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Nuestra Madre Tierra gime con dolores de parto pero sobrevive un pequeño resto

Rom 8, 19-23; Is 37, 31-33; Esd 9, 8ss

Francisco MEJÍA URZÚA


 

 

Mamá-Papá Dios soñó desde el principio un mundo de armonía entre todas sus criaturas: soñó que las mujeres y hombres se comunicarían a través del lenguaje del amor; que todas sus criaturas se considerarían a si mismas hermanadas con todo el resto: que el árbol no podría nunca decirle al agua –No te necesito-; que todos los seres animados jamás le dirían al aire –No te necesitamos-; que la misma piedra sería capaz de cantarle una cálida canción al hermano sol; que la hermana luna iluminaría con su plateada luz las veredas de todos los pueblos….

Pasaron miles de años después de la creación, y El que es Corazón del Cielo y Corazón de la Tierra, Quien nos da la respiración y el pensamiento, vivía muy contento, pues en el planeta tierra reinaba la armonía, el equilibrio y la paz como fruto del amor y la justicia.

Sin embargo, a causa de la ambición que empezó a entrar en el corazón de las mujeres y hombres de acá y de allá, el sueño de Dios, su proyecto de Vida fue quedando en el olvido. El hombre se volvió un lobo para el hombre. Y por si esto fuera poco, se volvió también el depredador número uno de los bosques, de las selvas, de los animales y de las plantas. Y llegó un día en el que la tierra ya no aguantó más y comenzó a cobrar muy cara la factura de cada uno de los daños causados por los únicos seres racionales del planeta: se multiplicaron los terremotos, los tsunamis, los desbordamientos de ríos, las inundaciones, los deslaves de los cerros…, la naturaleza empezó a cobrar todos los maltratos que le hemos hecho con miles y miles de vidas humanas.

Y a pesar de todo esto, la inconciencia siguió reinando sobre la faz de la tierra: el uso de productos químicos se multiplicó, la extracción del petróleo de sus ya casi agotadas fuentes continuó, la contaminación ambiental se volvió más cruel en las grandes ciudades, el agujero en la capa de ozono siguió provocando más cáncer en la piel, el calentamiento global hizo que los polos continuaran derritiéndose, en fin, la carrera masiva de todas y todos hacia la muerte aumentó de velocidad. Y el proyecto de muerte, encabezado por los “grandes” de la tierra envolvió con su negro manto a la humanidad entera. Nuestra casa común comenzó a derrumbarse sin remedio. Nuestra madre tierra gime ahora con fuertes dolores de parto. Las hijas y los hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza, decidieron, por la vía de los hechos, ya no cuidar ni cultivar con responsabilidad el Edén que el Creador y Formador puso en sus manos desde el principio.

Ante este desolador panorama, la inmensa mayoría parecía indiferente; como si viviera y caminara sin conciencia hacia un ciego destino. La gran mayoría se deslumbraron con el desarrollo de las ciencias y la técnica, pero se fueron olvidando de la vida de las flores, de la vida que nos da la sagrada agua; al sagrado maíz le empezaron a cambiar su corazón y lo volvieron transgénico para manipularlo a su antojo las grandes empresas. Sin embargo, sobrevivió todavía un pequeño resto de mujeres y hombres hechos de maíz, o de trigo, o de arroz, o de papa.., que no querían dar su brazo a torcer. Nunca perdieron la esperanza de que otro mundo es posible. Comenzaron a elaborar alternativas de vida desde abajo, desde lo más humilde, desde lo más pequeño, desde los empobrecidos de la tierra. Es un pequeño resto que sigue creyendo en la vida, en el proyecto de vida que Dios propuso desde el principio de la creación y que es un proyecto que no lo cambia por ningún otro por deslumbrante que parezca. Empezaron pues a brotar aquí y allá pequeños grupos de sembradoras y sembradores de vida: la agricultura orgánica se fue practicando en muchos pueblos, la medicina tradicional siguió aplicando las plantas curativas que nos dejaron nuestras abuelas y abuelos. El pequeño resto de mujeres y hombres gritaban por todas partes denunciando la avaricia de los poderosos que destruyen ecosistemas a diestra y siniestra; denunciaron a los pulpos transnacionales. El pequeño resto de hijas e hijos de Dios siguió creando trabajos colectivos, siembras en común, autoconstrucción de viviendas; dejaron de contaminar los ríos; ya no usaron plásticos, se trasladaban más a pie y en bicicleta que en carros…, el parto de la tierra nueva y el cielo nuevo está ya aconteciendo. Y sin embargo, frente a los dos caminos: el de la vida y de la muerte, nuestro Dios nos sigue dejando en completa libertad: ¿por cuál camino queremos andar?

 

Francisco Mejía Urzúa

Pantelho’, Chiapas, MEXICO

 


 



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