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Adiós al Vaticano II. No puesta al día, sino mutación

José María VIGIL


 

Cuando se cumpen ya los 40 años del Concilio Vaticano II, la situación actual del cristianismo está transitando por una inflexión histórica tan notable, que el Concilio está comenzando a dejar de ser la referencia obligada que hasta ahora ha sido. Lo expresaré en varios puntos.

 

El Vaticano II ha sido el acontecimiento más importante del cristianismo católico en el siglo XX.

El Concilio no creó los problemas de la Iglesia Católica: simplemente los reconoció, y posibilitó con ello que se afrontaran.

La crisis posconciliar a que dio origen, fue una crisis de crecimiento, de vitalidad que salía a flote después de un largo período de sofocamiento e hibernación, y que quería dar lo mejor de sí misma para dar a luz un cristianismo adecuado a los tiempos nuevos.

A pesar de todo, el Concilio llegaba tarde, demasiado tarde. Inició el diálogo con una modernidad que ya estaba comenzando a desaparecer en las arenas de la posmodernidad.

 

El segundo gran acontecimiento histórico del siglo XX -posibilitado por el primero- fue la teología de la liberación, que dio un paso más y abrió el diálogo con el mundo en el campo de la segunda Ilustración: en lo social y lo político, en el encuentro con los pobres y en la praxis histórica de transformación social. Esta teología desató también una explosión de vitalidad y de mística, cuya manifestación mayor fue la multitud de comunidades de base esparcidas por la geografía universal y una pléyade de mártires literalmente jesuánicos, según el modelo de Jesús.

El máximo error de la Iglesia católica en ese mismo siglo ha sido el miedo a la dinámica de vida y de recuperación histórica que el Vaticano II y la Teología de la liberación despertaron, miedo que cristalizó en la elección de Juan Pablo II y su programa de freno y de retroceso. Como suele decir González Faus, su pontificado ha sido en muchos aspectos el pontificado del miedo, una actitud que aún mantiene cautivo al catolicismo, sin permitirle entrar verdaderamente en el «nuevo milenio».

 

Visto con perspectiva histórica, el esfuerzo por contener y revertir el Concilio ha fracasado, produciendo más bien una situación de malestar generalizado, una atrofia centralista y una crispación persecutoria y paralizante, en unos tiempos de cambio vertiginoso de la sociedad y del mundo que exigirían por parte de la Iglesia un redoblado esfuerzo de diálogo y de actualización. El salto de conciencia que el Concilio supuso en la mayoría de cristianos es irreversible. El intento de reinterpretarlo y revertirlo parece históricamente un caso clamoroso de magisterio rechazado (non receptus), impuesto sólo por vía autoritaria contra el sentir del Pueblo de Dios.

El déficit resultante en el haber de la Iglesia oficial es cuantioso: notable pérdida de autoridad y de relevancia ante la sociedad civil y ante la inteligencia, y crisis sin precedentes en cuanto a abandonos, autoexilio e indiferencia en su entorno más antiguo y más avanzado, el europeo. (También hay realidades muy positivas en el cristianismo católico de hoy, pero no es ése el tema que abordo en este momento).

 

Todo lo anterior parecería abonar la tesis de la necesidad y hasta la urgencia de un nuevo Concilio que recuperase y relanzara el Vaticano II... Pero las cosas han cambiado sustancialmente en los últimos años. Se puede decir que aunque el Vaticano II llegaba muy tarde, aún logró iniciar el diálogo con la modernidad. La posmodernidad y la transformación epocal de la religiosidad de las sociedades avanzadas, nos sitúan hoy en un escenario totalmente distino. Las respuestas correctas del Vaticano II -que no hemos podido aplicar durante 40 años por el bloqueo del miedo oficial- han quedado ya obsoletas. Las preguntas hoy son otras. Por eso, el Vaticano II ha dejado de ser esa utopía pendiente que hasta ahora fue nuestra principal referencia. Lo pendiente hoy ya no es la «puesta al día» o aggiornamento conciliar, sino la «mutación» actual que nos invade y desconcierta. La humanidad se ha adentrado ya en un nuevo umbral civilizacional, y las formas religiosas anteriores -Concilio incluido- se agrietan por momentos y se desprenden y caen en el olvido. La tarea hoy es otra: tratar de entender y acompañar la profunda mutación cultural que se está produciendo, que no se rige por modelos del pasado, sino por algo nuevo que está naciendo y que debemos acoger sin miedo.

Cuarenta años después, otro Concilio, una simple reunión de obispos, sería un instrumento demasiado doméstico para afrontar unas preguntas que trascienden el patrimonio simbólico de cualquier religión concreta. La problemática actual es, en efecto, de tal envergadura, que cualquier creyente lúcido no podría ya conformarse con planteamientos intracristianos intestinos o, mucho menos, simplemente oficiales. La hora de los Concilios pasó. El ágora está en otra parte y la temática ya no es católica, ni siquiera religiosa, sino suprarreligiosa y epocalmente humana.

En esta coyuntura histórica se ha hecho evidente que el Vaticano II quedó atrás, desapareció bajo el horizonte. Las nuevas preguntas vitales para la religiosidad de la humanidad emigraron a otra cancha, y la Iglesia oficial, mientras se prolongue su situación actual, es incapaz de percibirlas. Por eso, quien quiera mantenerse lúcido y plenamente responsable de sí mismo, sabrá que ha llegado la hora de entrar y participar activamente en la metamorfosis actual, en comunidad con los que no tienen miedo, sin volver la vista atrás. Adiós, Vaticano II.

 

 


 



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