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Indios, afrodescendientes y misión de la Iglesia

2007-05-25


  Seguramente, los obispos latinoamericanos, en Aparecida, al abordar el tema central de la misión de la Iglesia, deben haberse confrontado con la cuestión histórica, todavía no resuelta, acerca de la forma como fueron tratados los indígenas y los afrodescendientes. El cristianismo en general se mostró siempre sensible al pobre, pero implacable y etnocéntrico frente a la alteridad cultural. El otro (el indígena y el negro) fue considerado como enemigo, pagano e infiel. Contra él fueron llevadas a cabo «guerras justas», y se le leía el Requerimiento (un documento en latín en el que se reconocía al rey como soberano y al papa como representante de Dios), y en caso de que no fuese aceptado, quedaba legitimado el sometimiento forzado.

No debemos olvidar nunca que nuestra sociedad está asentada sobre una gran violencia: sobre el colonialismo que invadió nuestras tierras y obligó a hablar y a pensar en los moldes culturales del otro, sobre el etnocidio indígena, con su cuasi-exterminio, sobre la esclavitud que redujo millones de personas a «piezas», sobre la dependencia actual de los centros metropolitanos, dependencia que dificulta nuestro camino autónomo, y hasta se quiere prescindir de nosotros. Las desigualdades sociales, las jerarquías discriminatorias y la falta de sentido del bien común se alimentan todavía hoy de este substrato cultural perverso.

Por eso, todavía recientemente hemos escuchado con espanto que la primera evangelización no fue una «imposición ni una alienación», y que sería un «retroceso y una involución» querer rescatar las religiones de los ancestrales. Frente a eso no podemos dejar de escuchar la voz de las víctimas, que resuenan hasta los días de hoy, testigos del reverso de la conquista, como aquélla del profeta maya Chilam Balam de Chumayel : «¡Ay!, entristezcámonos, porque llegaron... Vinieron a hacer que se marchitaran nuestras flores, para que sólo viviese la flor de ellos... Vinieron a castrar el sol». Y su lamento continúa: «Entre nosotros se introdujo la tristeza, el cristianismo... Ése fue el principio de nuestra miseria, el principio de nuestra esclavitud».

Según Oswald Spengler, en La decadencia de Occidente, la invasión ibérica significó el mayor genocidio de la historia humana. La destrucción fue del orden del 90% de la población. De los 22 millones de aztecas de 1519, cuando Hernán Cortés penetró en México, en 1600 sólo quedaba un millón. Y los sobrevivientes, al decir de Jon Sobrino, teólogo censurado recientemente por el Vaticano, son pueblos crucificados que penden de la cruz. La misión de la Iglesia es bajarlos de la cruz, y hacerlos resucitar.

Pero la esperanza de los indígenas no murió. En algunas comunidades andinas de los antiguos incas, se celebra, de tiempo en tiempo, un ritual de gran significado: se amarra un cóndor, el águila de los Andes, al torso de un toro bravo. Se traba, ante la multitud, una lucha feroz y dramática, hasta que el cóndor, con sus potentes picotazos extenúa y derriba al toro. Éste, entonces, es comido por todos. Es una metáfora: el toro es la colonización española y el cóndor es el inca del altiplano andino. Se procesa una reversión simbólica: el vencedor de ayer es el vencido de hoy. El sueño de libertad triunfa, por lo menos simbólicamente.

La misión de la Iglesia es de justicia, no de caridad: reforzar el rescate de las culturas antiguas con su alma que es la religión. Y enseguida, establecer un diálogo en el que ambos se complementan, se purifican y se evangelizan mutuamente.

 

Leonardo Boff




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