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La gran traición

José María DÍEZ-ALEGRÍA


 

El cristianismo de los cristianos (o bien, los cristianos de este cristianismo que entre unos y otros hemos ido construyendo en la historia), está en contradicción con Jesús.

El cristianismo histórico es lo contrario de lo que fue Jesús.

Este es el mayor problema que se nos plantea a los que tenemos fe en él.

Ernesto Käsemann, en su célebre escrito "La llamada de la libertad" (publicado en español por Ediciones Sígueme, en 1974), expresó con fuerza el punto de partida de toda reflexión sincera sobre este asunto capital: "Hoy hay que partir necesariamente del hecho de que las iglesias han sido generalmente a lo largo de mil quinientos años un apoyo de las clases acomodadas y rectoras. En cuanto tal, han participado en la injusticia, la opresión, el robo y el asesinato llevados a cabo por los poderosos, y no rara vez recibieron incluso su tanto por ciento de recompensa".

Es verdad que, como dice Alfredo Fierro en su libro ("Sobre la religión"), el cristianismo histórico ha sido siempre una realidad compleja. Ha tenido dos caras: la iglesia institucionalizada (plural, a su vez), y los grupos proféticos (correspondientes de algún modo a lo que Jesús significó), que han existido en todos los momentos de la historia, unas veces como sectas heréticas en abierta ruptura con las iglesias, otras como corrientes subterráneas y marginales en el interior de las mismas. Seguramente, también tiene razón el mismo Fierro, al afirmar que este sector profético ha sido más amplio e importante en la realidad del cristianismo de lo que la historia narrada del mismo deja entrever. Porque el sector institucional ha tenido interés en que se borrara de la "memoria histórica" la inextinguible existencia de un cristianismo profético.

Pero, a pesar de todo esto, queda en pie el hecho de que un balance de conjunto del cristianismo en la historia responde más bien a la síntesis escalofriante trazada por Käsemann. Si, al margen de ella, queremos fijarnos en algún dato concreto, podemos comprobar, por ejemplo, que la Iglesia Católica, casi sin excepciones, ignoró la situación del proletariado industrial a lo largo del siglo XIX. Este fue un pecado social de alcance inconmensurable.

Hace años, un alumno mío de la Universidad Gregoriana de Roma, James Healy, más tarde profesor en Dublín, presentó una tesis doctoral de gran mérito sobre la doctrina del salario justo en los moralistas católicos entre 1750 y 1890. El resultado de la investigación fue desolador. De ciento cincuenta moralistas examinados, dos tercios no dan ninguna norma expresa sobre el salario justo. Los de la primera mitad del siglo XIX, escriben más breve y oscuramente que los de la segunda mitad del siglo XVIII. Es decir, a medida que la cuestión se hace más sangrante, la irresponsabilidad aumenta. En 1885 un célebre moralista, el belga Waffelaert, trata largamente del contrato de trabajo, pero prescindiendo expresamente del salario industrial y de la cuestión social.

¿Qué tiene que ver este tipo de cristianismo con Jesús de Nazaret?

Jesús fue un hombre pobre de Galilea, que murió en el patíbulo a manos de los poderosos.

Este es un hecho que no podemos soslayar.

Para los cristianos es como un latigazo en pleno rostro. Porque en la historia no nos hemos situado al lado de las víctimas, sino del lado de los opresores.

"Las ocho mil cruces que los romanos levantaron en la Vía Apia después de la rebelión de los esclavos no son comparables con la cruz de Jesús, si se atiende a las causas que provocaron ésta última. Sin embargo, ¿puede un cristiano pasar de largo ante aquellas cruces sin pensar que también su Señor colgó de uno de esos patíbulos? ¿No existe, más allá de toda culpa, una comunidad de los humillados y ofendidos de la que los cristianos no pueden lícitamente apartarse? ¿Son inocentes si, a sabiendas y voluntariamente o de otro modo, aunque sólo sea por su silencio, por su respeto mal entendido ante las autoridades, por su piadosa miopía y estrechez de corazón, cedieron generalmente ante los tiranos, apoyaron a los explotadores y pertenecieron al grupo de los privilegiados?" (Käsemann).

Pero, por lo que atañe al profeta Jesús de Nazaret, ¿cuáles fueron las causas reales de su crucifixión?

Es un problema siempre abierto el del acceso al Jesús histórico. Un problema que nunca podrá alcanzar solución adecuada. Los textos del Nuevo Testamento, incluso los Evangelios, no son libros de historia, sino expresiones de fe. Pero tampoco son libros de cuentos ni de metafísica. Algunos rasgos capitales de lo que fue y significó históricamente Jesús, nos son enteramente accesibles. Sabemos bastante bien las razones por las que acabó colgado de un madero, como subversivo, a manos de los romanos.

Moviéndose en una situación conflictiva, políticamente explosiva, Jesús de Nazaret predica la inminencia del Reino de Dios, que es una utopía de liberación de los oprimidos. El Jesús real de su tiempo fue la más alta expresión de esta esperanza.

Jesús condena la injusticia social. Denuncia concreta y efectivamente la impiedad del culto al dinero. "Ninguno puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se entregará al primero y despreciará al segundo. No podéis servir a Dios y al dinero" (Mateo, 6, 24; Lucas, 16, 13). El dinero (la riqueza) es en hebreo "mammon" (en arameo "mammona"), que significa "propiedad".

En Jesús hay algo del comunismo de los esenios (que vivían en régimen colectivo en el desierto), pero sin el separatismo-ghetto de éstos. Tampoco se dedicó Jesús a organizar socialmente un comunismo económico, pero hizo notar que en la base del sistema social de la propiedad anida la injusticia. El Evangelio. de Lucas, en el contexto de una exhortación a la comunicación de bienes, pone en su boca estas palabras: "Haceos amigos con el dinero injusto" (Lucas, 16, 9).

De esta firme orientación hacia la comunidad de bienes quedan huellas en el libro Hechos de los Apóstoles y en la carta a los Hebreos.

La descripción ideal que hace Lucas de la primera comunidad cristiana incluye el comunismo: "Eran asiduos a la enseñanza de los apóstoles, al comunismo (koinonía), a la fracción del pan y a las oraciones" (Hechos, 2, 42). "La multitud de los creyentes no tenían sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era común entre ellos" (4, 32). Y, en la exhortación final de la carta a los Hebreos, se les dice a los fieles: "No os olvidéis de la beneficencia (eupoiías) y del comunismo (koinonías), que tales sacrificios son los que agradan al Señor" (Hebreos, 13, 16).

Es indudable que Jesús chocó frontalmente con los intereses y la ideología de los ricos. Junto a las bendiciones (bienaventuranzas) dirigidas a los pobres, están las malaventuras (¡ay de vosotros!) referidas a los ricos: "Bienaventurados los pobres, los que tenéis hambre, los que lloráis ahora, porque el Reino de Dios es vuestro, porque seréis saciados, porque reiréis. Pero ¡ay de vosotros los ricos, los que ahora estáis hartos y reís, porque habéis recibido ya vuestro consuelo, porque tendréis hambre, aflicción y llanto!" (Lucas, 6, 20-21, 24-25).

Jesús tiene conciencia de su incompatibilidad con los ricos. Lo dice claramente: "¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios! Es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el Reino de Dios" (Lucas, 18, 24-25; Marcos, 10, 23-25; Mateo, 19, 23-24).

Es absolutamente cierto que esta oposición de Jesús a la oligarquía económica y su simpatía por los pobres y por el comunismo social constituyeron un factor determinante en la cadena de causas que acabaron con él en el patíbulo.

Pero Jesús chocó también con los responsables religiosos (con los sacerdotes, con los teólogos y con los guías espirituales de la sinagoga), porque se oponía a un formalismo religioso opresor, y, con su actitud, desmontaba todo un "tinglado" que pesaba sobre las espaldas del pueblo.

Respecto a la autoridad política, Jesús se muestra extraordinariamente libre. No quema ni el menor grano de incienso en su loor. La desmitifica. Para él Herodes es un "zorro", de quien no tiene miedo, y que no va a impedirle seguir hasta el fin su camino, conforme a la conciencia profética que posee en grado eminente (Lucas, 13, 31-33).

Lejos de sacralizar a los reyes y jefes de las naciones, Jesús los presenta como antitéticos del Reino de Dios: "Los reyes de las naciones las dominan como dueños absolutos, y los que ejercen el poder en ellas se hacen llamar Bienhechores. Pero vosotros todo lo contrario: el mayor como el más joven, y el que dirige como el que sirve" (Lucas 22, 25-26; Marcos, 10, 42-44; Mateo, 20, 25-27).

Jesús, que no atacó nunca la política de los zelotes (los revolucionarios anti-imperialistas de su tiempo), esquivó toda perspectiva político-religiosa de guerra santa, realizadora del "último juicio de Dios". En esto se alejó de ellos radicalmente. Con su actitud, sienta las bases para una secularización de la lucha histórico-política. No nos invita a un abstencionismo político espiritualista, que pueda hacer el juego a las injusticias del orden establecido. Lo que hace es devolvernos en plenitud nuestra responsabilidad histórica.

La liberación que Jesús proclama, al anunciar el Reino de Dios, no es "idealista", sino material e histórica, pero le es esencial un elemento de libertad (de liberación) personal interna, radicada en la fe, que Jesús acentúa sobremanera, y él mismo encarnaba de un modo incomparable.

Todos estos rasgos del Jesús histórico son muy firmes, y están a la base de mi comprensión vital de la fe cristiana.

Sobre ellos se alza el hecho de la cruz. Jesús fue condenado a muerte y ejecutado como subversivo por el gobernador romano, en razón de un grave conflicto que enfrentaba al profeta galileo con los poderes sociales, económicos y religiosos de su tiempo.

Aquí se plantea para nosotros, los cristianos, el problema crucial. ¿Acaso la costumbre de calificar de "crucial" a un problema decisivo no viene de que la cruz de Jesús nos enfrenta perentoriamente con el problema máximo?

La cuestión es ésta: Si el cristianismo conservador y antirrevolucionario, que es el que predomina en la historia (y es hoy todavía, por encima de las bellas palabras, el del Papado), no estuviera en contradicción radical con el Jesús real, éste no habría muerto colgado de una cruz. No es fácil imaginar que la Casa Blanca y el Vaticano se pongan de acuerdo para llevar a Carlos Wojtyla a la horca. Pero con Jesús de Nazaret bastó quizás un año para que se llegara a un resultado de este tipo. Lo digo para hacer constar un hecho, no en plan de acusación contra Juan Pablo II. Porque un Papa, aunque fuera más evangélico que éste, nunca podría ser como Jesús. Nuestro Señor está por encima de todos. Pero, por eso, nos interpela a todos.

De todos modos, el año mismo en que estoy escribiendo estas páginas, hemos tenido la prueba de que puede existir un obispo que sea fiel reflejo de lo que Jesús significó, y realice en sí mismo el destino de nuestro Maestro. Me refiero al arzobispo de San Salvador, Oscar Arnulfo Romero, asesinado por razones de un paralelismo impresionante con las que llevaron a Jesús al patíbulo.

Pero parece claro que Oscar Romero no resultó especialmente grato a los máximos responsables de la Iglesia Católica romana. A la hora de la verdad, no comprendían su causa ni la compartían. Y, sin embargo, su causa era la causa de Jesús.

Aquí está el nudo del problema. En que una gran parte de los católicos, quizá la mayoría, y un gran número de responsables de la Iglesia, quizá los de grado más alto, ni comprenden ni se identifican con la causa de Jesús.

Encuentro una vez más en palabras de Kásemann la expresión de lo que quiero decir: "¿Hasta dónde llega entre nosotros la solidaridad con todos los oprimidos y con los asesinados por la tiranía? ¿Hasta qué punto nos conmueven los gritos que piden venganza del juez, gritos que encuentran en la Biblia un puesto legítimo? ¿Qué grado de intensidad alcanza en nosotros el hambre y sed de una justicia, que no sólo resucita a los muertos, sino que proclama una nueva tierra, y nos ha elegido a nosotros como pioneros?".

No es temerario afirmar que, entre la iglesia real y Jesús, hay una contradicción parecida a la que nos presenta el Evangelio de San Juan entre Jesús y sus oponentes judíos.

Aquellos judíos tratan de tapar la boca a Jesús con tesis de la dogmática tradicional. También las autoridades eclesiásticas, a los cristianos de base comprometidos en un cambio social cualitativo, a los teólogos de la liberación y a todos los que tratan de romper la simbiosis catolicismo-conservatismo, les oponen un catálogo de preguntas y respuestas previstas, con el que siempre pueden juzgar sobre la ortodoxia de los demás.

De este modo, el asunto fundamental, que es conocer al Jesús real y preguntarse por el significado de su causa en la materialidad del mundo de hoy, queda relegado a segundo término. Por esta vía, los católicos pueden seguir siendo conservadores, y sus jerarcas continuar en el empeño de obligar a los fieles (obispos, curas y seglares) a permanecer en un conservatismo más o menos vergonzante. Entre tanto, el hecho es que fueron los conservadores, también los vergonzantes, quienes, en la vida terrena, acabaron con Jesús.

En las iglesias cristianas (concretamente en la Católica) el Jesús real ha quedado de tal manera empaquetado en la teología dogmática, que a casi nadie le quedan tiempo y fuerzas para abrir el paquete y llegar al contenido propio, que es Jesús en carne y hueso, crucificado en la historia y resucitado por Dios.

Y, sin embargo, lo único que nos dice el Evangelio de Juan, es que conocer a Jesús es la vida. En consecuencia, ésta es la única pregunta que tenemos que hacernos: -¿conocemos a Jesús?

El criterio con que el Cristo de Juan mide a sus amigos y a los que le traicionan, se expresa en la pregunta que dirigió a Pedro junto al lago de Genesaret: -¿Me quieres?

Si se olvida esto, toda la dogmática no es más que paja destinada a las llamas.

El drama de la Iglesia es que le tiene miedo a Jesús. Más miedo que a todos los herejes juntos. El don de Jesús le resulta tabú y su exigencia (la "causa de Jesús") algo ilusorio. Le tiene pánico al fuego que Jesús vino a traer a la tierra (Lucas, 12, 49). Por eso, quizá sin darse cuenta, la jerarquía tiende a hipertrofiar sus poderes y a administrarlos contra su propio Señor. Se horroriza ante la revolución que Jesús puede provocar si entra en acción en medio de sus fieles. "Por eso se apodera de la libertad para proteger así a las almas confiadas a ella y repartir después esa libertad en dosis microscópicas donde a ella le parece necesario y deseable" (Käsemann).

Esta compleja red de factores sostiene en pie una amalgama cristiano-conservadora, que plantea un problema para el cristiano en lo más íntimo de su vida de fe. Porque el conservatismo pro-capitalista y el visceral anti-socialismo de la catolicidad contemporánea están en contradicción con aquel Jesús, a quien los cristianos proclamamos Cristo (el Mesías).

El conservatismo católico está profundamente ligado al deseo de aprovecharse individualmente de las ventajas que para algunos (a costa de otros) reportan las estructuras capitalistas. Y esto puede darse incluso en personas económicamente modestas. Todo ello constituye un obstáculo muy fuerte para poder comprender vitalmente a Jesús y lo que Jesús significa. Porque cuando él sale por Galilea predicando: "el tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios es inminente, convertíos y creed en la Buena Noticia" (Marcos 1, 15), a lo que nos está invitando es a deponer esa actitud egoísta e insolidaria.

Pablo Ricoeur habla de una dialéctica entre "religión" y "fe". En nuestra vida de creyentes, como en otros fenómenos humanos, estamos encuadrados en una red de condicionamientos sociales e históricos, puestos de relieve o descubiertos por el psico-análisis, la psicología social, la sociología y el análisis socio-económico (marxista y no marxista). Pero, desde el punto de vista científico, no es seguro (no puede demostrarse) que todo esté unívoca y absolutamente condicionado. Puede haber dimensiones que escapan al condicionamiento; que van incluso contra él y, en parte, lo rompen. Estoy convencido de que esto acaeció con Jesús de Nazaret. Y que su rotura está en el origen de aquel conflicto que lo llevó a la cruz. Lo mismo puede ocurrir, a un nivel infinitamente más modesto, con los que creen en Jesús. (Y, por supuesto, con otros hombres en otros contextos).

Ricoeur llama "religión" al elemento condicionado de nuestra vivencia religiosa (concretamente cristiana), y "fe" al elemento que escapa al condicionamiento.

Pues bien, el cristianismo-conservador, ligado a una hipertrofia autoritaria y legalista de la institución eclesiástica, tiende a reducir la vida cristiana al polo "religión", sofocando el polo dialéctico de la "fe". (Concretamente: de una "fe cristiana" que apunta al Jesús real, y no a una "idea" de Cristo, que pueda encajar en la "ideología" religioso-cristiano-conservadora, más o menos revestida de "centrismo democrático-populista" o de inhibición escéptica).

El conservatismo católico es uno de los factores que obstruyen las vías de acceso a una liberación de las masas oprimidas. Lo hace en simbiosis histórico-social con las multinacionales del capitalismo moderno y sus instrumentos.

Bajo este aspecto, el cristianismo histórico está contra Jesús. Es como un insulto al crucificado.

Para el cristiano es cuestión de vida o muerte (desde el punto de vista de la "fe") librarse tanto de la simbiosis cristianismo-conservatismo, como de la mitología eclesiástica y la falsa seguridad del conformismo clerical y de un sacramentalismo "mágico". Porque sólo de este modo llega a liberarse de una ganga, que le impide "volver a los orígenes" reencontrando hoy (y en la situación actual) un cristianismo genuino y vivo, que lo vincule al Jesús real.

Para esto, no hay que marcharse de la Iglesia, para fundar una secta. Tampoco se trata de sacralizar ninguna acción política, convirtiéndola en asunto religioso. Ambos extremos nos pondrían fuera del rumbo de Jesús, que se diferenciaba tanto de los esenios como de los zelotes.

A lo que somos llamados, es a reconquistar dentro de la Iglesia la libertad y responsabilidad evangélicas que nos competen.

Y, en el mundo histórico, asumir cada uno su papel, procurando no traicionar la inspiración que nos viene de Jesús, pero siendo conscientes de que él no nos ha dejado "recetas" socio-políticas, y tenemos que proceder por nuestra cuenta y riesgo. Sabiendo -eso sí- que si, por miedo a equivocarnos, enterramos nuestro "talento" (nuestras posibilidades), el Señor, cuando venga, nos rechazará por inútiles y por cobardes (Mateo, 25, 24-30). Bien persuadidos de que, con respecto a nuestras opciones políticas, haremos bien en no fiarnos de la jerarquía eclesiástica. Y muy mal en "obedecerle".

 

Extraído de su libro "Rebajas teológicas de otoño",
Desclée de Brower, Bilbao 1980, cap. 7




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