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Edén del Sur

José Ricardo ORJUELA CARRASCAL


 

 

“En el principio, cuando las noches lúgubres cubrían la creación y el rojo candente corría por su suelo, sin más vida que el leve oxigeno, en medio de la roca viva, la primera planta se alzó en los hombros del mundo y de su primer fruto nació el protector de la tierra”.

Sosteniendo un puñado de arena, bajo el toldillo blancuzco del bosque solitario, el dios Akor vigilaba con mil ojos las profundas tierras del nuevo mundo. Le costaba creer que los estragos en el edén del sur fueran reales; tanto, que sin saberlo, por un instante se sintió vencido, y meditaba y pensaba en su hijo; mientras la muerte plácida contemplaba. Un amanecer, peregrino mientras las hojas danzaban murmurando entre sí, al compás de los primeros ecos planideros, que llegaban junto a los vientos del sur corriendo precozmente por la extensa sabana. Una casa, en la cima del mundo, sombreada por dos corpulentos cerezos, de entre los cuales se divisaban los primeros rayos del este.

Akor, dios protector de la tierra, era muy sabio y muy respetado entre dioses, semidioses y mortales, y había generado admiración desde hace 65 millones de años, cuando inesperadamente llegó a Kaiken o villa celeste (como la llamaban los mortales), después del memorable gran desastre. La veracidad de su origen se había convertido en leyenda local, más el valor agregado que le daba su estricto y a veces peculiar temperamento; y era creencia común, que la planta de la cual había nacido aun existía y era un gran tesoro que conservaba prieto a pocos metros del centro del planeta. Aún así, nadie en la villa, ni los más viejos ni los más jóvenes, entendían en su totalidad ni querían entender más allá del simple relato traído de regiones sureñas por viejos caminantes, algo conocidos de la historia del reino celestial. Habitaba junto a sus hijos una casa grande de talle antiguo en los límites de la villa, se llegaba colina arriba, a paso vivo por el tortuoso sendero rocoso de grandes árboles a los lados, un largo camino que solo recorría Akor y sus hijos, vistos en la lejanía por el resto de aldeanos.

Aunque su espíritu no lograba estar en cada rincón de la gran orbe al mismo tiempo, trabajaba las 24 horas del día y hacia su mejor esfuerzo, era meticuloso y justo al contar la producción mundial de cada fruto terrenal y no dudaba en hablar con voz fuerte a: granja, maizal, viñedo o bosque que haraganeara. De buen talante se confinaba por horas o días en la parte más alta de la casa, en un pequeño cuarto lo más parecido a un laboratorio lleno de pócimas, ungüentos y raros olores que viajaban cálidos entre los pasillos blancos hasta el ancho umbral de alabastro que enmarcaba la entrada, allí secretamente meditaba y luego daba vida a nuevas especies de plantas, las cuales crecerían en lugares estratégicos del nuevo mundo ofreciendo nuevos colores, formas, y alternativas de curación. Sin embargo, no tenia el control sobre la acelerada actividad deforestadora, que desarrollaban algunos pueblos, y eso lo desanimaba. Llevaba siempre un vestido blanco, sin más adornos que un pequeño broche en forma de hoja a la altura del pecho, tenia el cabello espeso, del color de un viejo tronco, ojos abiertos y alegres de un cálido azul mañanero y un fuerte olor a fresco campo que emanaba de su piel.

Aquellos días – el primer Eón del nuevo mundo - habían quedado muy atrás. Cuando el sabio dios bajó de los cielos la tierra abatida se formaba, el opaco suelo se perdía en la inmensidad de los ríos muertos y el desolado paisaje, el aire era denso y cortaba la vista más allá de la propia vida; probablemente, desde el universo, la tierra se veía como una gran roca muerta sin ganas de vivir. El génesis de la naturaleza se había convertido en un gran reto. Sin embargo, como principio Akor calmó el centro del planeta, bajo hasta el sin más herramientas que su valor y amor por el mundo, estando allí derramó solo un poco de agua traída del río celestial, aquel tan antiguo como el mismo universo, tal acción fue suficiente para calmar el ardiente interior, luego sembró semillas y aró la tierra hasta que sus manos se sintieron toscas y gruesas y sangraban en las tardes más calurosas, sin preverlo se convirtió en el primer “campesino” que amó el arte de cultivar trabajando el mundo de principio a fin.

Y pasaron incesables los siglos, el día se separó de la noche al tiempo que un manto verde fue cubriendo la mirada penetrante del protector, los continentes se formaron y se poblaron luego de extrañas e incontables criaturas que yacían en medio de abundantes riquezas naturales. La visón del nuevo mundo se fundió en el despertar de un nuevo milenio, desde los límites del oeste al pie del Océano Pacífico hasta el oriente antiguo sin olvidar el paisaje en los extremos del planeta, de nieve y de témpanos monumentales y pálidos, donde no se oía otra cosa que el murmullo del aire en la elevaciones del terreno y los gritos perdidos de animales solitarios. Luego de conformarse la creación actual, Akor sabia que los tiempos venideros corresponderían a otras actividades. Eran días azules, sin hambre, sin cansancio, solo el copioso asombro de vivir en medio de tanta belleza. A pesar de eso, bastó solo una mirada entera del mundo en un día normal, para que un sentimiento amargo y seco lo perturbara. Estoy solo…dijo, solo…repitió. Y sin fuerzas para evitarlo, su mente se perdió en la inmensidad del reino que vigilaría por el resto de sus días y por largos años deambulo a sus anchas, y melancólico con el alma enardecida; lloró de tristeza. Fue entonces cuando una lluvia gris de mil días calló de los cielos a las entrañas de la tierra y al final, cuando el sol subió en el firmamento, absorto el protector de la tierra contempló como en la lejanía, de entre las briznas del norte, la espesa selva del sur, los fantasiosos desiertos de África, las lisas faldas de los profundos valles de Asia, las grandes llanuras alfombradas de Europa y las prologadas planicies de Oceanía, brotaron mágicas plantas unidas de corazón a cada continente, de las cuales nacieron sus seis hijos quienes con resignación llevarían tiempo después los estigmas de un sufrido origen.

Kaiken, la villa celeste, se extendía sobre las últimas nubes con la misma inmensidad del nuevo mundo, quieta yacía bordeando el pie verde de una colina escarpada hasta la entrada de un profundo valle que descendía por largas estribaciones y aterrizaba en cuadros alfombrados sesgados por ríos de amplias cascadas decrecientes, los cuales serpenteaban perdiéndose en las regiones orientales. Bajo un lavado cielo otoñal de un tenue azul, el olor a pan fresco y flores recién cortadas eran los primeros aromas de la mañana, luego a fruta y verduras traídas del campo que reposaban sobre grandes catafalcos a la orden del público. Una vez el crepúsculo envolvía la villa las labores diarias daban inicio y aunque las sorprendentes tecnologías que se adelantaban bajos sus pies eran bien recibidas, mortales e inmortales seguían y seguirían por mucho tiempo más frecuentando el viejo molino de agua, consumiendo los panes hechos con la casi única fragua o utilizando el rastrillo, el telar de mano y en las tardes más largas, realizando pequeños periplos por el ecosistema. Kaiken había crecido a la par de la tierra, orgullosa tenía entre sus archivos el mismo número de albas vistas que ella y era testigo de los cambios abruptos que habían sufrido los continentes después de aquel proceso evolutivo que robo la tranquilidad de un reino casi perfecto.

Era todavía bastante temprano, entre las nueve y las diez de la mañana, y habían pasado dos días desde la noche en la que Akor había partido sin previo aviso, dejando a medio terminar varias labores. Desde entonces, sintiéndose de algún modo sorprendidos y torpes, como gente que sabe que tan cerca ronda la muerte, Eyroa hija de Oceanía, Terjit hijo de África, Aymond hijo del América del norte, Ithil hijo de Europa y Aike hijo de Asia hacían relevos cada 4 horas, cuidando que nada perturbara el silencio en el primer nivel del ala este de la casa.

El cansancio se les notaba, pero más aun la preocupación de no tener noticias de su padre. El viento, las aves y el rocío de la mañana que llegaban hasta la entrada principal no purgaban ninguna de las cabalas sobre el paradero del protector. Ya en el final del turno de Aike, luego de regresar de la villa con algunos alimentos, los hermanos coincidieron en la puerta de madera oscura y pulida, que daba inicio a un largo pasillo cortando hacia la derecha muy al fondo. Con mal talante, sentados en pequeños taburetes de color pardo y raro tallado, los hijos del protector meneaban la cabeza como quien hace contriciones, mientras ojeaban por la ventana que daba vista a una habitación larga y baja y de poca luz, ocupada por su sexto hermano. Odín hijo de Akor, nacido del continente sur americano, había caído enfermo luego de un extenso conjunto de síntomas, entre los que se destacaban: violencia, odio, muerte, envidia, autoritarismo, maltrato, egoísmo, miedo y ambición. Los cuales luego de poco tiempo de iniciarse habían condenado a diagnosticar un lento cáncer que consumía el no muy fuerte corazón de América del sur y en consecuencia el suyo.

No hacia falta que comentaran entre sí cuan cansados estaban de pasar por lo mismo, con una mirada que más parecía de lástima que de preocupación y un leve sudor en las manos inquietas se resistían a recordar como sobrellevaron a paso lento las vicisitudes de las dos grandes guerras mundiales batidas entre los mortales. Otro poco más y nadie sobrevive, habían sido los peores días de Aike, Ithil y Aymond, quienes guardaron cama por mucho tiempo, luego de sufrir raras enfermedades que ni el mismo Akor supo diagnosticar y en menor escala del resto quienes se sintieron débiles a causa de sus enclenques pulsaciones. Gracias a los dioses, fue un alivio para Akor y su familia sentir como años después las cosas abajo se apaciguaron un poco, quedando solo las asperezas intangibles de grandes enemistades.

-Esta vez, no veo una solución pronta… ¿Qué haremos?- dijo Eyroa en voz baja mientras caminaba hacia la habitación con la fina gracia que mostraban los movimientos de su esbelta figura y el cabello color oro, el cual le caía en largas ondas centímetros más abajo de la cintura.

-Quizás no halla que hacer nada, quizás cuando regrese papá todo mejore…- comentaba Terjit mientras pasaba una de sus grandes manos por el ensortijado cabello, que muy poco le crecía, y caminaba, con lenta regularidad, de la puerta a la cama y viceversa -O quizás los mortales entiendan el error en el que han caído- interrumpió Aymond con su característica voz grave y fuerte.

-¡Eso es imposible! bien sabes que los mortales que habitan ese continente casi han olvidado el significado del bien común y el amor por los demás… se matan entre sí, ¡que tanto les puede importar destrozar el alma de su continente! - dijo Eyroa al pie de la puerta.

-¿Ustedes creen que ellos ya sabe que sus pies reposan bajo un gran Edén?- inquirió Eyroa desde su posición.

Los cuatro hermanos cabizbajos asintieron negativamente y desencajándose lentamente de los asientos siguieron los pasos de su hermana. Fuera, el agua goteaba desde los alares de los cerezos. Antes de que franquearan el agosto umbral titubeando un poco, las nubes se habían unido formando un manto cenizo, y una cortina de lluvia gris cayo verticalmente con fuerte puntualidad.

En el extremo opuesto de la habitación, mirando a la puerta de entrada, reposaba entre la vida y la muerte Odín. Su mal semblante era de digna sorpresa, nada quedaba de aquella identidad admirada por muchos, un espíritu alegre que cantaba y bailaba al ritmo de sonidos naturales en días fríos o calurosos, un corazón belicoso de estructura afable y sincera capaz soportar un gran amor por la vida y por su prójimo, nada quedaba de aquellos ojos rasgados de color oscuro que miraban con un destello enigmático o de la blanca sonrisa o los cabellos negros que caían en sedosas tiras elásticas hasta los hombros y contrastaban levemente con la tez canela que recordaba hojas otoñales. Solo quedaba la imagen de un ser inmóvil, cuya expresión de pánico inescrutable y figura lánguida y pálida dibujaba la forma de un corazón fracturado.

Se adelantaron tímidamente unos pasos cuidando que las tablas del piso no chillaran, y acompañados de los pocos rayos del sol que entraban entre las uniones de las ventanas redondas, rodearon la cama. Eyroa se acerco más que todos y suspiró de alivio al determinar que aún respiraba, débil, pero lo hacia. Tenía algo de fiebre y los labios agrietados como la corteza de un árbol. Ithil comenzó a sollozar y desde su pose encorvada con ojos de un azul empapado, algo hundidos al contrastarlos con su pronunciada nariz, y voz suave, dijo -¿Que dios tiene el poder de reanimar tan abrumado corazón? El que ha de poder, que tome el mío a cambio del suyo, si no, empújenme al abismo de la muerte junto a mi sangre hermana- y lloró con más fuerza.

-No digas tales cosas Ithil hijo de Europa, nuestro hermano mejorará, ten fe y no des paso a un mal augurio- dijo Terjit con voz trémula.

La conmovida hermana extendió su brazo, y allí, tanteando en vano casi en la oscuridad, paso la mano sobre la planta de sus pies los cuales se sentían tiesos y ásperos y se veían retorcidos como los pensamientos de muchos mortales que hacían el mal por simple interés. Sus uñas aún traían un poco de tierra, la misma del sembrío de hortalizas que aro el día de su primer y fulminante desmayo, la misma que conformaba América del sur, tierra tan agradecida y abundante con todos, sin embargo insuficiente ante los magnos pasos de la ambición, tierra luchada y sufrida, manchada con sangre y con lágrimas de tristeza, tierra ahora envenenada, que daba muerte al cuerpo de Odin. En las piernas y en general en toda la piel tenía manchas negras con terminaciones rojas, unas más grandes que otras. Antes de su aparición Akor había pronosticado que serían el producto del gran número de anti-valores que habían aparecido recientemente. Todo su esqueleto corporal tenía fracturas, no estaban seguros pero las últimas noticias traídas por Akor daban a entender que se debían a las divisiones tan arraigadas entre los países que regían bajo el mismo continente y algunos pueblos en su interior. Era de asombro, que dentro de un cuerpo tan maltrecho un corazón latiera, sin embargo lo hacia, latía gracias a aquellos de acciones benévolas, latía gracias al esplendor cultural de cada país que enmarcaba un camino hacia la paz visto por pocos, latía por la aún gran riqueza natural que había, latía por el respeto y amor de muchos, latía por los grandes y pequeños sueños de paz, latía por los pensamientos que no diferenciaban entre raza, estrato social o religión y latía más fuerte cada vez que nacían nuevas almas que eran grandes símbolos de esperanza.

Se abrió una puerta y entró Akor. Se había sacado la expresión de preocupación acompaña de cansancio por las largas horas de continuo pensamiento. En silencio y yendo hacia Odín, le tomo de la mano.

-Pronto padre, la muerte ronda este recinto sin compasión alguna- dijo Eyroa empezando a sollozar.

-La absolución de la muerte no es necesaria, Odín vivirá, ustedes son su salvación- anunció Akor.

-¿Cómo puede ser eso? …- preguntó una voz apagada: la voz de Ithil.

Es menester que viajen hoy mismo hasta el Edén y bajen hasta su corazón, no es travesía fácil, el viento marcara su rumbo y la tierra dará paso hasta su llegada, al cruzar la línea de lo terrenal verán un resplandor blanco y sentirán un aire calido de dulce olor, ese es el corazón de América latina. Os ruego que lo fortalezcan. Esta vez no basta tener paciencia, esta vez tendrán que intervenir como hermanos cediendo parte de su corazón.

Y así fue, los hijos del mundo, avanzaron zigzagueando entre las espesas nubes al calor de un sol rojizo que también se movía con rapidez. Desde el firmamento apreciaron tan real como nunca antes, la gran amazonia, a Terjir le gusto mucho, le parecía fantasiosa, detallaron la cordillera de los andes, apreciaron ríos, miles de animales, las atractivas zonas boscosas, desérticas o de nieve, y por un instante se soñaron disfrutando de tantas riquezas, sin fractura alguna que deteriorara sus vida y la vida del Edén. La suave ráfaga de viento que los había guiado por los cielos encalló entre un conjunto de montañas, y una gran puerta de grandes troncos se hizo visible, al abrirse dejó ver una empinada escalera que descendía hasta el inicio de un ondulado pasadizo, que no parecía tener fin. Después de una par de horas de ir andando a grandes velocidades vieron el resplandor y sintieron el olor anunciados.

Cada uno empuñaba una hoja, pequeña y luminosa. Pertenecían a las plantas mágicas que otorgaron su nacimiento, y poseían parte de su ser. Se aferraron por unos segundos a ellas y luego las lanzaron hacia el resplandor. La hoja de Ithil llevaba parte de su honestidad, la de Terjit parte de su conciencia, la de Aike parte de su sabiduría, la de Aymon parte de su tenacidad. Eyroa otorgó parte de su hermandad. El resplandor cambio de color, de blanco a un rojo intenso, y comenzó a expandirse envolviendo todo su alrededor.

Cansados, se sentaron mirándose unos a otros, ¿Será esto suficiente? preguntó Aike con su característica expresión apacible, de ojos quietos y manos cruzadas.

-Suficiente para el Edén es, incesable salvará el tiempo y nosotros habitantes de aquella tierra lejana sobre las nueves, brillante y claro advertiremos si con regocijo aceptan los mortales este nuevo corazón, ya que al parecer nada es suficiente para ellos.- Dijeron en coro los hijos del mundo.

 

José Ricardo Orjuela Carrascal

Cartagena de Indias - Colombia

 


 



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