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Simón de Cirene

Agustín CABRÉ RUFATT
Primer premio ex-aequo 2016


 

 

El hombre venía desde su cuna arrastrando una vida laboriosa. Labraba la tierra. Primero la acariciaba preparándola para la siembra. Después tiraba en los surcos la semilla que se iba a convertir en pan. Y esperaba. Cada luna nueva salía a contemplar el milagro de la vida: nacían los brotes así como le nacían los hijos. Él los trataba con igual ternura. Todo era sangre de su sangre. Abrazaba a su mujer como hubiera querido abrazar el mundo entero, todo el espacio planetario, con sus montes altos y sus valles verdes. Para él todo era divino.

Pero la tarde en que regresaba contento de su oficio de labrador, se vio obligado a ayudar a un condenado a muerte: los soldados lo empujaron, lo marcaron y le pusieron sobre sus espaldas anchas la cruz que el hombre que iba a morir ya no podía sostener.

Simón de Cirene se convirtió así en acompañante del dolor del mundo.

El hombre que iba a ser crucificado le agradeció desde el fondo de su alma humillada y de su cuerpo roturado ese gesto solidario: al comienzo fue de contratiempo para el labriego, y en el camino al Calvario, descubrió que ayudar a un hombre era más importante que roturar la tierra.

Porque el crecimiento de los trigos los da Dios por medio de los soles y las lluvias. Pero la ayuda a un martirizado la da el hombre, en respuesta a la vocación recibida. En eso se juega el honor de ser persona.

Desde entonces, Simón de Cirene no conoció jamás el descanso. El hombre de la cruz le dio, en agradecimiento, el don de tener siempre un corazón solidario.

Desde entonces, anda por todos los caminos de la tierra, lanzando semillas de esperanza. No hay dolor en el mundo que no tenga la solidaridad de un Cireneo.

Los que entran a la mar en busca de Lampedusa, los que tratan de esquivar los muros fronterizos, los que deben abandonar su tierra, su cielo y su cultura, los que son rechazados por el sistema que cobija dictaduras y ampara a los depredadores de gentes y paisajes, los que son mirados con sospecha o con burla porque pertenecen a minorías religiosas, sexuales, culturales… pueden encontrar un Cireneo

Desde entonces, Simón no tiene patria, ni religión, ni condición social, política o cultural. Tampoco tiene edad ni nombre propio: una vez se llamó Antonio Montesinos, otras veces Teresa de Calcuta. En ocasiones ha sido estrella de cine y en otras aparece como médico de pueblos pobres. Se ha contagiado con el ébola en Africa y siempre resucita convertido en vecino solidario, en mujer que recoge como suyos los hijos de la calle. Vive en todas las fronteras donde los comensales de la gran mesa de los opulentos dejan arrinconados a los que tienen hambre. Visita a los encarcelados y acompaña los funerales de los que mueren solos.

Todos los que tienen ojos para ver y oídos para escuchar pueden dar testimonio de este labriego convertido en hermano. En nuestros países latinoamericanos y del Caribe se le ha visto recorrer las calles, entrar en los tugurios, abrazar a los enfermos, defender a los que la injusticia institucionalizada de nuestras democracias formales persigue y condena.

Simón es joven y viejo, es mujer y varón, es sabio e ignorante, es del norte y del sur, es famoso y desconocido.

Y como no piensa en sus intereses sino en la vida de los demás, hasta se le puede haber olvidado que ese don de la solidaridad se lo debe a un hombre que una vez encontró en su camino: fue cuando volvía del campo y unos soldados lo cargaron con la cruz del condenado a muerte.

 

Agustín Cabré Rufatt

Santiago de Chile

 


 



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