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LA DEMOCRACIA EN LA IGLESIA

Andrés Torres Queiruga


INDICE:
1. El problema
1.1 Enfoque global
1.2 La verdadera cuestión
2. Lo democrático en la Iglesia como fondo y posibilidad fundamental
2.1 Afinidad radical entre Iglesia y democracia
2.2 Los valores democráticos en la constitución de la Iglesia
2.3 La enseñanza y actitudes de Jesús
3. Los obstáculos para la admisión de la “democracia" en la Iglesia
3.1 El "positivismo de la tradición"
3.2 El verdadero sentido de la historia
3.3 El fundamentalismo bíblico y el sobrenaturalismo sacramental
3.4 Consecuencias: acaparamiento eclesial y demonización de la crítica
3.5 Si no "democracia", entonces "mucho más que democracia"
3.5.1 Lo democrático como “kairós”: como llamada de nuestro tiempo
3.5.2 "Cuerpo de Cristo" frente a "Pueblo de Dios"
3.5.3 La descalificación de la crítica
4. Caminos concretos de la posible democratización
4.1 El poder en la Iglesia: origen divino y administración histórica
4.2 La otra posibilidad
4.3 Ejercicio democrático de la autoridad
4.4 La elección de los obispos y la temporalidad del cargo
4.5 Los laicos en la Iglesia
4.6 Los pobres y la mujer en la Iglesia

 

1. El problema

1.1 Enfoque global

En 1970 el Bensberger Kreis —prestigioso grupo laico de católicos alemanes— afirmaba: "El punto neurálgico de la crisis del desarrollo de la Iglesia católica en el momento actual consiste en que en el ámbito eclesiástico no rigen los principios de la democracia moderna". La justeza y la urgencia del diagnóstico no han hecho, evidentemente, más que confirmarse desde entonces. Las consecuencias trágicas de los fundamentalismos religiosos, por un lado, la extensión irreversible de la conciencia democrática, por el otro, e incluso, finalmente, la caída de los regímenes autoritarios en el mundo comunista, muestran que se trata de una apuesta decisiva. La Iglesia católica, si no logra actualizar sus estructuras visibles, corre el peligro de aparecer, en su institucionalización visible, como un inmenso fósil histórico, que amenaza con aplastar con el peso de su caparazón externo la preciosa experiencia que quiere aportar a la humanidad.

La cuestión es de tal trascendencia, que vale la pena citar la explicación algo más detallada que ofrece el propio Círculo:

“Hoy en día, la reforma eclesial y la democratización de la Iglesia están relacionadas mutuamente. De un lado, la democratización de la Iglesia constituye una de las facetas más importantes de una amplia reforma de la Iglesia, tal como se requiere perentoriamente. Ahora bien, si no se hace caso a esta reforma, entonces la Iglesia renunciará a la posibilidad de hablar a los hombres de hoy y a estar presente en la sociedad. De otro lado, la democratización facilita una permanente reforma eclesial. Comparada con un sistema monárquico o autoritario, una institución democrática posee con toda seguridad una mayor flexibilidad, posee la posibilidad de innovación y una buena disposición a la reforma. Es cierto que en una Iglesia democratizada no entrarán las reformas automáticamente, sino que, hasta cierto punto, las reformas se verán incluso dificultadas, al no poder ser decretadas sencillamente desde arriba y tener que imponerse desde la base mediante un largo proceso.

Con todo, es claro que en una Iglesia democratizada la posibilidad de una dilatada reforma es mayor, ya que una institución democrática ofrece más posibilidades de que nuevos pensamientos, proposiciones, brotes carismáticos, concepciones y críticas proféticas arriben desde la base al proceso decisivo y logren cuajar. A eso hay que añadir que por el cambio en los puestos directivos se obtienen mayores oportunidades, en el sentido de que los nuevos líderes pueden aportar y hacer valer nuevas ideas. De ahí que hoy, la reforma eclesial y la democratización de la Iglesia hayan de ir de la mano” . [1]

Han pasado ya bastantes años; pero difícilmente cabe negar no sólo la validez histórica de esas densas afirmaciones, sino, sobre todo, la densidad teológica de sus implicaciones. Pues de esto se trata, en definitiva: de interés por la Iglesia, de preocupación y casi angustia por la eficacia y credibilidad de su misión. Algo que pide por sí mismo el humilde coraje de enfrentarse con la propia historia para examinarla a la luz de esa misión. Y que exige, por tanto, la disposición a corregir y actualizar, a buscar la fidelidad a lo profundo, aunque sea al duro precio de renunciar a hábitos queridos, emprendiendo acaso reformas que rompan intereses seculares o impongan recomponer estructuras que se han hecho casi connaturales.

No es fácil ni lo ha sido nunca. Pero, como, siguiendo una larga tradición patrística, ha reconocido el Vaticano II, la Iglesia —ecclesia peccatorum: “Iglesia de pecadores”— ha de estar siempre en trance de reforma, dispuesta a purificarse de sus fallos y deficiencias .[2] Disposición que pertenece a su más íntima conciencia histórica y que lleva grabada a fuego desde la misma fundación: Jesús de Nazaret configuró su anuncio en contraste estricto e insobornable con una institución religiosa demasiado embarrancada en el legalismo y endurecida por la administración autoritaria de lo sagrado.

Reflexionar sobre esto es la intención de las presentes reflexiones, que se mueven ante todo por un interés práctico: el de colaborar a la creación de un clima que haga posible una actualización eclesial, que, por un lado, propicie estructuras más transparentes al evangelio que las anima y constituye su única legitimación y que, por otro, promueva un tipo de gobierno que responda a la intención de servicio humilde, igualitario y fraternal que su Fundador le encomendó.

No se trata, pues, de un discusión teórica acerca del carácter estructurado de la Iglesia ni de la legitimidad de su servicio jerárquico. Interesa únicamente la configuración histórica de esa institución y el modo concreto de ejercer ese servicio. Algo a lo que debiéramos acercarnos con enorme libertad, pues todo esto pertenece por principio al orden de lo que pasa, a la figura transitoria que quedará borrada y absorbida en la igualdad sin fisuras de la comunión final (en el cielo no habrá jerarquías ni serán necesarias las estructuras). Mucho más tratándose de su ejercicio, que siempre ha estado profundamente marcado por su contexto social.

Esto no significa, claro está, que no entren en juego profundos factores de carácter teórico. Pero se sitúan en un nivel muy peculiar y específico. No el del discurso estrictamente jurídico ni el directa e inmediatamente dogmático. Sino en ese otro de los presupuestos a la hora de enfocar la situación de la Iglesia en la historia, así como a la de articular su misión en los desafíos de la cultura y, más en general, en el proceso de humanización. Se trata, pues, ante todo de una consideración dinámica y atenta a la vida, preocupada más por la significatividad efectiva de la misión que por las discusiones sistemáticas entre los especialistas del derecho, más por la vivencia real de la fe que por la estructuración teórica del dogma (que, por lo regular, aquí sólo es afectado de una manera muy indirecta)[3] .

De hecho, todo acercamiento a este problema debería estar marcado por una mezcla, acaso un tanto sorprendente, de libertad distendida en lo teórico y de fuerte conciencia de su importancia en lo práctico. Son muchos, en efecto, los que piensan que “el abismo que progresivamente va abriéndose entre el régimen interno jerárquico de la Iglesia y la sociedad circundante priva de toda credibilidad al testimonio de la Iglesia en favor de los derechos humanos y de la liberación evangélica”[4] . Es decir, una vez más, que lo que está en juego es nada menos que la misión.

Precisamente por esto, han de tenerse en cuenta dos cosas muy importantes.

La primera, que es preciso dar tiempo al tiempo. Lo ha dicho de manera admirable P. Valadier, a propósito de la asimilación del Vaticano II: “la verdadera reforma de una institución como la Iglesia no puede realizarse de manera fructífera y sin que se produzca una ruptura grave, si no es mediante una lenta germinación que haga descender las nuevas intuiciones a las profundidades de la sensibilidad común. Los más hermosos textos serán estériles o mal aplicados, mientras no lleguen a la inteligencia, al corazón y a la voluntad de todos. Quien crea que el Espíritu Santo era el inspirador de esta obra, comprenderá también que sólo con el tiempo, y a través de arduas conversiones e incluso retrocesos, llegarán todos y cada uno a ‘apropiarse’ ese don espiritual”[5] .

La segunda, que en el enjuiciamiento de estos grandes problemas, fuera de excepciones muy contadas, no debe tratarse nunca de procesos de intenciones, sino del análisis de procesos objetivos. Por lo tanto, de procesos condicionados por la situación cultural, la estructura social y la circunstancia eclesial de cada momento. Es decir, de procesos que implican de manera tan global a los protagonistas, que difícilmente pueden estos hacerlos conscientes y menos aún, escapar a su influjo. Olvidar esto, genera de ordinario un lenguaje acusador —y de rebote, en ocasiones, autojustificador— e induce actitudes agresivas, que no sólo lesionan la caridad sino que impiden la lucidez. Aquí sólo debería hablarse desde el amor y sintiéndose personalmente implicado. Lo cual no tiene por qué impedir la claridad, pero sí evitará heridas injustas o inútiles y, sobre todo, propiciará el auténtico diálogo.

1.2 La verdadera cuestión

No es fácil, repito. Hablar hoy de democracia en la Iglesia les parecerá a muchos intentar la cuadratura del círculo. Pero urge afrontarlo y contamos, a pesar de todo, con elementos suficientes. Aunque para eso sea indispensable situar la cuestión en su justo y verdadero nivel. Nivel, repitamos, no de la teoría abstracta, sino de la realización concreta; no de la estructura de fondo, sino del ejercicio efectivo; no de la institución divina, sino de la concreción histórica; no del origen último de la autoridad, sino del modo de su administración comunitaria.

Por eso convertir el problema en discusión meramente terminológica, sería desviarlo de raíz. ¿Es la Iglesia una "democracia" en el sentido estrictamente político del término? No es preciso situarse a ese nivel. Como no lo es preguntarse si constituye una "monarquía" en sentido igualmente riguroso. Cuando aquí se habla de democracia, hay que pensar en ella como una forma de vida, como un "espíritu" generado históricamente a base de valores de participación, corresponsabilidad, deliberación, tolerancia, libertad... Ahí, en esa concreción, es donde se juega lo que verdaderamente importa y —no nos engañemos— donde aparecen en todos nosotros los afectos y las resistencias.

Tampoco sería acertado el camino de llevar la discusión al terreno estrictamente dogmático. No está en discusión la legitimidad teológica de la función de gobierno en la Iglesia ni menos aun el carácter divino —originado en Dios y como algo a aceptar por nosotros— de su institución[6] .

Incluso cumple precaverse contra desplazamientos terminológicos demasiado fáciles, con la correspondiente confusión semántica. Justo porque lo religioso y lo político pertenecen a campos distintos, con misiones peculiares e intencionalidades específicas, no puede haber una correspondencia letra a letra en las afirmaciones; ni se pueden trasladar sin más de uno a otro principios o procedimientos institucionales: una comunidad de culto no se organiza como si fuese un mitin político, ni cabe administrar una diócesis del mismo modo que un gobierno civil.

Pero, al mismo tiempo, hay que evitar el polo contrario: distinguir no significa tampoco separar ni, menos, inmunizarse contra las llamadas o exigencias legítimas que pueden llegar del otro campo: igual que resulta injusto el intento político de encerrar a la Iglesia en la sacristía, cuando desde sí misma enuncia valores o exigencias que molestan, tampoco es honesta la pretensión eclesiástica de descalificar las llamadas o denuncias que le llegan desde los valores descubiertos por el avance de la conciencia política. Escudarse en palabras "sagradas" —las “divinas palabras” de Valle-Inclán— para defenderse de muy legítimas exigencias "humanas" es una tentación ante la que ninguna institución religiosa se puede considerar inmune[7] .

 

2. Lo democrático en la Iglesia como fondo y posibilidad fundamental

Cuando la cuestión se propone así, en la concreción histórica y en la realización comunitaria, aparece fácilmente que la forma, el estilo y el espíritu democrático pertenecen a la vocación más íntima de Iglesia. Interesa mostrarlo y fundamentarlo con algún detalle, aunque el discurso deba tomar por veces un cierto aire de rigor abstracto. Vale la pena, dada la trascendencia del tema, e intentaré hacerlo en pasos sucesivos.

2.1 Afinidad radical entre Iglesia y democracia

Yendo de entrada a las mismas raíces, cabe empezar por una afirmación a primera vista un tanto sorprendente: como hace ya años había notado K. Rahner, la Iglesia muestra respecto a la democracia una afinidad radical más fuerte que la de la sociedad civil. Porque, a esta última las personas pertenecen de modo necesario por el mero hecho de nacer; en cambio, "la Iglesia, comprendida como magnitud social, se funda únicamente en la libre fe de sus miembros"[8] . De modo que "mientras (...) todo lo democrático en la sociedad estatal aparece como un movimiento en contraposición a la pertenencia forzosa como dato previo, en la Iglesia la libre asociación no sólo es meta sino también presupuesto de la sociedad eclesial. El sentido y la meta últimos de toda democracia son, por lo tanto, ya un presupuesto de la Iglesia"[9] .

Claro que Rahner sabe muy bien que hay "mucho no-democrático" en ella, empezando por el mismo hecho de que los bautizados de niños sólo lentamente pueden llegar a una fe libre, sin la cual no se es miembro de la Iglesia en sentido pleno[10] . Pero eso no quita la radical democraticidad, que no puede ni debe ser anulada o cuestionada por ninguna instancia ulterior. Algo que se nos ha hecho más obvio, ahora que el proceso secularizador ha eliminado en gran medida la forzosidad de la pertenencia sociológica, propia de la cristiandad, para convertirla en pertenencia libre y personalizada. Incluso, como tantas veces se ha repetido desde la sociología de la religión, con una “situación de mercado” en la oferta, debida al pluralismo religioso (incluso en muchos aspectos dentro de la propia confesión).

Hay todavía otro dato decisivo: a la constitución de la Iglesia pertenecen simultánea y necesariamente lo institucional y lo carismático, es decir, junto al necesario gobierno ministerial está siempre la libre, no planificable y no manipulable iniciativa de sus miembros, conforme a sus capacidades y cualidades. De manera que los carismas no son una "concesión" de los jerarcas, sino un estricto derecho libre e inmediatamente concedido por el Espíritu. Hasta el punto de que "el ministerio (Amt) se entiende de antemano a sí mismo como servicio al libre carisma, como servicio de la discreción de espíritus, como servicio a la unidad y a la comunidad en el amor de los muchos carismas que el único e inmanipulable Espíritu de Dios regala a su Iglesia"[11] .

Estas consideraciones parecerán sin duda "idealistas" cuando se mira la situación y se tiene en cuenta el funcionamiento real de las iglesias. Pero conviene verlas en su verdad radical e irrenunciable, que puede ser ensombrecida pero nunca anulada por el posible abuso; y que, sobre todo, constituye norma y criterio tanto para valorar cualquier legitimidad como para juzgar toda desviación.

2.2 Los valores democráticos en la constitución de la Iglesia

En un nivel más vivo y concreto, aparece algo no menos fundamental. Por institución, constitución y finalidad, en la Iglesia tienen su patria natural las estructuras antropológicas básicas en las que se funda y apoya el espíritu democrático. Basta con recorrer el Nuevo Testamento, para ver con evidencia que la vida comunitaria que en él se anuncia y promueve está indisolublemente amasada con los valores de participación, solidaridad y no dominio, que constituyen el alma más auténtica de toda democracia[12] .

La libertad, ante todo. "Cristo nos ha liberado para que vivamos en libertad" (Gál 5,1), proclama Pablo. Y la Carta de Santiago hablará de la "ley de la libertad" (Sant 1,25; 2,12) como pauta radical de la conducta efectiva. Una libertad que se da no sólo frente a los "principados y potestades" más o menos sobrenaturales de los que repetidamente se habla, ni tan sólo frente a las imposiciones políticas o religiosas externas a la propia comunidad ("Juzgad por vosotros mismos delante de Dios si está bien obedeceros a vosotros antes que a Él": Hch 4,19), sino también dentro de ella misma. Pablo lo mostrará en un conflicto memorable: enfrentándose nada menos que a Pedro —a quien acababa de considerar uno de los "pilares" de la Iglesia naciente—, defenderá su libertad propia y la de los cristianos no judíos para no someterse a la ley judaica (libertad que ya antes había tenido que conquistar arriscadamente contra la expresa corriente "oficial": léase todo el episodio en Gál 2,1-16).

No es casual que Hegel haya proclamado que la libertad efectiva para todos, es decir, para todo individuo en cuanto persona, haya entrado en la historia con el cristianismo: es el tránsito famoso del uno oriental, a los algunos griegos y romanos, a toda persona como tal en el cristianismo[13] .

La igualdad, en segundo lugar. Basada en el cimiento indestructible de la filiación divina, la experiencia cristiana rompe —acaso por primera vez en la historia de la humanidad— con toda pretensión a cualquier desigualdad de principio. Hijos de un mismo Padre, todos los hombres y mujeres acceden a la dignidad indestructible de personas por el mero hecho de existir. Y todo lo demás —sexo, nación, estado u oficio— tiene que partir de ese principio fundante y nunca podrá, en elemental legitimidad cristiana, atentar contra él.

Expresamente, e incluso de un modo que aún hoy resultaría soprendentemente radical y escandaloso, lo dijo Jesús de Nazaret: "Pero vosotros no os hagáis llamar 'señor maestro', pues uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. Y a nadie llaméis 'padre' en la tierra, porque uno solo es vuestro padre, el Celestial" (Mt 23,8-9). Pablo no hará más que elevar de modo genial a síntesis más especulativa este principio, cuando saca la consecuencia universal: "Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, varón ni mujer, pues que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Gál 3,28). Y, repitamos, que la realidad eclesial pueda ponernos colorados a muchos cristianos cuando la confrontamos con estas palabras unívocamente expresas, no anula la verdad del principio: simplemente constituye una llamada a la reforma por encima de cualquier disculpa teórica o de cualquier intento de ocultamiento oficial.

Finalmente, la fraternidad. No ya tan sólo como igualdad de libres, sino como ejercicio activo de la esencia más íntima que nos hace humanos. No cabe ser cristiano sin actuar como hermano de los demás, en el respeto, en el amor y en la solidaridad. La palabra "hermano" pasa incluso a convertirse en designación de los cristianos; por lo demás, en correlación íntima con su definición última: la de quien puede llamar a Dios, abbá (esto es, literalmente, papá). Por lo demás, sería ocioso insistir en que esta fraternidad equivale a la única y suprema norma, que lo resume todo para con Dios y para con los hombres: el amor real y verdadero, el amor igualitario y "democrático", justo porque debe dirigirse preferentemente a los pequeños, a los pobres, a los marginados.

Que estos valores significan de verdad espíritu democrático lo confirma una importante constatación terminológica: "Para designar los 'servicios' ejercidos por individuos en la comunidad, así como las tareas y trabajos efectuados en la misión y en la vida comunitaria, eligieron constantemente una palabra que 'nunca va asociada a una dignidad o posición especial'[14] : diakonía [servicio]. La elección de esta palabra indica que las primeras comunidades quisieron significar con ella una actitud (resultante de la libertad, igualdad y fraternidad de los cristianos) de disponibilidad para la organización de la comunidad, y no un 'cargo' hecho de prerrogativas y competencias que fuese el origen de la obligación al servicio"[15] . José María Castillo observa con acierto: “Sin duda alguna, las comunidades, en las que se elaboraron los evangelios, vieron con toda claridad que uno de los peligros mayores, para la Iglesia, es la tentación de los ministros de la comunidad para situarse por encima de la misma comunidad y dominarla de una manera más o menos despótica”[16] .

2.3 La enseñanza y actitudes de Jesús

Realmente, más concreción no sería necesaria, para asegurar la verdad y la seriedad "democrática" de los valores que, según los propios escritos fundacionales, deben articular el funcionamiento comunitario de la Iglesia. Y, con todo, existe todavía una mayor concreción: la que llega de las palabras del mismo Fundador. Palabras tan claras y contundentes, que sólo pueden resultar oscurecidas por la fuerza de una larguísima rutina histórica y, sobre todo, por la terrible capacidad de revestimiento ideológico inherente a toda forma de poder.

(Capacidad tanto más eficaz cuanto que no depende sin más de la buena o mala voluntad de sus detentadores, sino que —como ya queda dicho— obedece la leyes objetivas, a las que muy difícilmente puede escapar nadie. Por eso resulta tan indispensable un control asimismo objetivo, sólo posible en el diálogo comunitario, libre, crítico y abierto. Convertirlo en cuestión subjetiva —sea para criticar, sea para defenderse de la crítica— equivale a deformarlo substancialmente, anulando su eficacia).

Ya queda aludida la prohibición expresa por de llamar "maestro" o "padre" a nadie. Y cumple leer todo ese capítulo 23 de Mateo, para ver —aun teniendo en cuenta que los textos están endurecidos redaccionalmente por la posterior polémica antirrabínica— la dura y profundísima carga de crítica que Jesús de Nazaret ejerció frente a todo endurecimiento de la institución religiosa: tan dura que, en definitiva, le costó la vida (y que hoy costaría seguramente a cualquiera la excomunión fulminante).

Pero hay todavía otro pasaje más expreso o, cuando menos, más estricta y directamente relacionado con nuestra cuestión. Porque en él Jesús pone en contacto directo su mensaje con los valores que condicionan cualquier tipo de gobierno, justo para mostrar la contraposición entre lo que él propugna para su comunidad y lo que entonces —¿sólo entonces?— era corriente en la sociedad política. He aquí el texto: "Ya sabéis que los jefes de los pueblos tiranizan; y que los poderosos avasallan. Pero entre vosotros no puede ser así, ni mucho menos. Quien quiera ser importante, que sirva a los otros, y quien quiera ser el primero, que sea el más servicial. Que también el Hijo del Hombre no ha venido a que le sirvan, sino a servir, y entregar su vida en rescate por todos" (Mc 10,42-45; cf. Mt 20,25-28; Lc 22,25-27).

La comunidad cristiana primitiva, que sin lugar a dudas recibió esta recomendación de boca de Jesús —aunque no podemos estar seguros de que fuese con estas mismas palabras[17] —, las meditó largamente y las enriqueció poniéndolas en contextos diversos. Marcos y Mateo —que probablemente representan la escena original— las sitúan como respuesta a la petición de poder político por parte de la madre de los Zebedeos. Lucas las traslada a la Última Cena, seguramente por deferencia con Juan y Santiago, que en esa narración quedaban tan malparados; pero también —y esto nos interesa más— para "responder a dificultades de la Iglesia primitiva"[18] en cuestiones eclesiales de presidencia y servicio en la Eucaristía.

Lo cual concuerda con la versión del Cuarto Evangelio, que sitúa también en la Cena la misma lección de Jesús —¡en un lugar tan importante, que de algún modo suple la narración de la institución de la Eucaristía!—, cuando, después de lavarles los pies, dice a los discípulos: "¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis 'Maestro' y 'Señor', y decís bien, porque lo soy. Luego si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado así un ejemplo, para que, como yo he hecho con vosotros, así hagáis también vosotros" (Jn 13,12-15).

De manera que el principio resulta total y sin excepción: en cualquier ámbito de la conducta el único comportamiento legítimo, sobre todo para los que tienen mando u oficio, es siempre el de la igualdad desde abajo, el del servicio humilde, el de la comunión profunda en la tarea común. De hecho, así lo ha comprendido el Vaticano II , que habla de “autoridad y potestad sagrada” a propósito del gobierno episcopal, pero especificando expresamente a continuación: “teniendo en cuenta que el que es mayor ha de hacerse como el menor, y el que ocupa el primer puesto, como el servidor (cf. Lc 22,26-27)”[19] .

 

3. Los obstáculos para la admisión de la “democracia" en la Iglesia

En verdad, cuando se piensa en todo esto, lo que resulta verdaderamente asombroso es cómo un mandato tan severo y tan expreso, pronunciado con palabras tan auténticas y con un significado tan unívoco e inconfundible, puede acabar siendo "interpretado", acomodado e incluso tergiversado (tergi-versar significa a la letra: "darle la vuelta" a algo) en la práctica eclesiástica. Piénsese simplemente en la praxis que han generado las palabras evangélicas sobre el divorcio —¡incomparablemente menos contundentes que éstas!— y se comprenderá bien la diferencia.

3.1 El "positivismo de la tradición"

Más concorde con nuestro propósito resulta todavía la simple constatación de un hecho real. Los evangelios ponen en la boca de Jesús palabras referentes al primado de Pedro (Mt 16,17-19; Lc 22,31-32; Jn 21,15-18) o al "poder de atar y desatar" (Mt 18,18; Jn 20,23). Todo el mundo sabe de lo difícil que resulta una lectura exegéticamente crítica de estas palabras, y de los consiguientes ríos de tinta que se han escrito y se siguen escribiendo tanto acerca de su autenticidad como acerca de su interpretación[20] .

Pues bien, mírese la práctica institucional, y se verá que la situación se invierte completamente. Sobre estas palabras, no tan seguras en su autenticidad y, de cierto, inmensamente más discutibles en su significado, se ha edificado toda una estricta praxis sacramental y todo un enérgico modo de poder y de gobierno. En cambio, aquellas otras, que marcan con claridad inconfundible el estilo que el propio Jesús, con todo el peso de su autoridad, quiere para el modo de ese mismo gobierno, quedan prácticamente anuladas en su traducción institucional.

Ya se comprende que no llevaría a ninguna parte insistir de manera personalizante o culpabilizadora en esta comparación, que, por lo demás, nos juzga a todos (¿quién de nosotros no peca siete veces al día en la pequeña parcela de poder que le corresponde en el entramado social?). Interesan su sentido objetivo y la importante lección que de ella se desprende.

Ante todo se impone una precaución: la de ponernos en guardia contra el encubrimiento inconsciente que el proceso histórico opera sobre las palabras del Evangelio. Lo que en su momento fue claro y transparente puede convertirse incluso en lo contrario por el simple paso del tiempo, apoyado en la inercia y en el peso de las instituciones que se han ido configurando al atravesar las distintas épocas de nada menos que dos mil años de pervivencia.

Es lo que, siguiendo a Peter Berger, E. Schillebeeckx llama el "positivismo de la tradición"[21] y que tiene una fuerza enorme: en el sentido de que todo aquello que llega como herencia del pasado y que en su tiempo tuvo justificación como respuesta concreta a las necesidades que lo habían suscitado, tiende a absolutizarse, convirtiéndose en norma para todos los tiempos, llegando muchas veces a ir contra su sentido original. El P. Congar habló hace ya tiempo de esos tradicionalistas tan "auténticos" que no van más allá del s. XIX o del XVII. Algo que, por lo demás, cualquiera puede comprobar en su mecanismo aberrante cuando observa sus formas más caricaturescas, como pueden ser un Mons. Lefèvre o un Clemente del Palmar de Troya.

Lo malo es que aquello que resulta fácil detectar en la caricatura, no lo resulta tanto en las formas más serias y establecidas. Porque entonces el peso objetivo de conceptos largamente trabajados y asumidos por la tradición, así como en muchos casos la sinceridad subjetiva de los defensores, le confieren peso y verosimilitud. Pero, por eso mismo, se impone alertar la lucidez y abrirse humildemente al coraje de la autocrítica, para no dejarse llevar por la rutina de la costumbre o el encanto de las palabras.

3.2 El verdadero sentido de la historia

En concreto, hay que insistir en el peligro, ya aludido, de perversión del sentido genuino mediante el recurso a las palabras abstractas. La manifestación más fuerte en este sentido es la de afirmar que la Iglesia no puede ser una "democracia", puesto que pertenece al orden del "misterio", siendo como es de "institución divina". Aun corriendo el riesgo de la repetición excesiva, conviene alguna aclaración.

Evidentemente, aquí se trata, en efecto, de dos planos distintos. La democracia civil se mueve en el plano político y remite a un modo de gobierno que se dan a sí mismos los ciudadanos mediante procedimientos concretos —que pueden ser muy diversos—, con el fin de organizar y fomentar la convivencia social, el avance cultural y el progreso económico. La Iglesia nace ya dentro de la sociedad civil, en el orden religioso, que se percibe a sí mismo como iniciativa divina y como oferta libre en orden a la realización integral —a la salvación— de la humanidad. No existe, pues, una correspondencia estricta o biunívoca, que permita trasladar sin más los conceptos de una a otra.

Pero tampoco se trata de eso (si bien surge ahí un problema apasionante, que no podemos tratar ahora, pero que remite a una más justa concepción de lo "sobre-natural" y del significado de la "revelación": muchas afirmaciones al respecto están aún demasiado cargadas de un dualismo exagerado y de una concepción positivista de la revelación)[22] . Aceptado el carácter específico de la Iglesia, lo que importa es examinar cómo puede lograrse su mejor realización histórica.

Porque el "misterio" no se realiza en el aire, sino en la concreta carne de los humanos, hombres y mujeres. Y el único modo de respetarlo y preservarlo en su especificidad consiste justamente en encarnarlo en modos comunitarios que mantengan de la manera más clara posible la apertura hacia la trascendencia y reflejen de algún modo un estilo "divino" en las relaciones interpersonales.

De modo que, por fuerza, entran en juego dos factores fundamentales: el perenne de la orientación de fondo y el histórico de la realización concreta. El primer factor está claramente expresado en los textos fundacionales del NT, sobre todo en las palabras y actitudes de Jesús. Queda pendiente el segundo, que consiste en buscar en la historia aquellos modos que respondan mejor a esa orientación y la reflejen fielmente en la circunstancia de cada época.

Y esto, evidentemente, no está dado de antemano. De hecho, la Iglesia fué aprendiendo siempre de los contextos por los que ha ido atravesando a lo largo de su marcha en el tiempo. Las instituciones judías influyeron de modo decisivo en un primer momento; fueron luego la estructuras administrativas del mundo helenístico y del imperio romano; en la Edad Media se hizo sentir fuertemente el influjo del régimen feudal; con la entrada del mundo moderno influye el espíritu de la monarquía absoluta, reforzado después por la reacción contra la revolución Francesa. En contraposición, empieza también en esta época a hacerse notar la presión del espíritu democrático, que en el Vaticano II recibió un fuerte impulso legitimador y marca vivamente la conciencia de muchos cristianos actuales.

Basta un recorrido muy ligero por la historia de la eclesiología[23] , para comprender que estos influjos no se han quedado en la piel de la Iglesia como ligeras modificaciones externas y accidentales, sino que han marcado profundamente la concepción misma del derecho y de su praxis efectiva. La cuestión decisiva resulta entonces: ¿cuál de estas maneras ofrece hoy mejores posibilidades para preservar y realizar el genuino impulso fundacional?

Una mirada al funcionamiento real de la Iglesia no puede ocultar que está prevalentemente modelado sobre modelos predemocráticos: la misma nomenclatura judeo-helenística —presbýteros, epíscopos, summus pontifex— designa una estructura de gobierno en la que se transparentan con toda claridad el ordo romanus, la estructura feudal y el centralismo de la monarquía absoluta. Negarle a este hecho una comprensión histórica, no sería realista. Pero absolutizarlo, resistiéndose a todo avance, no sería evangélico. Y resulta curioso que el mismo principio que permite comprender de algún modo la legitimidad de la situación anterior, impulsa claramente a buscar la renovación actual de corte democrático: también nuestro tiempo tiene derecho, por lo menos en principio y no menos que los tiempos anteriores, a aquellos modos de encarnación institucional que acojan sus avances y reflejen sus mejores impulsos.

Cabría incluso una consideración lateral que refuerza esta conclusión. En efecto, no deja de ser admirable que en tiempos como aquellos, de ambiente mucho más autoritario que el actual, la fuerza del fermento evangélico actuaba en un sentido de igualdad, comunión y participación antiautoritarias que iban muy por delante de los estilos vigentes en la sociedad civil[24] . Resultaría lógico que hoy, cuando la sociedad civil va en este aspecto por delante de la eclesiástica, aquel fermento evangélico fuese reconocido con más decisión y vigor; si no para adelantarse, al menos para ponerse al día.

Sólo quedaría entonces examinar si de hecho esos avances e impulsos son compatibles con el espíritu evangélico, y más adecuados para encarnarlo en nuestro tiempo.

3.3 El fundamentalismo bíblico y el sobrenaturalismo sacramental

La persistencia del fundamentalismo bíblico es seguramente el obstráculo más decisivo frente al cambio. La lectura literalista de la Escritura ha llevado de manera creciente a introducir una separación radical entre el régimen eclesiástico y el civil, como si el segundo se rigiese por las leyes inmanentes de la historia, mientras que el primero cayese vertical desde arriba, como directo mandato divino, sin posible intervención de la base humana.

También aquí es preciso ser comprensivos con la historia. Hasta la introducción de la crítica bíblica era casi inevitable esa lectura (lo único menos disculpable es que se haya tardado tanto en asumirla). Uno se asombra al leer los textos eclesiológicos que estudiábamos todavía ayer: según ellos Jesús había fundado de manera directa y con palabras expresas una iglesia, como sociedad perfecta, sobre la que dio autoridad directa y total a los apóstoles, que de todos modos debían someterse a Pedro, constituyendo así una jerarquía de derecho divino, que debe reproducirse a sí misma por sucesión vertical y por tanto sin participación de la comunidad[25] .

Sobre esa base era posible razonar —aunque de nuevo, no sin tensión con muchos datos históricos— que en la jerarquía no cabe elección por parte del pueblo, puesto que ya viene elegida “desde arriba”, por el mismo Cristo a través de la sucesión apostólica.

Siguiendo la misma lógica, es consecuente que los miembros de la jerarquía sólo a Dios deban dar cuentas de su gestión, sin que la comunidad tenga derecho alguno al control y a la crítica efectiva. Piénsese que todavía hoy en el Derecho canónico, fuera de la elección del Papa, ninguna consulta es deliberativa; sólo cabe el voto consultivo, a reserva de que el papa, los obispos e incluso los párrocos, con total autonomía, decidan en cada caso seguir o no lo votado[26] .

A reforzar todo esto viene la concepción sobrenaturalista de la ordenación, en la que el sacramento se ve como una acción sobre-natural en el sentido más estricto. Es decir, como un influjo vertical y extramundano, una especie de milagro invisible que, como tal, es causado por Dios sin más mediación que la del signo sacramental. La persona queda así literalmente marcada por el carácter sacramental, que la “segrega” de la comunidad, obrando no con esta, sino sobre ella[27] .

Sobre esto opera todavía un fenómeno bien estudiado por Edward Schillebeeckx: el influjo siempre latente de la concepción neoplatónica a partir sobre todo del Pseudo-Dionisio, con su concepto, vertical y descendente, de la hierarchía (palabra que, por cierto, no existe en el NT). Vale la pena citar sus palabras:

Los diversos servicios ministeriales históricamente desarrollados en la Iglesia se jerarquizaron según tal modelo en ‘dignidades’ que van descendiendo peldaño a peldaño. El escalón superior poseía en modo excelente lo que el escalón inferior poseía más pobremente y con limitada potencia. Las competencias ministeriales de todos los servicios ‘inferiores’ podían hallarse en absoluta plenitud en el peldaño supremo, que, desde muy antiguamente (la segunda mitad del siglo II, digamos entre el año 150 y el 200) era históricamente el episcopado en el sentido actual de esta palabra”[28] .

Comprendo que la descripción resulta abstracta y que precisaría desarrollos más complejos y sutiles, que afectan a la teología de los sacramentos (por cierto todavía tocada, en general, de un fuerte tinte sobre-naturalista). Pero para comprender lo que intento decir, tal vez lo mejor sea mirar a las consecuencias. Y estas son dos principalmente.

La primera, en plena coherencia con la doctrina del carácter indeleble, lleva a dar por supuesto que el carácter igualmente vitalicio de los cargos jerárquicos. Las consecuencias están a la vista: en un mundo de cambios acelerados, donde los puestos de responsabilidad se renuevan continuamente, la Iglesia aparece como una institución gerontocrática por principio, haciendo inevitable el conservadurismo y la resistencia a la innovación.

La segunda consecuencia es la parálisis de la participación, pues en esa concepción la comunidad es necesariamente sujeto pasivo sobre el que se ejerce la acción de las personas sacramentalmente equipadas para ello. Pueden asombrarnos ciertas manifestaciones magisteriales al respecto como aquella de Pío X, cuando afirmaba que el pueblo “no tiene otro derecho que el de dejarse conducir y seguir dócilmente a sus pastores”[29] . Pero no cabe negarles su coherencia de fondo.

3.4 Consecuencias: acaparamiento eclesial y demonización de la crítica

Las consecuencias que de ahí resultan son graves, pues de ellas depende en gran medida la figura pública de la Iglesia, con una innegable connotación de institución no adaptada al tiempo y con claros rasgos autoritarios. Aparte de las ya señaladas, dos aspectos sobre todo merecen ser destacados.

El primero es una especie de acaparamiento eclesial por el que la jerarquía tiende a concentrar en sí todo el ser y el actuar de la iglesia, absorbiendo las diferentes funciones y carismas. Se nota, por ejemplo, de una manera muy expresa en su relación con la teología: en lugar de verla como lo que debe ser, una búsqueda inquieta y creativa cuya función es justamente abrir caminos nuevos, tiende a reducirla a mera confirmadora y legitimadora de sus decisiones[30] . Lo mismo sucede con la teología del mandato, que interpreta toda la vitalidad eclesial de los laicos y las iniciativas de las diversas comunidades como simple delegación y no como actividad directamente suscitada por el Espíritu, que ella debe coordinar y servir[31] .

De ese modo, aunque sea de manera inconsciente, se produce una identificación tácita entre la iglesia (jerárquica) y el Reino; con lo cual, de manera inconsciente, se sacraliza el statu quo, debilitando la fuerza crítica y utópica de la esperanza cristiana e inclinando instintivamente a ver toda innovación como peligro o infidelidad.

Algo que aparece claramente en la demonización de la crítica, tal vez el handicap más grave en la marcha actual de la Iglesia. Porque esa actitud de fondo impide ver lo elemental: que la crítica auténtica significa justamente la mayor fidelidad y el mejor servicio al Evangelio[32] . La prueba está en que muchas veces se paga con la marginación y con el sufrimiento íntimo de ver que el trabajo intenso y el sacrificio desinteresado por una Iglesia mejor y más creíble son interpretados como hostilidad eclesial o desafección evangélica. E. Schillebeeckx cuenta lo siguiente: “cuando Rahner me comunicó que estaba procesado, sin saber por qué, me quedé aterrado. Recuerdo que le dije a Rahner: ‘¡Vaya tratamiento que nos dan a los que trabajamos día y noche por la Iglesia!’”[33] . Son seguramente muchos las cristianas y cristianos que, desde ángulos distintos, podrían decir algo parecido.

Pero no es lo peor el sufrimiento subjetivo así provocado. Mucho más grave es el daño objetivo infligido a la Iglesia y a la causa del Evangelio. La experiencia muestra hasta la saciedad —y la transición española está ahí para probarlo bien claramente— que la crítica que se rechaza dentro de la Iglesia, como intento de purificación y mejora, emigra fuera de ella para regresar como ataque y descalificación contra la fe. La distinción que desde dentro es posible entre la experiencia de la fe y los modos de su traducción institucional, no puede hacerse casi nunca desde fuera. Con lo cual se paga las más de las veces el precio terrible de que, confundido con la política eclesiástica, resulta atacado el mismo Evangelio (una responsabilidad que, en mi parecer, la historia, sin siquiera esperar mucho, juzgará duramente como una equivocación de consecuencias irreparables).

Y debo de añadir todavía otro aspecto. El destierro de la crítica fuera de las murallas de la Iglesia tiene a su vez dos graves consecuencias colaterales.

La primera, que divide la capacidad misional de la Iglesia, de suerte que las energías —siempre insuficientes— que sería preciso emplear unidas para evangelizar el mundo, se malgastan en buena parte en pugnas y tensiones intraeclesiales. Es como si la magnitud de la tarea de intentar “traer fuego al mundo” (cf. Lc 12, 49) asustase tanto a los encargados de organizarla, que se refugian en combatir como supuestos enemigos a aquellos mismos que desde su puesto específico —y en principio con no menor celo que ellos— están empeñados en esa misma tarea: ¡cuántos cristianos y cristianas se han visto, y se ven, considerados como enemigos de la fe precisamente a causa de su preocupación por hacerla actual, viva y creíble!

La segunda consecuencia es que por ese motivo se priva a la Iglesia de voces que, por lo general, son las que mejor y más eficazmente conectan con la sensibilidad actual. De suerte que no sólo se refuerza una cierta sensación —todavía no superada— de ghetto, caracterizado por una actitud defensiva frente al “mundo”, sino que se pierden posibilidades indispensables para una actualización de los valores evangélicos y de su anuncio en la cultura de nuestros días.

3.5 Si no "democracia", entonces "mucho más que democracia"

Salir de esa situación es una necesidad urgente. Y, desde luego, nada esencial se opone a una realización democrática de la Iglesia. Más todavía, todo está exigiendo que, entendida en su sentido hondo, la democracia no sólo no puede quedar excluía de ella, sino que debería realizarse con una radicalidad no igualable por la sociedad política.

3.5.1 Lo democrático como “kairós”: como llamada de nuestro tiempo

La verdad es que, puesta así la cuestión, difícilmente cabe rechazar esta evidencia evangélica. Lo que no significan que vaya a ser fácil ni unívoca y que no exija un cuidadoso discernimiento. No se trata de canonizar la democracia ni de ignorar sus límites; menos aun, de descuidar la distinción de planos en que ha de moverse el discurso.

Existe incluso una dificultad añadida, bien analizada por E. Schillebeeckx en una obra reciente: el retraso con que la Iglesia ha ido afrontado los diversos desafíos de la modernidad, ha hecho que cuando ella empieza a reconocer los valores de la democracia burguesa, éstos están siendo puestos en cuestión por la crítica socio-política, y dentro de la misma Iglesia por las teologías políticas y de la liberación[34] .

Todo esto ha de ser tenido en cuenta (por eso el título del epígrafe prefiere hablar de “lo democrático”, más que directamente de “democracia”). Pero aun así, es preciso reconocer que, si queremos preservar la vida del Evangelio en la historia —en nuestra historia—, se impone asimilar los valores positivos que el movimiento democrático ha ido descubriendo en bien de la humanidad. Son para nosotros un auténtico kairós, un tiempo de realizar en concreto la salvación en la historia, con todo lo que ello comporta de crisis pero también de llamada y oportunidad que no se debe perder.

Ante todo, por la obvia afinidad, antes analizada, entre los valores democráticos y las actitudes de libertad, igualdad, fraternidad y servicio propugnadas por Jesús. Se da además una circunstancia muy significativa y de alcance universal: el descubrimiento de tales valores no representa un simple novum respecto del Evangelio, como si se produjese con total independencia del mismo.

Más bien todo indica que esos valores son como un reflorecimiento de la simiente evangélica, en el sentido de que sólo gracias al impulso original de la experiencia cristiana pudieron aparecer en nuestra cultura: sin cristianismo es muy probable que la verdadera democracia universal no apareciese en Occidente. (Y conviene recordar alguna vez de modo muy expreso que la “democracia” griega, tan idealizada en algunas épocas históricas y que a su modo no carecía de cierta grandeza, se apoyaba en definitiva sobre la inmensa iniquidad de la esclavitud. Era el hecho antidemocrático por excelencia de una minoría de unos 20.000 ciudadanas elitariamente sentada sobre las espaldas de unos 110.000 esclavos, "como animales" privados de todo derecho). Hasta el punto de que hay serio fundamento para interpretar la historia de la emergencia de la democracia como la lucha de esos principios, que, una vez sembrados por el Evangelio en la conciencia humana, han estado pugnando por romper las resistencias de los distintos poderes que intentaban ahogarlos. Poderes sociales, económicos y políticos. Y también religiosos.

Esto último hace caer en la cuenta de dos implicaciones importantes:

1) Que el origen religioso no significa posesión o acaparamiento por parte de las Iglesias, pues Cristo propugnó esos valores en favor del hombre y de la mujer como tales, no en cuanto seres religiosos (recuérdese toda la parábola del juicio final: pobres, hambrientos, presos...).

2) Que cuando desde el progreso de la sociedad civil (acompañada también por muchas instancias de la religiosa) llega a la Iglesia la llamada hacia esos valores, no se trata de una exigencia ajena, sino, al contrario, de una llamada para que vuelva a su ser más íntimo y auténtico. En términos religiosos, eso se traduce literalmente como llamada a la "conversión". Y por eso algunos teólogos hablan en este caso de profecía externa: "externa", por venir de instancias no eclesiales; "profecía", porque en definitiva no llama hacia fuera sino hacia la propia raíz, convocando a la fidelidad frente al Señor.

Concretando, pues. En estricto purismo terminológico puede haber quien encuentre motivos para resistirse a aplicar a la Iglesia la palabra "democracia" (los mismos que deberá tener para llamarle "monarquía"). Pero esa resistencia terminológica no puede usarse como muralla de contención para taponar la llamada de los valores reales. Porque resulta claro que éstos, más allá de cualquier tipo de discusión teórica, representan la dirección efectiva que Cristo buscaba para su comunidad.

Intentemos, si no, imaginar una organización social montada sobre la búsqueda de la igualdad radical entre sus miembros, como "hijos" de un mismo "Padre"; de suerte que el amor sea la norma suprema y el único límite de la libertad (cf. 1 Cor 8,1-13); donde el servicio y nunca el provecho constituya la norma de todo cargo; donde el considerado mayor tenga que considerarse "servidor" de los más pequeños y buscar siempre el último lugar... Una comunidad que lograse esto, sería sin lugar a dudas el paraíso de cualquier espíritu verdaderamente democrático. Y, desde luego, iría directamente a la contra de todo tipo de gobierno o administración autoritarios.

Una vez más: la forma concreta habrá que ir construyéndola, pero la dirección resulta clara e inequívoca.

Si, pues, se dice "la Iglesia no es una democracia", la negación sólo tendrá un sentido evangélicamente honesto cuando busca perfeccionar las formas concretas de gobierno democrático en dirección a ese ideal, nunca intentando recortarlo. Es decir, sólo resulta lícito afirmar que la Iglesia no es una democracia, cuando con eso se quiere significar que es mucho más que una democracia[35] . En el sentido de que cualquier realización concreta siempre estará llamada la buscar un talante aun más "democrático", es decir, más libre, igualitario, participativo y antiautoritario. La Iglesia tiene el mandato estricto de su Señor de avanzar siempre por este camino y de dejarse juzgar por esta norma suprema.

3.5.2 "Cuerpo de Cristo" frente a "Pueblo de Dios"

Se entiende ahora la trampa mortal que para el espíritu evangélico se puede esconder en ciertas estrategias verbales, que han tenido eco en algunas instancias teológicas e incluso en importantes esferas oficiales. En concreto, es bien conocido el intento de silenciar o por lo menos de poner sordina a la denominación "pueblo de Dios" para referirse a la Iglesia. En su lugar, se intenta remitir en exclusiva al "misterio" o al "sacramento" y se insiste en el símbolo de "cuerpo de Cristo".

Evidentemente, un símbolo no es una fórmula matemática ni siquiera una descripción literal; más que la exactitud, lo suyo es la sugerencia, la remisión a lo propiamente inefable, la llamada a la imaginación creadora. Por eso cada símbolo tiene sus límites como tiene sus ventajas. Hay aspectos, como pueden ser la solidaridad íntima o la iniciativa divina, que acaso sean mejor sugeridos por el símbolo del “cuerpo”. Pero hay otros, como la responsabilidad, la libertad o igualdad, que se intuyen más claramente en el símbolo del “pueblo”[36] . Jugar uno contra el otro, puede ser útil para completar, pero nunca para excluir[37] . E intentar rebajar la fuerza clarificadora de la expresión "pueblo de Dios", justo cuando se trata precisamente de poner la Iglesia al día en la urgente y decisiva tarea de actualizar sus formas de gobierno, puede resultar grave.

Grave, porque, como queda visto, resuena ahí una irrecusable llamada del mismo Jesús, quien —adviértase— habló siempre de “reino o reinado” de Dios, que evidentemente evoca de manera muy directa el símbolo del pueblo. Y grave, porque ese punto ha sido reconocido de modo muy expreso y fundamental por el Concilio, el cual, a pesar de las conocidas transacciones a las que debió someter su texto, ha operado aquí una verdadera "revolución copernicana".

Revolución muy consciente, porque corregía un rumbo que llevaba afirmándose en la Iglesia católica desde la Contrarreforma (frente a la insistencia de las Iglesias evangélicas en la comunidad) y había culminado en el Vaticano I. Lo que había creado un clima como el del Syllabus (1864) o dado lugar a afirmaciones como aquella de Pío X: “En la Jerarquía sola residen el derecho y la autoridad necesarias para promover y dirigir a todos los miembros al fin de la sociedad. En cuanto al pueblo, no tiene otro derecho que el de dejarse conducir y seguir dócilmente a sus pastores”[38] . (Por algo bastante antes, con su profunda y libre ironía, había podido escribir J. A. Möhler que esa eclesiología podía ser caracterizada así: “Dios creó la jerarquía y desde entonces hasta el fin del mundo la Iglesia está provista sobradamente”) [39]

El Vaticano II en su Constitución sobre la Iglesia —Lumen Gentium— era, pues, muy consciente cuando le dio la vuelta al modelo preconciliar, asentando el "misterio de la Iglesia" (cap. I) en su carácter primero y radical de "pueblo de Dios" (cap. II), y sólo después, dentro ya de esa base común, estudia su "constitución jerárquica" (cap. III)[40] . Vale la pena citar unas reflexiones de Y. Congar, escritas todavía en el inmediato calor de la celebración conciliar: “La expresión ‘pueblo de Dios’ encierra tal densidad, tal savia, que es imposible emplearla para designar esa realidad que es la Iglesia, sin que el pensamiento se vea envuelto en determinadas perspectivas. En cuanto al lugar asignado a este capítulo, es conocido el alcance doctrinal, con frecuencia decisivo, del orden puesto en las cuestiones y del lugar concedido a cada una de ellas. (...) Se ha seguido (...) la secuencia de Misterio de la Iglesia, Pueblo de Dios, Jerarquía. Así se colocaba como valor primero la cualidad de discípulo, la dignidad inherente a la existencia cristiana como tal o la realidad de una ontología de la gracia, y luego, en el interior de esa realidad, una estructura jerárquica de organización social”[41] .

Pretender ahora aguar este proceso, paralizando su potencial renovador en nombre de remisiones al misterio o acudiendo a la "soberanía" abstracta de Cristo, para precaverse ante reformas urgentemente exigidas por la historia y que remiten con toda evidencia a las concretísimas palabras de Jesús, el Cristo, supone una grave tergiversación objetiva tanto del espíritu conciliar como del evangélico.

Con todo, insisto de nuevo en el carácter "objetivo" del proceso, porque sería injusto, y ciertamente esterilizante, entrar en procesos de intenciones personales. Podría, además, impedir la comprensión de las consecuencias que tiene en la dinámica eclesial. Porque al quedar oscurecido el verdadero sentido de la cuestión, se producen efectos perversos que la enredan aun más, impidiendo todo avance efectivo[42] .

3.5.3 La descalificación de la crítica

El primero de esos efectos es el que podríamos llamar “demonización de la crítica”.

Como no se aclara suficientemente el hecho de que lo que está en cuestión no son los principios dogmáticos ni la constitución divina de la Iglesia, la crítica resulta casi fatalmente interpretada como infidelidad al Evangelio y ataque a la Iglesia. No se deja siquiera espacio a admitir la posibilidad de que, cuando es legítima, la crítica busca justamente la fidelidad en una mejor realización de aquellos principios, y de que muestra su amor en el intento de actualizar y mejorar el funcionamiento institucional. De hecho, la historia enseña que “la crítica en la Iglesia ha sido tanto más viva cuanto más viva estaba la Iglesia en las almas y en los pueblos” [43]

E. Schillebeeckx pone el dedo en la herida cuando analiza cómo, al negarse a reconocer esa intención, el conflicto acaba remitido por principio "al orden de la pecaminosidad". Concretamente, queda siempre caracterizado como "desobediencia por parte de los súbditos" frente a los superiores: "En esta concepción la historia fáctica de los conflictos se ve a priori como fruto del pecado; y en tal forma que, dentro de esta lógica, todo conflicto se quita de en medio en beneficio de la posición más fuerte, que es la de la jerarquía, y se declara por parte de este lado poderoso, pecado de las bases". Con lo cual, por un lado, se crean “tanto sentimientos de impotencia y absoluta insignificancia, como sentimientos de desengaño, protesta e incluso en ocasiones de desafección” y, por otro, "sitúa a la jerarquía en una zona de inmunidad, libre de turbulencias”[44] .

Palabras evidentemente muy serias, por parte de un teólogo tan responsable. Pero que responden, por lo menos en gran medida, a la realidad. Y que tienen todavía otro importante efecto negativo, acaso más grave: la crítica emigra fuera de la Iglesia para regresar como ataque a la fe.

En la España de la transición ha podido, y puede, comprobarse con especial claridad: el silenciamiento o descalificación de la crítica interna, cargada a menudo de interés pastoral y evangélico, hace que sólo resulte posible la crítica externa, la que no se puede impedir, es decir, aquella que llega, a la fuerza, de las instancias extraeclesiales. Con lo cual se paga las más de las veces el precio terrible de que, confundido con la política eclesiástica, resulta atacado el mismo Evangelio (una responsabilidad que tengo la impresión de que la historia, sin siquiera esperar mucho, juzgará duramente como una equivocación de consecuencias irreparables).

Y resulta significativo que ese silenciamiento de la crítica interna por parte de la jerarquía va en no pocas ocasiones acompañado por la contundencia de la crítica que ella misma ejerce sobre el poder civil. Que muchas veces tenga toda la razón —por ej., cuando pide mayor democracia y participación en los partidos o cuando recomienda la temporalidad de los cargos públicos— marca aun más el desfase: se exige para los de fuera lo que no se está dispuesto a practicar en la propia casa. (Tema, por lo demás, que ya resulta tópico, a propósito nada menos que de ciertos derechos humanos, y que está causando un terrible daño a la credibilidad de la Iglesia).

Soy consciente de lo duras que pueden estar resultando estas palabras mías, y comprendo que muchos no sabrán ver en ellas más que desamor, agresividad o amargura. Sólo me cabe afirmar en conciencia que nacen de mi responsabilidad de teólogo y de mi interés por la presencia verdaderamente salvadora del Evangelio entre los hombres y mujeres de nuestro mundo.

Y debo de añadir todavía otro aspecto. El destierro de la crítica fuera de las murallas de la Iglesia, priva a ésta de voces que, por lo general, son las que mejor y más eficazmente conectan con la sensibilidad actual. De suerte que no sólo se refuerza una cierta sensación —todavía no superada— de ghetto, caracterizado por una actitud defensiva frente al “mundo”, sino que se pierden posibilidades indispensables para una actualización de los valores evangélicos y de su anuncio.

 

4. Caminos concretos de la posible democratización

Hasta aquí la reflexión se ha ocupado preferentemente del "espíritu" y de las "cuestiones de principio". Se impone ahora aludir a algunas de las posibilidades concretas que llaman con insistencia a la puerta de la reforma eclesial. Intentaré ser breve, aunque, por su importancia inmediata, será conveniente tocar todavía un difícil y compelo problema de principio: el de la autoridad en la Iglesia.

4.1 El poder en la Iglesia: origen divino y administración histórica

Una simplificación por mor de la claridad: "en la democracia la autoridad viene del pueblo, mientras que en la Iglesia viene de Dios". Esta es, en cierto modo, una afirmación estándar, que muchas veces pretende frenar de entrada toda discusión. Y, sin embargo, no resulta evidente en ninguno de los dos extremos. Sin negar a la frase —en un determinado nivel reflexivo— un posible sentido correcto, cabe también afirmar con verdad lo contrario, siempre que se evite cualquier sentido exclusivista: también en la democracia el poder viene de Dios, y también en la Iglesia viene del pueblo.

Resulta bien conocido el pasaje clásico de la Carta a los Romanos que ha dado lugar a la mayor parte de las discusiones sobre este punto capital: "Sométase todo individuo a las autoridades constituidas; no existe autoridad sin que lo disponga Dios y, por tanto, las actuales han sido establecidas por él. En consecuencia el insumiso a la autoridad se opone a la disposición de Dios y los que se oponen se ganarán su sentencia" (Rm 13,1-2)[45] .

Del tono del pasaje se desprende que la situación eclesial no había tropezado todavía con el abuso del poder por parte del imperio (el Apocalipsis cambiará radicalmente el tono). Pero es obvio que San Pablo no desconocía ese peligro y la consiguiente legitimidad de la crítica y de la resistencia. En cualquier caso, lo que afirma resultaba claro desde la soberanía de Dios en el Antiguo Testamento, que “proclama como principio fundamental que dentro de Israel no puede haber un rey que no haya sido llamado o elegido por Yahvé”[46] . Algo que después se enlazará además con la fe en la creación, tal como lo elaborará sobre todo la gran escolástica española y como aparece todavía en el Vaticano II: "es evidente (...) que la comunidad política y la autoridad pública se fundan en la naturaleza humana y por lo mismo pertenecen al orden previsto por Dios"[47] .

En realidad, esta última idea se ha convertido en bien común de gran parte de la tradición, aunque desde el principio hayan existido oscilaciones acerca del sujeto concreto de la autoridad, sobre todo acerca de si debía aplicarse primariamente en la vertiente civil: príncipes y emperador, o en la eclesiástica: obispos y papa[48] . Lo importante es que esa oscilación encierra una lección decisiva para nuestro problema, porque muestra muy a las claras la relatividad histórica en la concreción de ese principio, que puede revestir formas contrapuestas sin por eso resultar negado. Se ve bien observando lo sucedido con el origen divino del poder respecto de los reyes.

En efecto, la afirmación paulina, que en su contexto inicial incluía con toda claridad la afirmación de tal origen, llegó a alcanzar en algunas épocas una versión totalmente sacral, con la proclamación de un poder absoluto basado en el derecho divino. Jacobo I de Inglaterra ofrece un ejemplo casi paradigmático por su tematización explícita y sin rodeos. Para él los reyes son “imágenes vivas de Dios sobre la tierra”; el rey es como un padre en relación con sus hijos o como la cabeza con respecto al cuerpo; sin él el pueblo es una “multitud acéfala”. De tal modo que “el estado de la monarquía es la cosa suprema sobre la faz de la tierra, porque los reyes no son sólo lugartenientes de Dios sobre la tierra y se sientan sobre el trono de Dios, sino que aun el propio Dios les llama dioses”[49] . En plena consecuencia, no teme sacar la conclusión, ordenando a Cámara Estrellada: “Que no es lícito que se discuta lo que concierne al misterio de potestad regia, porque ello es vadear en la debilidad de los príncipes y quitar la reverencia mística que corresponde a quienes se sientan en el trono de Dios”[50] .

Y no se crea que estas ideas carecían de defensores dentro de la Iglesia. Nada menos que todo un Bossuet llega a afirmar que “el trono regio no es el trono de un hombre, sino el del mismo Dios”[51] ; y por ello consideraba "blasfemia" todo intento de limitar desde el pueblo el poder que el monarca absoluto había recibido de Dios, ante quien únicamente debía rendir cuentas.

Con todo, respecto de la sociedad civil se comprendió desde bastante pronto que aceptar que el "origen divino" del poder no imponía el modo concreto ni de su transmisión ni de su ejercicio. Apoyándose en santo Tomás, lo explicitaron Belarmino y Suárez frente a Jacobo I; y a partir de entonces acabó por hacerse bien común[52] . Hoy la legitimidad de la democracia está unánimemente aceptada y reconocida incluso por la Iglesia —al menos a partir de Pío XII— como un importante progreso: "merece alabanza la conducta de aquellas naciones en las que la mayor parte de los ciudadanos participa con verdadera libertad en la vida pública"[53] . Por eso la cita que líneas arriba hacía de la Gaudium et Spes continúa: "aun cuando la determinación del régimen político y la designación de los gobernantes se dejen a la libre designación de los ciudadanos".

Pues bien, el problema está en que dentro de la Iglesia todavía no se ha dado un paso paralelo (que —recuérdese— no tiene por qué ser idéntico; pero no por defecto, sino porque debería ser "mucho más").

Y, sin embargo, las citas anteriores acerca del poder divino de los reyes, que podrían multiplicarse a voluntad, muestran que el fondo de la cuestión era muy afín. Lo que se decía de ellos suena casi idéntico a lo que se decía —y a veces sigue diciéndose— de los papas.

Lo grave fue que mientras en el ámbito político la interpretación se fué transformando y poco a poco fueron comprendidas las ventajas de la nueva realización histórica, en el eclesiástico la resistencia no sólo se mantuvo, sino que se endureció a la contra. Operó ante todo la constringencia del poder: nada menos que todo un Belarmino y todo un Vitoria estuvieron a punto de entrar en el índice por no defender el poder temporal del papa[54] . Es la misma constringencia que instintivamente propició el pacto con el absolutismo después de la Revolución Francesa, y de algún modo se nota aún en el establecimiento —¡en 1925!— de la fiesta de Cristo Rey[55] .

Pero había también motivos teóricos. El influjo siempre latente de la concepción neoplatónica a partir sobre todo del Pseudo-Dionisio seguía revistiendo de un “aspecto de metafísica sagrada”[56] al concepto, vertical y descendente, de la hierarchía —la palabra no existe en el NT—, que tiende a sacralizarse como única interpretación posible. De ese modo impidió desarrollar otras virtualidades, obviamente mucho más evangélicas.

Para verlo intuitivamente, tal vez nada mejor que una cita de san Buenaventura: el papa es “único, primero y supremo padre espiritual de todos los padres; mejor, de todos los fieles; él es el jerarca supremo, el esposo único, el jefe indiviso, el pontífice soberano, el vicario de Cristo, fuente, origen y regla de todos los principados eclesiásticos, del cual brota, como de su única fuente y cima, el poder según el orden hasta los más pequeños miembros de la Iglesia, según que lo exija su dignidad dentro de la jerarquía eclesiástica” [57] .

Por su misma limpieza e inocencia el texto patentiza muy bien la marca temporal de esta concepción, que nadie podría subscribir hoy, no sólo por sensibilidad cultural sino también por elemental conciencia teológica. Pero esta mentalidad ha moldeado muy profundamente los hábitos eclesiásticos y, en consecuencia, los teológicos: “En la vida cotidiana de la Iglesia, la concepción de la jerarquía como superioridad fomenta un mecanismo de atracción de las competencias hacia los superiores, mediante una progresiva expropiación de los inferiores. La presunción está siempre en favor del nivel superior de autoridad, al que se atribuye mayor eficacia, información, prestigio e iluminación. La realidad organizativa y sociológica de la centralización se reviste de razones muy sofisticadas, que se pueden condensar en la convicción de que toda autoridad deriva del papa, el cual la ha recibido de Dios”[58] .

Lo grave es que dentro de esa mentalidad —reforzada por la lectura literalista de los pasajes evangélicos relativos al primado y de los más tardíos referidos al gobierno pastoral— acabó generándose un tipo de relación que constituye “el modelo, doctrinalmente inferior a las monarquías absolutas europeas de los s. XVII y XVIII, sobre el que una parte considerable de la teología católica elabora las formulaciones doctrinales que iban a desembocar en el Concilio Vaticano I (1869-1870)"[59] . Todo ello, unido al proceso histórico de la Iglesia en la modernidad, sobre todo al clima de restauración que siguió a la Revolución Francesa, explica según G. Alberigo, a quien pertenecen las palabras anteriores, que el resultado haya sido una exaltación del poder papal y, bajo él, del jerárquico, que alcanza "el grado máximo de alejamiento" de la comunidad: "es una autoridad sobre la Iglesia más que en la Iglesia"[60] .

4.2 La otra posibilidad

Y, sin embargo, lo antes dicho acerca de la "revolución copernicana" en el Vaticano II muestra que la evolución pudo y puede ser distinta y que, de alguna manera, lo está siendo ya de hecho. El concilio afirma que la presencia, la palabra y la autoridad de Dios residen primordialmente en la comunidad total de la Iglesia. Entonces no se ve por qué, sin quitar nada al carácter de "institución divina" de la jerarquía, no puedan tener también validez para ella las palabras citadas del Concilio acerca de la autoridad política. Basta con transcribir parafraseando: "la determinación del régimen de gobierno eclesiástico y la designación de los pastores puede dejarse a la libre elección de los miembros de la Iglesia".

Algo que aparece todavía más claro recurriendo a la doctrina de la encíclica Pacem in terris. Tiene la ventaja de que, aunque se está refiriendo a la autoridad política, usa términos generales, hasta el punto de que el lector difícilmente puede substraerse a la impresión de que podrían también aplicarse al ámbito de la Iglesia:

“Una sociedad bien ordenada y fecunda requiere gobernantes, investidos de legítima autoridad, que defiendan las instituciones y consagren, en la medida suficiente, su actividad y sus desvelos al provecho común del país. Toda la autoridad que los gobernantes poseen proviene de Dios, según enseña san Pablo: Porque no hay autoridad que no venga de Dios”. “Los gobernantes, por tanto, sólo pueden obligar en conciencia al ciudadano cuando su autoridad está unida a la de Dios y constituye una participación de la misma. Sentado este principio, se salva la dignidad del ciudadano, ya que su obediencia a las autoridades públicas no es, en modo alguno, sometimiento de hombre a hombre, sino, en realidad, un acto de culto a Dios, creador solícito de todo”[61] .

El paralelismo es en verdad sorprendente. Pero impresiona más todavía como, dentro de esa misma lógica, la encíclica saca la consecuencia de lo que aquí estoy llamando la otra posibilidad:

“Ahora bien, del hecho de que la autoridad proviene de Dios no debe en modo alguno deducirse que los hombres no tengan derecho a elegir los gobernantes de la nación, establecer la forma de gobierno y determinar los procedimientos y los límites en el ejercicio de la autoridad. De aquí que la doctrina que acabamos de exponer pueda conciliarse con cualquier clase de régimen auténticamente democrático”[62]

Se comprende que están en juego cuestiones muy delicadas. Pero no cabe duda de que una consideración objetivada por la mirada hacia lo otro, libre del interés inmediato que siempre carga de emotividad lo propio, propicia el ejercicio de la lucidez. La lógica ahí aplicada para la sociedad civil, precisamente por esa carga en el tono religioso de la misma, hace patente su posible validez para la comunidad eclesial. Desde luego, en un diálogo abierto, donde se haya aceptado el valor del razonamiento para la primera, no es fácil comprender cómo podría negarse para la segunda.

Lograr precisión jurídica en cada punto sería muy difícil, y está seguramente fuera de mi competencia. Por eso insisto en que se trata ante todo de un talante, de un modo global de vivir y percibir el ejercicio del poder, mejor, del servicio en la Iglesia. En definitiva, más que de principios se trata de vivencias envolventes, de experiencias en el modo de situarse ante el problema de las relaciones entre pueblo y autoridad en la sociedad y en la Iglesia. Por eso es casi seguro que los resultados, más que de la discusión teórica, acabarán dependiendo de la evolución práctica, y que el tiempo será aquí el gran mediador.

Junto a esto, está otro dato de importancia trascendental: la nueva lectura de la Biblia. En concreto, el cambio radical que se ha producido en la interpretación de todo aquello que se dice de derecho divino.

En una lectura literalista, todavía resultaba posible pensar en un mandato expreso y detallado de Jesús acerca del modo de gobernar su Iglesia. Hoy sabemos que, debido a la presión de la expectativa escatólogica, se impone incluso matizar mucho acerca de su misma intención de “fundar una Iglesia”: por eso más que a palabras expresas, los exegetas se refieren a la actitud global de Jesús respecto de su misión o a determinados gestos simbólicos como el de la elección y la misión de los Doce (o de los discípulos) [63]. Mucho más delicada y flexible se hace la cuestión cuando -como K. Rahner había mostrado en un artículo célebre -[64] se refiere a hechos o articulaciones concretas, como pueden ser la institución de los sacramentos o la estructura ministerial de la Iglesia.

En este sentido, resulta especialmente interesante aquel tipo de consideraciones que, en lugar de concentrarse en el detalle técnico (necesarias, sin duda, a su nivel), buscan la sensibilización y apertura hacia nuevas posibilidades. Tal, por ejemplo, las que hace ya bastantes años hacía en un balanceado estudio un teólogo tan equilibrado como K. Lehmann, hoy Presidente de la Conferencia Episcopal Alemana.

Allí afirma que “existen razones para considerar la 'autoridad' en el contexto de la comunidad"; sin que eso deba llevar a que el pastor "dependa totalmente de la comunidad y sólo “reproduzca lo que vive en ella"[65] . Y prosigue: "Si se examina a fondo esta relación fundamental, resulta realmente asombroso que haya en la Iglesia tan pocas 'estructuras democráticas' en el sentido explicado. ¿Por qué hay tantas cosas en el estilo y en las formas de la Iglesia que no son evidentemente 'democráticas'? (...) La acritud con que se suele invocar el postulado democrático y la terquedad con que se suele rechazar globalmente, reflejan en parte la situación casi patológica en que se halla el problema del ministerio en la Iglesia, y esto en todos los frentes"[66] .

Cuando se plantea el problema a este nivel y se enfoca desde esta perspectiva de búsqueda flexible de lo nuevo en vistas a un mejor funcionamiento y actualización histórica, adquieren fuerza especial las observaciones de E. Schillebeeckx al respecto. El cree que oponerse a ese tipo de evolución en nombre del derecho divino constituye un "error categorial", en el sentido de un cruce de categorías de distinto nivel, que lleva a incurrir en un “sofisma fundamental”.

Mezcla, en efecto, la cuestión del fundamento de la autoridad con la del modo de ejercerla: "Porque lo que está en discusión no es la sujeción o no sujeción a la palabra de Dios, sino la cuestión de cómo, en la práctica, puede llevarse a cabo del modo más apropiado esa sujeción de la Iglesia y de la jerarquía a la revelación de Dios". Y en este sentido, "el único argumento que se utiliza para defender una Iglesia no democrática es, pues, de hecho, pura apelación a veinte siglos de culturas no democráticas, de las que la Iglesia ha tomado en préstamo las grandes líneas de sus propias formas de gobierno". Pero entonces el argumento no concluye, tal como lo había dicho un poco antes: "¡Cómo si el gobierno autoritario se correspondiera mejor con la sujeción de la Iglesia a la Palabra de Dios que un gobierno democráticamente ejercido, en el que la voz de todo el pueblo de Dios se escucha más clara y precisamente!"[67] .

El denso párrafo bien merece que tratemos de exponer de un modo algo más explícito dos importantes implicaciones.

La primera es que son justamente las formas de gobierno que rigen hoy en la Iglesia las que justifican y hasta postulan su cambio por otras más actualizadas. La razón —que ya queda insinuada más arriba (3.2)— está en que si ellas tienen una legitimidad histórica porque respondieron al espíritu o a las necesidades concretas de un tiempo determinado (algo que desde la historiografía actual resulta imposible negar), idéntica legitimidad compete a las formas derivadas del espíritu y de las necesidades específicas de nuestro tiempo: “De la misma forma que se dio una Iglesia imperial con el giro constantiniano, una Iglesia señorial en la sociedad feudal, una Iglesia monárquica papal con las monarquías absolutas, y una Iglesia sociedad perfecta con el moderno Estado decimonónico, así también los cambios de nuestras sociedades modernas influyen en la teología y en la vida de la Iglesia, aunque no puedan traducirse directa o literalmente”[68] .

La segunda implicación se refiere a la eficacia evangélica. Desde luego, el seguimiento realista de la política y en general de la vida pública en los países llamados democráticos hace ver que la democracia no es una panacea, que tiene grandes deficiencias y está siempre expuesta a graves abusos. Pero es lo menos malo que, por lo menos hasta ahora, ha conquistado la humanidad. Sobre todo porque, si es cierto que comparte esas limitaciones con las demás formas, ella posee una cualidad única: la capacidad de autocorrección, gracias a la posibilidad de la crítica interna y a la mutua corrección de los diversos elementos que en su seno detectan el poder. Por eso, frente a todas las desconfianzas, M. Gauchet ha señalado muy bien que “el genio de la democracia ha consistido en transformar en fuerza lo que el prejuicio del poder hacía que se considerase debilidad”[69] .

En cualquier caso, pensando ya en la Iglesia, la existencia de defectos y peligros no debe llevar a cerrarse a su posible aportación, sino en todo caso a corregirlos, aplicando justamente la peculiar fuerza que puede venir del espíritu evangélico, con su insistencia en el servicio, la comunión y la exclusión de todo dominio de unos miembros sobre otros.

En lo cual entra hoy, además, un factor de decisiva importancia: el diálogo ecuménico. Es bien sabido que en el problema que nos ocupa reside precisamente uno de los más infranqueables escollos para la unificación de las iglesias (ese escándalo que, vistos los grandes y auténticos problemas del mundo, debería avergonzarnos a todos los cristianos, de uno y otro signo). Sobre todo, cuando, en realidad, como en un generoso pero balanceado estudio han mostrado hace ya tiempo K. Rahner y H. Fries, se dan “las condiciones no utópicas sino realizables y ya ahora alcanzables” que hacen posible la unidad, también en este punto[70] . Algo que se confirma cuando, principalmente respecto de la Reforma, se constata que, como aquí hemos venido insistiendo, la causa decisiva del disenso original ha sido ante todo y sobre todo el modo de ejercer la autoridad más que el hecho de su existencia: “Los reformadores, según una opinión históricamente fundada, no habrían impugnado la función., sino su expresión medieval y sus abusos” [71]

Aclarada la cuestión de principio, resulta más hacedero abordar ya algunas aplicaciones de hecho.

4.3 Ejercicio democrático de la autoridad

La primera se refiere al estilo mismo de ejercer la autoridad en la Iglesia.

Largos siglos de poder y una abundante teorización sacralizante del mismo han creado un estilo que choca cada vez más con lo mejor de la sensibilidad actual. Recuerdo todavía mi vivísima impresión, cuando, estudiante de Humanidades, le oí a un profesor —religioso, recién llegado de Roma— que el secretario de estado del Vaticano despachaba de rodillas —¡cardenal! ¡todos los días!— ante el papa, que permanecía sentado a la mesa. El escándalo que entonces viví fue una saludable y purificadora alerta. Y no hace falta ser muy viejo para recordar cuando al papa se le besaba el pié y era llevado, a hombros de hombres, en la silla gestatoria.

Afortunadamente eso ha pasado. Pero no es tan seguro que, suprimidos los gestos, no haya quedado mucho del espíritu. La relación del papa con los obispos dista todavía mucho de ser —para decirlo del modo más respetuoso posible— un trato de primus inter pares, de "primero entre iguales". Con el agravante de que tal relación ha dejado de ser cosa privada: los numerosos viajes del papa actual, con la omnipresencia de la televisión, han hecho que este estilo sea hoy visto en directo por todo el mundo.

Y los que acceden a una información más detallada, saben del omnímodo poder papal para nombrar o trasladar obispos, para reconfigurar en una muy concreta dirección las conferencias episcopales, para condicionar la propia sucesión... Los mismos sínodos universales de obispos —después de un concilio, las asambleas más altas y significativas—, prescindiendo ya de su preparación, quedan en mera sugerencia consultiva, a expensas de lo que luego decida el papa.

A su vez, esto acaba por reflejarse en el gobierno episcopal. Este, de suyo en mejores condiciones de contacto e interinflujo con la comunidad, permanece por el modo de su estructuración demasiado pendiente de arriba y apenas nada de abajo. Conviene, con todo, reconocer que en este ámbito la mayor cercanía a la comunidad permite en bastantes casos un talante, e incluso un ejercicio, más participativo e igualitario. En realidad, acaso resida aquí el punto de apoyo para la palanca que pueda ir moviendo democráticamente el mundo de la autoridad eclesial.

Por eso resultaría decisivo que se operase en él una actualización de alcance estructural, es decir, no entregada a las meras cualidades individuales, siempre amenazadas por el peso jurídico de lo institucional. En el mismo gobierno ordinario, la distinta manera como hemos visto que entre nosotros se ha tratado, por ejemplo, algo en sí mismo tan institucional e igualitario como la jubilación por edad o enfermedad, confirma esa impresión. Para no hablar del caso —no sé si más inquietante o más prometedor— que estamos viviendo por los días en que redacto estas páginas: la destitución de Mons. Gaillot como obispo de Évreux. Incomprensible y aun escandaloso para una sensibilidad normal; pero que por su misma violencia íntima ha provocado la protesta de hermanos suyos en el episcopado, entre ellos del Presidente de la Conferencia Episcopal Francesa. En realidad, el hecho de que de vez en cuando se produzcan conflictos justamente por este costado, indica que se trata de un punto sensible, capaz de introducir cambios eficaces.

Dentro de esta preocupación por el carácter general del funcionamiento, parecen especialmente interesantes dos puntos concretos.

4.4 La elección de los obispos y la temporalidad del cargo

El primero se refiere al modo de la elección. Cuestión ya casi común entre los teólogos y de gran raigambre tradicional, conforme a aquel principio tan obvio y humano: quod omnes tangit ab omnibus tractari et appobari debet: "lo que a todos atañe, ha de ser tratado y aprobado por todos"[72] . Curiosamente, en los documentos más antiguos aparece al respecto una recia libertad y una limpia lucidez. Aún no acabado el siglo I, la primera carta de san Clemente Romano "habla de los ministros nombrados con el asentimiento de toda la comunidad (44,3), y en la Didaché, de fecha algo más reciente, se da esta indicación: 'elegid a vuestros obispos y diáconos, dignos del Señor' (15,1)"; y si bien no se conoce el procedimiento exacto, en el s. III hay claros testimonios de un sufragio de todos los miembros[73] .

Por otro lado, se distinguía muy bien, como lo muestra san Cipriano, entre la elección (populi suffragium), la acogida y ordenación por el colegio episcopal (episcoporum consensus) y el origen divino (divinum iudicium). Sus palabras resultan tan expresivas y “modernas”, que merecen alguna cita expresa:

“”El pueblo, obediente a los mandatos del Señor (...) tiene le poder de elegir obispos dignos y recusar a los indignos. Sabemos que viene de origen divino elegir al obispo en presencia del pueble y a la vista de todos, para que todos lo aprueben como digno e idóneo por testimonio público (...). Dios manda que ante toda la asamblea se elija al obispo (...) Esto observaban los Apóstoles, no sólo en la elección de obispos y presbíteros, sino en la de diáconos”[74] .

Obviamente existen también textos en sentido contrario, que se han multiplicado sobre todo con el correr del tiempo. Los citados bastan para hacer ver que “en los primeros siglos, una Iglesia ‘fermento’ mantiene ante la sociedad el principio electivo. Lo mantiene a pesar del as escasas posibilidades que suministra para ello la conciencia histórica autoritaria de la época”[75] Y en todo caso, desde la experiencia democrática de la cultura actual no debería ser preciso insistir más en la legitimidad de esta aspiración y en la urgencia de ponerla en práctica.

Más todavía, esta experiencia permite apreciar la importancia de un motivo no tan tradicional y acaso algo más delicado: el de la elección para un tiempo determinado.

No se trata aquí, repito, de cuestiones de principio, sino de consecuencias prácticas. Porque la costumbre habitual de que los altos cargos en la Iglesia sean vitalicios —reforzada por la teología del carácter sacramental y por la elección desde arriba— se está mostrando fuertemente disfuncional en el contexto de hoy. Por la diferencia con el avance de la conciencia civil, en primer lugar: a estos niveles de responsabilidad y gobierno lo vitalicio ha desaparecido prácticamente de la vida social, y no por casualidad, sino porque así lo exigen, por un lado, el carácter dinámico de la sociedad actual y, por otro, el generalizado talante democrático. En segundo lugar, por las negativas consecuencias pastorales difícilmente evitables. Detallémoslo mínimamente.

Está ante todo la dificultad de mantener el dinamismo renovador, tan necesario en una Iglesia con claro retraso institucional desde que ha entrado en la modernidad. Está luego, en estratos más íntimos, la inevitable "sacralización" del cargo y la consiguiente distorsión en la percepción de la realidad concreta: la vida de celibato, un cierto "apartamento del mundo" aceptado por muchos como obvio y, sobre todo, la perspectiva de una vida entera sin volver nunca a la base, privada para siempre de una convivencia normal y de una relación horizontal con los demás, produce casi fatalmente un tipo de existencia y de gobierno alejado de la comunidad, y se convierte muchas veces en caldo de cultivo para actitudes no realistas, no participativas e incluso autoritarias. Súmese finalmente el hecho de que ordinariamente la labor y la "carrera" de un obispo no se miden por criterios de acogida por el pueblo ni de eficacia pastoral o de contacto cordial con los fieles, sino por la fidelidad vertical —real o aparente— a las directrices oficiales, y se comprenderá que la actual configuración vitalicia no constituye la mejor garantía de renovación eclesial y, menos, de gobierno democrático.

Tengo la impresión de que este aspecto, en el que no se suele insistir, puede resultar muy decisivo. Y desde luego, dado su carácter "práctico", no atenta contra ningún principio. Es, en efecto, evidente que, sin necesidad de entrar para nada en las difíciles discusiones acerca de la relación entre la “potestad de orden” y la “potestad de jurisdicción”, cualquiera puede comprender que aunque el hecho de ser consagrado sacerdote u obispo tenga una validez in aeternum, su ejercicio no tiene por qué ser permanente en el tiempo. De hecho, el reconocimiento de esta evidencia elemental se ha convertido ya en medida institucional con la disposición canónica del retiro a los 75 años para los obispos —¡no, todavía, para el papa!—, pues resulta obvio que cualitativamente no existe ninguna diferencia con lo que aquí se propone.

Si fuese necesaria alguna confirmación pastoral de esta posibilidad teórica, bastaría contemplar la cordial recepción y la fina y ajustada comprensión evangélica con que, en general, ha sido acogido entre nosotros el retiro voluntario de dos obispos en su madurez vital y en plena actividad pastoral: me refiero al caso de Mons. Ramón Buxarrais y Mons. Nicolás Castellanos[76] . (En este sentido no dejan de sorprender y aun de “asustar”, evangélicamente hablando, las voces que en el último Sínodo intentaron anular o al menos dejar sin efecto real la disposición del retiro a los 75 años; y acaso vaya por el mismo lado la instancia papal a la Congregación extraordinaria de la Compañía de Jesús para que no abandone el carácter vitalicio del General; por cierto, uno de los rasgos en los que esta congregación tan innovadora no siguió la tradición común).

En idéntica dirección de confirmación práctico-pastoral apunta el hecho importante de que, adelantándose a la evolución de la sociedad civil, las órdenes religiosas —en este punto fieles a su carácter de vanguardia eclesial— hace ya tiempo que en su mayoría se gobiernan por cargos no vitalicios. El resultado ha sido, obviamente, una mayor vitalidad, y no se puede decir que en ellas haya sufrido merma el prestigio de la autoridad.

Con menos rango institucional, pero con enorme influencia real, habría que aludir también aquí al mundo de los presbíteros. Sobre todo respecto de las parroquias, vale lo dicho acerca de la elección [77], y de un modo especial es en ellas donde debería ejercerse un gobierno más participativo y verdaderamente democrático. Su cercanía al pueblo hace sentir con especial viveza tanto lo anacrónico de muchas posturas como las grandes posibilidades que hoy existen para una renovación intensa y evangélicamente democrática.

De hecho, a partir de la renovación conciliar, instituciones nuevas, como los consejos pastorales, apuntan claramente en esta dirección; y allí donde de verdad se ponen en práctica —desgraciadamente las resistencias son muchas— acabarán teniendo gran influjo en una visión más realísticamente democrática de la Iglesia.

4.5 Los laicos en la Iglesia

Todo esto llama evidentemente a una nueva revitalización del laicado.

Tal revitalización está en profunda sintonía con la línea de fuerza más decisiva en la eclesiología del Vaticano II, con su insistencia en la comunión, lo eucarístico y lo pneumatológico (aunque en pugna con otra línea heredada, más jurídica y jerarquizante)[78] .

Y hay que reconocer con alegría que la nueva situación, con su enorme urgencia, ha sido reconocida expresa y reiteradamente en el concilio, sobre todo en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia y en la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual [79]. Incluso ha señalado con decisión al ámbito de lo secular como el lugar propio donde ha de ejercerse la acción laical: “El carácter secular es propio y peculiar de los laicos. (...) A los laicos corresponde por propia vocación tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida”[80] .

Y ciertamente ese es, sin duda, el ámbito de donde acabarán viniendo las pautas de una renovación auténtica. Pero, al mismo tiempo, se impone reconocer que la situación está muy lejos de una normalidad aceptable.

El mismo lenguaje —y el pasaje transcrito es una buena prueba— indica que todo está todavía demasiado prisionero de los esquemas antiguos, previos a la secularización, pesadamente impregnados todavía de una mentalidad que ya no es la actual. A eso se une todavía un factor más relevante: no acaba de borrarse la impresión de se trata de una especie de solución forzada y de emergencia, en el sentido de encomendar a los seglares lo que ya no pueden hacer los sacerdotes. Con lo cual se corre el peligro de una mera suplencia, de suerte que su rol, en lugar de ser pensado y planteado desde las propias exigencias intrínsecas, acabe siendo visto como una mera reproducción empobrecida y delegada del papel de los sacerdotes. Todo ello reforzado por una eclesiología muy marcada por el “mandato”, que, más que en una misión propia y auténtica en la polifonía de la vida eclesial, tiende a hacer pensar en una mera prolongación, en una simple manus longa de la jerarquía.

Pero ya se comprende que entrar con cierto detalle en tales cuestiones llevaría mucho más lejos de lo que permite la economía de esta reflexión. Prefiero insistir en el hecho fundamental de que, a pesar de las limitaciones, se ha abierto por este costando un frente decisivo, con muy fecundas posibilidades para una profunda revitalización democrática de la Iglesia. No siendo posible entrar en análisis de detalle, contentémonos con enunciar tres de las direcciones que, en un nivel más formal, K. Rahner señalaba como decisivas:

1) Buscar modos reales y efectivos de una auténtica representación laical (incluso sin negarse a "reflexionar" sobre la posibilidad de "partidos" en la Iglesia )[81] .

2) Tomar muy en serio la existencia y fomento de comunidades de base, con estructuras más flexibles; punto en el que, como es sabido, ha insistido con especial énfasis L. Boff en un libro oficialmente criticado[82]  y, en general, ha sido y es siempre muy enfatizado por los teólogos de la liberación.

3) Reconocer la legitimidad y aun la necesidad de la formación de una opinión pública en la Iglesia, con el correspondiente pluralismo: "si se ejercita y se hace normal esta comprensión para un cierto pluralismo en la Iglesia y en su opinión pública, entonces será más fácil y podrá practicarse mejor por ambas partes [laicos y jerarquía] una limpia actitud democrática"[83]  .

Tal vez convendría insistir de manera más explícita en los diversos movimientos apostólicos. Aunque tal vez hoy estén un tanto apagados, comparados con tiempos todavía recientes, han demostrado tal vitalidad y reside en su misma dinámica un realismo tan actual y pegado a la realidad, que desde su experiencia pueden salir no sólo una nueva vida sino también nuevas posibilidades de conceptualización. No sería tal vez aventurado pensar que retomarlos a un nuevo nivel —ya no tan marcado por los problemas del primer mundo, más abierto a otras dimensiones como la ecológica, recuperando tareas emergentes como la del voluntariado y fecundado sin exclusivismos con otros movimientos eclesiales— constituye una tarea fundamental para el próximo futuro.

En cualquier caso, volviendo de nuevo al planteamiento formal, urge tomar conciencia de que en todo esto no se trata de algo secundario, de una cuestión entre tantas cuestiones de la teología y la Iglesia actual. Estamos ante algo que afecta a la raíz y va a incidir de manera decisiva sobre la misión de la Iglesia en el mundo. Verdaderamente, no sólo la fidelidad al Evangelio sino un mínimo de coherencia con las propias palabras exigen que la Iglesia emprenda con urgencia lo que ella misma pide a la sociedad civil:

"Es perfectamente conforme con la naturaleza humana que se constituyan estructuras político-jurídicas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin discriminación ninguna y con perfección creciente, posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente en la fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la cosa pública, en la determinación de los campos de acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes" [84] .

Medítense estas palabras y piénsese en el hambre de sinceridad que hoy existe frente a toda forma de gobierno y administración: será fácil comprender que nada tiene de retórica la afirmación de que aquí está en cuestión algo trascendental para la Iglesia y para la humanidad. Y, desde luego, se verá que la amenaza para la credibilidad del Evangelio no viene precisamente de la crítica eclesial, sino de la resistencia a su llamada urgente y necesaria.

Pero quedan todavía dos temas importantes, que deben ser aludidos, aunque sea telegráficamente.

4.6 Los pobres y la mujer en la Iglesia

El primero es el de los pobres en la Iglesia. Por suerte la teología, sobre todo la de la liberación, lleva tiempo trabajando en él y ha clarificado —para quien tenga oídos para oír— lo fundamental. Ahora interesa únicamente situarlo en la perspectiva de estas reflexiones.

Constituye ya un lugar común en los estudios socio-políticos señalar que la democracia formal puede ser una trampa hipócrita, cuando no se traduce en igualdad efectiva para los que carecen de medios. Dado que Jesús mostró durante toda su vida una sensibilidad agudísima en este punto y que tanto en sus palabras como en su conducta ha marcado una orientación irrenunciable, la Iglesia debería ser aquí pionera indiscutible.

Y lo cierto es que a partir del Vaticano II y, luego, de Medellín la preocupación ha cobrado rango oficial: la opción preferencial polos pobres aparece como constitutiva de la vida de la Iglesia [85] .

Con eso no está andado todo el camino. Pero al menos la preocupación está viva. Y difícilmente alguien pondrá en duda que cuanto se haga por lograr que los pobres y marginados en cualquier dimensión tengan voz y voto en la Iglesia, que sientan en ella reconocidos y promovidos sus derechos, constituye una exigencia indispensable para un funcionamiento correcto de la vida eclesial. El coraje aquí será no sólo fidelidad al Evangelio sino incluso estímulo para la sociedad civil.

El segundo es el tema de la mujer en la Iglesia (y tomo este ejemplo no como problema único ni, probablemente principal, sino como índice crucialmente significativo de todo el problema en la actualidad).

Libertad, igualdad, fraternidad; "en Cristo no hay varón ni mujer" (Gál 3,28): basta con tomar en serio estas palabras para darse cuenta del carácter ideológico de todo discurso que pretenda mantener cualquier tipo de discriminación. Y digo "ideológico", para subrayar una vez más el carácter objetivo y no la malicia subjetiva de las posturas. Pero también para indicar que, una vez descubierto el mecanismo conceptual, todas las razones en contra pierden mucho de su peso real, para convertirse e apuntalamiento de la continuidad con lo fácticamente establecido.

(Quiero advertir que la redacción inicial de este apartado[86]  estaba hecha antes de la reciente toma de postura de Juan Pablo II en su reciente encíclica. Comprendo, pues, la mayor responsabilidad que reviste la reflexión. De hecho, he afinado el respeto y suavizado algunas expresiones. Pero dado que, a pesar de la indudable solemnidad de la manifestación papal, no se trata de doctrina irreformable, en conciencia —como sucede a tantos teólogos (y también obispos)— no puedo renunciar a continuar, de manera respetuosa pero libre, la reflexión sobre la misma en el seno de la comunidad eclesial. Estamos, con toda evidencia, ante uno de esos casos en los que conviene no rasgar ninguna vestidura, dando tiempo al tiempo, y en los que el tema de la recepción ha cobrado nueva actualidad).

Se comprende que, metidos en el seno de un determinado discurso teológico, se "vean" algunas razones y que incluso se les confiera importancia para apoyar en ellas la negativa al sacerdocio de la mujer. Pero, una vez despertada la sensibilidad y reajustada la visión, yo por el menos debo decir que no soy capaz de ver que teológicamente existan razones verdaderamente serias y decisivas para tal negativa. La más frecuentada, la de que Jesús sólo escogió apóstoles varones, resulta lógicamente sin peso —en el plano lógico habría que hablar de una auténtica falacia naturalista o, si se quiere, histórica—, al elevar un simple hecho, de clara explicación en su circunstancia, a categoría de principio. Y, desde luego, difícilmente puede mantener su coherencia. Intentemos mostrarlo brevemente.

En negativo, de ser coherentes, con mucha más razón habría que excluir del sacerdocio a todo varón no judío, porque en este caso sí que sabemos que la exclusión obedecía en Jesús a una actitud de principio: negativa a salir personalmente de Israel y simbolismo de las doce tribus. Menos mal que la Iglesia primitiva, una vez comprendido que el mensaje era universal, fue lo bastante inteligente como para romper —a costa de una crisis tremenda, pero en plena coherencia con el espíritu del mismo Jesús— con ese particularismo. Particularismo que, no obstante, no han faltado, ni seguramente faltarán en el futuro, racistas que lo han aplicado, por ejemplo, a la posibilidad de sacerdotes, obispos o papas negros.

Tomando, por otro lado, el argumento en positivo, habría que argüir que Jesús escogió apóstoles casados —acaso con la excepción de Juan— y que, muerto él, parece que como cuenta expresamente san Pablo [87] , siguieron viviendo con sus mujeres. De argumentar a partir de los hechos de Jesús, habría que declarar fuera de razón no la posibilidad, pero sí la ley del celibato. Sin embargo, en este caso el hecho no ha contado, introduciéndose una praxis diferente (que, digámoslo, en este aspecto, es decir, en cuanto libre concreción histórica es legítimo, aunque pueda ser discutible por otros motivos).

Naturalmente, sería superficial e irresponsable convertir esta reflexión en una pugna dialéctica. Lo que interesa es dejar al descubierto el tipo de la argumentación, que en su misma ambigüedad lógica apunta al nivel que de verdad interesa: la actitud de fondo que se adopta ante problemas que marcan de manera decisiva la conciencia actual. De ahí su trascendencia más allá del caso particular.

Porque los datos que se manejan y la estructura de las reacciones han dejado ya de ser cosa de iniciados para entrar con claridad creciente en el dominio público. Puede ponerse en peligro entonces la misma credibilidad de la Iglesia, si se la percibe como presa ideológicamente de su propia historia, aun a costa de resistirse a las llamadas del presente y mostrarse infiel a sus orígenes.

Porque lo curioso es que en ellos la postura de la mujer estaba en claro adelanto sobre su tiempo. Cosa bien visible en la conducta de Jesús, literalmente “escandalosa” para su sociedad y su religión. En una época en que, tanto en la cultura griega como en la bíblica, se podía dar gracias a Dios por no haber nacido mujer [88] , en Jesús no aparece ni una sola palabra que pueda indicar menosprecio. Y allí donde el rabino y el sabio evitaban escrupulosamente su trato, Jesús se deja tocar en público por una "pecadora", defiende contra toda prescripción legal la una mujer cogida en adulterio, no oculta sus amistades femeninas, y admite públicamente un grupo en su séquito.

Incluso es posible que el estilo inducido por él en la Iglesia primitiva fuese causa de un tal escándalo en la sociedad de entonces, que san Pablo se hubiese visto obligado a dar marcha atrás en ciertos usos y atribuciones (lo que explicaría las frases desafortunadas de algunos escritos, aunque, como se sabe muchas de las que se le atribuyen o son interpolaciones o pertenecen a cartas no auténticas)[89]  . Hoy, obviamente, también la Iglesia "escandaliza" en este punto a la sociedad..., pero lo hace en la dirección contraria.

* * *

Esta constatación nos permite poner fin a la exposición, acaso ya demasiado extensa, pues emerge aquí con claridad el hecho fundamental ya antes indicado: la larga historia de la Iglesia hace que en muchos aspectos aparezca con retraso no sólo respecto del propio tiempo, sino también respecto de sí misma, es decir, de la experiencia que ella ha introducido en la humanidad.

Que esta experiencia, sembrada en la historia, le llegue ahora desde la evolución de la sociedad, no debe ser percibido como algo ajeno, menos aun como un ataque. Se trata de una auténtica profecía externa, que le llega desde fuera pero que la llama a lo más original de sí misma. Escucharla humildemente, tratando de re-aprender y poner en práctica uno a uno los distintos valores "democráticos" que han ido emergiendo —unas veces con ella y otras sin ella o incluso contra ella—, lejos de aparecer como una traición a su mensaje, será señal de sincera autenticidad. Mostrará la decisión de poner su misión y el bien de la humanidad por encima de los propios intereses.

Acaso nada como esta actitud pueda hoy contribuir tanto a su credibilidad en un mundo que, a pesar de todo, tiene sed de valores radicales y precisa muy hondamente redescubrir las fuentes de la trascendencia.


NOTAS

 1.- Hay trad. cast. de este documento: Democratización de la Iglesia. En torno al memorandum del grupo católico alemán de Bensberg, Bilbao 1973, 161-162 (he introducido el punto y aparte, para aligerar la lectura). 

 2.- Lumen Gentium, n. 8: sancta simul et semper purificanda: “a un tiempo santa y siempre debiendo purificarse”. E. Schillebeeckx, Los hombres relato de Dios, Salamanca 1994, 294 (con la nota 22 en la p. 379), ha señalado que de este modo el Concilio recogía la preocupación de la Reforma, con su Ecclesia semper reformanda.

3.- Para hablar más en concreto, me refiero a tratamientos como el hace años iniciado por K. Rahner en su Cambio estructural de la Iglesia, Madrid 1973.

4.- Ch. Duquoc, Liberación y progresismo. Un diálogo teológico entre América Latina y Europa, Santander 1989, 126. La observación tiene más fuerza, porque está pasada por la sospecha de los teólogos de la liberación frente al progresismo continental.

5.-P. Valadier, La Iglesia en proceso. Catolicismo y sociedad moderna Santander 1990, 179.

6.- Acerca de esta consideración de principio, siempre necesaria como base irrenunciable, puede verse, por ej., R. Blázquez, La Iglesia del Concilio Vaticano II, Salamanca 1988, 225-244: "Ministerio y poder en la Iglesia".

7.- Véase la enérgica denuncia que del recurso ideológico a la “Iglesia como misterio” hace E. Schillebeeckx, o. c., 313-318.

8.-Demokratie in der Kirche?”, en Gnade als Freiheit, Freiburg/Basel/Wien 1968, 113-130, en la p. 114 (Hay una buena síntesis de este trabajo en Selecciones de Teología 30/8[1971]193-201).

9.- Ibid, 115.

10,- Ibid.

11.-Ibid., 116.

12.- Un excelente y documentado análisis de este aspecto puede verse en R. Pesch, Fundamentos neotestamentarios para una democracia como forma de vida en la Iglesia: Concilium n. 63, 1971, 343-354; en este párrafo lo tendré muy en cuenta.

13.- Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Madrid 1974, 67-69: “los orientales sólo han sabido que uno es libre, y el mundo griego y romano que algunos son libres, y nosotros que todos los hombres son en sí libres, que el hombre es libre como hombre”).

14.- E. Schweitzer, Gemeinde und Gemeindeordnung im NT, Zürich 1962, 157.

15.- R. Pesch, L.c., 349.

16.- Para comprender los Ministerios de la Iglesia, Estella 1993, 43. Inmediatamente antes había indicado: “Por eso, los evangelios prohiben, a los ministros de la comunidad cristiana, la utilización de todo lo que sean títulos que expresen dignidad, honor o preeminencia sobre los demás. Así, “padre”, “abad”, “papa (es la misma palabra en tres lenguas distintas) están prohibidos en Mt 23,9; “maestro”, prohibido en Mt 23,8; “doctor”, en Mt 23,10; “señor”, y lógicamente también “monseñor”, en Le 22,25; “excelencia” y “eminencia” no cuadran con Mt 20,26-27; 23,11; Me 9,35; 10,43-44; Le 22,25; Jn 15,13-15 [en nota señala: “La observación y la enumeración de estos títulos y los textos evangélicos que los prohiben fue hecha por H. U. von Balthasar, Ensayos teológicos, II. Madrid 1964, 475-476]. Y lo curioso es que el clero utiliza ahora todos estos títulos con la mayor naturalidad del mundo, cuando en realidad, como dice Jesús, en la comunidad “todos sois hermanos” (Mt 23,9), y “el más grande de vosotros será servidor vuestro” (Mt 23,11). De ahí que en el grupo cristiano tiene que reinar la más absoluta igualdad, hasta el punto que ni siquiera Jesús se comporta como “Señor” (Jn 13,13) y llama a los discípulos “amigos” (Le 12,4; Jn 15,15) y “hermanos” (Mt 28,10; Jn 20,17) (Ibid.; remite también a J. M. Castillo, Teología para comunidades, Madrid 1991, 122-123).

17.- G. Lohfink, que las reconoce como una “composición postpascual”, dice que, con todo, “refleja bastate exactamente la opinión del Jesús histórico acerca del dominio humano” (Wie hat Jesus seine Gemeinde Gewollt?, Herder 1983, 135); antes había dicho que “detrás de cada línea está el pensamiento y el obrar de Jesús” (p. 62). En su obra posterior Braucht Gott die Kirche?, Herder 1998, más circunspecta, no retira la interpretación (cf. p.216-230)

18.- Cf., por ex., P. Benoit.- M.E. Boismard, Synopse des Quatre Evangiles II, Paris 1972, § 321, p. 386. Cf igualmente el comentario de J. A. Fitzmyer, The Gospel According to Luke (X-XXIV), New York-London 1983, 1411-1419, que indica: 1) “desde un punto de vista crítico-formal, los vv. 25-27 y 28-30 preservan dichos de Jesús” (p. 1414) y 2) “la intención de la exhortación está dirigida primariamente a los líderes de la comunidad cristiana en el tiempo de Lucas” (p. 1412). Esto último, lejos de debilitar su fuerza, muestra cómo la aplicación a la actualidad forma parte de la tradición esencial del cristianismo.

19.- Lumen Gentium, n. 27. Lo hace notar bien J.M. Castillo, La alternativa cristiana, Salamanca 1979, 163; cf. 163-166.

20.- Cf., por ej., J. Delhorme (ed.), El ministerio y los ministerios según el Nuevo Testamento, Madrid 1975; J. Aguirre (ed.), Pedro en la Iglesia primitiva, Estella 1991.

21.- Los hombres como relato de Dios, Salamanca 1994, 326.

22.-  Me permito remitir a mi libro La revelación de Dios en la realización del hombre, Madrid 1987.

23.- Cf., por ej., la apretadísima, pero muy informada, síntesis de Y. Congar, Eclesiología. Desde San Agustín hasta nuestros días, en M. Schmaus.-A. Grillmeier.- L. Scheffczyk, Historia de los Dogmas III/3c-d, Madrid 1976. Excelentes resultan también J.M.Aubert, Pouvoir: Catholicisme 11 (1987) 696-718, princ. 706-717 y G. Alberigo, Autoridad y poder: Nuevo Diccionario de Teología I (Madrid 1982) 75-92. Desde un punto de vista más general, resulta también instructivo L. Krieger, Authority: Dictionary of the History of Ideas 1 (1968), 141-162.

24.-  En esta dialéctica insiste con fuerza J. I. González Faus en “Ningún obispo impuesto” (San Celestino, papa). Las elecciones episcopales en la historia de la Iglesia, Santander 1992.

25.- Véase, por ej., el texto de mi profesor I. Salaverri, Sacrae Theologiae Summa. I: Tractatus III: De Ecclesia Christi, Madrid 41958, 503-993.

26.- “A legislação canónica sobre o exercício do poder na Igreja aprésenta, no atual CDC, uma figura paradoxal, que um jurista francés apelidou de ‘monocracia sinodal’82. Queria ele dizer que, na Igreja, o poder nos diferentes níveis (universal, diocesano, paroquial) está concentrado mas mãos de um único sujeito (papa, bispo, pároco), mas que o Código prevé que o detentor do poder e responsável pelas decisões consulte um conselho (o sínodo dos bispos, o conselho presbiteral e o conselho pastoral diocesano, o conselho pastoral e o conselho económico da paróquia). Porque o Código enfatiza que papa, bispo e pároco são livres de tomar a decisão que julgam correta, mesmo contra o parecer do seu ‘sínodo’ ou ‘conselho’, o Código deixa á liberdade da autoridade valorizar, acolher, tornar efetiva (ou não) a participação do povo e de seus representantes” (A. Antoniazzi, Estruturas de participação nas igrejas locais, en M. Fabri dos Anjos (ed.), Bispos para a Esperança. Uma leitura crítica sobre caminhos de Igreja, São Paulo 2000, 195-236, en p. 235; toda a obra merece ser leída. A cita indicada no texto é de Fr. Borella, L'Eglise, société et pouvoir, dans le nouveau Code de Droit Canonique: Nouvelle Revue Théologique 107 (1985) 221-237.

27.- Sobre la importancia de lo sacramental en este preciso problema llama la atención S. Dianich, Ministerio: Nuevo Diccionario de Teología 2, Madrid 1982, 1080-1109, en 1100-1101; también lo hace en general la escuela canónica de Klaus Mörsdorf, a la que pertenecen también E. Corecco y A. Rouco Varela (cf. E. Corecco, Teología del Derecho Canónico: Nuevo Diccionario de Teología 2, Madrid 1982, 1828-1870, en 1862-1866).

28.- Los hombres relato de Dios, 323; cf. también J. Pikaza, Sistema, libertad, Iglesia, cit., 398-400,con bibl..

29.- Vehementer nos, 11 de febrero de 1906: AAS 39 (1906) 8-9; cit. por Y. Congar, Ministères et communion écclesiale, Paris 1971, 12.

30.- E. Schillebeeckx, Los hombres relato de Dios, 330-337 da gran importancia a este punto. Véanse también los trabajos en los dos números dedicados a la “eclesialidad de la teología” (Kirchlichkeit der Theologie) del Bulletin ET: Zeitschrift für Theologie und Kirche 11/1 (2000) 17-66 y 12/1 (2001) 14-140.

31.- Rahner lo dice muy bien: "el ministerio (Amt) se entiende de antemano a sí mismo como servicio al libre carisma, como servicio de la discreción de espíritus, como servicio a la unidad y a la comunidad en el amor de los muchos carismas que el único e inmanipulable Espíritu de Dios regala a su Iglesia" (Demokratie in der Kirche?, cit., 116).

32.-  De hecho, la historia enseña que “la crítica en la Iglesia ha sido tanto más viva cuanto más viva estaba la Iglesia en las almas y en los pueblos” (J. I. González Faus, La libertad de palabra en la Iglesia y en la teología. Antología comentada, Santander 1985, 14; cf. 7-9. 133-137). Y un observador atento de la “política eclesiástica” no puede dejar de observar con pena como muchas veces cierto sumiso y acrítico amor o servicio a la Iglesia es más bien un servirse de ella para el propio medro en la estima o el escalafón.

33.- Soy un teólogo feliz, Madrid 1994, 69. Ver el agudo análisis que del problema hace en Los hombres relato de Dios, 310-313

34.-  “Cabría caracterizar esta situación como sigue. El concilio Vaticano I fue la asamblea eclesial de una jerarquía feudal superviviente en un mundo moderno, mientras que el concilio Vaticano II fue una asamblea eclesial en el horizonte de la burguesía: un concilio en el que la Iglesia católica romana ha recuperado su retraso socio-cultural respecto de las libertades burguesas, pero (ironías de la historia) en un momento en que el mundo occidental había empezado a realizar una dura crítica de los lados sombríos de la burguesía liberal desde la perspectiva socio-política” (Los hombres, relato de Dios, cit., 299-300). Más adelante dirá: “En mi opinión, en esto estriba (tanto para las derechas como para las izquierdas) el drama de este fenómeno mayúsculo que fue el concilio Vaticano II” (p. 308).
El citado libro de Ch. Duquoc, Liberación y progresismo, analiza justamente esta tensión en diálogo con la teología de la liberación, haciendo ver —creo que con toda razón— que la crítica, necesaria, no anula el valor y la urgencia de todo lo que aún queda por asimilar.

35.-  Hace tiempo que P. Ricoeur -refiriéndose a Rm 5, 12-21 y apoyándose en K. Barth- llamó la atención sobre la importancia de esta categoría paulina del polló mállon ("mucho más"): cf. Historie et vérité (1955), Paris 31964, 122-127.

36.- Cf. X. Chao Rego, Se o pobo de Deus fose pobo...: Encrucillada 16 (1992) 239-271.

37.- De la justa dialéctica entre los distintos símbolos -Pueblo de Dios, Templo del Espíritu, Cuerpo de Cristo- se ocupa con amplitud y agudeza Chr. Duquoc, “Je crois en l’Église”. Precarieté institutionnelle et Règne de Dieu, Paris 1999,181-204 (trad. cast.: Creo en la Iglesia, Sal Terrae, Santander 2001).

38.-  Vehementer nos, 11 de febrero de 1906: AAS 39 (1906) 8-9; cit. por Y. Congar, Ministères et communion écclesiale, Paris 1971, 12.

39.- Cit. por H. Küng, Estructuras de la Iglesia, Barcelona 1969, 309-310.

40.- Todos los comentarios están de acuerdo en esto. Cf., por ej., el de A. Grillmeier, en Das Zweite Vatikanische Konzil, en Lexikon für Theologie und Kirche, t. 12, Freiburg/Basel/Wien 1966/1986, 176-209; y entre nosotros, J. A. Estrada, La Iglesia: identidad y cambio. El concepto de Iglesia del Vaticano I a nuestros días, Madrid 1985, princ., p. 80-83.

41.- La Iglesia como pueblo de Dios: Concilium 1 (1965) 9-23, en p. 10

42.- Resulta significativo, por ej., ver cómo las innegablemente inteligentes, pero defensivas, consideraciones de J. Ratzinger en la entrevista con V. Messori (Informe sobre la fe, Madrid 1985,53-62) resultan pobres y abstractas comparadas coas de su mismo libro anterior de hermoso título: "El nuevo pueblo de Dios" (Das neue Volk Gottes, Düsseldorf 1969; hay trad. cast.).

43.- J. I. González Faus, La libertad de palabra en la Iglesia y en la teología. Antología comentada, Santander 1985, 14; cf. 7-9. 133-137.

44.- O.c., 311.

45.-  Cf. el riquísimo comentario de este pasaje en U. Wilckens, La carta a los Romanos, vol. II, Salamanca 1992, 365-402.

46.- U. Wilckens, O.c., 370; a diferencia del pensamiento oriental y helenístico, pues en éste “estaba latente la idea de que la potestad terrena es algo divino y de que los soberanos son, por tanto, hijos de Dios”.

47.- Gaudium et Spes, n. 74.

48.- Cf. el excurso histórico de Wilckens, 382-406.

49.- The Political Works of James I, Cambridge, Mass. 1918, 307.

50.- Ibid., 333. Tomo las citas de G. Sabine, Historia de la teoría política, México 1982, 294-296.

51.- Politique tirée des propres paroles de l’Écriture Sainte, , 1709, III. ii, 1; también citado por Sabine, 400.

52.- Aparte de los trabajos ya citados, cf. las exposiciones más clásicas en E. Valton, État: DThC 5 (1939) 879-905, princ., 887-890 y A. Bride, Tyranni. tyrannicide: DThC 15 (1950) 1948--1988, princ., 1953-1966.

53.- Gaudium et Spes, n.31.

54.- Cf. Y. Congar, Eclesiología. Desde san Agustín a nuestros días, cit., 232. 234

55.- Inmediatamente ligada a la devoción al Corazón de Jesús, pero también con claras connotaciones políticas (cf. E. Schillebeeckx, O.c., 300-301.306).

56.- La expresión es de Y. Congar, Eclesiología, cit., 134; cf. 134-139. “Dionisio ha suministrado, sobre todo a los teólogos franciscanos, un esquema de ideas para expresar la relación de todo el orden y de la vida eclesiástica con respecto al papa, en el sentido de la monarquía pontificia” (Ibid., 137).

57.- Brevil. p. VI c.12; ed. Quaracci V, p. 278; cit. por Congar, Ibid., 138-139.

58.-  G. Alberigo, Autoridad y poder, cit. 87. Esta apretada y honda síntesis histórica del problema merece ser leída con atención.

59.- Ibid., 88.

60.- Ibid., 90.

61.- Pacem in terris, n. 46.49-50.

62.- Ibid., n. 52.

63.- Véase, por ej., la exposición moderada de H. Fries, Teología Fundamental, Barcelona 1987, 437-509, princ., 471-484; más sintéticamente, K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona 1979, 379-390 y más ampliamente, G. Lohfink, La iglesia que Jesús quería, Bilbao 1986.

64.- “Sobre el concepto de ‘ius divinum’ en su comprensión católica”, en Escritos de Teología V, Madrid 1964, 247-273. Cf. también las reflexiones de J. A. Estrada, La Iglesia: ¿institución o carisma?, Salamanca 1984, 141-168, con abundante bibliografía.

65.- Legitimación dogmática de una democratización en la Iglesia: Concilium n. 63(1971)355-377, en p. 374.

66.- Ibid. 375.

67.-  O.c., 325-326; cf. todo el razonamiento, p. 321-327.

68.- J.A. Estrada, Clérigos/Laicos: Conceptos Fundamentales del Cristianismo, Madrid 1993,176.

69.- En Esprit, abril-mayo 1986, 101; cit. por Chr. Duquoc, Liberación y progresismo, cit., 122.

70.- La unión de las Iglesias. Una posibilidad real, Barcelona 1985 (original 1985), 173.

71.-  A.González Montes (ed.), Enchiridium Oecumenicum, I, Salamanca 1986, xxxvii-xxxviii. Ver en esa misma introducción el estado general del diálogo (p. xxxii-xxxviii). Son importantes también las reflexiones de W. Pannenberg, “Ökumenisches Amtverständnis”, en Ethik und Ekklesiologie, Göttingen 1977, 268-285 y Systematische Theologie III, Göttingen 1993, 404-472.

72.-  Era una regla del derecho privado, que luego se hizo regla general eclesiástica, sobre todo a partir del s. XIII: cf. H.E. Tödt, Demokratie. I Ethisch: Theologische Realenzyclopädie 8 (1981/1993) 434-452, en c. 435; con la segunda parte -II Praktisch-theologisch, 452-459, de K.F. Daiber- este artículo resulta de una amplia y sólida información.

73.- R. Kottje, La elección de los ministros de la Iglesia. Hechos históricos y experiencias: Concilium n. 63(1971)406-415, en p. 407. Una síntesis de la enorme flexibilidad histórica en este punto y de los influjos que en ella han jugado, puede verse en K. Mörsdorf, Bischof III,5: Provisión de las sedes episcopales": LfThK 2 (1958) 501-505.
El lector español dispone de una excelente antología comentada en J. I. González Faus, “Ningún obispo impuesto”, cit.; cf. p. 14-16 para las citas anteriores y su contextualización.

74.- Carta 67 (ed. BAC, 634-635; cit. por J. I.González Faus, Ibid., 24-25).

75.- J. I.González Faus, Ibid., 152, subrayado del autor.

76.-  Sobre todo, porque obedeció justamente a motivos evangélicos, como consta tanto por las declaraciones de ambos como por el testimonio de sus diocesanos. Además R. Buxarrais era coherente con las ideas expresadas años antes en un artículo moderado pero valiente: Presidir para servir. ¿Temporalidad en el ejercicio del ministerio episcopal diocesano?: Sal Terrae, mayo 1983.
 

77.- Cf. R. Kottje, A.c., 411-412.

78.-  Cf. A. Acerbi, Due ecclesiologie. Ecclesiologia giurica ed ecclesiologia di comunione nella “Lumen Gentium”, Bologna 1975.

79.- Cf. princ. Lumen Gentium, c. IV; Gaudium et Spes, n 43.52.62; Ad Gentes (sobre al actividad misionera de la Iglesia), n. 15.21.41; Presbyterorum ordinis (sobre el ministerio y la vida de los sacerdotes), n. 9

80.- Lumen Gentium, n. 31.

81.- L.c., 125.

82.- Eclesiogénesis. Las comunidades de base reiventan la Iglesia, Santander 51986.

83.-  Ibid., 130 (final del artículo). Insistencia capital de la obra cit de J. I.González Faus, Libertad de palabra en la Iglesia, que en p. 13 empieza citando el famoso Discurso de Pío XII: “La opinión pública constituye el patrimonio de cualquier sociedad normal compuesta de hombres. (...) Donde no aparezca ninguna manifestación de opinión pública, mas aun, donde haya que comprobar que ni siquiera existe, habrá que ver en ello un fracaso, una debilidad, una enfermedad en la vida social. (...) Y queremos agregar una palabra sobre la opinión pública en el seno de la Iglesia. En lo que toca a asuntos de libre opinión. Esto sólo les parecerá extraño a quienes no conozcan a la Iglesia católica o tengan una falsa noción de ella, pues también la Iglesia es una corporación viva, y faltaría algo de su vida si careciera de opinión pública. Y la culpa de este defecto recaería tanto sobre los pastores como sobre los fieles” (L’Osservatore Romano, 18 - II - 1950).

84.-Gaudium et Spes, n. 75; cf. nn. 31. 73-76.

85.-  Yo mismo me he ocupado en un breve trabajo: Opción por los pobres: La justicia del Dios cristiano, Madrid 1988. Cf. con más amplitud, aparte de los clásicos: J. Lois, Teología de la Liberación: opción por los pobres, Madrid 1986; J. Pixley.-Cl. Boff, Opción por los pobres, Madrid 1986; J. I. González Faus, Vicarios de Cristo. Los pobres en la teología y espiritualidad cristianas, Madrid 1991; L. González-Carvajal, Con los pobres contra la pobreza, Madrid 1991; J.M. Vigil (coord.), con L. Boff, P. Casaldáliga, V. Codina, G. Girardi, J. Lois, A. Nolan, J. Pixley y J. Sobrino, La opción por los pobres, Sal Terrae, Santander 1991.
 

86.- Cf. A. Torres Queiruga, Democracia na igrexa: Encrucillada 80/16 (1992) 215-228

87.-  "¿No tenemos derecho a llevar una mujer hermana, lo mismo que los demás apóstoles y los hermanos del Señor y Pedro?" (1 Cor 9,5). "Mujer hermana" se interpreta comúnmente como esposa: cf., por ej., P. Bony, Ministerios, matrimonio y celibato, en J. Delhorme (ed.), El ministerio y los ministerios según el Nuevo Testamento, Madrid 1975, 457-465, princ. p. 462-463 y G. E. Fee, The First Epistle to the Corintians. The New International Commentary on the New Testament, Grand Rapids, Michigan 1991, 402-404.

88.- “Existía un tópico retórico sobre ‘los tres motivos de gratitud’, que se atribuían a Tales o a Platón, que decía: ‘Porque he nacido ser humano y no bestia, hombre y no mujer, griego y no bárbaro’. Este dicho fue adoptado por los rabinos del siglo II d. C. y parece que, incluso, entró en la liturgia sinagogal: ‘R. Judá dice: se deben decir diariamente tres bendiciones: bendito seas porque no me hiciste gentil; bendito seas porque no me hiciste mujer; bendito seas porque no me hiciste esclavo” (R. Aguirre, Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana, Bilbao 1987, 181.

89.-Cf. R. Aguirre, Ibid., 105-106. 165-197. La bibliografía sobre la mujer en la Biblia se ha hecho ya inmensa: cf. una buena introducción en Mercedes Navarro (Dir.), 10 mujeres escriben Teología, Estella 1993.


 



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