o sin Él. Podemos permitirnos el lujo de que una persona se confiese creyente y la otra no, porque es indiferente. La alternativa no es, evidentemente, que nos matemos porque no pensamos lo mismo, sino que dialoguemos – y dialogando cultivemos nuestro espíritu, que es como Cicero describía la filosofía: «cultura animi». Han pasado aquellos tiempos en que la gente del pueblo se apasionaba por los problemas fundamentales de la existencia: Dios, la Trinidad, el alma, la felicidad, el sentido del dolor ... Se acaloraban por aquellas cuestiones, las discutían y acudían a aquellos que las conocían un poco mejor para preguntarles y gozar de una mayor plenitud de vida intelectual, espiritual e incluso física. No es que en aquellos tiempos la gente fuera mejor o peor que en nuestros días pero es un hecho que, actualmente, los problemas teológicos, las cuestiones sobre el destino del ser y el sentido de la vida, las cuestiones metafísicas en una palabra, no nos preocupan demasiado porque no tenemos tiempo para pensar en ellas, y las respuestas teológicas corrientes nos resultan como prefabricadas y no nos convencen. Diciendo esto no idealizo aquellos tiempos en que los teólogos especulaban espléndidamente sobre la Trinidad y la Encarnación, por ejemplo, y se olvidaban de la justicia social del mismo Evangelio pero, tras veinte siglos, no parece que se haya «progresado» mucho. Hace años escribí una nota en donde decía que la denominada «teología de la liberación» implicaba también una liberación de la teología – precisamente para que pueda resucitar.

Hemos convertido a la filosofía y a la teología en unas especialidades sobre las que los expertos tal vez saben algo, pero de las que el pueblo en general puede permitirse el lujo de prescindir. Son irrelevantes. No me refiero a si las iglesias están vacías o no. O si la gente practica, entendiendo por práctica la asistencia a una serie de actos de culto. No hago ahora sociología, sino que únicamente señalo que los problemas fundamentales de la teología parecen intrascendentes para nuestro mundo. Es un hecho, una constatación. Ni tan siquiera, siendo un tanto irónico, se le ha organizado un funeral de primera, ni se le ha edificado un mausoleo en un cementerio. Se ha marginado a los teólogos y, a los pocos que quedan, se los tolera porque no inciden en la vida. Hay unos cuantos expertos que dicen conocer la teología, existen incluso institutos que dicen encontrarla interesante pero, para la mayoría de la gente, la teología ha muerto.

Con ello no quiero decir que debamos echar de menos tiempos pasados, ni que proponga una proliferación de facultades de teología. Acabo de decir que la teología no es una especialidad y que, por tanto, no puede ser encerrada en aulas elitistas. Por ello, el título de esta lección inaugural contiene una copulativa y no una disyuntiva: «muerte y resurrección». La resurrección sigue a la muerte. Si la vida no es una constante resurrección no es vida propiamente humana -como viene a decirnos san Pablo. Si «cada día muero» (I Cor XV, 31) es porque cada día resucito-.

 

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Quisiera desarrollar esta idea en tres puntos, muy sencillos:

I. La constatación de que la «teología», como suele entenderse, tiene una vida vegetativa y es irrelevante para la vida humana.

II. Aventurar una hipótesis sobre el Por qué?

III. Preguntarme sobre su posible resurrección.

 

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I) Tras seis milenios de historia humana, creo que se puede llegar a la conclusión de que el sistema político más eficaz y realista (la Realpolitik) es precisamente el Evangelio. Los demás sistemas han fracasado. Aun cuando hoy en día es sabido que la «Donatio Constantini» (mediante la cual el emperador Constantinus daba al Papa Silvestre I la «imperialis potestas» sobre todo el mundo, romano) fue una falsificación en toda regla del siglo VIII, la mentalidad del «Sacrum Imperium» sigue todavía vigente, y la teología se ha visto afectada por ello. El «ministerium» ha pasado a «magisterium». Ahora bien, este estilo de vida y, por tanto, de vida política, que podría resumirse en el «Sermón de la Montaña», está prácticamente por estrenar en la vida pública. En el Evangelio se dice y se repite que el más pequeño será el más grande y que los últimos serán los primeros. Justamente el Evangelio de hoy [3] dice: «Os envío como corderos entre lobos» (Lc X, 3). Yo me pregunto si hemos comprendido bien el sentido de esta frase ¿Qué significa?: ¿corderos con armas atómicas, pertrechados de ‘seguridades’ y ‘defensas’ y repletos de dólares? ¿Corderos que tienen miedo y se arman más que los leones? Los leones, por cierto, son fuertes y no van armados ¿Hemos olvidado tal vez la lección eucarística de dejarse comer para fructificar y así dar vida al mundo? Hay paradojas que, tras veinte siglos, empiezan a no parecerlo. Tal vez es la única Realpolitik para llevar paz al mundo y a las conciencias. Decía Bismarck que con el Sermón de la Montaña no se podía gobernar un imperio. Sin embargo, hoy sabemos que sin el Sermón de la Montaña todos los imperios se hunden, incluida la dictadura imperial que se nos está echando encima. Ante esta situación, la teología ni siquiera se atreve a abrir la boca. Más que afónica, se ha quedado muda.

En una palabra, la teología está muerta. También lo prueba el hecho de que no tiene ni voz ni voto en el fenómeno cultural más importante de los últimos siglos: la ciencia moderna. Como máximo se oyen las voces de una moral que parece querer frenar la pasión investigadora por motivos más o menos pragmáticos. Pero la teología es mucho más que moral – moral, por otra parte, que convence a muy pocos.

 

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II) Ahora bien, lo difícil es aventurar una hipótesis sobre por qué murió la teología. La historia a la que he hecho alusión tiene gran parte de responsabilidad. Se suele decir que el responsable fue el régimen de cristiandad que, en nuestro caso, podría caracterizarse por la confusión de la exousia evangélica con la potestas romana y el poder moderno. Pero como nos encontramos en un instituto de teología, quisiera aventurar una hipótesis más teológica, concomitante a las razones históricas.

Utilizaré una frase que, con toda seguridad, se ha estudiado en esta institución y que, en este lugar, bien puedo citar en latín: «Philosophia ancilla teologiae», «la filosofía, servidora de la teología». Aquí tenemos un ejemplo de cómo el cambio de contexto modifica el sentido de un texto. La frase se gestó en la época patrística como símbolo de la autonomía de las intuiciones de la fe ante las elucubraciones míticas y racionales. Los mitos y las filosofías del denominado «paganismo» eran usados por los Padres de la Iglesia para formular las verdades del cristianismo criticándolas, adoptándolas y transformándolas. Las monjas, en el Concilio romano del 721, son denominadas «Dei ancillae», «servidoras de Dios». Después, con Petrus Damiani en el siglo XI y para defender la exégesis simbólica tradicional de la escritura frente a la interpretación racionalista de la «artis humanae peritia», a esta pericia meramente racional se la denominó «ancilla». Finalmente cuando, después de Abelardus, se inició la autonomía de la dialéctica racional, se utilizó la fórmula en el sentido que se le dio desde la Edad Media hasta Kant con su famoso «Streit der Fakultäten».

Como ya he dicho muchas veces, para interpretar bien un texto hay que conocer su contexto. Ésta es la tarea del historiador. No se puede entender la teología cristiana sin conocer su contexto hebreo-greco-romano. Uno de los efectos colaterales de haber relegado al olvido el estudio de la historia y de las lenguas clásicas es que la teología que se suele enseñar parezca momificada o meras formulaciones caídas del cielo – hasta la aberración de confundir la revelación con su misma formulación. De ahí también lo que he denominado «el imperativo intercultural» para la paz del mundo y el estudio de la teología. Un texto cristiano, por ejemplo, en un contexto asiático suena muy diferente de lo que el texto quería decir.

Ahora bien, para entender un texto hace falta algo más. Y esto se ha dicho menos y se ha olvidado a menudo. Hay que entender también el pretexto del autor – tarea del filósofo, si es un auténtico amante de la sabiduría. Este «entender» es de otro orden que el mero conocimiento racional; hace falta un conocimiento personal que implica amor, entre otras cosas. El pretexto de los Padres de la Iglesia fue llevar el «mundo pagano» a comprender y aceptar el Evangelio hablando su misma lengua. El pretexto de la Edad Media fue la polémica, y el de la Edad Moderna, conservar el poder. Dicho de otra manera, el texto tiene muchas lecturas.

Mi interpretación se limita al uso que se ha hecho de la frase «Philosophia ancilla theologiae» desde la teología escolástica hasta nuestros días. La teología, en oposición a lo que se nos dice en el Evangelio, ha querido mandar y, al mandar, se ha desacreditado. Ha querido tener poder, ser la «regina» de las ciencias y dictaminar lo que éstas debían decir. Ha confundido autoridad con poder. Como la misma palabra indica, tiene autoridad quien hace crecer a los demás, quien hace crecer la confianza, el amor, la comprensión y la tolerancia. Como decían los antiguos: «Auctoritas ab augendo», «La autoridad viene de quien nos hace crecer». No es poder. La autoridad nos la da y nos la reconoce el otro. Yo tengo el poder, dado por mi dinero, armas o músculos, y por ello el otro me teme. La teología, una vez utilizada una cierta filosofía, ha querido mandar, ser reina, convertir a la filosofía en su servidora y, por esta causa, se ha anquilosado, por no decir que ha muerto. Ya lo decía Laotsé antes que el Evangelio: quien realmente tiene autoridad ocupa el último lugar y entonces le es reconocida. La teología ha querido convertir a la filosofía en una especie de servidora. Aún hoy, en las facultades de teología se introduce a la filosofía como materia para preparar la entrada a la teología. Una vez adoctrinados en esta filosofía, que no es auténtica filosofía porque no es libre, se nos quiere introducir en la teología. Al hacer de la filosofía su servidora, la teología ha caído en sus manos. De manera que sin Aristóteles, Platón, etc., no existe teología posible. La teología se ve obligada a expresarse por medio de las formas que nos presenta la filosofía. Decían también los antiguos: «Quidquid recipitur ad modum recipientis recipitur», «Todo lo que se recibe, se recibe según la forma del recipiente». Ello conecta con otra idea de Laotsé, que exalta el agua diciendo que es femenina y que toma la forma del recipiente que la contiene. No tiene forma propia, se adapta a la forma del continente y, cuando se la deja correr, se desliza hacia abajo.

La cosa no acaba aquí. Este dominio de la teología sobre la filosofía no sólo desvirtúa a la primera, sino que también hace degenerar a la segunda. Así por ejemplo, para defender el lenguaje de un Concilio que utiliza la palabra «persona» refiriéndose a la Trinidad, se elabora, más o menos gratuitamente, todo un concepto peculiar de persona – que ya para los griegos tenía otro sentido, y no digamos para toda Asia. Las lenguas no son neutrales.

La situación es mucho más grave de lo que parece porque en siglos posteriores, cuando el cristianismo entró en contacto con las religiones orientales se dijo, y se dice aún hoy en día, que el gran escándalo y la gran diferencia entre éstas y el cristianismo reside en la concepción de un Dios personal en este último y un Dios impersonal en las primeras. Estamos sufriendo un malentendido teológico que tiene consecuencias históricas de primera magnitud. Repito que la teología es de importancia vital para la vida de los pueblos.

Nos hemos convertido en esclavos de una teología que, queriendo mandar, se ha convertido en esclava de una filosofía que, a su vez, y queriendo servir a su señora, tampoco ha crecido. No hay teología posible sin una base filosófica, pero esta base es ya teológica. ¿Qué significan «persona», «Dios», «virtud, «sabiduría», «felicidad»? Hay que explicarlo con palabras que surjan de una experiencia humana integral, sea esta una experiencia de la razón, de la fe, del sentimiento o de cualquier otra fuente de conocimiento – lo que no elimina la función crítica de nuestras mismas facultades.

Ahora bien, si ya tengo una idea preconcebida del significado de «Dios», «verdad», «gracia», «sabiduría», ... es decir, una idea recibida de una cierta filosofía previa, entonces la teología se convierte en esclava de aquellos moldes mediante los que, necesariamente, debe expresarse.

Hoy en día la filosofía ha escapado a esta tutela. Camina en solitario y ha roto la simbiosis positiva con la teología. La teología se ha quedado entonces sin fundamento. Una teología sin filosofía es pura elucubración, cuando no superstición. Una filosofía sin teología es intranscendente, cuando no aburrida. Lo fundamental son los problemas vitales del hombre, el dolor, la vida, la muerte, la existencia de algo más de lo que se puede ver con los ojos... Todo ello, sin la teología, parece no funcionar. La separación entre filosofía y teología es mortífera para ambas. Hay que distinguirlas, pero no se pueden separar. Su relación no es dualista, sino a-dualista, advaita. Se podría discutir si el divorcio se produjo por los malos tratos que recibió la filosofía a manos de la teología o porque la primera se enamoró de las hijas de los hombres, como dice el Génesis (VI, 2), y se dejó deslumbrar por las nuevas ciencias emergentes. El hecho es que la sola razón como criterio último de verdad tuvo que divinizarse, y que las creencias hubieron de refugiarse en un Dios hecho a medida para ellas solas. Se separó al alma del cuerpo y murieron ambos. Paradójicamente, el alma es la filosofía y el cuerpo es la teología -su encarnación concreta-. Una filosofía exclusivamente racional debe coexistir con el concepto como núcleo intelectual de la cosa, en tanto que su alma. Una teología esencialmente encarnacional, como lo es al menos la cristiana, debe coexistir con la realidad existencial de la cosa, en tanto que su cuerpo -que la tradición denomina el cuerpo de Cristo, calificándolo aún como «místico»-. Se empieza a descubrir entonces que la encarnación no es un accidente dentro de la misma teología cristiana. Pese a todas las elucubraciones teológicas, san Juan no dice que Dios se hizo hombre, sino que el logos se hizo carne -aunque la palabra hebrea que corresponde a la palabra griega sarx, también tiene la connotación de «hombre»- y el vocablo hebreo que corresponde a «palabra» (logos, dabar) significa también cosa e incluso evento.

Quisiera aún hacer una aclaración. He dicho que la filosofía es el alma, y la teología, el cuerpo. Pero no un alma cartesiana ni un cuerpo individual. El alma es la vida de la realidad y, por ello, puede serlo todo. Ya lo decía Aristóteles y lo repetían los escolásticos: «Anima quodammodo omnia». El cuerpo es la realidad material. Y así se decía durante los quince primeros siglos cristianos al afirmar que el «cuerpo de Cristo» es la Iglesia. También lo avanzó Rāmānuja al afirmar que el cuerpo de Dios es el mundo real. Dejemos sin embargo las elucubraciones culturales para otro momento y volvamos a nuestro tema, que la vocación cristiana y, por lo tanto, también la de la teología, es la de servir.

Hay un hecho histórico, del que se podría extraer más de una consecuencia práctica hoy en día. Me refiero a lo que sucedió en una buena parte de Europa tras la restauración post-napoleónica. No se dudaba ni por un momento de que la teología formaba parte de la educación universitaria, de hecho la teología fue la co-fundadora de todas las universidades europeas. Tampoco se dudó ni por un momento de que la religión formaba el núcleo mismo de la vida humana, que en tanto que vida consciente necesitaba de la teología. Fue el poder, y no la autoridad, de la Iglesia oficial de la época quien quiso acaparar en exclusiva a la teología. Las universidades así lo aceptaron, y con ello se produjo el divorcio entre una teología eclesiástica y una filosofía universitaria; un divorcio entre filosofía y teología que no existe en Escandinavia, ni siquiera en Alemania, en donde la facultad de teología es aún la primera. Esta separación ha provocado la degeneración de ambas, de la filosofía y también de la teología. Si no vamos a buscar a las fuentes vitales qué es la vida y cuáles son las respuestas a las preguntas fundamentales del ser humano; si la teología y la filosofía no responden a esta inquietud humana, propia de todo hombre que viene a este mundo, entonces pierden su razón de ser.

Este divorcio entre alma y cuerpo ha causado la muerte de la teología -por no hablar ahora de la filosofía-. Una teología que no ha examinado sus fundamentos no se sostiene y, finalmente, éstos acaban tambaleándose. No hay más que ir a Oriente para comprobarlo. En Occidente somos tan provincianos que hemos quedado atrapados en nuestros propios moldes, creados más o menos artificialmente -sin que ello suponga una apología de Oriente, que también tiene sus propios problemas-.

En una palabra, la teología ha querido ser la reina, y no sólo ha sido destronada, sino que en su exilio ha perdido el contacto con la realidad y, cuando algunos quieren hacer que vuelva, se resiste, con razón, a reconocer una constitución que ella no ha firmado. También aquí vale la paradoja cristiana de que para «ser testigos de la verdad» hay que ser mártir, como la misma palabra indica. Hay que morir para resucitar. Y éste es ya nuestro tercer punto.

 

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III) En esta tercera parte de la exposición, elemental y puede que a veces caricaturesca para hacerla más incisiva, quisiera hablar de la resurrección de la teología.

Todo en la vida muere y nace de nuevo. Es muy significativo observar cómo la ley de la inercia, que ya formuló Platón, ha condicionado la forma del pensar occidental -pese a la «et hypoteses non fingo» del genial Newton-. Tal vez haga falta una inmersión en el mundo cultural buddhista para descubrir que la impermanencia de todo puede llevarnos a descubrir la resurrección de todas las cosas. El espíritu hace nuevas todas las cosas en cada momento y renueva la faz de la tierra, tal como consta en el libro de la Sabiduría, según dice la liturgia el día de Pentecostés. Si mi hipótesis es válida, es decir, que la filosofía y la teología han muerto a causa de su separación, lo que hace falta entonces es reconciliar este matrimonio sagrado: «Hieros gamos», como decían los griegos, entre filosofía y teología, para que ambas puedan resucitar -sin que pierdan por ello su ontonomia propia-.

San Buenaventura, este santo, amigo pese al hecho de haber vivido hace 700 años, no reconocía el divorcio entre la teología y la filosofía. No creo que Aristóteles deje de estar vivo ahora, o que Jesucristo sea únicamente un recuerdo histórico, salvando las distinciones fundamentales entre los dos ejemplos. Si no superamos la historia, ¿cómo podemos creer en la Eucaristía, que es más que una simple rememoración de un hecho histórico? Si solamente vivimos en el mito de Occidente (la historia), nuestra vida es bien triste. La vida va hacia la muerte y es un «valle de lágrimas». Si no superamos la historia llevaremos nuestros errores siempre a cuestas. Si la historia es la única realidad, una vez cometido un error ya no hay perdón posible; podrán no imputárnoslo o no tenerlo en cuenta, pero la remisión jurídica no es el perdón ontológico, sacramental, que constituye una «decreación», como he intentado explicar en otras ocasiones -aun cuando no sea éste ahora nuestro tema-. Tan sólo quiero apuntar aquí que hay que superar el mito de la historia -pero superarlo no significa negarlo, sino dejar de identificarlo con la realidad-. Recuerdo la anécdota de un misionero cristiano que, en los mismos jardines de Vrindānava, al norte de la India, en donde se sitúa la leyenda del Dios Krsna, contaba lo siguiente, a uno de sus seguidores: «Nuestro Cristo es real, es decir, histórico. Vivió hace 2000 años; tenemos documentos que lo prueban. En cambio, de vuestro Krsna no se conoce más que una leyenda, y no demasiado edificante». El buen hindú estaba encantado. Entendía que Jesús era, como Napoleón o san Francisco de Asís, una figura histórica muy importante, pero nada más. Para él, el Krsna de su fe era el real, el que valía. El hecho de que hubiera sido o no hijo de Devakī y hubiera hecho diabluras era intrascendente. Pero no quiero entrar ahora en comparaciones interculturales.

La resurrección de la teología sólo puede llegar si vuelven a unirse su cuerpo y su alma. Sólo entonces se podrá reencontrar su espíritu. Decía que san Buenaventura todavía no había reconocido este divorcio, pese a que Santo Tomás hubiera ya consentido en la separación de hecho -aunque no de derecho-. San Buenaventura hablaba de una única teología, en la que reconocía una triple distinción. Distinguía una teología simbólica, una teología propia y una teología mística. Pero las tres constituyen una única teología inseparable de la filosofía. En aquel tiempo era usual referirse a los dos grandes libros de la realidad: el libro de la naturaleza y el libro de la revelación. Había que leer ambos a la luz que «desciende del Padre de las luces» (Jacob. I, 17). Lo que ocurre es que ahora no sabemos leer, captar la profundidad, la belleza y la verdad del libro de la naturaleza, y ni tan sólo del «libro de la revelación» -que, sin el primero, tampoco se comprende-. Analizamos y hacemos la autopsia al libro de la naturaleza, convirtiéndolo en asunto de especialistas. Pero no sabemos verlo, vivirlo ni disfrutarlo. Algunos artistas tal vez si, pero la gente en general no sabe leer; es iletrada. He pasado largos ratos en la India escuchando discretamente las explicaciones de gente que no sabe leer ni escribir sobre el sentido de una figura colgada de las ramas de un árbol o esculpida en las grandes puertas de los templos. E interpretando y dando vida a aquellas representaciones artísticas descubrían en ellas sentidos insospechados mucho después de que yo, en mi interior, ya hubiera agotado mis recursos expresivos sobre las mismas. Algo parecido nos ha sucedido con el «libro de la revelación». Hemos hecho exégesis, análisis, autopsias, pero a menudo se nos escapa su sentido simbólico -y no digo únicamente metafórico-. Existe una diferencia esencial entre el conocimiento simbólico y el conceptual. Este último pretende objetividad. El primero transciende la dicotomía sujeto/objeto y pide participación. Por ello las sabidurías tradicionales (griega, índica, cristiana, etc.) requieren la iniciación para la incorporación vital de cualquier doctrina. Aquí, la dialéctica (en el sentido moderno) no sirve. No todo es cuestión de una mera interpretación racional. Como dicen los ingleses: «The devil can quote Scripture for his purpose» («El diablo puede citar también la Escritura para sus intereses»), tal como hace el demonio en las tentaciones de Jesús cuando cita la Escritura. Jesús le responde entonces que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios – no de toda escritura surgida de la mano del hombre, por inspirado que sea-. He dicho muchas veces que el cristianismo no es una religión del Libro, sino de la Palabra -que sólo está viva cuando se la habla, se la escucha y se la entiende-. Por ahí es por donde va la resurrección: la Palabra viva.

Hemos de saber leer el libro de la naturaleza y escuchar la Palabra que alimenta a todo hombre que viene a este mundo. Esta palabra no es una escritura. Recordemos que, hasta el siglo XV, sólo se hablaba de un Testamento, el Antiguo. El que ahora denominamos Nuevo era conocido antes como las Escrituras Cristianas. Para entenderlas nos hacen falta los dones del Espíritu Santo. Hay uno, sin embargo, que no está en la lista y sin el cual no se puede hacer buena teología: la ironía -humor, si así se quiere-. Tomando las cosas al pie de la letra se cae en el fundamentalismo.

Hay un texto que me ha preocupado durante años y al que tardé mucho tiempo en encontrar sentido. El texto se halla sólo en san Mateo. Hace referencia a un vocablo difícil de traducir, y que la Vulgata denomina «verbum otiosum» («palabra ociosa»). Las nuevas versiones suelen traducirlo así: «De toda palabra inútil que digan los hombres, darán cuenta el día del juicio; por aquello que habrás dicho, te salvarás, y por aquello que habrás dicho, te condenarás». El griego dice «por toda palabra argon»; es decir, toda palabra que no tenga energía, fuerza, que no cause aquello que dice, que no sea sacramento. De toda palabra inútil, vana, argon, de todas éstas se nos va a pedir cuentas. Esta es la palabra que complementa el pan, dice Jesús. Pan y Palabra resucitan a la teología.

Para recuperar el sentido de la teología (que no es un monopolio cristiano, pero debo ceñirme a la teología cristiana que aquí nos ocupa), me serviré de la citada frase de san Pablo. Dice textualmente que «la teología no está encadenada». El contexto de la frase es diferente: san Pablo se encuentra encadenado en la prisión y dice que «la palabra de Dios no está encadenada», es libre. Recordemos, sin embargo, que el mismo Santo Tomás de Aquino nos dice que cualquier interpretación de la Escritura es perfectamente legítima, mientras se respete su sentido literal. Lo que pasa es que, con la mejor intención del mundo, hemos querido encadenarla – para que no escape a nuestro control. La teología (palabra ya utilizada por Platon) es el logos sobre Dios (genitivo objetivo) y el logos de Dios (genitivo subjetivo). El genitivo objetivo, decir cosas sobre Dios pensando que el concepto toca al objeto (Dios), es una blasfemia, ya que hacemos de Dios un objeto de pensamiento. Gregorio de Nyssa decía que la peor de las idolatrías es convertir a Dios en concepto. Dios no es ni un objeto ni un concepto. Podemos tener un concepto de las cosas, pero Dios no es una cosa; no puede ser una más entre ellas. No existe un concepto posible de Dios. Lo que hay son doctrinas que se acercan a la realidad del misterio, de lo que nosotros denominamos Dios. Ahora bien, no podemos hablar sobre Dios de la misma manera en que hablamos de un dinosaurio. Necesitamos un discurso diferente, ya que Dios no es una cosa más entre las cosas. Caer en esta trampa es perderlo todo. Es perder toda la teología. Ya decía san Pablo que la fe surge del escuchar -y sólo se escucha la palabra de un hablante-. Este escuchar es una experiencia. La teología se funda en la experiencia de la fe, como ya decía la teología más tradicional.

Las cosas no acaban aquí. Nos lo aclara también el genitivo subjetivo: Palabra de Dios, y no tan sólo sobre Dios. Aquí radican la fuerza y debilidad de la teología cristiana. La teología cristiana dice, siguiendo el Prólogo de san Juan, que en Dios ‘hay’ un logos, que Dios es Palabra, que esta Palabra era y estaba en el principio, pero no es el Principio. La Palabra era Dios y estaba en Dios y es igual a Dios, pero no dice que fuera el Principio. En el Principio había la Palabra. Como dice san Irenaeus en una frase lapidaria: «Del Silencio del Padre surge la Palabra del Hijo». Esta palabra se puede escuchar en toda palabra que no sea ociosa, que surja del corazón, que sea sincera; en toda palabra que pueda decir un hombre de buena voluntad. ¿Y cuándo se dicen estas palabras? Estas palabras se dicen cuando el conocimiento y el amor no se han separado, lo que constituye, como ya he insinuado, el gran divorcio de la época actual; es decir, cuando no se cree que se puede conocer sin amar (que es cálculo) o amar sin conocer (que es sentimentalismo). Esta unión entre el Conocimiento (logos) y el Amor (pneuma, espíritu) nos abre al misterio de la Trinidad. La fe surge de saber escuchar esta palabra. Ya he dicho que el cristianismo no es la religión del Libro, sino que es la religión de la Palabra, la Palabra que era desde el Principio. Por ello el Espíritu Santo quien, como dice la Escritura, tiene conocimiento de toda palabra, tuvo el suficiente humor en procurar que no se conservase casi ninguna de las palabras dichas por Jesús. Todo es traducción. Jesús hablaba en dialecto, y sus palabras se tradujeron después al griego, muy distinto del hebreo y del arameo. Conocemos únicamente un par de frases originales. Una de ellas ya al final, cuando está en la cruz y lanza aquel grito extraordinario. La gente no le entendió porque hablaba en su dialecto. Para mí, estas palabras son una de las revelaciones centrales de su mensaje (Yaweh lo abandona, pero su Padre no); pero éste no es ahora mi tema. Mi tema es que la teología surge de escuchar la Palabra. Palabra no es escritura, y aún menos traducción. Santo Tomás de Aquino da tres razones de por qué la divina providencia hizo que Jesús no dejase nada por escrito. Primero, porque el mejor maestro es el que inscribe la palabra en el corazón de sus discípulos. Segundo, porque idolatraríamos la escritura pensando que no existe nada más sublime, puesto que es idéntica a su mensaje. Tercero, porque para comunicar vida debe existir un mensajero vivo que nos hable. La palabra debe ser escuchada, y toda palabra debe tener alguien que la transmita, como así lo encomendó a sus discípulos. No hay palabra si nadie la escucha. No hay palabra sin sonido, sin materia. En la palabra hay quien habla, quien escucha, la materia mediante la que se habla y aquello que se dice, su sentido. Saber escuchar la palabra es el arte de la verdadera teología; es decir, la intuición simbólica, el conocimiento (intelecto) y el conocimiento místico, como dice san Buenaventura. Sin mística no hay teología.

«El espíritu tiene el conocimiento (gnôsis) de toda palabra» (Sap. I, 7) [LXX]. Si perdemos este sentido místico, holístico, completo, de la teología y la convertimos en una ciencia especializada, se comprende entonces su muerte. Volver a este matrimonio entre conocimiento y amor (entre la mente y el corazón) es otro imperativo cultural de nuestro tiempo.

No nos hallamos en una época de cambio, sino en un cambio de época. Hace falta una transformación radical; si no, vamos hacia la catástrofe. No basta con cataplasmas o pequeñas reformas que tan sólo prolongan la agonía de un sistema intrínsecamente injusto. Si los cristianos, en cuanto comienzan a vislumbrarlo, no viven plenamente este misterio (que se revela en toda palabra auténtica), se convierten entonces también en responsables de la situación en que nos encontramos. Si vivimos en torres de marfil, anquilosados en nuestras pequeñas trifulcas, ¿cómo podemos atrevernos a hablar de un Dios que hace llover sobre justos e injustos y hace nacer el sol ante buenos y malos?, ¿de un Dios que parece que no discrimina, que no deja que se separe el trigo de la cizaña antes de tiempo? Para esto nos hace falta volver a la teología simbólica. Pero hay que abrirse al símbolo, hay que experimentarlo como símbolo; si no, no es símbolo. Toda palabra tiene una triple función: significa (contiene un concepto); pero tiene más de un sentido (contiene un símbolo) y, en tercer lugar, toda auténtica palabra es portadora de vida (contiene fuerza vital). Dicho más académicamente: toda palabra se puede traducir en un texto pero, además, está dentro de un contexto. Ahora bien, no podemos captar su fuerza si no captamos el pretexto existencial de quien la dice.

Texto, contexto y pretexto forman parte del conocimiento de cualquier palabra. En nuestra cultura escriturística, informática diría yo, tendemos a identificar la palabra con su texto, su concepto. Toda palabra, sin embargo, tiene más de un sentido, que se capta en el conocimiento simbólico -y que no es el conocimiento conceptual-. El conocimiento conceptual es conocimiento científico, tiende a la univocidad. El conocimiento simbólico, en cambio, es un conocimiento concreto, existencial y polisémico. Si el símbolo no me transmite nada, no constituye para mí ningún símbolo. El conocimiento simbólico debe contar con la participación del conocedor que nos descubra su valor no exclusivamente conceptual. Cuando el símbolo comienza a hablarnos, cuando comienza a estar vivo, se acerca entonces la resurrección de la teología. La fe cristiana se expresa en símbolos que se traducen en praxis: el símbolo de los apóstoles. Cuando el símbolo de los apóstoles se identifica a la doctrina cristiana, acecha el peligro de convertir la fe en una ideología. Y ello nos lleva aún a otra cuestión.

Toda palabra, y sigo hablando del genitivo subjetivo, revela un hablante. Por esto en la teología hay que escuchar la palabra. Ahora bien, para escuchar hay que conocer simultáneamente texto, contexto y pretexto. Al texto podré tal vez empezar a entenderlo leyéndolo, aplicando mi conocimiento conceptual. El contexto requiere el conocimiento simbólico; he de ver el texto en su lugar natural para que me hable y pueda entenderlo más plenamente. Par conocer el pretexto he de conocer al autor del texto, al hablante; me hace falta escucharlo y entenderlo; esto es, amarlo.

 

 

 


[1] Texto de la conferencia inaugural del curso 2002-2003 del Institut Superior de Ciències Religioses de Vic, publicado bajo el título Mort i resurrecció de la Teologia, Vic (Institut Superior de Ciències Religioses), 2002, 27 pp.

[2] El estilo hablado no es el estilo escrito. El autor ha procurado conservar la espontaneidad del primero, pero se ha permitido intercalar frases que clarifican su pensamiento porque le parece que el tema es suficientemente importante. Ha renunciado, sin embargo, a todas las citas que complicarían el texto. Por respeto a las diversas tradiciones, ha conservado la ortografía original de los nombres propios.

[3] Se hace así referencia al Evangelio que, según el calendario litúrgico, debía leerse el día 3 de octubre de 2002, fecha en que tuvo lugar esta conferencia de inauguración del curso en el Institut Superior de Ciències Religioses de Vic.

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