El Evangelio en las culturas: camino de vida y esperanza

Paulo Suess

Caracteres: 27.200

Palabras:4.200

Aparición original: Perspectiva Teologica 25(1993)303-321, Belo Horizonte, Brasil

Traducción de «Selecciones de Teología», 133(ene-abr 1995)33-42, Barcelona

Próxima a los pueblos y grupos sociales, sintiendo las amenazas a sus proyectos de vida en carne propia, la Iglesia se siente llamada a la solidaridad, lo cual está en la lógica de la encarnación del Verbo, y, contraponiéndose a los «poderes de muerte», se compromete en la transformación de «las estructuras de pecado» que atraviesan la realidad humana. El descolocamiento socio-cultural (el del «buen samaritano», el del profeta audaz, el del «buen pastor»), inicio de un largo proceso de inserción y de inculturación, es también, como consecuencia del seguimiento de Jesús, el inicio de una nueva experiencia de Dios en la comunidad eclesial.

El seguimiento de Jesús que es sobre todo seguimiento del Crucificado en los pobres, en los excluidos y en todos aquellos cuya identidad está siendo destruida, es un imperativo del Evangelio y de la tradición de la Iglesia, la cual realiza este seguimiento a través de la inculturación del Evangelio.

¿Qué significa, en este contexto, «Evangelio»? En el contexto en que surgió la temática «Evangelio en las culturas», «Evangelio» significa testimonio, presencia, kerigma, liturgia, diaconía, organización eclesial, proyecto de vida... ¿Cuál es la relevancia de las culturas para este «conjunto evangélico» y cuál es la posibilidad de inculturación del Evangelio?

I. Proyectos de Vida.

El Evangelio y las culturas son proyectos de vida. Ambos transmiten experiencias y propuestas de vida de órdenes diferentes, pero complementarios. El carácter experimental es una condición intrínseca del Evangelio como «buena noticia» socio-históricamente situada, y de las culturas como «proyectos de vida». Ni el Evangelio, como experiencia de Dios en las culturas, ni las experiencias humanas en las diferentes culturas pueden ser sustituidas por tradiciones congeladas en el pasado. En realidad, sin embargo, existe la tendencia, tanto en las culturas como en las Iglesias, de privilegiar experiencias del pasado en detrimento de nuevas experiencias históricas.

La tradición evangélica y la sabiduría cultural de los antepasados representan, frente al pasado, un legado de apropiación y de búsqueda de realización frente a nuevas experiencias históricas. Ambas apuestan por la continuidad de la vida colectiva de los pueblos y grupos sociales y por su emancipación de las contingencias de la suerte y del determinismo biológico. Y por esto se preocupan por la identidad de las personas y de los grupos sociales, y por su liberación de la fatalidad, del determinismo biológico, de las limitaciones regionales y ambientales, de la identificación pre-moderna entre humanidad y naturaleza, de la separación radical entre ambas, de las rupturas sociales y de toda dicotomía maniquea.

A través de las culturas, los grupos humanos crean los mecanismos que les permiten sobrevolar las fronteras psicosociales, biológicas y geográficas. El Evangelio apoya este vuelo, a partir de su núcleo utópico de «vida en abundancia para todos». Pero la autonomía de vuelo es limitada: la humanidad no deja de ser parte integrante de la naturaleza y ésta a su vez no puede ser reducida al estatuto de un mero objeto del sujeto cultural. La identificación pre-moderna entre hombre y naturaleza significaría una regresión. Pero la separación radical no tendría en cuenta al estatuto de criaturas que les une en un parentesco profundo. Cualquier calamidad ecológica es también un desastre antropológico y viceversa: los desastres antropológicos -el colonialismo, el racismo, la miseria, la inferioridad de la mujer e incluso el cáncer- reflejan un fallo en la relación hombre/mujer y naturaleza. En el campo de la evangelización, la utopía de la reconciliación entre ambos está alimentada por la memoria de la convivencia pacífica en el paraíso y la promesa de paz mesiánica (Is 2, 4; 11,6ss). La problemática ecológica, por ser eminentemente antropológica, es también teológica.

Ante las conquistas de la modernidad (razón instrumental y la autonomía del sujeto), Evangelio y culturas reivindican, no la sustitución de la razón instrumental y de la autonomía del sujeto , sino su complementariedad mediante la razón comunicativa y participativa de todos. El compartir la palabra y los bienes, en una base de igualdad, entre sujetos irreductiblemente diferentes, pero que no son indiferentes los unos para los otros, sino solidarios, es el desafío cultural y evangélico para la convivencia en la «aldea global» en este fin de siglo.

La historia es el camino donde el Evangelio encuentra las culturas, para las cuales -en las sociedades modernas- es sólo un referente optativo. El arte de la comunicación entre «Evangelio y culturas» o de una «evangelización inculturada» consiste en el reconocimiento de la gratuidad (no necesidad) de la propia presencia del Evangelio, que por eso precisa legitimarse mostrando su relevancia socio-cultural, en el respeto mutuo de la diferencia y de la autonomía de lo teológico y de lo antropológico, en el descubrimiento de la afinidad y complementariedad entre ambos y en la posibilidad de su articulación.

Las culturas

En la convivencia con los pobres, la Iglesia latinoamericana descubrió que, detrás del macro-sujeto «pobre», se escondía una gran diversidad y riqueza cultural de sujetos profundamente diferentes. Los «pobres» son también «otros», sujetos de culturas con proyectos de vida diferentes. Estos proyectos, surcados de ambigüedades, limitaciones humanas, «estructuras de pecado», «poderes de muerte», continúan, incluso cuando sus culturas originarias han sido mutiladas o destruidas. Los grupos humanos viven siempre en continuidad cultural con su pasado o, cuando este pasado fue interrumpido, reelaboran sobre las ruinas del pasado nuevos proyectos de vida y esperanza. Ningún grupo social -ni los buscadores de cartón y comida en los basureros de las grandes ciudades- viven estadios o tiempos aculturales.

El Evangelio

El Evangelio también contiene la propuesta de un proyecto global de vida, vinculada al anuncio de un Dios de vida que en el Evangelio habla a los pueblos en sus circunstancias socio-culturales concretas. El proyecto evangélico -proyecto de vida plena- apunta a la construcción de una sociedad justa y solidaria, como garantía y primicia del reino.

Evangelio y culturas

¿Cómo este Evangelio puede ser expresado y articulado en las culturas humanas? La «energía evangélica» en sí es -como la energía eléctrica- invisible y sólo se vuelve perceptible y comunicable a través de «aparatos» o mediaciones culturales, las cuales pueden ser de naturaleza material (construcción de una iglesia), social (trabajo, fiesta, organización política), ideológica (filosofía, religión, producción literaria y simbólica). También otros «aparatos» culturales, como lenguas, participan del campo material, social e ideológico.

En las mediaciones histórico-culturales del proceso de «evangelización inculturada» se pierde parte de la «energía evangélica». El «resplandor de Dios» no cabe plenamente en los «vasos de barro» de las culturas, ni se agota en su totalidad en las «lámparas culturales» de los pueblos. El mismo Hijo de Dios, encarnado en la cultura de su pueblo, tuvo que recurrir a parábolas, metáforas y símbolos para expresar aproximadamente la Buena Noticia en la cultura de Israel. En la reproducción y/o comunicación de la palabra de Dios en las culturas se trata siempre de una aproximación.

La «evangelización inculturada», línea prioritaria y eje de las conclusiones de Santo Domingo, tiene todavía caminos que recorrer y experiencias que realizar. Esta permanente necesidad y a la vez exigencia de inculturación es consecuencia del principio misional de la Iglesia (el encuentro de los otros como pueblos o como grupos humanos) y de la revelación en las distintas culturas de la «comunión y misión trinitaria», sin que haya posibilidad de una «inculturación perfecta». En la condición histórica de los grupos humanos, el proyecto perfecto de Dios no tiene cabida en las culturas y lenguajes humanos, donde sólo puede ser descrito a base de analogías, metáforas, conceptos, sin que ello justifique una apatía misionera.

II. Estructuras de muerte

Recientes declaraciones del magisterio universal y latinoamericano de la Iglesia mencionan, al lado de una cultura como sistema y proyecto de vida, también una «cultura de muerte» entendiendo como tal los antivalores o prácticas contra la vida, como la violencia, el terrorismo, el narcotráfico, la eutanasia, el aborto, la guerra, la guerrilla. Podemos añadir la explotación del trabajo humano, la marginación socio-cultural de un número cada vez mayor de excluidos, la dominación política realizada por grupos hegemónicos, el etnocidio y el genocidio. Hay que distinguir entre las «estructuras de muerte», que pueden afectar a las culturas, y a las culturas propiamente dichas, pese a que éstas, por su carácter histórico, transitorio e imperfecto, llevan el marchamo de la muerte.

Argumento epistemológico

Un concepto no puede ser delimitado por contenidos contradictorios: la cultura como sistema/proyecto de vida y como sistema/proyecto de muerte (no vida). Una «cultura de muerte» es una cultura sin sujeto. ¿Cuáles serían los pueblos o grupos sociales que podrían ser identificados como los sujetos de una «cultura de muerte»? Para un grupo de narcotraficantes o terroristas o cobradores de intereses excesivos, el objetivo principal de su proyecto y de su actividad no es la propia muerte ni la muerte del otro. Incluso una guerra busca la vida del propio grupo o aleja una amenaza de muerte. Siempre hay una rebanada de vida en juego que nos impide hablar de una «cultura de muerte».

Argumento antropológico

El concepto «cultura» designa sistemas y proyectos estructuralmente orientados hacia la vida. Las «culturas» exigen sujetos (pueblos o grupos sociales) organizados en torno de su vida y sobrevivencia. La destrucción organizada o generalizada de la vida («estructuras de muerte») representan la ausencia de cultura o un grado cero cultural, sin sujeto colectivo identificable.

Antropológicamente, una «cultura de muerte» representaría la organización de un pueblo/grupo social en torno de su suicidio o eliminación de los otros pueblos. Las estructuras de muerte que surcan las culturas no tienen autonomía y los mecanismos culturales reaccionan contra ellas: la resistencia permanente de las culturas contra la muerte garantiza la vida de los pueblos (es una redundancia hablar de «culturas de resistencia»).

Argumento teológico

La tradición teológica de la Iglesia condena todas las concepciones dualistas del mundo. Tomás de Aquino ayudó a clarificar las relaciones entre el orden natural y el sobrenatural: lo «natural» no puede ser sustancialmente cambiado o corrompido por el pecado ni sustituido por lo sobrenatural. Nos proporciona dos argumentos para superar el dualismo «cultura de vida»-«cultura de muerte».

«Primero», el pecado y la muerte no están en pie de igualdad con la gracia y la vida. «Segundo», no puede haber un intervencionismo de la gracia o del Evangelio frente a las culturas. La naturaleza humana y la realidad cultural han sido asumidas, no aniquiladas por el Verbo encarnado (Gaudium et Spes, 22). Una «cultura de vida» al lado de una «cultura de muerte» plantearía teológicamente el problema del dualismo entre una parte de la creación esencialmente corrompida y otra parte intacta. Y, de no aceptar el dualismo, en una «cultura de muerte» no habría la posibilidad de la encarnación del Verbo.

El Evangelio pertenece al ámbito de la gratuidad: pueblos, grupos sociales e individuos pueden vivir sin el Evangelio y sin religión o referencia explícita a Dios. El presupuesto de «un orden natural esencialmente intacto» permite a los cristianos participar, junto a las otras religiones y a los adeptos de un pensamiento postmetafísico, en la búsqueda de las grandes soluciones para la humanidad y ver en ellas el dedo de Dios. La Iglesia, que no posee una concepción de la verdad y del bien que pueda imponer a la humanidad, reconoce como legítima la autonomía que la cultura reclama para sí.

Si confundimos «estructuras de pecado» con «cultura de muerte» deberíamos admitir el dualismo muerte/vida no sólo en las sociedades laicas, sino también en el interior de la propia Iglesia. esto equivaldría a admitir que el mundo está substancialmente corrompido y que, tras la creación del hombre y de la mujer, y el pecado original, «no» habría sido redimido por la cruz de Cristo.

III. Opciones de proximidad y distancia

El Evangelio y las culturas representan proyectos complementarios de vida. El Evangelio pertenece al orden de las «gratuidades», las culturas al de las «necesidades». Para expresarse, las culturas no requieren el Evangelio; el Evangelio, en cambio, sí requiere las mediaciones culturales sin expresión cultural, el Evangelio no tendría relevancia ni significado para la humanidad. La relación entre el Evangelio y las culturas permite pensar en cuatro alternativas, que van desde la ruptura hasta la identificación.

Separación

Si, llevados por el celo de la pureza del Evangelio, interpusiésemos distancia entre un «Evangelio puro» y la «condición histórica de los pueblos», entraríamos en conflicto con el mismo misterio de la encarnación. El Evangelio se convertiría en una pieza de museo: perfecta, admirable, pero que no serviría a la gente.

Los condicionamientos históricos no permiten el acceso a un Evangelio pre-cultural, que eliminaría el misterio de la encarnación: el Evangelio siempre es conocido a través de las primeras traducciones e inculturaciones. Frente a la congelación de una inculturación monocultural en los inicios del cristianismo, la mayor aproximación posible entre la humanidad y el misterio de Dios está representada por la inculturación pluricultural del Evangelio en todos los tiempos y contextos. La consiguiente multiplicidad y diversidad de «las versiones culturales» del Evangelio permite una permanente purificación del proceso evangelizador y refuerza la fidelidad al proyecto de vida de Dios.

El Evangelio y toda evangelización que se definan, en abstracto, como «proyectos de vida», sin concretar su sujeto preferencial -los pobres- pueden ser asumidos por la clase dominante y por su proyecto de vida, transformando en Evangelio en ideología. Esta ideologización o identificación del evangelio con los intereses de la clase dominante de hecho aconteció, por ejemplo, en la defensa de la esclavitud como obra de la divina providencia para la salvación de los afro-americanos. Los que tenían esclavos se beneficiaron materialmente de este discurso espiritualizante.

Históricamente, América latina fue evangelizada a partir de la cultura europea de los conquistadores. Hasta hoy, las culturas indígenas y afro-americanas han tenido poca entrada en el proceso evangelizador. Incluso echando mano del ropaje cultural popular, el proyecto populista -lobo vestido de cordero- no consigue disfrazar sus verdaderos intereses, que son los de las élites. No basta, por lo tanto una opción preferencial por los pobres, aislada, y una opción por los «otros» y sus culturas. Las dos opciones deben estar conjuntadas en una única opción que considere el ámbito social parte integrante de la cultura de los grupos sociales.

Identificación

La identificación de los objetos o sujetos hace que uno de los dos pierda su especificidad y/o identidad. En esta identificación, el Evangelio se convertiría en cultura y perdería la especificidad de su misión. En el proceso evangelizador se produce un intercambio recíproco de energía entre el Evangelio y las culturas. Esto exige la diferencia específica del Evangelio frente a las culturas. Esto exige la diferencia específica del Evangelio frente a las culturas (para no perder la identidad del Evangelio y del misionero) y, al mismo tiempo, la proximidad entre ambos -Evangelio y cultura- (una presencia solidaria, amable, diferenciada, crítica).

También los evangelizadores que, en el proceso de inserción e inculturación, se aproximan a los «pobres y a los otros», no se identifican con éstos, sino que mantienen su alteridad e identidad propias. Podemos convertirnos en «hermanos» y permanecer «otros», pero no podemos volvernos hermanos permaneciendo opresores frente a los oprimidos. La dicotomía sociopolítica rompe el proyecto de fraternidad; la diversidad cultural puede enriquecerlo.

La identificación puede darse en las dos direcciones: identificación con la cultura del otro o identificación del otro con la cultura del evangelizador. Durante largo tiempo prevaleció en la evangelización el ideal de la identificación con el misionero, una proximidad, privilegiada a la cultura europea. Prevaleció, pues, la «imitación», la apelación al seguimiento histórico, dificultando así el nacimiento de otros rostros del cristianismo.

Para expresar la relación entre Evangelio y culturas podemos recurrir a las categorías del concilio de Calcedonia (451), el cual definió que las dos naturalezas -la divina y la humana- se unen en solo mismo Cristo sin «confusión, sin cambio, sin división, sin separación».

Aculturación

En una sociedad con relaciones sociales asimétricas, todo proceso de aculturación entre Evangelio y cultura (que de hecho se produce) es siempre también un proceso asimétrico, y, por tanto, incompatible con la propuesta de fraternidad del Evangelio y con el imperativo del seguimiento de Jesús.

La aculturación sería una «asunción» que se queda a medio camino. La cultura del otro, sin embargo, no puede ser asumida a medias a base de concesiones reales o folklóricas: plumas y flechas indígenas en las liturgias romanas son sólo señal de una aculturación vertical y folklórica, y no de una evangelización inculturada.

Inculturación

La inculturación tiene como objetivo una aproximación radical y crítica entre Evangelio y culturas, como presupuesto para la comunicación de la Buena Noticia del amor de Dios y la celebración de los misterios de salvación den las diferentes culturas. En la inculturación se entrelaza la meta con el método, el universal de la salvación con el particular de la presencia. La meta de la inculturación es la liberación (generadora de relaciones sociales estructuralmente simétricas) y el camino de la liberación es la inculturación.

En la evangelización inculturada («asunción» cultural que no se queda a medio camino y busca la redención integral) la Iglesia manifiesta que el «diferente no le es indiferente», sino consagrado por la encarnación del Verbo y por la animación del Espíritu.

¿Cuál es la proximidad posible y la necesaria entre Evangelio y cultura? Dada la autonomía e identidad que uno y otra reivindican para sí, la proximidad posible ha de quedar bien señalada. La proximidad necesaria ha de tener en cuenta las condiciones de comunicación entre ambos. Entre lenguas y sistemas de comunicación totalmente diferentes -lo que significaría la ruptura entre Evangelio y culturas- no hay comunicación. Por tanto, si el Evangelio quiere ser Buena Noticia en los distintos lenguajes humanos necesita aproximarse a ellos y expresarse en ellos. Por otro lado, para ser Buena Noticia específica, el Evangelio no puede identificarse con las culturas. El discurso sobre evangelización inculturada es un discurso sobre «el cuerpo a cuerpo» de la evangelización en sus culturas. «Evangelio» y «culturas» son dos cuerpos diferentes que se comunican e intercambian energía, como amantes que tienen un objetivo en común: la vida colectiva de un grupo social o de un pueblo. Los amantes no se comunican a larga distancia o por fax, sino en el abrazo, en la caricia, en el diálogo, en el intercambio, en el compartir.

Seguimiento de Jesús

Jesús se encarnó en Nazaret, pero no se identificó con los nazarenos, ni con sus hermanos, ni con su madre, sino con la voluntad del Padre (Mt 12, 47-50), cumpliéndola en proximidad con los pobres (Mt 25, 31-46), que son los destinatarios y al mismo tiempo los instrumentos de su misión liberadora. La liberación sólo puede ser radical, si echa raíces en el contexto cultural de un determinado pueblo. En el seguimiento histórico del verbo encarnado, quien se sirvió del contexto cultural e histórico de su pueblo para expresar los misterios de salvación y explicar la esperanza del Reino, está toda la inspiración profunda y mística de la evangelización inculturada.

«Encarnación, inculturación, presencia, seguimiento» son aquí palabras, por su significado, muy próximas.

El evangelio de Jesús encuentra, además del pecado, barreras de orden estructural que impiden su plena comunicación: sólo se puede hablar de los misterios de Dios en lenguajes humanos a través de analogías, parábolas, metáforas o conceptos. Nunca habrá identidad entre nuestros conceptos, expresiones, dogmas, lenguajes, actitudes humanas y la realidad misteriosa de Dios.

El proceso evangelizador en las diferentes culturas y contextos sociales participa de las ambigüedades históricas de los proyectos humanos (diferentes, mudables, imperfectos). Al encarnarse en culturas concretas, el Evangelio, que también es un proyecto de vida, se vuelve frágil, porque no puede hacerse plenamente presente en ninguna cultura humana y porque es totalmente gratuito. Al invertir las prioridades, colocando la necesidad de la salvación por encima de su gratuidad, los evangelizadores cometieron, históricamente, errores y pecados en nombre del Evangelio. Desde las Retractaciones de Agustín, la parábola del gran banquete sirvió para «obligar a todos a entrar, para que se llene la casa» (Lc 14, 23), sin esperar el día de la cosecha (véase Mt 13, 24ss).

El hecho de que el Evangelio no pueda fundirse con las culturas no es sólo un signo de precariedad, sino también una condición de la vida humana, generadora de luz, de historia y de progreso. Aunque el Evangelio no quepa plenamente en las culturas, puede ser vivido auténticamente en todas ellas, sobre todo a través del testimonio.

Descolocamiento eclesial

La Iglesia misionera -que no es un sector de la Iglesia, sino toda la Iglesia- garantiza la vitalidad de la Iglesia, para la cual es un imperativo, y no sólo optativo, la inculturación del Evangelio, sobre todo en la perspectiva del seguimiento de Jesús como descolocamiento y aproximación.

La misión de la Iglesia a evangelizar (testimoniar, anunciar, denunciar) se realiza en el seguimiento de Jesús, el cual conduce muchas veces a la Iglesia, como el caso de Pedro (véase Jn 21, 18), a donde no quiere ir. La misión representa la radical necesidad de descolocarse, de abrirse camino, de comunicarse, de convertirse en palabra de Dios por el anuncio de la Buena Noticia del Reino, a través de la aproximación a los «pobres» y a los «otros» . El caminar misionero nos integra al hacernos descubrir, compartir y comunicar, a partir de la profundidad de nuestro ser y del ser del otro, el «Dios con nosotros». El proceso de la evangelización inculturada resitúa la pregunta del doctor de la Ley («¿quién es mi prójimo?» Lc 10, 29) en un contexto más amplio. El ámbito social permite, muchas veces, una proximidad rápida: la proximidad de la caridad, del testimonio, de la compasión (la compasión del «buen samaritano»: acercarse al asaltado, ponerle aceite en sus heridas). Más fácil que el comunicarse con él: vivir esta proximidad en la inserción social en contextos de simplicidad y pobreza. El drama del «buen samaritano» tiene siempre un segundo y un tercer acto: la lucha articulada contra los asaltantes, el cambio organizado de las estructuras que los favorecen y la construcción del Reino de justicia. Tanto la articulación como la organización requieren comunicación y discusión. La comunicación verbal y simbólica como presupuesto de una proximidad no sólo caritativa, sino explicativa y estratégica, capaz de dar razón a su esperanza, marca el paso del ámbito social al cultural.

El ámbito cultural del «otro» es más complejo que el ámbito social del «pobre», aunque ambos campos están interrelacionados: la miseria social crece entre las ruinas culturales. La inculturación busca, además de una proximidad testimonial, un proximidad comunicativa, expresiva y celebrativa a través de palabras, ritos y conceptos. La evangelización inculturada es un proceso permanente para aproximar el Evangelio a los diferentes contextos socioculturales. Y esto entraña un descolocamiento cultural de la Iglesia, que se refiere a su lenguaje (símbolos, celebraciones, conceptos, comunicación), a sus estructuras (organización, administración, misterios), a sus métodos y a la prioridad de contenidos doctrinales.

La proximidad en el proceso de encarnación/inculturación es un aprendizaje que requiere tiempo y que no aspira a ver los frutos del propio trabajo (véase Jn 4, 37), sino a sustituir las «correrías apostólicas» por un acompañar a las bases según plazos discutidos con el propio pueblo. En la última década , a partir de la experiencia de que los «pobres» también son «otros» con proyectos de vida muy diferenciados, surgió el nuevo paradigma de la «evangelización inculturada» (opción preferencial por los pobres y evangelización de los pueblos a partir de sus culturas y de su historia). Para no ser indiferente frente al diferente, la Iglesia latinoamericana no puede aceptar el puesto de juez entre las partes y opta por la parte más débil.

Dios con nosotros en los «otros»

La felicidad, el amor, la Buena Noticia nunca son genéricas, siempre son concretas, específicas, contextuales. En el proyecto de evangelización, cuando el «otro» y su sufrimiento son asumidos y palpados, el Evangelio se vuelve antropológica y teológicamente relevante. En este proceso el «otro» no se convierte en un «uno mismo», sino en un hermano, protegiéndose la alteridad, la identidad y la perspectiva de un futuro específico de cada grupo humano y de cada persona.

En la inculturación -seguimiento de Jesús en la asunción del mundo- la Iglesia actualiza (anticipación de la promesa) los tres grandes misterios de la salvación: la encarnación de la Navidad, la liberación de la Pascua y la diversificación cultural de Pentecostés. En la proximidad con los «pobres» y con los «otros», y con sus proyectos de vida. Dios se revela a la comunidad eclesial como el «Dios con nosotros» (véase Is 7, 14), el Dios de la primera y de la última página del Evangelio (véase Mt 1, 23 y 28, 20), cuya radical gratuidad es la garantía contra su degradación ideológica. El «Dios con nosotros» en Jesucristo -que en las culturas de los pueblos tiene muchos nombres- no es un Dios corporativista: es un Dios próximo a los pecadores y a los ateos, a los paganos y a los no-cristianos. Su presencia no constriñe, sino que anima («pneumatiza»): es una presencia de compasión, de diálogo y de donación. Su proyecto de vida sacrifica la propia vida, no la de otros. Sus mensajeros son «misioneros de vida y esperanza», porque su Evangelio es camino de vida y palabra de liberación. Este Evangelio sigue hasta hoy comprometiendo a sus seguidores con la prueba del mayor amor: «dar no sólo el Evangelio, sino la propia vida» (1 Tes 2, 8).