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Ella y yo ante el lago

(Inspirado en la parábola del buen samaritano)

Mirna FIGUEREDO SILVA


 

 

El lago se estremece y silba; pero yo sigo enfocado en el silencio que llega en briznas, como el brillo verdoso del agua y casi puedo asir el esquivo hilo dorado, que a ratos me conecta con todo lo que es. Ese es mi modo de apostar a la vida, un servicio energético e irradiar paz y armonía.

Pero ella me sorprende, llega con el ruido vulgar de su moto, veo sus jeans, los zapatos deportivos que se acercan. ¿Cómo hacerle entender que ésta es mi lucha, mi modo samaritano de estar en el mundo, que cada momento de palpar el silencio puede iluminar miles de rostros? En realidad nunca ha estado aquí; pero no puedo dejar de sentir cómo se acercan sus pisadas de mujer bien plantada en la tierra, desde esta perspectiva sólo puedo ver el polvo y las piedras inhóspitas, que lastiman las magulladuras en mis pómulos, sus pasos acercándose y no es el polvo de la patria, sino el de un suburbio del nordeste brasileño, donde nadie me conoce.

Pero ella definitivamente viene hacia mí y no piensa, sólo actúa. No sé de dónde saca tanta fuerza para alzarme del suelo y arrastrarme hasta un rústico campamento. El recuerdo llega a ráfagas, yo intentando vivir y ellos intentando servir, sin preguntas, sin juicios, era sólo ganarle otra vez la partida a la muerte.

Quiero poner mis sentidos en el lago; pero vuelven los rostros, las palabras que me ordenan respirar, que no me rinda; porque yo también cuento.

Luego supe que ella es cubana y prestaba servicio como capacitadora en la Escuela de Formación política del Movimiento Sin Tierra y no era su primera incursión en este tipo de misiones. Meses atrás había llegado de Haití, trabajaba con la brigada de Jean Claude de Essaline y con los campesinos del Frente Popular Darío Santillán.

A soto voce me llegó un relato corajudo con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Con ellos convivió, en sus propios caracoles y la adoraban. Allí filmó un documental que le puso alas y verdad a la voz de esa lucha. Hay un mito sobre ella, que circuló por las escuelitas zapatistas, su sola mirada le esclarecía la misión al más despistado. ¡Como hacía Jesús, compadre!, me decía uno de ellos.

No lo supe de inmediato, sino cuando noté la ausencia de mi samaritana. Ya yo estaba completamente recuperado y no quería partir. Había un surco mágico entre sus ojos y los míos, de los míos a los suyos; pero ella habría de partir, otro pueblo la esperaba y yo me vine al lago Titicaca, mi nuevo nacimiento. Nunca supe quiénes me asaltaron en aquellos parajes nordestinos; pero burlar la muerte me enseñó a buscarle un sentido a la vida.

Me enfoco en el lago, respiro lento y demorado; pero ella sigue interrumpiendo mis balbuceos de meditador bisoño, para recordarme que Samaria es el mundo, aunque ahora mismo debe estar marchando en Argentina, junto a Pañuelos en Rebeldía, un movimiento nacional que acompaña los espacios formativos de pueblos originarios.

Vuelvo mis ojos al lago, mi abdomen se distiende lento, lento y me digo que los pensamientos son nubes que pasan bajo un cielo azulísimo y a ratos tapan el sol, pero pasan y veo cómo las mariposas forman filas en torno mío, miran al poniente; pero ella vuelve a interrumpirme el silencio y yo no puedo más que aceptar su manera rotunda de estar con los pies bien plantados en el mundo.

Nunca podré abrazar su cuerpo para decirle que mi paz y su paz son compatibles; dice que no le teme a la soledad. Cuando el vacío la abruma, si alguna duda sobre su misión asoma el feo rostro, como ella suele decir; imagina que siembra una semilla de luz y al poco tiempo aparece una nueva razón para partir con su mirada solidaria.

La última vez que supe de ella, estaba en el Salvador, colaborando en la Secretaría de educación del Frente Farabundo Martí.

Y pensar que a los 17 años ambos tuvimos el mismo sueño recurrente. Nos veíamos rodeados de gente que sufría y extendía sus manos suplicando ayuda y un dolor profundo nos zanjaba el pecho, como una daga y entonces descubríamos, que teníamos alas. Cada uno interpretó a su modo esa experiencia onírica; pero en el fondo sabíamos que estábamos en el mundo para amar incondicionalmente. Cuando ella me rescató yo había olvidado ese sueño, ella no, ella estaba en Brasil, del lado de los pobres.

Somos diferentes, es cierto, yo ralento el fuego, ella lo agita, yo busco el milagro que libera en la quietud, ella en la lucha de los pueblos latinoamericanos. Trato de no aferrarme con mi amor egoísta, ella siempre partirá en pos de un amor mayor; pero vuelve a ratos, con su moto, sus pasos seguros y me rindo, hasta que su silueta se diluye entre el brillo verdoso del lago y vuelvo a buscar el hilo dorado que me une a Isla del Sol y me convierte en habitante de todo lo creado.

 

Mirna Noemís Figueredo Silva

Santiago de Cuba, Cuba

 


 



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