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Lento, pero posible

Adriana RAÍCES


 

 

Áccesit del «Concurso de Cuento Corto Latinoamericano» convocado por la Agenda Latinoamericana'2006, otorgado y publicado en la Agenda Latinoamericana'2007

 

“Lento, pero posible”, pensó. Y fue como si pensara por primera vez. La frase parecía estallar desde el fondo de su cráneo.

Afuera, a verdeoliva iban tornando los golpazos.

Mara no sabía decir lo que pensaba. Ni sabía que pensamos con palabras, porque ella pensaba con imágenes nomás. Pensaba como fotos: cerros, mamá muerta, chañar, tren, aborto, polvareda, esa casa de lata en la que andaba ahora rebotando a manotazos y un parto, otro parto y otro. Todo como fotos revueltas. Si alguien le hubiera preguntado por un recuerdo feliz, ella habría respondido con imágenes: El día que le trajeron al Jonathan en el hospital y se lo pusieron sobre el pecho, la mañana en que llevó a Sabri de blanco y moños al colegio, la noche que Ramón le puso la mano entre las piernas…

Pero ahora las fotos estaban como ajadas.

Mara no sabía en qué momento todo había empezado a volverse así de triste. Si había sido por lo del trabajo de Ramón, que se quedó tan en la calle de repente. O cuando la sudestada se llevó la casilla y hubo que sacarla del río. O si fue después de serpear desbaratada con un hijo hervido en fiebre entre los pasillos del barrio por donde la ambulancia no entra. O cuando el primer empujón, el día ese en que el vino le envenenó el carácter a su hombre para siempre.

Mara no sabía si era suya la culpa. Algunas veces pensaba que sí. Que era ella la que contagiaba todo de tristeza. Porque había nacido con la amargura puesta y no había manera de quitársela. Y hasta soñaba con un montón de hilos que le enredaban el cuerpo y una mano gigante que le tapaba la cara. Entonces quería avisar pero no podía porque se olvidaba todas las palabras y tenía que gritar con señas. Un día se lo dijo a su vecina: “Rosa, me estoy volviendo invisible y muda.” Ahí, Rosa le vio que tenía los ojos como si se los hubieran picado bichos y también vio las marcas en la cara y el arañón del cuello. Y como ella tampoco sabía decir lo que pensaba, pateó el piso del patio y la sentó en una silla mientras buscaba las palabras. “Tenemos que conseguir que escuchen lo que no sabemos decir, Mara”, encontró por fin.

Mara no sabía que las palabras eran tantas. Cada vez que sus hijos le mostraban los cuadernos, ella seguía los dibujos de las letras con los dedos acordándose de todas las veces que había faltado a la escuela por quedarse barriendo el rancho, limpiando las ollas, corriendo las cabras, amasando tortillas. “¿Serían menos las palabras cuando yo era chica”, se preguntaba. “¿Serían menos en mi pueblo?” Porque ella sabía escribir tan pocas! Su nombre, apenas y tan torcido que le daba vergüenza y algunas palabras más que nunca le habían servido para nada: pato, martes, mango, barca… “¿Cómo se escribirá lo que yo pienso?”, se preguntaba. “¿Cómo será poner en una hoja que el frío es blanco y muerde? ¿Se puede escribir el olor de la ropa que acabo de lavar? ¿Con qué letra va el ruido de los pies en el barro y el soplido de Ramón que sube y baja mientras duerme?”. “¿Cómo escribo el tren que me trajo hasta esta vida?”.

Mara no sabía que había otras como ella que andaban buscando lo justo. Un día escuchó a una comadre que vino desde Bolivia a hablarles de un Movimiento de Mujeres. Que se juntaban con otros grupos para hacerse escuchar y se encontraban en un bar llamado Virgen de los deseos. Y decía las palabras “exclusión” y “dominio” y “violencia”. Y Mara no entendió demasiado pero se quedó mucho rato pensando que nunca había pensado el deseo.

Mara supo que por ahí andaba la cosa. Lo veía bien clarito en los ojos de las otras. Si no lograban romper ese silencio que les venía del fondo de los siglos, estarían invisibles para siempre. La noche anterior, Ramón había vuelto a la casa más áspero que nunca y le había puesto la cara como bolsa. Porque sí o de puro desamparo. Por algo que ni él sabía y ella tenía que aguantar. En ese momento, Mara pensó un cuchillo que estaba arriba de la mesa y se sintió condenada.

Cuando llegó al Comedor donde una maestra muy joven enseñaba a escribir tres veces por semana, en seguida le dieron una hoja, y le dieron un lápiz, y la pusieron a hacer unos dibujos que terminaban en letras. La cara le dolía ahí donde se le había juntado la sangre en un charquito negro verde. Pero cuando se puso en la boca el gusto de la madera del lápiz, le pareció que dolía menos. A poco pidió que le enseñaran las palabras que más ganas tenía de decir: mujer, abrazo, hijos, compañero, ayudar, abuso, rabia. Y la más difícil de todas: deseo.

Mientras dibujaba una letra tras otra, sudando ríos y desenredándose los dedos, “Lento, pero posible”, pensó. Y fue como si pensara por primera vez.

 

Adriana Raíces

Buenos Aires, Argentina

 


 



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