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Madre y Teología. Una carta del P. Congar

Juan BOSCH


 

 

Cuando murió mi madre, leí ávidamente un libro recién aparecido, Madre y muerte (1993) de Olegario González de Cardedal. Escribía el profesor de la Pontificia cosas bellas y verdaderas que querían responder a esas dos palabras que parecen contradictorias, "madre" y "muerte". El fundamento mismo de la realidad se conmueve cuando la madre muere. Y te queda el vacío.

Escribo hoy sobre esa relación, no siempre manifiesta, que he percibido entre el teólogo y la madre. Y esto a propósito de la lectura de una carta -hasta ahora inédita- que Yves Congar dirigió a su madre en su 80 aniversario. La carta está fechada el 10 de septiembre de 1956, en Cambridge, durante su tercer exilio. En ella abre su corazón y su mente -desde la soledad y tristeza del exilio inglés- a su madre que reside siempre en Sedan, allá en la Alsacia francesa.

Y ahora leyendo la carta de Congar se reaviva en mí esa larga -pero apenas manifestada- tradición entre teólogo y madre que comenzó, quizá, con Agustín de Hipona. La madre entiende mejor que nadie al hijo e intuye siempre su sufrimiento. La madre de Congar, mujer entregada que llevó adelante el hogar del marido enfermo y cuatro hijos con dedicación e inteligencia ejemplares, fue además mujer cultísima. Por eso no debería extrañar a nadie el contenido de la carta en la que el hijo, teólogo, le abre a la madre sus problemas con jerarquías de la Iglesia.

He valorado varias cosas tras leer y releer la carta. El profundo cariño y ternura que se desprenden; la tristeza y el hondo sufrimiento que supone para Congar el destierro injusto; y la claridad con que expone las raíces de ese dolor, que tanto tienen que ver con sus posiciones teológicas. Carta larga, 14 páginas manuscritas, de denuncia crítica que unas veces parece una meditación, otras el grito desgarrado del viejo Savonarola, o la revuelta del hombre herido, y, sin embargo, siempre la confesión humilde del creyente que sufre sin alcanzar a ver las razones. Y Congar quiere que su madre lo sepa.

El tenor de la carta, en lo que se refiere a la denuncia y a la confesión humilde, suena así, aludiendo a la raíz de sus males:

"Haber abordado problemas sin alinearme en el único artículo que quieren imponer al comportamiento de toda la cristiandad y que consiste en: no pensar, no decir nada sino que hay un Papa que piensa todo, que dice todo, y respecto al cual toda la cualidad del católico será obedecer... El Papa actual, sobre todo después de 1950, ha desarrollado, hasta llegar a ser una obsesión, un régimen paternalista consistente en que él, él solo, diga al mundo y a cada uno lo que es necesario pensar y cómo hay que actuar. Desea reducir a los teólogos a simples comentadores de sus discursos y a dejarse la veleidad de pensar cualquier otra cosa, o a emprender una dirección al margen de ese comentario; salvo, ciertamente, en problemas sin importancia...".

Congar está convencido de que la Orden en Francia -no sólo él- sufre una persecución injusta y ciega. "Los dominicos franceses han estado perseguidos y reducidos al silencio porque fueron los únicos a tener una cierta libertad de pensamiento, de empresa y de expresión. Ciertamente, se trataba de una libertad en la ortodoxia, pero una ortodoxia cuyas fuentes son la Biblia, los Padres, etc.. El primer reproche que se me hizo, de manera abierta, en 1938, y que me lo comunicaría el P. Gillet fue que se me acusaba de preconizar la vuelta a las fuentes...".

Recuerda a su madre que ya en 1954 hubo una intentona de cambiar algo en las Constituciones de los dominicos respecto al régimen de libre elección, en definitiva a sus espacios de libertad y autonomía. Y Congar dice conocer las razones: "Me es evidente que Roma jamás ha buscado ni busca sino una sola cosa: la afirmación de su autoridad. El resto no le interesa sino como lugar de ejercicio de esa autoridad. Salvo un cierto número de casos, representados por hombres de santidad y de iniciativas, toda la historia de Roma es reivindicación, fundamentación de su autoridad, y destrucción de todo aquello que no se conforme con la sumisión...".

 

'Me han destruido'

Después confiesa a su madre el daño que el exilio de Cambridge, tras los otros dos en Jerusalén y Roma, le ha producido: "Prácticamente me han destruido. Todo aquello en lo que he creído y a lo que me he entregado me ha sido retirado: el ecumenismo, la enseñanza, las conferencias, la acción con los sacerdotes, la colaboración en Témoignage chrétien; etc., participación en grandes congresos con los intelectuales católicos, etc. Ciertamente no han tocado mi cuerpo; en principio, tampoco han tocado mi alma. Pero la persona de un hombre no está limitada ni a su piel ni a su alma. Sobre todo cuando ese hombre es un apóstol doctrinal; él es su acción, él es sus amistades, sus relaciones, él es su irradiación normal. Me han retirado todo eso, lo han pisoteado, y me han herido profundamente. Me han reducido a nada, y por tanto, me han destruido... Yo sé que cuando persiguen a alguien es hasta la muerte. Han permitido al P. Sertillanges volver a Francia cuando tenía 80 años. Y al final puede acontecer incluso que digan bien de uno, o que permitan decir bien de uno. Los judíos también construyeron monumentos funerarios a los profetas, después de haberlos matado...". "De los tres exilios, éste es el más duro... Prácticamente no tengo amigos aquí. Estoy solo, atrozmente solo... En la cautividad (en la Alemania nazi) al menos tenía camaradas, sin ellos aquello hubiese sido insoportable. Aquí no hay barrotes ni alambradas de púas, puedo salir cuando quiera. Pero al vacío, para encontrar a nadie... Con el exilio, también quizá con la edad, y sobre todo en Cambridge, he sentido crecer en mí una necesidad ontológica -como la sed tras el caminar o el trabajo agotador- de amar y ser amado...".

La parte final de la carta es un abrirse, desde el dolor, al ejemplo de la madre: "Pienso en ti y en tu vida cotidianamente entregada al servicio de los otros y del papá enfermo. Me parece que soy excesivamente egoísta al quejarme demasiado, gemir y llorar... Me digo a mí mismo que no sólo debo aceptar mejor mi mal, más humildemente y en más gozosa comunión con la voluntad de Dios, sino que debo, soportando mi propio mal, tomar mejor mi parte en la cruz de los otros y en la pena del mundo. Por eso, cada mañana, en la celebración de la misa, acepto mi cruz de la jornada, de esta nueva jornada de anonadamiento y exilio... como mi participación o comunión en la cruz de aquellos a quienes amo y de la pena del mundo...".

Quien conoció a Congar sabe bien que nunca fue demasiado elocuente a la hora de revelar sentimientos. Por eso esta carta posee especial grandeza: "Desearía que retuvieses, en tus 80 años, estos momentos de confidencia y de diálogo. ¡He sido tan avaro! Es el tiempo de hablar... Debo decirte que, a pesar de mi avaricia en confidencias incluso a ti, eres tú, con mucho, quien mejor ha comprendido lo que puede representar para mí el exilio presente. No he dicho nada, o casi nada, pero tú has adivinado mucho. Mucho más que muchos de mis hermanos y amigos, menos tocados por el sufrimiento y por el amor. Muchas veces, tus cartas, han respondido, con precisión increíble, a la profundidad y casi a los detalles exactos de mi pena. Ello me ha sostenido: haber sido adivinado, comprendido y amado de esa manera...".

 

Un corazón purificado

Y al final es el testimonio sincero del hijo abierto a la anciana madre: "Hubiera querido, ofrecerte en tus 80 años, cualquier otra cosa que no este grito de mi pobreza, de mi angustia; hubiese querido ofrecerte la satisfacción legítima de una vida lograda. Sé que tienes el corazón demasiado alto y demasiado purificado para embargarte ante una decepción humana, si es que la hay. Te ofrezco, en todo caso, incluso en esta especie de anonadamiento en el que me tienen, el testimonio de un corazón infinitamente amante y reconocido... Es en el inmenso y afectuoso reconocimiento por todo ello, que te abrazo 80 veces y una, de lejos, pero muy de cerca. Fr. YMjo. C.".

Madre y teología. Mejor, madre de teólogo, madre que engendró a Yves Congar a la vida, a la vida de Dios, y que, viejita, recibió la confesión de un hijo que sufre ante la injusticia. Una carta antológica que ahora se ha hecho pública en Francia y que merecería ser traducida íntegramente al castellano.

 

 

Juan BOSCH
"Vida Nueva", Madrid 2278 (28 abril 2001) 30-31

 

 

 


 



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