RELaT 43

Punto de vista femenino sobre la vida religiosa

María Nieves Olóriz, dominica
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La trayectoria histórica de la mujer, de la feminidad, ha sido y es todavía tan negativa y marginada que resulta difícil hablar sobre nuestra propia identidad sin que se nos añada otro calificativo, también peyorativo, de «feministas», de querer ser más de lo que somos, como de querer adueñarnos de unos valores que no nos pertenecen. Todo ello en relación al otro sexo, con el lugar que ocupamos en la Iglesia y en la sociedad.

En mi caso no soy feminista. Entiendo ese movimiento porque precisamente surge en una situación reivindicadora, aunque no convenientemente acertada ni transformadora de lo que en realidad se trata: rescatar nuestra propia identidad.

No es mi interés tener una mirada retrospectiva sobre el pensamiento, en torno a la mujer, ni de los antiguos filósofos, ni de los Padres de la Iglesia. Es sobradamente conocido el menosprecio que muchos de ellos manifestaron de una y otra forma, hasta considerarnos como la raíz de todo pecado. Mi reflexión se asienta en el presente y en el futuro.

Lo femenino constituye hoy una sacudida mayor en la conciencia de la humanidad; representa una batalla clave en el avance hacia el futuro más humano: la batalla de la igualdad, la liberación, y la dignificación total de la mujer. Al hablar de humanidad no se habla en su globalidad, se hace una restricción, justamente de la mitad, que somos las mujeres. No existe un futuro común mientras una parte de los humanos acapare privilegios a costa de quitárselos a la otra. El mismo Concilio Vaticano II señala entre las marcas profundas de nuestro tiempo el hecho de que la mujer reclame la igualdad de derecho y de hecho con el varón (GS 9). Pero lo dominante no es, desgraciadamente, que esto se tenga en cuenta, ni en las diferentes Iglesias siquiera. El feminismo surge como fuerza emancipadora casi fuera de ellas y, a veces, frente a ellas.

El feminismo constituye un dinamismo radicalmente humano, que nace del fundamento último y de la fuente originaria. Es un dinamismo sustentado y promovido por el Dios creador y plenificador de la humanidad. La intuición religiosa de la mujer captó desde el comienzo que Dios no podía ser sólo masculino. El fenomenólogo de la religión Mircea Eliade subrayó bien el hecho: «En muchísimas culturas primitivas los dioses primordiales son andróginos, es decir, ni masculinos ni femeninos, sino ambas cosas juntas». Se trataba de simbolizar el poder creativo, la fecundidad creadora propia de la divinidad. Si lo divino constituye la fuente última de la realidad, es porque posee en sí la capacidad integral de engendrar, de dar vida. La divinidad lo hace unitariamente en su plenitud propia. Lo que nosotros somos de lejos y en la unión de los sexos, lo es Dios en la infinita feminidad de su unidad creadora.

Si nos referimos a la Trinidad diremos que Dios es plenitud societaria: Dios es «hombre y mujer» y es «hijo». Lo es de una manera simbólica, misteriosa. Dios incluye en sí la maravilla de la comunión amorosa y la gloria fecunda de la paternidad y la filiación. Si se utiliza la metáfora de la paternidad de Dios también podemos hablar de la maternidad de Dios con el mismo lenguaje metafórico. La metáfora femenina aplicada a Dios la encontramos en el Antiguo Testamento. Dios Madre, que concibe, que engendra, que amamanta, que tiene siempre presente a sus hijos, que consuela, que da luz (Ex 11-12; Ex 34,6; Os 11,1-4; Dt 32,18; Is 49,15; 63,15; 66,13; 42,14; Sal 131,2).

De Israel no sólo se habla como hija sino como esposa, y el Cantar de los Cantares nos manifiesta una relación amorosa donde el esposo y la esposa son una misma cosa. No es de extrañar que algunos Padres de la Iglesia hayan hablado del Espíritu Santo como esposa, como lo femenino de Dios.

Aunque la simbología esta presente en lo que antecede, se nos dice con seguridad que Dios no es masculino, ni dominador, ni siquiera patriarca; es más bien eso que intuimos a través de la comunión auténtica entre el hombre y la mujer; es maternidad y paternidad; es amor fecundo y sin discriminación. Así, pues, no podemos en absoluto considerarlo más masculino que femenino, más varón que mujer. Dios se manifiesta a través de lo mejor del hombre y lo mejor de la mujer.

Desde nuestra sensibilidad religiosa y femenina nos resulta sorprendente e inaceptable que, en nombre de Dios, y por el hecho de ser mujeres y religiosas, se nos quite algún derecho. Asimismo, en la Iglesia todo lo que vaya en la línea de la dignidad, el servicio, lo comunitario, la relación con los demás, debe ser totalmente igualitario.

En Gen 1, 27 leemos: «y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó». Es a través de ese juego de singular y plural, de dualidad y unidad como se ve claro el misterio: el hombre es indisolublemente varón-hembra, hombre-mujer. De esa comunión resulta la humanidad íntegra, la que como imagen representa a Dios.

Israel, al ser una sociedad patriarcal enfatizó sólo la imagen masculina de Dios. La Biblia, inspirada por Dios pero escrita por hombres, tiene expresiones machistas propias de la mentalidad patriarcal, pero con un profundo dinamismo que le viene de la fuente y raíz divinas. Es con Jesús de Nazaret como ese dinamismo cobra más fuerza y la mujer queda enaltecida, en su lugar. Jesús se adelantó a su tiempo. Desde su intuición original trataba a todas y a todos como personas, hijas e hijos de Dios, iguales ante El y ante la mirada del Padre que no discrimina. Jesús llamó Padre a Dios, lo denominó Pastor y Sembrador pero también utilizó metáforas femeninas: el hombre siembra la semilla y la mujer pone la levadura en la mesa (Mt 13, 31-33); el pastor que busca la oveja y la mujer que busca la moneda (Lc 15, 4-15). De la misma forma metafórica podemos recordar el pasaje de Nicodemo a quien Jesús le dice «nacer del agua y del Espíritu»; se trata de nacer de Dios para entrar en el Reino; afirmamos que sólo la mujer puede hacer nacer.

Siempre se nos ha presentado a María como Madre, y los Evangelios la presentan así, pero sobre todo es la que sigue a Jesús en todo momento, la discípula fiel (Lc 8, 19-21).

No hay complejos en Jesús con respeto a la mujer: se mostró tierno, sin disimulos con las mujeres, ni siquiera con las de mala vida. El las defiende, aunque por ello se le ataque. Esta actitud de Jesús no dejó de tener repercusión. A la samaritana la convierte en evangelizadora (Jn 4, 1-30); a María Magdalena en testigo y apóstol al mismo tiempo, que lleva el mensaje trascendente a los apóstoles, etc.

Diremos una vez más que en Cristo no hay ni varón ni mujer, hay únicamente comunión de personas, apertura a Dios, respeto e igualdad en la fe. Esto mismo es definido por Pablo (Gal 3,28): «En Cristo no hay varón ni mujer». Por todo lo cual afirmamos que todo lo que crea desigualdades es anticristiano. Se puede hablar de emancipación de la mujer en las primeras comunidades cristianas y su incursión en el culto, motivos estos que no estuvieron ajenos al escándalo en el ambiente pagano. El mismo San Pablo parece que rectificó su postura en cuanto a sus afirmaciones: «que la mujer calle en la Iglesia», «que se someta a su marido». Hasta hoy día estas frases restan eficacia concreta en el actuar y ser mujer; no se contempla su sentido más profundo.

Cristo dignificó a la mujer, le dio su lugar propio hizo justicia con ellas y tuvo preferencia también; capto su marginación, su pobreza y manifestó una y otra vez su misericordia y ternura para con ellas.

La religiosa y su feminidad en la Iglesia
Como ya expresé, la experiencia femenina se sitúa en un contexto patriarcal; de ahí que lo afirmamos en nuestra relación con la sociedad, tenemos que reafirmar en nuestra relación eclesial. Si decimos que la Iglesia es una comunidad de iguales como Jesús la concibió como lo vemos en su relación con las mujeres, no podemos hablar de comunitariedad. Desde el inicio de la Iglesia la mujer tuvo un papel destacado de fe en Dios Padre y en su hijo Jesús, así como en el seguimiento de su mensaje y su actuar destacado en el movimiento cristiano primitivo. Participaron de hecho en la difusión del Evangelio: predicaban, se sentían libres y formaron lo que se da en llamar «iglesias domesticas»; y en el aspecto social debemos pensar que tuvo responsabilidades en algunos ministerios. Su cualidad de seguidoras, de discípulas de Cristo, reafirma una vez más que en la comunidad cristiana estaba superada la raza, el sexo, la cultura o la nacionalidad: ni judíos ni griegos, ni esclavos ni libres, ni hombres ni mujeres, todos eran uno, según la ley de Jesús; eran comunidad de creyentes.

La historia, años después, sigue manteniendo el sentido patriarcal y los valores masculinos. Se cerró la posibilidad del igualitarismo. La Iglesia se institucionaliza política y socialmente y se reproduce la situación minusvalorando y negando espacios a las religiosas. La misma historia se ha encargado de devolver el valor real de la mujer y la necesidad de incorporarla. Pero no ha sido precisamente y en su totalidad que la Iglesia haya devuelto la identidad y la proyección femenina en su quehacer histórico y proclamación del Evangelio. Es cierto que el Vaticano II enfatizó en la concepción de una Iglesia en comunión, revalorizó la vida religiosa, la acción misionera, y algunos cambios profundos se originaron en las diferentes Congregaciones femeninas. Cambios en su propia estructura y en sus opciones fundamentales. No se puede decir que todo esto ocurrió sin conflicto. El protagonismo de las religiosas como el de las demás mujeres emergió desde la resistencia a imposiciones derivadas de una concepción machista que persiste todavía. Cuesta admitir el cambio cualitativo de tantas religiosas, su formación, su preparación teológica y los valores feministas que promueven el equilibrio, la armonía, el igualitarismo, la justicia, para nosotras y para los pueblos sistemáticamente excluidos de su promoción y desarrollo. Tenemos que admitir que las mismas organizaciones populares de mujeres o del pueblo en general nos han ayudado a descubrir nuestro rol profético, nuestra forma de entrar en diálogo con el mundo, especialmente del mundo pobre. El paso del Espíritu, su presencia en la vida cotidiana y en los grandes acontecimientos sociales han contribuido también a descubrir y afirmar nuestra propia identidad. A esta altura existen sectores en la Iglesia que no corresponden al tiempo que vivimos. No quiero caer en generalizaciones, pero hoy parecen desconocer la fe profunda que nos anima, nuestro compromiso evangélico, nuestro servicio, nuestra opción por los pobres y excluidos. Son muchos los casos y actitudes que nos ponen en la situación de excluidas, pero esto nos hace vivir más la cercanía, la presencia de Dios, siempre presente en los pobres. Aunque a veces sintamos cierta amargura por actitudes arcaicas y ajenas a la realidad, nos importa más nuestra propia dignidad, rechazando todo tipo de paternalismo, viviendo una espiritualidad profunda cristiana y religiosa y nuestro servicio al pobre desde el que vamos creciendo y viviendo mas evangélicamente.

Como mujeres religiosas no estamos exentas de rasgos de inmadurez que se manifiestan todavía en dependencias, complejos de inferioridad, sumisión, poca autoestima y hasta servilismo. Son rasgos que derivan de actitudes de una sociedad machista, y en algunos aspectos la misma Iglesia los sostiene. El ser objeto y no sujeto de nuestro propio rol en la sociedad y en la Iglesia nos ha llevado a cierto individualismo, pasividad... y, como contrapartida, a un afán de protagonismo, autosuficiencia, etc. Pero desde hace años las religiosas hemos seguido un proceso de madurez humana, es decir, hemos logrado altas cotas de responsabilidad ante la sociedad y en los medios de inserción donde estamos, hemos crecido en disponibilidad, capaces de ofrecer un amor gratuito, de ser creativas y de saber convivir con el conflicto mediante una resistencia activa. Uno de los rasgos de nuestra espiritualidad como dominicas hoy es la capacidad de resistencia para defender la vida, la justicia, los derechos humanos. El análisis crítico de la realidad, el estudio constante de la coyuntura política, económica, social y eclesial nos va reafirmando más en nuestro actuar y va consolidando una espiritualidad profunda y liberadora. El despertar de nuestra conciencia social, de humanización, de defensa de los pobres y excluidos nos va poniendo en el lugar que nos corresponde, un lugar de igualdad con el varón. Diría que en muchos casos nuestras actitudes superan en entrega y dedicación a la tarea evangelizadora. Y esto porque hemos salido de nuestros individualismos entrando en un proceso histórico de cambio social, de humanización.

Es preciso resaltar el esfuerzo por comprender y adentrarnos en las culturas de los pueblos donde estamos, tratando de inculturar el Evangelio. Esta inculturación está comprometiéndonos con la liberación de la mujer en todos sus aspectos. Si bien la autoafirmación de la identidad como mujeres ha sido grande en América Latina, reconocemos la realidad de un porcentaje muy elevado de mujeres marginadas en el hogar, en su propia comunidad y en la sociedad. Los grandes movimientos populares y organizaciones de mujeres están contribuyendo a un cambio cualitativo de su propio ser y actuar, pero son todavía miles que siguen viviendo un cautiverio extremo. Sus luchas y reivindicaciones siguen siendo reprimidas tanto en la familia como en la vida política; se les sigue negando autonomía, democratización, y su intervención en decisiones en las que bien podrían irrumpir en la escena política, pudiendo cambiar leyes, siempre elaboradas por el otro sexo y poco favorables a su desarrollo y mejoramiento de vida. Su capacidad de análisis crítico de la situación social, económica, etc. es neutralizada de mil formas. Es en esta realidad donde las religiosas, en estos últimos años sobre todo, incluyen de manera preferencial en su opción por los pobres la liberación de la mujer. Es significativa para lo que acabo de expresar la frase de una mujer del pueblo:

«No soy leída ni estudiada en ninguna ciencia
pero yo soy graduada en la experiencia
un curso de alta miseria me hizo doctora
soy licenciada en pobreza
máster en desnutrición».

Confidencias como ésta, que parten de una postergación a todos los niveles, y el conocimiento personal que tenemos, fruto de nuestro trabajo, es lo que a las religiosas nos está reclamando un actuar decidido en pro de la igualdad social. El feminismo religioso constituye un rescate de la propia identidad de las demás mujeres, y como apuntaba anteriormente, intensifican nuestra resistencia a tantos contravalores sobre las mujeres y a la salida de ellos. Constatamos permanentemente las semillas del Verbo en este sector de la sociedad, el paso del Espíritu que clama el cambio y que para las religiosas supone una forma de ser evangelizadas, y unos retos a conseguir por fidelidad a nuestro compromiso originario que nos legó Jesús de Nazaret y nuestros Padres Fundadores.

Como dominicas, han sido un punto clave las Asambleas y Capítulos Generales tanto de la Congregación como de la Orden que han sabido leer los signos de los tiempos y nos han aportado el quehacer histórico que nos corresponde. Contemplar desde la experiencia la actual coyuntura mundial, lo cotidiano, el Dios presente, cercano y actuante, su forma concreta de expresarse... no nos era posible desde una teología de laboratorio sino desde la que toma la realidad concreta para «decir sobre Dios y sentirlo», para proclamar su Palabra, para palpar la verdad real y plenificarla en el absoluto. La misma vida comunitaria, propia de la Orden y, por lo tanto de nuestra Congregación, es la que nos ayuda en el discernimiento de las Grandes Causas y consecuencias de los males que aquejan a los pueblos.

El gran aporte del Vaticano II, el de nuestras instituciones, la Clar, y tantos eventos realizados para conseguir una vida religiosa más evangélica y evangelizadora, nos ha llevado a las religiosas a una mayor inserción allí donde la lucha diaria es la sobrevivencia y donde la mujer es más golpeada por la situación. Es en este espacio donde la nuestra evidencia religiosa encuentra pleno sentido, pues la voluntad de Dios se palpa con fuerza extraordinaria; la pobreza es participativa y solidaria; la castidad es el potencial que nos despoja de nosotras mismas y nos lleva a una entrega total para ir construyendo el Reino. Tenemos que reconocer que hemos tenido y seguimos teniendo posibilidades de realización personal, pero sentimos el mandato del Señor de conseguir modos y medios para que las demás mujeres puedan vivir como tales; que consigan cada vez mayores espacios sociales y eclesiales también para una vida digna y su propia realización.

Diré para concluir y retomando algunos aspectos, que las religiosas somos mujeres en «gestación» o «gestantes» de una nueva humanidad, de un mundo igualitario, de ternura ante tanta agresividad y discriminación, de fidelidad humana y evangélica en contraposición a tantas palabras dadas y no cumplidas, compromisos rotos por el egoísmo y la falta de honradez. Mujeres en gestación de una Iglesia igualitaria también, de mayor compromiso con los pobres y excluidos. Gestación que habla de conversión, de nuevos cielos y nueva tierra, no de tres o cuatro mundos que se excluyen mutuamente y tratan de eliminarse por el poder y el dinero. Mujeres en gestación de líderes multiplicadoras para la transformación social, para promover la justicia y la paz. En gestación de sujetos agentes de cambio y no objetos manipulables que apoyan el orden establecido, un orden imperialista, deshumanizante y competidor. Son retos que el feminismo religioso tiene planteados; que ya están en proceso pero que requieren mayor radicalidad.

Es momento de recordar la siguiente oración latinoamericana:

Un día la mujer gritó:
«Soy guerrera»
Y el eco de su voz se hizo oir
más allá de las fronteras.
Soy mujer madre y guerrera
Mi límite no es ya el hogar.
Me llaman la reina de la casa.
Pero soy mayor que el océano y el mar.
Salí... Todavía la aurora no había llegado
al cielo. Fui al sepulcro de mi pueblo
como Magdalena un día, y vi... Había una
vida que proclamar.
Y mi límite dejó de ser el hogar.
Soy madre... soy la vida.
Soy esposa... soy compasión.
Soy mujer... soy dolor.
Soy pueblo, soy amor; anunciación.
Donde hay alguien caído, lo levanto.
Donde hay alguien muerto, algún enfermo,
llorando...; soy guerrera.
Soy pájaro...; canto.
Levanto a mi pueblo y lo saco de la esclavitud.
Mi nombre es liberación.
Soy la paz, soy la esperanza.
Soy arco iris en este mundo de injusticia.
Soy la igualdad...
Mi nombre es fraternidad.
Me llamo pueblo...; soy humanidad.
El que quiera encontrarme... será fácil:
no estoy sólo en el hogar;
estoy en la lucha.
Soy guerrera, soy negra, soy pobre,
soy vieja, soy viuda y casi analfabeta.
Pero es fácil encontrarme en la lucha,
en el movimiento popular. Todos me conocen.
Soy el resto que sobró de alegría y de amor.
Soy todo lo que hay de bueno, de sueño, de cielo.
Soy solamente María Miguel.


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