RELaT 50

Los pobres en el nuevo Catecismo

José María Castillo

Caracteres: 40.100
Palabras: 7.000
Original: «Revista Latinoamericana de Teología», San Salvador, 29(Agosto 1993)143-156


El nuevo Catecismo de la Iglesia Católica utiliza setenta veces la palabra pobres. Si tenemos en cuenta que se trata de un grueso volumen, que abarca 2865 números, en más de 600 páginas, comprenderemos sin dificultad que los pobres no ocupan un lugar central y de primera importancia en el Catecismo. Más aún a lo largo de este trabajo vamos a poder comprobar hasta qué punto los pobres ocupan un lugar secundario en la vida de la Iglesia y en los compromisos y exigencias de los creyentes.

Pero no precipitemos las conclusiones. Para proceder con orden, vamos a ver, en primer lugar, lo que el Catecismo dice acerca de los pobres. En segundo lugar, veremos qué entiende por «pobres». Luego analizaremos los significativos silencios del Catecismo sobre los pobres; el problema de las diferencias sociales y su relación con la voluntad de Dios; y por último, estudiaremos la solución o las soluciones que el Catecismo ofrece al problema de los pobres.

Pero antes de analizar estas cuestiones, quiero hacer una observación que considero importante. De las setenta veces que aparece la palabra «pobres» en el Catecismo, 35 veces es en la parte tercera, dedicada a la moral. Mientras que en la primera parte, que estudia el dogma, sólo se habla de los pobres 23 veces. Es decir, el tema de los pobres es una cuestión que afecta más a la moral que al dogma. Seguimos, pues, anclados en los viejos presupuestos, según los cuales el asunto de los pobres y de la pobreza es un problema de moral, pero no, antes que eso, una cuestión que determina radicalmente nuestra manera de entender y de captar la revelación de Dios, el misterio de Cristo, la naturaleza de la Iglesia y, en general, el conjunto de la dogmática. O sea, en el fondo, los pobres siguen en buena medida, ausentes de la teología. Y sólo se les acepta como un apartado dentro de la moral. Esto determina de manera decisiva, como veremos más adelante, la presencia de los pobres en el Catecismo.

Los pobres en el Catecismo

Con todo, justo es reconocer que de los pobres se habla bastantes veces en el Catecismo. De ellos se dice que, en el Antiguo Testamento, son los pobres y los humildes, cuando se habla de la revelación del Padre, que hace Jesús, el Hijo, éste revela a Dios como «el Padre de los pobres, del huérfano y de la viuda, que están bajo su protección amorosa (cfr. Sal 68,6)» (238). Por su parte, María, la madre de Jesús, «sobresale entre los humildes y los pobres del Señor, que esperan de él con confianza la salvación» (489).

Por otra parte, toda la vida de Cristo es misterio, ya desde su encarnación, «porque haciéndose pobre nos enriquece con su pobreza (cfr. 2 Co 8,9)» (527). Y no sólo eso, sino que además es nuestro modelo, que «con su pobreza, llama a aceptar libremente la privación y las persecuciones (cfr. Mt 5, 11-12) (520). Por eso, en los misterios de la vida de Cristo, aparece con frecuencia la pobreza: «Jesús nació en la humildad de un establo, de una familia pobre (cfr. Lc 2,6-7) (525)». Predicó que «el Reino pertenece a los pobres y a los pequeños» (544); «fue enviado para anunciar la Buena Nueva a los pobres (Lc 4, 18; Cfr. 7, 22)» (544). Es más, «Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre (cfr. Mc 2, 23-26; Mt 21, 18), la sed (cfr. Jn 4,6-7; 19-28) y la privación (cfr. Lc 9, 58)». Aún más: «se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino (cfr. Mt 25, 31-46)» (544). Por eso, cuando Jesús entra en Jerusalén «los súbditos de su Reino, aquel día fueron los niños (cfr. Mt 21, 315-16; Sal 8, 3) y los pobres de Dios, que le aclamaban como los ángeles lo anunciaron a los pastores»(559). De ahí que «su amor al hombre, su predilección por los pequeños y los pobres» (561) es como el resumen final de los misterios de la vida de Cristo.

En la revelación del Espíritu se pone también de manifiesto la presencia de los pobres. Así, «el Reino objeto de la promesa hecha a David (cfr. 257; Sal 89; Lc 1, 32-33) será obra del Espíritu Santo; pertenecerá a los pobres según el Espíritu» (709). Más aún, «el exilio lleva ya la sombra de la cruz en el designio de Dios, y el resto de los pobres que vuelven del exilio es una de las figuras más transparentes de la Iglesia» (710). Por otra parte, todavía en la revelación del Espíritu según el Antiguo Testamento, « dos líneas proféticas se van a perfilar, una se refiere a la espera del Mesías, la otra al anuncio de un Espíritu nuevo, y las dos convergen en el pequeño resto, el pueblo de los pobres (cfr. So 2,3), que aguardan en la esperanza la consolación de Israel» (711).

Pero la revelación más explícita del Espíritu, en relación a los pobres, se realiza en el Nuevo Testamento. Por eso, Jesús afirma que el Espíritu le ha enviado «a anunciar a los pobres la Buena Noticia (Lc 4,18; cfr. Is 61, 1-2)» (714). De ahí que es «el pueblo de los pobres (cfr. So 2,3; Sal 22, 27; 34, 3; Is 49, 13; 61, 1; etc.), los humildes y los mansos, totalmente entregados a los designios misteriosos de Dios, los que esperan la justicia, no de los hombres sino del Mesías... la gran obra de la misión escondida del Espíritu Santo». (716). Por otra parte, María, en el Magnificat, «llena del Espíritu Santo, presenta al Verbo en la humildad de su carne dándolo a conocer a los pobres (cfr. Lc 2, 15-19) y a las primicias de las naciones (cfr. Mc 2, 11)» (724).

Por lo que se refiere a la Iglesia, también en ella se da la presencia de los pobres: «Para el cristiano, servir es reinar (LG 36), particularmente en los pobres y en los que sufren» (786). Es más, en la Iglesia «todos los miembros están unidos unos a otros, particularmente a los que sufren, a los pobres y perseguidos» (806).

Y es precisamente por eso, porque la importancia de los pobres es tan grande, por los que el Catecismo, al hablar del juicio final, recuerda una palabras de san Agustín: «Yo había colocado sobre la tierra, dirá El, a mis pobrecitos para vosotros» (1039).

En la parte que el Catecismo dedica a la celebración y a los sacramentos, no abundan las referencias a los pobres. Sólo en relación a la eucaristía y a la penitencia, hay algunas indicaciones. Y así, en el contexto de la ofrenda eucarística, se afirma que «se inspira en el ejemplo de Cristo que se hizo pobre para enriquecernos (cfr. 2 Co 8, 9)» (1351). Por otra parte, al hablar de la presencia de Cristo en la eucaristía, el Catecismo recuerda que «Cristo Jesús... está presente de múltiples maneras en su Iglesia (cfr. LG 48)... en los pobres (1373). Y al explicar los frutos de la comunión, afirma que «la Eucaristía entraña un compromiso en su favor de los pobres: Para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos (cfr. Mt 25, 40)» (1397).

Al hablar de la presencia, hay otra alusión a los pobres: «La conversión se realiza en la vida cotidiana mediante gestos de reconciliación, la atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la justicia y del derecho (cfr. Am 5, 24; Is 1, 17)» (1435). Texto magnífico, que debería orientar toda nuestra vida cristiana y nuestros compromisos.

Finalmente, en esta parte dedicada a los sacramentos, el Catecismo recuerda cómo Jesús asocia a los discípulos « a su vida pobre y humilde» (1506) en el cuidado por los enfermos.

Donde, sin duda alguna, el Catecismo habla más extensamente de los pobres es en la tercera parte, dedicada a la moral. Casi al principio, recuerda las bienaventuranzas de Mateo y naturalmente cita el «bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos» (1716). Más tarde, al explicar la virtud de la caridad, indica que tal virtud nos exige «que amemos a los niños (cfr. Mc 9,37) y a los pobres como El mismo (cfr. Mt 25, 40.45)» (1825). Y cuando enumera los pecados «que aclaman al cielo», cita «el lamento del extranjero, de la viuda y el huérfano cfr. Ex 22, 20-22); la injusticia contra el asalariado (cfr. Dt 24, 24-25; Is 5,4)» (1867).

Después pasa el Catecismo a estudiar «Respeto de la persona humana». y con este motivo dice: «El deber de hacerse prójimo de los demás y de servirlos activamente se hace más acuciante todavía cuando éstos están más necesitados en cualquier sector de la vida humana (cfr. Mt 25, 40)» (1932). El texto no se refiere necesariamente a los pobres, pero ciertamente los incluye. Y es esa solicitud por los pobres la que lleva al Catecismo, cuando habla de la solidaridad humana, a decir lo siguiente: «los problemas socio-económicos sólo pueden ser resueltos con la ayuda de todas las formas de solidaridad: solidaridad de los pobres entre sí, de los ricos y de los pobres, de los trabajadores entre sí, de los empresarios y de los empleados, solidaridad entre las naciones y entre los pueblos» (1941).

Por eso es tan importante la ley evangélica, que «se dirige a los que están dispuestos acoger con fe esta esperanza nueva: los pobres, los humildes, los afligidos, los limpios de corazón, los perseguidos a causa de Cristo, trazando los caminos sorprendentes del Reino» (1967).

Al explicar el cuarto mandamiento, el Catecismo tiene también en cuenta a los pobres: «La familia debe vivir de manera que sus miembros aprendan el cuidado y la responsabilidad respecto a los pequeños y mayores, de los enfermos y disminuidos, y de los pobres» (2208).

Más importantes es lo que dice el mismo Catecismo al explicar el quinto mandamiento. Este mandamiento «prohibe hacer algo con intención de provocar indirectamente la muerte de una persona. La ley moral prohibe exponer a alguien sin razón grave a un riego mortal, así como negar la asistencia a una persona en peligro». Y añade a continuación algo que es extremadamente importante: «La aceptación por parte de la sociedad de hambres que provocan muertes sin esforzarse por remediarlas es una escandalosa injusticia y una falta grave» (2269). Evidentemente, esta doctrina es inmediatamente aplicable a la situación de los países del tercer mundo, en los que cientos de miles de personas mueren a causa del hambre. No mueren de muerte natural; mueren de muerte temprana e injusta. Pero lo que el Catecismo no dice es quiénes son los responsables de esta situación y, por lo tanto, quiénes son los que cometen semejante pecado. En esto el Catecismo tendría que haber sido más claro y más profético.

Al hablar del problema de la guerra, el Catecismo afirma: «La carrera de armamentos no asegura la paz. En lugar de eliminar las causas de la guerra, corre el riesgo de agravarlas. La inversión de riquezas fabulosas en la fabricación de armas siempre más modernas impide la ayuda a los pueblos indigentes (Populorum progressio, 53) y obstaculiza su desarrollo. El exceso de armamento multiplica las razones de conflictos y aumenta el riesgo de contagio» (2315). Más aún, «la carrera de armamentos es una plaga gravísima de la humanidad y perjudica a los pobres de modo intolerable (GS 81, 3)» (2329).

En el análisis que el Catecismo hace del séptimo mandamiento, habla repetidas veces de los pobres. Y afirma que «los poseedores de bienes de uso y consumo deben usarlos con templanza reservando la mejor parte al huésped, al enfermo, al pobre» (2405). En este contexto de ideas, el Catecismo recuerda el ejemplo del Señor que «siendo rico, por nosotros se hizo pobre a fin de qué os enriqueciérais con su pobreza (2 Co 8, 9)» (2407). Por lo demás, el Catecismo recuerda la doctrina tradicional según la cual no hay robo «en el caso de la necesidad urgente y evidente en el que el único medio de remediar las necesidades inmediatas y esenciales (alimento, vivienda, vestido...) es disponer y usar de los bienes ajenos (cfr. GS 69, 1)» (2408). Pero no saca las consecuencias, que se derivan lógicamente de esta doctrina, en cuanto al problema de la deuda externa y, en general, para la situación de los países del tercer mundo en su relación con los países ricos.

En el conjunto de su explicación del séptimo mandamiento, el Catecismo dedica un párrafo al «amor a los pobres». Es lástima que esto venga al final, cuando ya está toda la doctrina elaborada. Pero más vale tarde que nunca. de todas maneras, hay reconocer que las afirmaciones del Catecismo, en este orden de cosas, son generosas: «Dios bendice a los que ayudan a los pobres y reprueba a los que se niegan a hacerlo: «A quien te pida da, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda» (Mt 5, 42). «Gratis lo recibisteis, dadlo gratis» (Mt 10,8). Jesucristo reconocerá a sus elegidos en lo que hayan hecho por los pobres (cfr. Mt 25, 31-36). La buena nueva «anunciada a los pobres» (Mt 11, 5; Lc 4, 18) es el signo de la presencia de Cristo» (2443). Más aún, «el amor de la Iglesia por los pobres... pertenece a su constante tradición» (Centesimus annus, 57). Está inspirado en el Evangelio de las bienaventuranzas (cfr. Lc 6, 20-22), en la pobreza de Jesús (cfr. Mt 8,20), y en la atención a los pobres (cfr. Mc 12, 41-44). El amor a los pobres es también uno de los motivos del deber de trabajar, con el fin de «hacer partícipe al que se halle en necesidad» (Ef 4,28). No abarca sólo a la pobreza material, sino también a las numerosas formas de pobreza cultural y religiosa (cfr. Centesimus annus, 57)» (2444). También por ello «el amor a los pobres es incompatible con el amor desordenado a las riquezas o su uso egoísta» (2445).

En este contexto de ideas, el Catecismo cita dos textos de san Juan Crisóstomo y de san Gregorio Magno, que elogian y ponderan el amor a los pobres (2446). Y concluye el Catecismo: «Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres (cfr. Tb 4, 5-11; Si 17, 22) es uno de los principales testimonios de caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios (cfr. Mt 6, 2-4)» (2447). Y algo que, si cabe, es más importante: «También por ello, los oprimidos por la miseria son objeto de una amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes... no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos. Lo ha hecho mediante innumerables obras de beneficencia, que siempre y en todo lugar continúan siendo indispensables». Y cita la instrucción Libertatis conscientia de la Congregación para la Doctrina de la Fe (2448).

Por último, el Catecismo termina su explicación del séptimo mandamiento recordando que pobres siempre habrá entre nosotros (cfr. Mt 15, 11). Y en ese sentido cita el texto de Juan 12,8: «Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis». «Con esto, no hace caduca la vehemencia de los oráculos antiguos..., sino que nos invita a reconocer su presencia en los pobres que son sus hermanos (cfr. Mateo 25, 40)» (2449).

Finalmente, en la cuarta parte, dedicada a la oración, hay seis alusiones de pasada a los pobres. Se recuerda cómo los «pequeños» de la oración de Jesús, en Mt 11, 25-27, son los pobres de las bienaventuranzas (2603). Se habla de la oración de María, el Magníficat, como el «cántico de los pobres» (2619). Se insiste en que los pobres son los «pequeños», los servidores de Cristo (2660). Se afirma que los pobres son «los justos de la antigua alianza» (2811). Al comentar el Padre Nuestro, dice que «el drama del hambre en el mundo llama a los cristianos que oran en verdad a una responsabilidad efectiva hacia sus hermanos»; de tal manera que «esta petición de la oración del Señor no puede ser aislada de las parábolas del pobre Lázaro (cfr. Lc 16, 19-31) y del juicio final (cfr. Mt 25, 31-46)» (2831). Y por último, afirma que «los cristianos deben movilizar todos sus esfuerzos para anunciar el Evangelio a los pobres» (2835). Si bien añade a continuación que la verdadera hambre que hay en este mundo es el hambre de Dios. «Por eso, el sentido específicamente cristiano de esta cuarta petición se refiere al Pan de la Vida», que es la palabra de Dios y la eucaristía (2835).

Como se ve, las referencias del Catecismo a los pobres son generosas. Pero es evidente que, cuando se trata de analizar un texto, no basta repetir las citas literales. Lo que de verdad interesa, en este caso, es determinar de qué pobre se trata en el Catecismo, cuál es su verdadera importancia, qué piensa Dios de las diferencias sociales. Y sobre todo, qué soluciones se aportan para el problema de la pobreza en el mundo. Es lo que vamos a analizar a continuación.

¿Quiénes son los pobres?

El concepto de «pobre», en el catecismo, no es homogéneo, sino que admite fundamentalmente dos significados: el «pobre» en sentido sociológico, es decir, el pobre económicamente hablando, el que carece de medios para vivir. Y el «pobre» en sentido espiritual, el humilde de corazón, que pone su confianza en Dios.

De los pobres en sentido sociológico, habla el Catecismo sobre todo al explicar los mandamientos, especialmente el séptimo. En este sentido, dice que la carrera de armamentos, con sus gestos fabulosos, es una plaga gravísima de la humanidad y perjudica a los pobres de modo intolerable (2329; cfr. 2315). En el mismo sentido hay que entender a los pobres cuando dice que «los poseedores de bienes de uso y consumo deben usarlos con templanza reservando la mejor parte al huésped, al enfermo, al pobre» (2405). O cuando afirma que «los campesinos, sobre todo el Tercer Mundo, forman la masa mayoritaria de los pobres» (2440). Y, por supuesto, el Catecismo se refiere a los pobres sociológicos cuando dice que «la limosna hecha a los pobres (cfr. Tb 4, 5-11; Si 17, 22) es uno de los principales testimonios de caridad» (2447; cfr. 2462).

Pero sin duda alguna, los pobres a los que el Catecismo se refiere habitualmente es a los pobres en sentido espiritual y ascético. Así, cuando explica el anuncio del reino de Dios, hecho por Jesús, afirma con toda claridad: «El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir a los que lo acogen con un corazón humilde» (544). Por tanto, los pobres a los que pertenece el reino no son los desgraciados y crucificados de la tierra, sino los que tienen un corazón humilde, aunque posean riquezas abundantes. Por eso dirá más adelante que el reino «pertenecerá a los pobres según el Espíritu» (709). Y estos pobres según el Espíritu son «el pequeño Resto, el pueblo de los pobres (cfr. So 2,3), «que aguardan en la esperanza la consolación de Israel» (711). Es «el Pueblo de los pobres (cfr. So 2,3; Sal 22,27; 34, 3; Us 49, 13; 61, 1; etc.), los humildes y los mansos, totalmente entregados a los designios misteriosos de Dios, los que esperan la justicia, no de los hombres sino del Mesías» (716). De ahí que la ley evangélica«se dirige a los que están dispuestos a acoger con fe esta esperanza nueva: los pobres, los humildes, los afligidos, los limpios de corazón, los perseguidos a causa de Cristo, trazando los caminos sorprendentes del Reino» (1967). La tendencia a espiritualizar el concepto de pobres es constante: los bienaventurados son los «pobres en el espíritu» (2546), porque ellos son los que buscan el reino de los cielos (2547), los que por medio de la confianza en Dios se disponen a la bienaventuranza de los pobres (2547), es decir «de corazón» (2556).

Esta tendencia a la espiritualización del concepto de pobre se acentúa en la cuarta parte del Catecismo, cuando explica el tema de la oración. En este sentido, los pobres de la bienaventuranzas son los «pequeños» (cfr. Mt 11, 25-27) (2603). Y el Magníficat, que pronuncia María, es el «cántico de los pobres cuya esperanza ha sido colmada en el cumplimiento de las promesas hechas a nuestros padres» (2619). En ese mismo sentido, «orar en los acontecimientos de cada día y de cada instante es uno de los secretos del Reino revelado a los pequeños, a los servidores de Cristo, a los pobres de las bienaventuranzas» (2660). Es la misma espiritualización que se expresa cuando afirma que «los justos de la Antigua Alianza, los pobres que regresaron del exilio y los profetas se sintieron inflamados de pasión por su nombre» (2811).

La conclusión que se desprende de la lectura de los textos, que acabo de citar, es que para el Catecismo los pobres en sentido teológico son los pobres «de espíritu», es decir, los que acogen el reino de Dios con un corazón humilde, aunque sean multimillonarios. A estos «pobres» es a los que Dios bendice; y para ellos son las promesas divinas. La burguesía «espiritual» está plenamente justificada. Y no sólo justificada, sino sobre todo santificada, puesto que de ella es el reino de Dios.

Por supuesto, el Catecismo también se ocupa de los pobres materiales, de los que viven en las chabolas y en las favelas. Pero es para decir que Dios dará una gran recompensa a los que les dan limosna (2443; 2447; 2462). También afirma el Catecismo que Dios no quiere que haya ricos y pobres. Pero eso solamente cuando constituye una desigualdad escandalosa (1938). Mientras no se llegue al escándalo, Dios quiere que haya ricos y pobres (1936-1937). De esto hablaremos más adelante. En todo caso, qué lejos queda todo esto de la vigorosa afirmación del documento de Puebla: «Los pobres merecen una atención preferencial, cualquiera que sea la situación moral o personal en que se encuentren. Hechos a imagen y semejanza de Dios para ser sus hijos, esta imagen está ensombrecida y aun escarnecida. Por eso Dios toma su defensa y los ama. Es así cómo los pobres son los primeros destinatarios de la misión y su evangelización es por su excelencia señal y prueba de la misión de Jesús» (Puebla, nº 1142).

Los silencios del Catecismo sobre los pobres

Muchas veces es más importante lo que se calla que lo que se dice sobre un asunto concreto. Hay silencios que son más elocuentes que mil palabras. Eso exactamente es lo que ocurre en el Catecismo con respecto a los pobres. Estos silencios son más frecuentes y más significativos en la primera y en la segunda parte del Catecismo, es decir, cuando se explican el credo y los sacramentos.

Ya en el prólogo, cuando se presentan las intenciones y los proyectos fundamentales del Catecismo, no se dicen ni una palabra sobre los pobres. Ellos no entran en el planteamiento básico del Catecismo.

Más significativo es el silencio sobre los pobres cuando el Catecismo explica la revelación. Sólo una alusión de pasada a ellos, al citar el texto de Sofonías 2, 3 (64). Pero nada se dice ni de los pobres ni de la pobreza al explicar el contenido de la revelación (50-141), lo mismo que en el análisis que se hace de la fe (142-184). Esto es importante. Porque no se parte de los pobres, para ver cómo desde ellos podemos entender la revelación y la fe, sino que se toman como punto de partida los principios abstractos y genéricos de la teología tradicional, en la que no hay nada sobre los pobres al tratar estas cuestiones fundamentales de la dogmática cristiana.

Otro tanto hay que decir acerca del análisis de la trinidad, en el que se reconoce que Dios es Padre de los pobres, del huérfano y de la viuda (238), pero sin que de eso se saquen más consecuencias. Y es absoluto el silencio sobre los pobres al hablar de Dios creador (279-301), de la divina providencia (301-314), del hombre (355-379) y del pecado (385-412).

En la cristología de habla, por supuesto, de los pobres. Pero se habla de ellos en la periferia, al narrar los misterios de la vida de Cristo (512-560). Es decir, la cristología no se constituye soteriológicamente y menos aún a partir de la acción de Cristo con los pobres, sino que cristología y soteriología están perfectamente separadas, de tal manera que el misterio de Cristo está absolutamente acabado desde el instante de la encarnación (465-478). Más aún, las acciones de Jesús con los pobres, tal como se presentan en los ministerios de la vida de Cristo, son acciones de bondad y de beneficencia (544; 559; 561), pero no constituyen la trama del conflicto que terminó en la pasión y en la muerte. Jesús murió crucificado porque tal fue el preciso designio de Dios, para pagar por nuestros pecados (599-618).

Resulta curioso constatar que uno de los capítulos en que más se habla de los pobres es en el pneumatología (683-741). Pero de ellos se habla en sentido «espiritualista». Porque son «los pobres según el Espíritu» (709); los «que aguardan en la esperanza la consolación de Israel» (711); «los humildes y los mansos, totalmente entregados a los designios misteriosos de Dios» (716). En este contexto, los pobres son inofensivos y no resultan en absoluto peligrosos.

A la Iglesia dedica el Catecismo un tratamiento abundante: desde el nº 748 hasta el nº945. Pues bien, en esa extensa doctrina sólo aparecen dos alusiones de pasada a los pobres: cuando dice que «para el cristiano, servir es reinar, particularmente en los pobres y en los que sufren» (786); y cuando afirma que «todos los miembros están unidos unos a otros, particularmente a los que sufren, a los pobres y perseguidos» (806). Fuera de esto, los pobres no tienen parte alguna en la Iglesia, ni ésta tiene que dedicarse a ellos de una manera especial. Por lo menos, nada de esto se dice. Es verdad que al terminar la explicación del séptimo mandamiento, dice el Catecismo que «también... los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la iglesia» (2448). Pero esta afirmación viene tarde y a destiempo, cuando ya toda la doctrina sobre la eclesiología está perfectamente acabada y completada. Además, de ese asunto se habla en el contexto de la limosna y la beneficencia, no en el centro mismo de la doctrina sobre lo que es y constituye el ser mismo de la Iglesia.

Y prácticamente nada más se dice de los pobres en el cuerpo de la dogmática. Sólo una alusión a los «pobrecitos», citando un texto de san Agustín a propósito del juicio final (1039); y dos referencias a propósito de la eucaristía: Cristo está presente en los pobres (1373), y entre los frutos de la comunión está el «compromiso en favor de los pobres» (1397). Para terminar con la indicación de que uno de los gestos de la conversión cristiana es «la atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la justicia y del derecho» (1435).

La tercera parte del Catecismo, dedicada a la moral, empieza con un análisis de «la vida en Cristo». En este contexto, estudia las bienaventuranzas. Pero resulta curioso que, en ese estudio (1720-1729), no dice ni una palabra de los pobres. Un silencio verdaderamente elocuente.

El nº 1741 se titula «Liberación y Salvación». Pero luego no dice ni palabra sobre la liberación. Este es un tema ausente del Catecismo, si exceptuamos alguna mención de la palabra «liberación» (1933) sin más estudio ni análisis de la misma. Y otro silencio significativo: al estudiar el bien común (1905-1912), no menciona a los pobres ni una sola vez.

Otro punto a tener en cuenta es lo que el Catecismo dice sobre la solidaridad. Por supuesto, habla de la «solidaridad de los pobres entre sí, de los ricos y los pobres, de los trabajadores entre sí, de los empresarios y los empleados, solidaridad entre las naciones y entre los pueblos» (1941). En definitiva, generalidades. Porque no dice nada de la solidaridad norte-sur, ni siquiera de los países ricos con los países pobres; no habla para nada del tercer mundo, ni de los países en vías de desarrollo. Además, no dice nada de cómo hay que entender esa solidaridad. Ni de las condiciones que deben darse, sobre todo a nivel internacional, para que se pueda hablar de una auténtica solidaridad entre los pueblos.

Por último, me parece importante recordar cómo el Catecismo recoge la doctrina tradicional de los moralistas, según la cual en «caso de necesidad urgente y evidente en el que el único medio de remediar las necesidades inmediatas y esenciales (alimento, vivienda, vestido...) es disponer y usar de los bienes ajenos (cfr. GS 69, 1)» (2408), tal principio se puede llevar a la práctica. Pero el Catecismo no dice nada de cómo este principio se tendría que aplicar, no sólo a los individuos, sino también a las naciones, con las consecuencias que semejante doctrina entrañaría para el caso de la deuda externa y en general la situación de los países del tercer mundo.

Yendo más al fondo de las cosas, al Catecismo le falta el impulso profético de Medellín y Puebla. Los pobres no ocupan el lugar central de la reflexión y de las soluciones. Es verdad que el problema más importante que tiene que afrontar la Iglesia es el problema de la fe y del pecado. Pero no cabe duda de que el problema más urgente para ella es el problema del hambre y la injusticia en el mundo. Ahora bien, de este asunto no se dice ni palabra en el Catecismo. Aquí está su silencio más grave y más preocupante.

Dios quiere las diferencias sociales

En el nº 1936 dice el Catecismo: «Ciertamente hay diferencias entre los hombres por lo que se refiere a la edad, a las capacidades físicas, a las aptitudes intelectuales o morales, a las circunstancias de que cada uno se pudo beneficiar, a la distribución de las riquezas (cfr. GS 29, 2)». Y a renglón seguido, en el nº1937 dice: «Estas diferencias pertenecen al plan de Dios, que quiere que cada uno reciba de otro aquello que necesita, y que quienes disponen de 'talentos' particulares comuniquen sus beneficios a los que los necesiten». O sea, Dios quiere que haya diferencias sociales. Dios quiere que también «en la distribución de las riquezas» unos hombres dependan de otros. En definitiva, Dios quiere que haya ricos y pobres. Y para que no quede duda sobre el asunto, el mismo Catecismo cita un texto de santa Catalina de Siena, en el que la santa pone en boca de Dios las siguientes palabras: «En cuanto a los bienes temporales las cosas necesarias para la vida humana las he distribuido con la mayor desigualdad, y no he querido que cada uno posea todo lo que le es necesario para que los hombres tengan así ocasión, por necesidad, de practicar la caridad unos con otros... He querido que unos necesiten de otros y que fuesen mis servidores para la distribución de las gracias y de las liberalidades que han recibido de mí» (1937).

Dos cosas se vienen a decir en este texto: (1) que los ricos son ricos porque Dios ha querido y ha dispuesto que sean ricos, lo cual conlleva inevitablemente que los pobres son pobres porque Dios ha querido y ha dispuesto que sean pobres. (2) que Dios quiere que esta situación se mantenga para que así unos hombres ayuden a los otros, es decir, para que unos dependan de otros.

Resulta increíble que en los tiempos que vivimos se digan estas cosas. Por supuesto, el Catecismo añade que «existen también diferencias escandalosas que afectan a millones de hombres y mujeres. Están es abierta contradicción con el Evangelio» (1938). Ahora bien, ¿cuáles son las diferencias escandalosas y cuáles las que no llegan a tanto? El Catecismo no responde a esta cuestión tan fundamental. Y para muchas personas interesadas en ello, queda en pie que Dios quiere que existan diferencias sociales, que haya ricos y que haya pobres.

Esta mentalidad no es nueva. Es exactamente la mentalidad de los grandes formadores de la conciencia burguesa en el siglo XVIII, que fueron los jansenistas y los jesuitas. Así lo demostró, hace más de cincuenta años, el excelente estudio de B. Groethuysen (La formación de la conciencia burguesa en Francia durante el siglo XVIII, México, Fondo de Cultura Económica, 1985). La idea capital de aquellos autores es que la virtud se identifica con el orden. «El orden y la virtud son dos palabras que designan una misma cosa», escribe el jesuita Crasset (o.c., 281). Por eso tiene que haber diversas clases sociales. En otro caso, como observa el mismo Grothuysen, no habría superioridad ni subordinación; todos querrían ser señores y nadie querría ser siervo (o.c., 282). En este sentido, Bourdaloue es tajante: «En razón del decreto de la Providencia divina están los uno colocados más altos, mientras que los demás están subordinados a estos primeros, habiendo situaciones llenas de brillo y gloria y otras de grado inferior. pero todas tienen por regla la divina sabiduría; todas ellas son necesarias para mantener la paz sobre la tierra y el buen orden» (o.c., 282). De ahí que, para aquellos predicadores, tenía que haber diferencias sociales. Y esas diferencias eran queridas y dispuestas por Dios: «Fue necesario que hubiera diversas clases, y ante todo fue inevitable que hubiera pobres, a fin de que existieran en la sociedad humana obediencia y orden», dice Bourdaloue (o.c., 285).

Por lo demás, aquellos predicadores eran perfectamente conscientes de que la función de los ricos era atender a los pobres. Dios ha entregado a los que «nadan en la abundancia» el cuidado de aquellos que «carecen de todo». Ha nombrado a los ricos los «administradores de su Providencia», se lee en un sermón de Griffet (o.c., 250). Y Massillon se pregunta: ¿cuál fue entonces «su voluntad cuando tan pródigamente os proveyó de bienes de fortuna? Que seáis los padres de los pobres» (o.c., 251).

Los testimonios se podrían multiplicar abundantemente, como lo hace Groethuysen con los sermonarios de los predicadores de la época. Pero no hace falta. Con lo dicho es suficiente para hacerse idea de hasta qué punto el Catecismo justifica la existencia de los pobres. Y tranquiliza la conciencia de los ricos. A fin de cuentas, Dios es el que ha dispuesto que unos y otros existan.

La solución al problema de los pobres

Es evidente que el Catecismo contiene interpelaciones apremiantes a la conciencia en favor de los pobres. En este sentido, al enumerar los pecados«que claman al cielo», cita los siguientes: «el lamento del extranjero, de la viuda y del huérfano (cfr. Ex 22, 20-22); la injusticia contra el asalariado (cfr. Dt 24, 14-15; Is 5, 4)» (1867). Por otra parte, cuando estudia «el respeto de la persona humana, dice el Catecismo: «El deber de hacerse prójimo de los demás y de servirlos activamente se hace más acuciante todavía cuando éstos están más necesitados en cualquier sector de la vida humana». Y cita a Mateo 25, 40 (1932). En este caso, no se refiere necesariamente a los pobres, pero ciertamente los incluye. También el Catecismo hay llamamientos a la solidaridad entre los hombres y entre los pueblos (1941), al respeto a la vida (2269) y a la salud (2288), a la moderación en la carrera de armamentos precisamente para no impedir «l ayuda a los pueblos indigentes» (2315). Además, al explicar el séptimo mandamiento, insiste en el destino universal de los bienes de la tierra (2402), si bien defendiendo al mismo tiempo el derecho a la propiedad privada (2403); incluye un resumen condensado de la doctrina social de la Iglesia (2419-2425), y desciende a puntos concretos, al analizar la actividad económica y la justicia social, como es el derecho al trabajo (2433), el salario justo (2434), el derecho a la huelga (2435), así como la injusticia que supone la privación de empleo por causa de la huelga (2436).

Además, el Catecismo habla también de la justicia y la solidaridad entre las naciones. Reconoce el «abismo» que existe entre los que poseen y desarrollan los medios de crecimiento, por una parte, y los que acumulan deudas, por otra (2437). Insiste en la necesaria solidaridad entre las naciones. Y añade: «Es preciso sustituir los sistemas financieros abusivos, si no usuarios, las relaciones comerciales inicuas entre las naciones, la carrera de armamentos, por un esfuerzo común para movilizar los recursos hacia objetivos de desarrollo moral, cultural y económico redefiniendo las prioridades y las escalas de valores» (2438). Más aún, el mismo Catecismo afirma que «las naciones ricas tienen una responsabilidad moral grave respecto a las que no pueden por sí mismas asegurar los medios de desarrollo... Es un deber de solidaridad y de caridad; es también una obligación de justicia si el bienestar de las naciones ricas procede de recursos que no han sido pagados con justicia» (2439). Finalmente dice que la «ayuda directa», aunque muchas veces es necesaria, con frecuencia no basta, porque lo que hace falta es «reformar las instituciones económicas y financieras internacionales para que promuevan y potencien relaciones equitativas con los países menos desarrollados» (2440).

No cabe duda que toda esta doctrina, tomada de las grandes encíclicas sociales de Juan Pablo II, constituye un aporte importante para resolver la situación de los pobres en el mundo. Pero hay que decir, al mismo tiempo, que todos estos grandes principios adolecen del fallo que con frecuencia tiene la doctrina social de la Iglesia, que es mantenerse en la abstracción de unos principios tan universales y generales, que podrían y suelen ser pronunciados, de una manera similar, por los causantes de las desgracias que denuncian. A esta doctrina le falta concreción y nitidez. En ella, por ejemplo, nada se dice de la tensión norte-sur y sus causas. Nada se dice de los países del tercer mundo y por qué mecanismos son explotados por los países ricos. nada se dice del problema de la deuda externa y de hasta qué punto es obligatorio pagarla. Nada se dice del archipotente «club de los siete» y cómo son ellos los grandes responsables del desequilibrio económico internacional.

Sencillamente, pienso que esta doctrina del Catecismo no va a inquietar demasiado a los que tendría que inquietar. Ni va a resolver el problema de los pobres, que es lo que tendría que resolver. Sobre todo, si tenemos en cuenta que, cuando llega a hablar del amor a los pobres más en concreto, la solución que aporta el Catecismo es la beneficencia y la limosna. Tal es, en efecto, el resumen de lo que dice en el apartado dedicado a este asunto (2443-2449). De tal manera que incluso los vigorosos textos de san Juan Crisóstomo y san Gregorio Magno, que se citan en el nº 2446, lo que hacen es recalcar el deber de la limosna, cuando afirman que «lo que poseemos no son bienes nuestros, sino los suyos». Ahora bien, de sobra sabemos que con limosnas y con beneficencia no se resuelve la situación de los pobres en el mundo. La limosna y la beneficencia será, muchas veces, imprescindible y hasta urgente. Pero es claro que, con frecuencia, para lo que en realidad sirve la limosna y la beneficencia es para tranquilizar la conciencia de la gente acomodada, impidiendo de esa manera que se lleven a efecto reformas más radicales, las únicas que pueden aportar la verdadera solución a la situación de los pobres.

Conclusión

Es evidente que el Catecismo dice cosas importantes y positivas sobre los pobres. Es evidente que intenta defenderlos y sacarlos de su situación. Pero el problema no es ése. El problema está en saber si este Catecismo afronta el problema más grave y más urgente que tiene hoy en el mundo: el problema de que el ochenta por ciento de la población mundial se tiene que contentar con el veinte por ciento de los recursos de la tierra; el problema de los más de mil millones de pobres que viven en extrema y urgente necesidad; el problema de los cuarenta mil niños que mueren diariamente por falta de alimentos; el problema del llamado «cuarto mundo», el mundo de los marginados, apátridas y desperdicios humanos que se dan en el seno de los países opulentos. Estos son los problemas que el Catecismo ni afronta ni resuelve.

Porque su concepto de «pobres» es, por lo general, tan espiritualista, que no alcanza a hacerse cargo de las personas y de las situaciones que acabo de mencionar. Porque su teología es tan tradicional y tan conservadora, que no tiene más remedio que presentar lagunas importantes en cuanto se refiere a la presencia de los pobres en el cuerpo de la dogmática católica. Porque aunque afirma que hay diferencias escandalosas, en realidad defiende las diferencias sociales y legitima la existencia de ricos y pobres como algo querido por Dios. Y finalmente porque las soluciones que aporta al problema de los pobres, consisten en afirmaciones tan genéricas y abstractas que en realidad poco o nada resuelven, aparte de que la solución concreta que presenta se reduce a la limosna y a la beneficencia.

En definitiva, creo que nos encontramos ante un Catecismo que en nada va a contribuir para cambiar la situación establecida. Ni los ricos se van a sentir incómodos con él, ni lo pobres van a encontrar la respuesta a su clamor.


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