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Ana, una mujer generosa

Marcos 12, 41-44

Luis Fernando GIL SOLARES


 

 

“Jesús estaba sentado frente a las arcas del templo, y observaba cómo la gente iba echando dinero en ellas. Muchos ricos depositaban en cantidad. Pero llegó una viuda pobre, que echó dos monedas de muy poco valor. Jesús llamó entonces a sus discípulos y les dijo: Les aseguro que esa viuda pobre ha echado en las arcas más que todos los demás. Pues todos han echado de lo que les sobraba, mientras que ella ha echado desde su pobreza todo lo que tenía para vivir”.

 

Tenía a mi cargo un centro de estudios a distancia que formaba parte de la red del Instituto Guatemalteco de Estudios Radiofónicos (IGER), el cual funcionaba en la parroquia Nuestra Señora del Sagrado Corazón de El Tesoro, un barrio popular en la periferia de la ciudad de Guatemala, actualmente perteneciente al municipio de Mixco.

En ese tiempo estaba en formación con los Misioneros del Sagrado Corazón (MSC), quienes hasta la fecha tienen bajo su responsabilidad esa parroquia, y el centro del IGER era parte importante de la pastoral social. Aún hoy, cuando mi existencia tomó un rumbo distinto a la vida consagrada, esa experiencia me sigue marcando profundamente.

La mayoría de estudiantes del centro eran jóvenes y adultos que por su condición económica debían trabajar a tiempo completo, por lo que esta era una de las pocas opciones que les quedaban para culminar sus estudios de nivel primario o secundario, pues estudiaban en su casa por las noches durante la semana y el domingo llegaban para recibir un refuerzo y someterse a las respectivas evaluaciones.

Era el primer año que contábamos con la opción del bachillerato (preparatoria en otros países), lo que brindaba a nuestros alumnos la oportunidad de optar a un mejor empleo, pues trabajos como el de de operario en una maquila o como obrero de construcción no son bien remunerados en nuestros países. Además, es el paso previo para ingresar a la universidad, para aquellos que puedan hacerlo.

Me había dado a la tarea de buscar buenas personas que se distinguieran por conocer la materia que podían impartir en el centro, pero que también tuvieran la disposición de hacerlo de manera voluntaria y de donar una parte de su tiempo en el fin de semana, pues no había posibilidad de contratar maestros remunerados. Yo también me hacía cargo de algunos cursos como literatura, filosofía y sociología, materias de mi predilección.

Como era de esperarse, algunos alumnos tenían la formación de base para adaptarse más rápidamente al sistema, pero otros tenían más dificultades, pues la educación que habían recibido en su niñez era muy deficiente.

Entre estos últimos estaba Ana. Era una mujer indígena, como muchas que trabajaban como empleadas domésticas en casas de familias de clase media o media alta. Su tez, redonda y morena; su complexión física, estatura baja como la mayoría de mujeres del área rural guatemalteca; su aspecto, sencillo. Se notaba que portaba orgullosamente el traje tradicional de su región.

Ana sobresalía por sus ganas de aprender y de superarse, no así por asimilar los conocimientos al mismo ritmo que sus compañeros. Eso obligaba a sus maestros, entre los que estaba yo, a tener más paciencia y hacer uso de todos sus conocimientos didáctico-pedagógicos para que los contenidos fueran adecuadamente comprendidos. Algunos de ellos, como el profesor de matemáticas, dedicaban más tiempo fuera del horario de clases, para explicarle personalmente y así ayudarle a aprender más rápidamente.

No pasó mucho tiempo hasta que algunos de los profesores se acercaron a mí para indicarme que ya habían hecho todo su mayor esfuerzo, pero consideraban que Ana tenía muchas dificultades para ir al mismo ritmo del resto del grupo y sería imposible que pudiera ganar el año.

Yo fui el primero en experimentar un escalofrío al pensar que tendría que darle la dura noticia de que no podía continuar, pues no ganaría los cursos. Y así lo hice. Un domingo me armé de valor y le expliqué a Ana la situación, tratando de no herir sus sentimientos.

Su respuesta me dejó boquiaberto, pues me contestó con gran madurez, y sin titubear, que entendía la realidad, pero que no bajaría los brazos, pues lo que ella quería era superarse. En una gran manifestación de humildad me pidió permiso para continuar asistiendo los domingos a las clases, aunque ahora en calidad de oyente, para no dejar de asimilar los conocimientos que pudiera, y que el siguiente año volvería a empezar.

Y así fue. El siguiente año Ana se inscribió con entusiasmo, hizo su mayor esfuerzo, y aunque no con las mejores notas, culminó sus estudios de bachillerato y se graduó del nivel diversificado.

Nunca olvidaré aquella clausura del ciclo escolar, donde, con lágrimas en los ojos, Ana me agradeció por todo el apoyo que había recibido, orgullosa de haber alcanzado una meta que para una persona de un sector muy marginado, como lo era ella, constituía un paso y un logro muy importante en su vida.

Tiempo después mi existencia dio un giro, continué mi camino en el estado laical y consecuentemente dejé la comunidad religiosa de los MSC, por lo que también me retiré del centro de estudios del IGER y me involucré en otras actividades.

Un día regresé a El Tesoro, y como era domingo, estaban en el centro los alumnos y los profesores que continuaban impartiendo clases ahí. Para mi sorpresa, también estaba Ana. La alegría de encontrarnos fue mutua, pero se convirtió en mí se convirtió en perplejidad y asombro cuando ella me contó, muy sonriente, que había decidido continuar asistiendo al centro, pero ya no en calidad de alumna, pues había concluido sus estudios.

Ana se había convertido en auxiliar de docente, pues decía sentirse muy agradecida con lo que había recibido, por lo que había solicitado la oportunidad de colaborar y donar su tiempo y sus conocimientos.

Cuando regresaba a casa, contento de lo que había visto, no pude evitar recordar a aquella viuda generosa que aparece entre los versículos 41 y 44 del capítulo 12 del evangelio de Marcos. Jesús compartía una de sus enseñanzas prácticas con sus discípulos, nada más y nada menos que en el templo, centro de la vida religiosa de la época.

Muy atentamente, el Maestro se fijó en aquella mujer que no tenía grandes posesiones, y sin embargo depositó en la alcancía dos monedas. Aunque de poco valor, aquellas monedas le habrían servido para suplir alguna necesidad económica o material, pero su generosidad fue más grande y se despojó de ellas, lo que no fue ajeno a la mirada de Jesús.

“Les aseguro que esa viuda pobre ha echado en las arcas más que todos los demás. Pues todos han echado de lo que les sobraba, mientras que ella ha echado desde su pobreza todo lo que tenía para vivir”, sentenció el Maestro.

Aquella fue una gran lección para los seguidores de Jesús, quienes darían continuidad a su obra, a su misión. Y Ana me dio uno de los ejemplos más grandes, el de alguien que talvez tenía poco que dar en comparación de los demás maestros, pero quiso compartirlo y no quedarse con lo que había recibido.

Su ejemplo era aún mayor, pues intelectualmente se encontraba en desventaja en relación a otras personas más ilustradas o letradas que a pesar de tener más conocimientos no estaban interesados en compartirlos con otras personas de condición más sencila, mucho menos donar parte de su tiempo y sacrificar un día de descanso para ir a un centro de estudios ubicado en un área marginal de nuestro país.

Sin duda la lección que Jesús les dio a sus discípulos y futuros misioneros fue aprendida y asimilada por los primeros miembros de la iglesia primitiva. Sin duda también habrá otros alumnos solidarios, empáticos y entusiastas como la misma Ana, que aprenderán de su humildad y generosidad, como también me tocó a mí.

 

Luis Fernando Gil Solares

Ciudad de Guatemala, Guatemala

 


 



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